viernes, 31 de julio de 2009

Entre la Noche y el día

La Noche me abandona arrastrando su dosel negro
Ya adviene el Alba con sus golondrinas
Abandono mi cuerpo con matinales delirios
Bermejas abluciones en el negro río
No soporto habitarme
Un beso perdido murmura entre el follaje
Lo eterno sólo dura un instante
La mujer amada despierta desnuda
El corazón del amante yace a su lado, negro,
feo, ensangrentado
Qué solo me ha dejado la Noche
Cuán solo me encuentra la Alborada
La garza vaga por la ribera, herida por lamentos del viento
Peces de polvo se ahogan entre los pedruscos
Mariposas de rocío, caricias de ceniza
Estoy solo con toda mi existencia
En la mañana que pesa como un muñón del Universo
El hombre instalado en su mañana es la criatura
más indefensa que existe
En la mañana se es de nuevo, sin ningún paliativo
Caballos negros y blancos corren hacia el Crepúsculo
Venus es una alhaja divina
En la mañana, al hombre se le revela toda su humanidad
Y no hay remedio
Alba amarga
Una quimera corre locamente por los cerros
Los cuervos graznan entre los rosales
El Mar insomne delira
En las sirtes, las sirenas ofrendan sus cantos al nuevo día
El día es una rosa, me dice el Centauro
Dan ganas de emborracharse o de fumar marihuana a espuertas
Sí, aunque aún sea muy temprano
El mirlo se oculta en la fronda del abeto
Pasa el Tiempo, monstruo tricéfalo
Lentamente, sale el Sol

jueves, 30 de julio de 2009

Los grutescos

Era una tarde calurosa de Julio. Me sentía aburrido y algo deprimido. Había salido a caminar para distraerme un poco. Entré a un bar de la calle del Prior y me apoyé en la barra. Pedí un botellín de agua. Había poca gente en el lugar. Todos parecían aburridos. A mi lado, una mujer hablaba sola. Su voz era un suave susurro. La miré. Bebía una copa de vino. Era de estatura mediana, delgada, rubia, y llevaba puesto un corto y ligero vestido celeste. Tendría treintaitantos años. Sin que se diera cuenta, miré su frente amplia, sus ojos grises, su nariz larga, su boca pequeña. Llevaba el cabello atado.Sus senos eran medianos y tenía muy lindas piernas. Olía a perfume caro. Parecía absorta. Sus labios se movían mientras soliloquiaba. Me llevaron el botellín de agua que había pedido. Lo destapé y di un largo sorbo. Tenía sed. La mujer del vestido celeste se alejó de la barra y dio una vuelta por el bar, mascullando. Su mirada se hallaba perdida en el vacío, o en algo más allá del vacío. Volvió a apoyarse en la barra, más cerca de mí. Calló un rato. Bebió un poco de vino. Luego volvió a mover los labios. Yo agucé el oído. Escuché. "Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día" Recitaba silenciosamente un soneto de Quevedo. Qué extraña mujer, pensé, ¿habrá estado recitando poemas todo el tiempo? Me quedé escuchándola. Su voz era suave, tersa y celeste como su vestido. Cuando llegó al último terceto recité junto con ella "su cuerpo dejará, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado." Al terminar, ella volteó y me quedó mirando. Yo enfrenté su mirada perdida, etérea, interrogante. Recitabas a Quevedo, le dije, a mí también me gusta ese soneto. Ella siguió mirándome, sin decir nada. Bebió otro sorbo de vino y comenzó a recitar "Escrito está en mi alma vuestro gesto." Yo la acompañé durante todo el soneto, hasta terminar diciendo "por vos nací, por vos tengo la vida/ por vos he de morir y por vos muero." Me volvió a mirar. Perdona si te molesto, le dije. Después de un rato de silencio ella me dijo No me molesta, me sorprende. A mí también me sorprendió oírte recitar, le dije yo, ¿recitas todo el tiempo? No, no recito todo el tiempo, me contestó, pero casi todo el tiempo hablo sola. Es bueno hablar sola, o solo, afirmé, Machado decía que el que hablaba solo aspiraba a hablar con Dios un día. Sí, lo recuerdo, me dijo ella. ¿Aspiras a hablar con Dios?, bromeé. No, por el momento no, me respondió ella, ando tan confundida que no podría sostener una conversación con ese señor. Sonreí. Ella continuaba con su aire abstraído. Te invito a una copa, me dijo. No, muchas gracias, le dije, no bebo. Y le enseñé el botellín. Qué raro, casi todo el mundo bebe, aseveró ella, ¿no bebes por algún motivo en especial? Bueno, sí, es que tomo antidepresivos, le confesé. ¿Y por qué me lo dices como si te avergonzaras?, me preguntó. Porque en realidad me da un poco de verguenza decir que tomo antidepresivos, le respondí.
-No debes sentir verguenza, joder, los tomarás por algún motivo, ¿no?
-Sí, soy depresivo melancólico.
-Eso no te debe avergonzar.
-De acuerdo, te haré caso, no me avergonzaré.
-Te invito un agua entonces.
-Bueno.
Ella pidió un botellín de agua al camarero. Éste se lo dio enseguida. Ella me lo alcanzó. Yo lo destapé y bebí. Realmente tenía mucha sed. ¿Cómo te llamas?, le pregunté a ella.
-Alejandra, Alejandra Sierra.¿Y tú cómo te llamas?
-Alfonso, Alfonso Décimo.
-¿Y de dónde eres?
-De Lima, Perú. ¿Y tú?
-De aquí, de Salamanca, España.
-Pues me da mucho gusto haberte conocido, Alejandra.
-Salud.
Entrechocamos la copa y el botellín, y bebimos. Te invito a dar un paseo, me dijo Alejandra. De acuerdo, acepté yo. Salimos del bar y caminamos hasta la plaza de Monterrey. Allí doblamos a la izquierda y subimos por la calle la Compañía. Alejandra iba recitando "¿Adónde te escondiste,/ Amado, y me dejaste con gemido?" Yo la acompañé "Como el ciervo huiste,/ habiéndome herido;/ salí tras ti clamando y eras ido" Cuando llegamos a la Rúa antigua Alejandra calló de súbito. ¿Te gusta leer poesía?, me preguntó. Sí, y también me gusta escribirla, le respondí. ¿Eres poeta?, me preguntó. Creo que sí, le contesté. Bajamos por la calle Francisco de Vitoria, desembocamos en la plaza Anaya y seguimos hasta la Catedral. Eres poeta, con razón me inspiraste confianza, me dijo Alejandra, en realidad no suelo hablar con nadie. ¿Sueles ir a los bares a hablar sola?, le pregunté. Sí, me dijo, suelo ir a los bares y suelo caminar por la ciudad hablando sola. ¿Te gusta la ciudad? Me encanta, le dije, Salamanca es realmente bella. ¿Hace cuánto vives acá?, me preguntó. Hace tres años, le respondí. Yo he vivido aquí toda mi vida, me dijo, y cuando me he sentido aburrida sólo he tenido que dar un paseo para que ese aburrimiento se esfumara. Subimos al atrio de la Catedral. Entramos al recinto. Sentí el espacio frío y fresco. Alejandra fue hacia el quiosco donde se compraban los tickets para entrar a la Catedral vieja. La seguí. Sacó su cartera. No, yo pago, le dije. No, no, de ninguna manera, joder, yo te he invitado, me replicó ella. Bueno, está bien, pero déjame mostrar mi tarjeta de estudiante, así te cobran menos. De acuerdo.
Entramos a la Catedral vieja. Ya yo había estado allí más de una vez, pero no me disgustaba para nada estar una vez más. Alejandra se dirigió rápidamente al altar mayor. Se detuvo al lado izquierdo, justo frente al órgano del músico Francisco de Salinas. Intuí lo que iba a hacer y comencé con ella "El aire se serena/ y viste de hermosura y luz no usada, /Salinas, cuando suena/ la música extremada,/ por vuestra sabia mano gobernada" Cuando terminamos de recitar el poema de fray Luis, Alejandra me miró y sonrió brevemente. Era la primera sonrisa que esbozaba desde nuestro encuentro en el bar. Caminó hacia la derecha y quedó de pie frente al maravilloso retablo del altar mayor. Nos quedamos mirándolo. Al cabo de un rato, ella me dijo Aquí me casé. ¿Eres casada?, le pregunté. Soy viuda. Mi esposo murió hace un año, me contestó. Oh, lo siento, fue lo único que le dije. Abruptamente, ella se fue hacia el claustro. Parecía moverse por impulsos. Yo fui tras ella. Vaya mujer más rara, pensaba. Entramos al claustro. Ella caminaba decididamente sin entrar a ninguna capilla. Yo preferí no decirle nada. Había poca gente en el claustro. Alejandra entró a la capilla de Anaya. Yo entré detrás de ella. No había nadie en la capilla. Alejandra se dirigió directamente a la esquina derecha del recinto. Allí, bajo la plataforma de un viejo órgano,en un sepulcro, yacía una pareja. Sabía quiénes eran. Me acerqué a Alejandra, que contemplaba a los yacentes y le dije Don Gutierre de Monroy y Doña Constanza de Anaya. Sí, me dijo ella, son los yacentes más hermosos que he visto en mi vida. Sí, son bellos, asentí. Nos quedamos contemplando a los yacentes largo rato, en silencio. Parecían plácidamente dormidos, pacíficamente muertos. Su estado era envidiable. Me fijé en la frente de Don Gutierre, surcada por leves arrugas; me fijé también en el rostro dormido de Doña Constanza. Ambos tenían los ojos entrecerrados o entreabiertos, sin mirada. Sus manos efundían una paz imponderable. Mi esposo y yo veníamos a ver a estos yacentes por lo menos una vez al mes, me dijo Alejandra, ¡nos gustaban tanto! Él me decía que algún día dormiríamos así, juntos, en un estado que trascendería la vida y la muerte. Estos yacentes parecen dormir, le dije. Sí, él también decía eso, decía que estos yacentes estaban soñando que dormían juntos. Ahora, cuando vengo sola, anhelo ser Doña Constanza, y dormir así como ella, me dan ganas de estar muerta, tan suavemente muerta. Acarició los rostros de los yacentes. Pero qué hermosos son, dijo con la voz temblorosa.Y luego recitó "Ven, Muerte, tan escondida,/ que no te sienta venir, / porque el placer del morir/ no me vuelva a dar la vida." Nos quedamos mirando a los yacentes un largo rato más y salimos de la capilla.
Una vez que estuvimos fuera de la Catedral, le pedí a Alejandra que me hablara de su esposo. Él se llamaba Roberto,empezó, nos conocimos en la Universidad, él estudiaba Arquitectura y yo Humanidades. A ambos nos gustaba mucho la poesía. Leíamos juntos a diversos poetas. A veces él me escribía poemas de amor. Fuimos novios durante cinco años, después nos casamos. Vivimos juntos siete años, hasta que él murió. ¿De qué murió?, le pregunté. Ni los médicos lo supieron, un día simplemente enfermó y comenzó a consumirse, me respondió Alejandra. No me gusta la vida, pero no quiero morirme, me decía durante su agonía. Se moría de rabia y de pena. No quería morir, no aceptaba su destino. Yo lo vi rasgar sus vestiduras, morder las sábanas tratando de rasgarlas; yo lo oí maldecir a Dios. Sencillamente no quería morirse. Yo sólo me mantenía a su lado, dándole mi compañía y tratando de consolarlo. Su muerte fue muy dolorosa para ambos. Lo debes extrañar mucho, le dije. Sí, como ni te lo imaginas, me dijo ella, pero a veces él aparece por un momento y me deja verlo. Viste el mismo traje que usó en nuestra boda y luce tan lozano como entonces. ¿Tu esposo se te aparece?, le pregunté, azorado. Sí, y a veces hasta me hace el amor, me dijo ella. Soltó una graciosa risita. Yo preferí quedarme callado. Fuimos por la calle Calderón de la Barca hasta Libreros. Allí doblamos a la derecha y avanzamos hasta el Patio de Escuelas Mayores. Nos quedamos un rato mirando la fachada de la universidad y luego fuimos al patio de Escuelas Menores. Allí entramos a ver "El cielo de Salamanca", de Fernando Gallego. Aquí me siento muy tranquila, me dijo Alejandra, aquí también venía con Roberto. Vamos a mirar el cielo, me decía él, y veníamos aquí. Mientras contemplaba tranquilamente el cielo, Alejandra me jaló de la manga de la camiseta y me dijo Vámonos de aquí.Rápido. Vámonos. Salimos del lugar y vi el rostro desencajado de Alejandra. ¿Qué pasa?, le pregunté. Los grutescos han empezado a fastidiarme, me respondió. Tenía la mirada extraviada. ¿Pero qué grutescos?, le pregunté.¿Nunca has visto un grutesco?, me preguntó. Sí, he visto muchos, pero no sabía que perseguían a las personas, le respondí. Sólo me persiguen a mí, me dijo ella, me torturan hablándome de la muerte de Roberto, de mi amor tan inútil ante la muerte, de mi soledad, me dicen cosas que no quiero escuchar.
-¿No tomas ninguna medicación?
-Mi familia quiere que vaya a un psiquiatra, incluso los he oído hablar de internarme en un sanatorio mental, pero yo no quiero, y no me dejaré llevar a ninguna parte.
-¿Le has hablado a tu familia de los grutescos?
-Sí
-¿Y qué dicen?
-Que estoy loca, que debo hacerme ver por un psiquiatra.
-Tal vez debas hacerte ver por uno, no digo que estés loca, para nada, pero la muerte de tu esposo puede haberte afectado demasiado.
-No me digas eso, por favor, no quiero estar loca.
-Está bien, tranquila, vamos a caminar para que te calmes.
- De acuerdo.
Salimos del patio de Escuelas Menores. Mientras caminábamos, Alejandra miraba constantemente hacia atrás. Recordé los grutescos que había visto en el sobreclaustro del convento de las Dueñas, y también los que había visto en las ménsulas del Palacio de la Salina. Eran horrendos. Eran monstruos de diverso aspecto. Criaturas realmente espantables. Seres salidos del infierno. Si Alejandra se imaginaba que la seguían y que le hablaban, debía pasarla muy mal. Sin duda estaba mal de la cabeza, pero ella no lo aceptaba. Me imaginé a una legión de grutescos persiguiéndome. Monstruos de toda especie yendo tras de mí y gritándome justo aquello que no quería escuchar. Debía ser horrible.
Íbamos por la Rúa Mayor. Ya atardecía. Mucha gente transitaba por la calle. ¿Sabes qué es lo peor de los grutescos?, me preguntó Alejandra, que aún lucía alterada. ¿Qué?, le pregunté. Que se suelen convertir en personas, me respondió. Ya olvida eso, le dije, no le hagas caso a los grutescos. ¡No! ¡No!, exclamó, ¡tengo que ahuyentarlos! Se sacó una sandalia y con ella comenzó a golpear el aire y el suelo. ¡Lárguense! ¡Lárguense! ¡Malditos! ¡Malditos!, gritaba. La gente se volteaba a mirarla. Algunas personas se detenían alrededor de ella. Yo la cogía del brazo y ella se desasía y volvía a golpear el aire y el suelo con su sandalia. Cuando se detuvo, miró a la gente y en su cara comenzó a formarse una expresión de terror. ¡Alfonso! ¡Alfonso!, me gritaba, ¡estas personas también son grutescos! ¡También lo son! Soltó un grito largo y agudo, lleno de horror. Yo me acerqué a ella. Me dio un golpe en la cabeza con la sandalia, sin reconocerme. Luego corrió espantada, abriéndose paso a sandaliazos entre la gente. Me imaginé lo mal que la estaría pasando, imaginando a monstruos que la acosaban por todas partes. Me dispuse a seguirla. Cuando estaba a punto de correr, alguien me jaló de la camiseta. Volteé y miré hacia abajo. Era un hombre chaparrito, de edad inefable, con la cara roja. No la sigas, muchacho, esa mujé está jodía. Muy jodía. Me quedé parado, viendo cómo Alejandra se alejaba. Sólo era una mujer sensible averiada por la vida, por la desgracia. Sentí mucha pena, era como si hubiera perdido a una buena amiga. Aún se oían sus gritos. La gente comentaba lo sucedido. Entre las voces, pude distinguir la del chaparrito, que decía Está jodía. Muy jodía.

Informe secreto

Interminables páramos de Soledad
Parece posible encontrarse con un dios
Negras trombas aproximándose
Hacia el miedo de perderla
Estás perdido amante
Tienes miedo
Por eso amas
O crees que amas
Escuchas los pedos de la Amada
Como si fueran un oráculo
Estás perdido
Te prefiero andando por senderos amarillos
Los guijarros sonando bajo tus pies
Sauces de pena silenciosa
Rosas rojas de inmolaciones
Lirios llagados de agonía
La perdí porque quise perderla
Quise habitar en el desierto rocoso
Quise vivir en una isla de amatista
Y olvidar mi miedo, mi desamparada desesperación
Cíclopes ciegos bebiendo leche en cuencos
Camareras sirviendo el vino en cráneos
Acostándose con los clientes por una naranja dulce
Las calles polvorientas, los perros oliscando
los charcos de orines
Una mujer de cuarenta años llega a su departamento,
Se sirve un trago, se masturba y luego llora
Las campanas tañen sobre la ciudad vieja
Y en el campo la Luna da la hora
El insensato dice No hay ningún dios
Y de pronto le crece una aureola alrededor de la cabeza
Imposible decir qué soy
Tengo la esencia amarrada
Y padezco obturaciones del espíritu
Como cualquier hombre que ha olvidado
su causa
He estado días enteros dándome cabezazos en la pared
Tratando de sacarme alguna información sobre mí
Y he quedado callado, aturdido, ausente
El Cielo azul, puro, implacable
Sobre la llanura infinita
Encima de mi testa
Que algún día ha de destrozar algún fusil africano

martes, 28 de julio de 2009

Cosas de la navegación

Al Alba, la danza trémula del rocío
Baños lustrales en el Mar verdegris
Hundido en la Fatalidad
Como un héroe de tragedia griega
Cabestreado por mi hado
Solo bajo el chillido de las golondrinas
Demencial arribo de aves agoreras
De castas embarcaciones
De fenicios nostálgicos
Mi navegación ha perdido la singladura
Leviatanes mortíferos emergen de las aguas
Bufan y rugen hasta hacerse abstractos
Devoran a los argonautas con su salvaje furia animal, divina
Desde la proa del bajel, el augur mira y oye a las gaviotas
A la hora del Crepúsculo, los tripulantes se extasían
Y olvidan que están irremisiblemente perdidos
Las olas se autodestruyen gritando conmovedoramente
Apoyado en el codaste miro al Cielo y me olvido de mí
Arrójate a las ondas, me dicen las Sirenas
Una voz extraña, como la que persuadió a Palinuro
Tritones masturbadores contemplan a los marineros
Por la marea sin senderos
Va un navegante
Deshojando la Rosa de los Vientos
Entregado a todos los vicios
Devorado por todos los males
Vas agotando tu inexplicable travesía
Al revés de ti mismo estás tú
Flores de espuma
Islas de coral
Mundo de mierda
Aléjate de esta ribera, todo lo que puedas
Aléjate
Sucio navegante
Incomprensible argonauta
Para convertirte en una gota más de rocío
Al pie de cualquier Alba

Antidepresivos

Desperté. Miré la hora. Eran las siete de la tarde. No sabía qué día era. Hice memoria. Ah sí, es Sábado, me dije. Me incorporé y cogí un blíster de Rivotril. Me tomé dos. Me quedé sentado en el borde de la cama un largo rato, sin pensar en nada. Luego fui al baño y oriné. No tenía ganas de lavarme la cara. Me miré en el espejo. Parecía un hombre desesperado que fingía guardar la calma. Volví a mi habitación. Me eché en la cama. Aún estaba cansado. Me había acostado a las nueve de la mañana y todavía no me sentía repuesto. No me hallaba bien dispuesto para arrostrar el día. Tenía ganas de seguir durmiendo. Aun así, me levanté, cogí las llaves y la billetera y salí a hacer la compra, ya que no tenía nada de comer. Hacía un día soleado, espléndido. Era Verano y yo pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en mi oscura habitación, escribiendo y leyendo. Me sentí deprimido. Hice la compra y volví a casa. Cuando estuve nuevamente en mi cuarto, aparecieron los Kouros, esas criaturas que sólo yo puedo percibir. Estaba sentado en el borde de mi cama y ellos aparecieron súbitamente, frente a mí. Me sobresalté. Hacía tiempo que no los veía. Hubiera preferido que no aparecieran. Ellos sólo aparecen para incordiarme. Danzaron lentamente alrededor de la habitación y luego volvieron a plantarse frente a mí. Pareces abatido, me dijeron. Yo no contesté. Sí, estás abatido, me dijeron. Se te nota. ¿Y van a comenzar a atormentarme por eso?, les pregunté. Uno de ellos avanzó, dio una vuelta grácilmente y quedó inclinado frente a mí. Luego levantó la cara y me sonrió. Volvió con los demás. Sólo queremos hacerte compañía, me dijeron. Preferiría estar solo, les dije yo. Ellos bajaron la cabeza y corrieron de un lado a otro de la habitación. Luego volvieron a reunirse frente a mí y se sentaron en el suelo. Queremos hablar contigo, me dijeron. Para no cansarme en discusiones, accedí. Sostuvimos el siguiente diálogo.
Kouros: Sabemos que estás deprimido. ¿Por qué?
Alfonso: Mi vida no me place. Me parece una vida bastante miserable.
Kouros: Es cierto. Tu vida es miserable. Pero también tiene su dicha.
Alfonso: No, no tiene ninguna. Hace unos días salí con unos amigos. Fuimos a varios bares y discotecas, en la Noche, y mientras ellos se divertían bebiendo, yo estuve aburrido, tomando agua. Yo ya no me puedo divertir. Es por las pastillas que tomo para la depresión. Tomo siete pastillas diarias. Tres antidepresivos, dos antipsicóticos, un ansiolítico y un modafinilo. Hace casi un año que tomo todo eso, y no puedo beber ni fumar marihuana. Antes yo me divertía en los bares y en las discotecas, bebiendo hasta emborracharme. Me desinhibía, bailaba, reía. Ahora, en las discotecas, soy un muermo, no hago nada, me quedo parado junto a la barra con un botellín de agua en la mano y ni siquiera me muevo. Me aburro inmensamente, me da sueño. Yo ya no puedo divertirme. Envidio a todos aquellos que salen y se divierten y se olvidan un rato de todo.
Kouros: Ciertamente, para ti ya no hay diversión. Eres un enfermo mental, alguien que necesita medicarse para poder vivir. Para ti ya no son los bares ni las discotecas ni el alcohol, sino el encierro, el aislamiento, la soledad...
Alfonso: Eso es lo que pienso. Echo mucho de menos el alcohol y la marihuana. Cuando bebía y fumaba era más feliz. Recuerdo que fumaba marihuana todos los días y me ponía alegre y por un momento vivía en un pequeño paraíso... Ahora es todo tan aburrido...
Kouros:También se nota que tienes un irremediable fondo de tristeza...
Alfonso: Sí, en el fondo me siento triste. Antes era un tipo alegre, me reía con facilidad, era conversador, bromeaba, ahora no siento ningún tipo de alegría, hace siglos que no me río, y me cuesta un enorme trabajo iniciar una conversación. Casi no converso...Con mis amigos apenas converso...
Kouros: Tú siempre quisiste evadirte de la realidad, antes te evadías con la marihuana, ahora que la vida te resulta tan aburrida y tan triste, ¿con qué te evades?
Alfonso: Con ansiolíticos. Por las tardes me tomo dos o tres o cuatro rivotril para adormecerme, para dulcificar mi mente, y así me evado siquiera por un rato.
Kouros: Odias tu depresión, ¿no es así?
Alfonso: Claro que la odio, pero odio más aun los antidepresivos, esas malditas pastillas de los cojones que me están quitando la fuerza que necesito para vivir. Los antidepresivos no me levantan el ánimo, no me alegran, lo único que hacen es mantenerme estable, pero me quitan virilidad...Mi libido ha disminuido, casi no se me erecta el pene, y ya casi no puedo masturbarme. Temo volverme impotente. Es una mierda esto que me pasa...
Kouros: Estás lisiado por la vida. Pero te queda la evasión absoluta, el suicidio...
Alfonso: Pienso constantemente en el suicidio. A menudo me sorprendo pensando en cuál será la mejor forma de quitarme la vida. Pienso en cortarme las venas de las muñecas, pienso en cortarme el cuello, pienso en arrojarme desde el último piso del edificio en que vivo, pienso en disparame en la cabeza, pienso en administrarme una sobredosis de barbitúricos...
Kouros: ¿Ya has intentado suicidarte?
Alfonso: Sí. Una vez me tomé una caja entera de ansiolíticos. Lo único que pasó fue que me dormí casi dos días y al despertarme sólo sentía mareos y algo de náuseas. Nada serio. Un intento fallido.
Kouros: ¿Por qué estás así? Tan insatisfecho, tan sombrío, tan amargo...
Alfonso: Porque yo no quiero ser como soy. Soy como soy muy a pesar mío. Además mi vida en algún momento se jodió. Estoy enojado y decepcionado.
Kouros: ¿Enojado y decepcionado con quién? ¿Con Dios?
Alfonso: Prefiero no hablar de ese sujeto...
Kouros: Comprendemos. A ti no te gusta tu vida.
Alfonso: La vida no es la vida. La vida no se halla en la vida.
Kouros: Te entendemos. ¿Pero escribir no te ayuda?
Alfonso: Escribir es lo único que me mantiene vivo. Amo mi oficio de escritor. Si algún día no puedo escribir me mataré. Ahora me paso los días escribiendo, encerrado en mi habitación. Casi no salgo, no veo a nadie...
Kouros: No es bueno para el hombre estar solo.
Alfonso:¿Pero qué le puedo ofrecer a los demás si estoy casi inutilizado para las relaciones sociales?
Kouros: Te entendemos.

Yo me quedé callado. Los Kouros comenzaron a danzar y a aullar frente a mí. Estuvieron así un rato y luego desaparecieron.

Un fin de semana

Desperté con la vaga esperanza de que lo que había sucedido el día anterior fuese un sueño. Lentamente, fui recomponiendo la realidad. Reconocí mi cuarto, vi cómo la luz macilenta del Otoño se filtraba por las cortinas, me fijé en los objetos que me hacían más familiar la habitación. Tuve plena conciencia del espacio. Sabía dónde estaba. Me pregunté qué hora era y qué día sería. Serían las nueve de la mañana de un día Domingo. Lo que me había pasado el día anterior podía ser un sueño. Sí, tal vez había soñado que me había roto el brazo izquierdo en una pelea de Judo. Quizá fuese un sueño... Pero no, el dolor estaba ahí. Además de tener conciencia del espacio y del tiempo también tenía conciencia del dolor. Sentía que mi brazo izquierdo latía dolorosamente. Oh no, pensé, no ha sido un sueño. Me miré el brazo enyesado y lamenté mi situación.Oí las voces de mis hermanos y de mi mamá. Se preparaban para salir de casa. También oía cómo mi papá se lavaba en el baño del primer piso. Cuatro semanas enyesado, pensé, no podré entrenar durante casi un mes. Yo tenía quince años y estaba enamorado del Judo. Entrenaba mucho para llegar a ser campeón. El día anterior, Sábado, había ido a entrenar a mi club. Los profesores y los alumnos de otro club nos hicieron una visita, y se realizó una competencia amistosa. Yo peleé contra un muchacho que tenía dos años más que yo, que me llevaba varios kilos y que tenía experiencia competitiva. Yo no había competido nunca. A los dos minutos de la pelea, me proyectaron y caí sobre mi brazo izquierdo. Éste dio una vuelta entera y se rompió. Yo sólo oí un crujido y me quedé tendido en el tatami. Al poco rato el dolor apareció y se fue incrementando con una velocidad inmisericorde. Grité con fuerza. Los profesores se acercaron y me jalaron el brazo, le dieron vueltas, lo subieron y lo bajaron, consiguiendo sólo aumentar mi dolor. Decidieron llevarme donde una huesera. Ésta me hizo llorar de dolor y al finalizar sus tejemanejes me dijo que ya todo estaba bien. Aun así, el brazo me siguió doliendo, así que por la tarde mi Mamá me llevó a una clínica y allí me revisaron el brazo, me lo movieron un poco y finalmente me lo enyesaron.
Mi mamá entró a mi cuarto. Hijito, tus hermanos y yo ya nos vamos a la casa de tu tía Doris, me dijo, ¿tú quieres ir con nosotros? No, mamá, gracias, yo me quedo a descansar, me duele mucho el brazo, le dije. Ah ya, hijo, está bien, en la refrigeradora hay comida del chifa que quedó de ayer, cuando te dé hambre come eso, y toma tus pastillas para el dolor y para la desinflamación. No te olvides. Después de decirme eso, mi mamá se acercó a mi cama, se inclinó y me dio varios besos en la frente. Mi hijito lindo de mi corazón, me dijo, ya verás cómo las cuatro semanas se pasan volando y vuelves a entrenar. Me dio otra serie de besos, luego se incorporó, dio media vuelta y se despidió Chao, hijito, ya nos vemos en la tarde. Chao, mamá, le dije yo, que les vaya bien. Mis dos hermanos menores también se acercaron a despedirse de mí con un beso en la mejilla y luego bajaron al jardín precipitadamente. Oí cómo mi mamá arrancaba el carro. También oí entrar a mi hermano menor al vehículo y cerrar la portezuela. Oí a mi hermano segundo abrir el portón del jardín, al carro dar marcha atrás, al portón cerrarse, y a mi hermano segundo entrar al vehículo y cerrrar la portezuela. Finalmente, oí al carro alejarse. Me levanté de la cama y fui al baño. Oriné, defequé, y me aseé. Con la piyama puesta, bajé al primer piso. Allí mi papá se arreglaba frente al espejo. ¿Vas a salir?, le pregunté. Sí, me respondió secamente. Mi papá y mi mamá eran separados, pero vivían en la misma casa. Dormían en cuartos diferentes, pero eso lo hacían desde hacía años, aun antes de separarse. En aquel tiempo, los dos salían los Domingos. Mi mamá se iba con mis hermanos a casa de la tía Doris y mi papá se iba no sé adónde. Salían en la mañana y volvían en la tarde o en la Noche. Yo solía quedarme solo en casa. Me gustaba quedarme solo, pero echaba de menos los ya lejanos Domingos en los que la familia entera se quedaba en casa, compartiendo el día. Mi papá y mi mamá no se hablaban. Lo que sí hacía cada uno era hablar mal del otro. Fui a la cocina. Me serví un vaso con agua y tomé dos pastillas. Mi papá entró y me preguntó ¿Te duele el brazo? Un poco, le respondí. Sólo tú tienes la culpa de lo que te ha pasado, me dijo con gravedad. Has sido un insensato. Cómo se te ocurre pelear con gente que te aventaja en todo. Tan joven y ya has fregado tu futuro, ya no podrás practicar Judo como antes, ese brazo te va a quedar mal. ¡Eres un tonto! Yo no decía nada, sólo escuchaba, cabizbajo. Mi papá, ya exaltado, continuó ¡Tú solo te has fregado! ¡No me imaginaba que eras tan tonto! ¡Tenías todo un porvenir por delante y lo has arruinado todo! ¡Ya no vas a poder entrenar , te vas a quedar con ese brazo malogrado para siempre! Mi papá me hablaba con una ira inconcebible. Yo no sabía que había obrado tan mal. Mi papá me hacía sentirme culpable y desgraciado. No sabía qué le pasaba, no sabía por qué estaba tan enojado, tan lleno de ira, tan fuera de sí. Parecía que me odiaba. ¡Insensato! ¡Eres un insensato! ¡Te has fregado solo!, continuaba. Por un momento, llegué a pensar que se había vuelto loco. ¡Tenías un futuro prometedor! ¡Ibas a ser campeón! ¡Y ahora lo has arruinado todo!, seguía. Salió de la cocina y entró a su cuarto. Yo me quedé todo apesarado. Al cabo de un rato, oí cómo mi papá salía de la casa. Estaba tan enojado que ni siquiera se había despedido de mí.
Mientras me preparaba un pan con mantequilla, sonó el timbre. Decidí terminar de prepararme el pan y después abrir. Ante mi demora, el timbre comenzó a sonar con insistencia. La persona que tocaba parecía estar nerviosa. Dejé el pan y salí a abrir.En el jardín, mi perro Franz, un labrador, me saludó dando saltos y vueltas a mi alrededor. Hola Franz, hola, cómo estás, le decía yo, acariciándolo. Al abrir la puerta, me llevé una gran sorpresa. Vi a una mujer de estatura mediana, flaca, de unos cuarentaitantos años frente a mí. Tenía los ojos verdes y desorbitados. ¿Sí?, le pregunté, ¿qué desea? Ella, muy alterada, me gritó ¡Tu madre es una puta! ¡Una maldita puta que destruye hogares! ¡Hace rato la vi salir de aquí, le hice una seña para que bajara de su carro y ella se escapó! ¡Es una puta! ¡Una maldita puta! Yo me quedé alelado. No sabía qué hacer. Lo primero que se me vino a la cabeza fue empujar y patear a esa loca. ¡Fuera de mi casa, loca hija de puta!, me dieron ganas de decirle. Pero ella continuó Yo soy la esposa del jefe de tu mamá. Ella está con él desde hace un tiempo, y mi hogar se ha destrozado. Mi hijo y mi hija sufren como no te lo imaginas, y eso a la puta de tu madre no le interesa. Más aun, es tan atrevida que dejó una foto tuya en el carro de mi esposo, sabiendo que yo también lo uso. Me mostró una foto tamaño carné. En ella aparecía yo. ¡Ella dejó esa foto para que yo la viera! ¡La dejó para provocarme! ¡Qué tipo de persona hace eso! ¡Qué tipo de persona deja la foto de su propio hijo para provocar a otra! Yo no dije nada. Se me cayeron las lágrimas. Yo sólo he venido para decirte quién es tu madre en realidad, dijo un poco más calmada. Esperaba encontrar también a tus hermanos. Felizmente no los encontraste, hija de puta, pensé, les hubieras hecho mucho daño. Mis hijos también sufren, como tú, así que fíjate todo el sufrimiento que está causando tu madre, concluyó. Las lágrimas se me salían a raudales, la mujer sólo me miraba. Finalmente, dio media vuelta y se fue. Yo cerré la puerta y me quedé parado un momento. Franz se acercó y se sentó frente a mí. Al cabo de un rato, crucé el jardín y entré a la casa.
Sentado en el sofá de la sala, pensaba en lo que me había dicho aquella mujer. Estaba pasmado. No podía acabar de creer todo lo que había escuchado. Lloraba lleno de rabia. Cuando me calmé, recordé que hacía un tiempo mi papá me había hablado de mi mamá y de su jefe. Tu mamá y su jefe están juntos, me había dicho, hace tiempo que están juntos, pero yo ya he hablado con la esposa de él para que venga un día a hablar contigo y con tus hermanos. Tiene que ser un fin de semana, cuando todos estemos aquí. Cuando me dijo eso, pensé que mi papá estaba loco. Nunca me imaginé que fuera capaz de invitar a la esposa del amante de mi mamá a la casa. Sin embargo, lo había hecho. Esa señora y sus hijos están sufriendo, me había dicho, yo me he visto obligado a hablar con ella para poner fin a la relación de tu mamá con su jefe. Rompí a llorar. Sentía rabia y tristeza.Pensaba en cuán hijo de puta era mi papá. Qué gran hijo de puta, qué maldito enfermo, pensaba. Yo no podía estar peor, con el brazo roto y con el corazón jodido. Me sentía un desgraciado. Me quedé en la sala varias horas. Cuando me dio hambre, fui a la cocina y me calenté la comida del chifa que había quedado del día anterior. Me la serví en un plato y subí al cuarto de mi mamá. Me senté en el borde de la cama y encendí el televisor, que estaba al lado, sobre una mesa de noche. Cambié de canales con el control remoto, y me detuve en "El Correcaminos." Comencé a comer, al mismo tiempo que veía el programa. El Coyote perseguía al Correcaminos y caía en sus propias trampas. El Coyote me caía bien, parecía ser tan desgraciado como yo. El Correcaminos me parecía sumamente odioso. Seguí comiendo y viendo la tele. El Coyote caía a un abismo. El Correcaminos se quedaba mirándolo. El Coyote hacía una señal de despedida con la mano mientras caía. Solté una risotada.

sábado, 25 de julio de 2009

Cara verdadera de una falsa virtud

Tus ojos reflejan la Aurora
A tu lado debería ser un hombre redivivo
Pero mi carne está triste
Y el Alba me desuella
Amantes colgados de olmos al amanecer
Ahogados que el Mar devuelve a la orilla
Reina de Saba despertando a Salomón con el sahumerio
de su aliento
El Amor es soportar despertar juntos
Volver a existir juntos
Recibir el día ante el ara llena de ofrendas
sacadas de la misma monotonía
Del cansancio de ser y estar de nuevo juntos
Un príncipe indio despierta asustado entre sus bayaderas
Tus ojos son dos estrellas que hallé en la fuente
de mi jardín
Tus senos son crisantemos
Tu vientre es un campo de trigo
La luz del Sol se mezcla con el Mar
Venus renace de la espuma
Su nacimiento es falaz
Es el parto que engaña a los amantes
Porque el Mundo necesita seres que existan juntos
Para que la Esperanza, blanco buitre, se salga con la suya
Te amo sin Amor
Te amo sólo con mi ser
Te amo con dolor
Las rosas que nacen de tu tacto
El río y los jardines bajo el claro de Luna
Tu cabello con el perfume de la tarde
Calle solitaria por la que andamos juntos
El Amor es esa calle
Tus ojos reflejan el Crepúsculo
El lobo solitario agoniza entre las flores
Dos gaviotas bifurcan su vuelo
Te amo con todo mi adiós
Tus ojos reflejan la Noche
Es entonces cuando me place morar contigo

Noche en Salamanca

Era una calurosa Noche de Julio. Estaba aburrido y no sabía qué hacer. Miré la hora. Eran las dos de la mañana. Me asaltaron unas súbitas ganas de salir. Podía quedarme en casa a seguir leyendo "El almuerzo desnudo" de William Burroughs, o a escribir algún poema, o a chatear con los amigos, o a hartarme de ver páginas porno en internet, pero francamente no me apetecía nada de eso. Como era Verano, yo me hallaba solo, ya que mi compañero de piso, Ismael, se había marchado a Suiza para estar con su madre. Llevaba una vida eremítica, casi no salía de casa, y pasaba los días sin hablar con nadie. Sólo conversaba por el msn con mis familiares y amigos. Pensé que quizá me hacía falta algo de mundanal ruido. Ver gente, ver chicas, escuchar música, y cosas así. Era Jueves, y seguramente todo el mundo había salido de fiesta. En Salamanca la fiesta no se acaba nunca. Hay fiesta todos los días, sobre todo en Verano. Decidí salir. Me cambié de camiseta y me marché del piso. Afuera, el Cielo estaba oscuro y se podían ver algunas estrellas. Corría un viento fresco. Bajé por la avenida Villamayor hasta el Paseo de los Carmelitas. Allí crucé y bajé al Huerto de san Francisco. Un grupo de vagabundos dormía al pie del humilladero. Descendí por las gradas y enfilé la calle las Úrsulas, bordeada de tilos y de faroles. Finalmente llegué a la zona de fiesta. Se oía la música que salía de los bares y las discotecas. Pasaban grupos de chicas con vestidos ligeros, dejando una excitante estela de perfume. Pasaban guiris conversando, bailando, riendo. Algunas pasaban rozándome, alegrando mi carne. Me sentí redivivo. No hacía más que mirar caras, senos, culos, piernas...Entré a varios lugares. En el Capitolium, una gogó bailaba sobre la tarima, semidesnuda. Corros de chicas bebían y parlaban. Yo las observaba a todas, codiciándolas. Mi libido estaba en perfecto estado. La música me aporreaba los oídos. En el Trastevere flotaba un dulce olor a marihuana, y desinhibidas guiris bailaban con acompasados negros africanos. En el Camelot, que estaba llenísimo, vi a un hombre y a una mujer en silla de ruedas. Los había visto antes, en la entrada del Centro de recuperación para personas con discapacidad física, que queda muy cerca de mi casa. Él era flaco y tenía el cabello largo y rubio. Ella era enana, cabezona, y tenía malformaciones en los brazos y en las piernas. Ambos estaban totalmente borrachos. Ella me reconoció. Me llamó con la mano y yo me acerqué. Con voz que tropezaba, me dijo Te la chupo. Ante mi expresión, rompió a reír. Su compañero de pelo rubio también reía. Sonreí y me fui.Entré al Gatsby, al Niebla, a la Hacienda...La gente se divertía y parecía feliz. Quise ver más, así que fui por la calle del Prior, crucé la Plaza Mayor y bajé hasta el Paniagua. Estuve un rato allí, mezclado con la gente, y salí. Yendo hacia la plaza de san Justo, un tipo bajo, grueso y moreno se me puso al frente y me ofreció coca, marihuana, chocolate...No gracias, le dije, y seguí mi camino. Después de dar algunas vueltas, entré a la discoteca X. Me apoyé en la barra y pedí un botellín de agua. Me lo trajeron, pagué y comencé a beber. Me quedé mirando a una mujer muy guapa que bailaba con dos de sus amigas.Su rostro era ovalado, sus ojos eran grandes y claros, su nariz algo ancha, su boca grande, blanda, apetecible, y sus cabellos negros. Era de estatura mediana, de senos generosos, de cintura más bien estrecha, de caderas redondeadas, glúteos respingones y piernas torneadas. Vestía una blusa blanca, unos pantalones blancos muy cortos, una correa negra y unos zapatos de tacón alto del mismo color. La música resonaba en el ambiente.Todos bailaban o se movían en sus sitios. Me imaginé que yo era allí un contraste, pues permanecía parado, dando eventuales tragos al botellín. No me divertía. Más bien envidiaba la diversión de los demás. Yo no podía beber.Padecía depresión mayor y trastorno obsesivo compulsivo y estaba medicado para curarme de ello. Tomaba siete pastillas diarias. Tres antidepresivos, un ansiolítico, dos antipsicóticos y un modafinilo. Con esa dosis me resultaba imposible beber. Si lo hacía podía reventar. Sin embargo, en ese momento, tenía unas ganas teribles de beber. No podía divertirme sin beber. Eso era definitivo. Necesitaba beber para divertirme. Antes yo bebía y la pasaba estupendamente. También fumaba marihuana a espuertas, y me iba bien. Antes de ser medicado por el psiquiatra, yo era un bebedor eventual y un fumador de marihuana incansable. Ahora, echo mucho de menos el alcohol y la marihuana, pensaba, una persona que se medique como yo lo hago no puede divertirse, es imposible; una persona que se medique como yo lo hago no puede ser feliz, es definitivo. Antes salía con mis amigos y cogía espectaculares y gozozas cogorzas, ahora ya no puedo beber ni bailar con ellos. Ellos, cada vez que salíamos, me decían Bebe, bebe, y yo les decía que no podía beber y ellos insistían, y yo seguía negándome, y la pasaba putas, porque me aburría mientras mis amigos se divertían, me ahuesaba mientras ellos gozaban; me daba pena y cólera no poder compartir su gozo. Por eso ya no salgo, porque no puedo divertirme ni ser feliz por un instante. A mí me gustaba consagrarme a Baco, emborracharme y, ya desinhibido, bailar y reír hasta hartarme. Las juergas son para eso, para emborracharse y para gozar de una felicidad sinceramente falaz y efímera. Yo ya no tengo nada que hacer en lugares como éste... Mi vida es deprimente. Me sentí deprimido. Bebí un trago de agua. Cuando me disponía a marcharme, noté que la mujer guapa en la que me había fijado me miraba. Sus ojos expresaban curiosidad y ternura. Se me acercó. Hola, me dijo. Hola, le dije yo. ¿Has venido solo?, me preguntó. Sí, le respondí, totalmente solo.
¿Y no te diviertes? No. ¿Por qué? Porque mi vida es aburrida. Joder, no digas eso, todos nos aburrimos en algún momento. Yo me aburro más que los demás. ¿Y qué haces cuando te aburres? Ahora nada, antes me emborrachaba o fumaba marihuana. ¿Y ahora por qué ya no? Por cosas de la vida. ¿Cómo te llamas? Alfonso, ¿y tú? Mariana. Es un gusto, Mariana. Lo mismo digo, Alfonso.¿De dónde eres? De Perú. ¿Y qué haces aquí? Estudio. ¿Cuántos años tienes? Treintaiuno, un poco viejo para seguir estudiando, ¿no? No, no, claro que no, uno puede estudiar hasta la edad que quiera. La verdad es que siempre fui un poco flojo para el estudio, y también inconstante. He estudiado dos carrerras, y por eso me he demorado tanto...¿Tú cuántos años tienes, Mariana? Veintiuno. ¿Y eres de aquí, de Salamanca? Sí. ¿Estudias aquí? Sí, estudio Historia. Qué interesante. ¿Tú trabajas además de estudiar? No, soy un mantenido, vivo de una beca y del dinero que me manda mi madre. Mariana rió. Joder, tío, me haces reír, pareces un tío guay, dijo. No,no, para nada, no soy guay. ¿Y sueles salir solo por las noches? A veces, hoy salí para ver a la gente, para fijarme en cómo se divierten. ¿Te gusta observar a la gente? Bueno, sí. ¿Qué más te gusta hacer? Me gusta leer, escribir poesía, caminar, cosas de tío aburrido. ¿Escribes poesía? Sí, creo que soy poeta. Qué guay, eres poeta, debes ser muy sensible. No lo sé. Estuvimos conversando largo rato. Yo le invité a Mariana todas las cervezas que quiso. ¿Por qué no bebes?, me preguntó. Ya te lo dije, por cosas de la vida. ¿Y no puedo saber por qué cosas? No. Ay, no seas malo. No es nada interesante. El tiempo fue pasando y Mariana fue llamada por sus amigas. Se acercó a ellas y al rato volvió. ¿Qué pasa? ¿Tienes que irte?, le pregunté. Ellas querían que me fuera con ellas, pero ya les dije que prefiero quedarme contigo. Mariana, ¿por qué te me acercaste? Porque te vi solo, con aspecto de hombre rudo, pero también con aspecto de hombre triste. ¿Te gustó la combinación? Sí, mogollón. Pero tuve valor para acercarme porque estaba algo borracha. Nos quedamos callados. Ella me miró con sus ojos claros y me preguntó ¿No quieres bailar? No, no, muchas gracias, pero no tengo ganas de bailar. ¿Y si me recitas un poema? Eso te lo hago a solas. ¿Quieres estar a solas conmigo? Francamente sí. Ella se mordió el labio inferior y se me acercó. Me dio un beso en la boca. Yo también la besé. Cuando separamos nuestras bocas, ella me dijo Vámonos de aquí.
Salimos de la discoteca y fuimos hacia la Plaza Mayor. Mariana me dijo Yo vivo al lado de la Plaza del Corrillo, vamos allá. Llegamos a la Plaza del Corrillo y entramos a una calle sin salida. Allí había un edificio al cual entramos. Subimos hasta el primero y Mariana abrió la puerta de su piso. Entramos. Fuimos directo a su habitación...Nos desnudamos. Hicimos el amor. Hacía tiempo que yo no echaba un buen polvo. Estuvimos haciéndolo hasta después del amanecer. Cuando terminamos, ella me pidió que le recitara un poema. Yo le dije que prefería escribirle uno especialmente a ella y después recitárselo.Ella me dijo que yo era el hombre más interesante que había conocido. Yo imaginé que ella había conocido a muy pocos hombres en su vida. Nos quedamos dormidos. A las dos horas yo desperté, me vestí y me fui. Yendo por las calles, pensaba que Mariana me había salvado de mi depresión y de mi aburrimiento. Era una mujer muy guapa, y parecía buena gente. Sin embargo, no sabía si la volvería a buscar. Una persona que se medique como yo lo hago no puede divertirse plenamente, y puede aburrir a quien la acompañe, pensé. De eso estoy seguro.

jueves, 23 de julio de 2009

Lucha con Ángel

Aislado
Quizá con miedo al Gran Teatro del Mundo
Cultivando un fuego vivo, interno
Harto de mí
Con ganas de agotar senderos bajo el Sol
Tiresias bebe sangre entre las llamas
Ítaca es un vago recuerdo al atardecer
No sé cuándo vuelva a sentarme cabe el hogar
Mi cuarto de extranjero trascurre bajo la voluntad
de los dioses
El Oráculo no me dice nada
Calla con todo su misterio
Roza la insondable mudez de mi vida
En vilo, los profetas aguardan una gran revelación
Un ave de mil colores ígneos chillando un nuevo mensaje
para los hombres
Máximas insoportables
Odiosos proverbios
La vida se gasta y ninguna fórmula funciona
Estoy decepcionado, dice el que fue un adolescente con Esperanza
Ahora es un adulto desencantado, enfermo y feo
Que pasea entre cadáveres y endemoniados
En la orilla del Mar, una mujer enamorada esparce flores
Un fauno la fisga con codicia, y se dispone a raptarla
Como se raptan los pocos instantes de dicha que van quedando
Orfeo rasga su lira mientras lo despedazan las bacantes
Prado rojo donde Jacob pelea con el Ángel
En la cima del acantilado, la duda, el apego a la vida
Ribera violeta del río donde demonios bermejos se emborrachan
Verde malecón por donde una Amada camina desnuda,
el cabello despeinado por el viento
No se puede cruzar dos veces el mismo río
El río no puede ser cruzado dos veces por el mismo hombre
Todo fluye
Incluso mi cuarto de extranjero
En el que lucho, diariamente, con un Ángel de fuerza prodigiosa
Oh aislamiento quieto, vertiginoso
Erizado retiro en el que navego

miércoles, 22 de julio de 2009

Terraza de hotel

Es una tarde de Verano. Bebo un pisco sour en la terraza del restaurante del hotel Bolívar. Estoy satisfecho. Ha pasado un año desde que me recuperé de mi enfermedad. Antes, yo venía aquí, a esta misma terraza, y me emborrachaba. Bebía muchos pisco sours, y pensaba en ella, y sufría mucho. Sólo quería olvidarla. Y pensaba que lo mejor que podía hacer para olvidarla era destrurime, acabar conmigo. Doy un sorbo a mi pisco sour. El sabor ácido y dulzón me entristece un poco. Corre una brisa suave. Se oyen los cláxones de los carros que pasan. Como decía, antes yo venía a esta terraza a emborracharme y a tratar de acabar conmigo. Lo hacía para olvidar a Sandra. Sandra, bella amada imposible, diosa hecha carne... Conocí a Sandra hace diez años. Yo tenía veinte y ella dieciocho. La amé desde que la vi. Un amigo en común nos presentó en san Marcos. Yo estudiaba Literatura y ella Negocios internacionales. Nos hicimos amigos rápidamente. Salíamos juntos a pasear, conversábamos mucho. Yo le escribía poemas y se los daba. A ella le gustaban bastante. Cuando le declaré mi amor y le dije que quería ser su enamorado, ella me dijo que estaba enamorada de otro chico y que, por lo tanto, nosotros no podíamos estar juntos. Me sentí herido, ridículo y decepcionado. Aun así, seguí viendo a Sandra. La amaba cada día más. Intentaba verla sólo como una amiga, pero me resultaba imposible. La amaba demasiado. Parecía estar hechizado por su prodigiosa belleza. Más de una vez le hablé de lo que sentía por ella. Le decía que pensaba en ella todo el día, que pasaba las noches en vela recordándola, que no podía arrancarla de mi mente ni de mi corazón. Ella me decía que aunque entonces no podía unirse a mí, quizá con el paso del tiempo podría hacerlo. Me daba una flaca Esperanza, y yo me aferraba a ella. Pasaron los años, y seguimos viéndonos y siendo amigos. Yo continuaba considerándola la mujer más importante en mi vida. Aún le escribía poemas y se los daba. Ella me decía que era feliz conmigo, que mi amistad era invaluable, que no conocía a nadie tan especial como yo. Yo la amaba todavía más que antes. Una Noche fuimos al Munich y bebimos hasta emborracharnos. Yo volví a declararle mi amor y ella me besó en la boca. Yo también la besé, y fui dichoso, el hombre más dichoso de la tierra. Le propuse ir al Hotel Bolívar y alquilar una habitación. Ella aceptó. Fuimos al Bolívar, tomamos un par de pisco sours en el restaurante y luego alquilamos una habitación. Gasté lo último que me quedaba de dinero en ello, pero no me importó, ya que me hallaba en un estado de absoluta beatitud. En la habitación, nos abrazamos, nos besamos, nos desnudamos. La tendí en la cama y me quedé contemplándola. Su cara redonda, sus ojos grandes, oblicuos, su nariz larga y fina, sus labios carnosos, su cabello negro, su cuerpo perfecto, puro, codiciable; sus senos grandes, bellísimos- los mejores senos que he visto en mi vida-, su estrecha cintura, sus caderas redondas, su pequeño sexo, sus piernas de atleta o de danzante griega...Toda ella era casi inalcanzable para mí, ella era una diosa, yo la había convertido en diosa...Hicimos el amor toda la Noche. Yo no quería parar, quería quedarme con ella por toda la Eternidad, quería vivir para siempre ese momento de dicha inefable.Ella era virgen y su sangre fue como un regalo inapreciable para mí. Casi al amanecer, nos quedamos dormidos. Cuando ella despertó exclamó ¡Por Dios! ¡Qué hemos hecho! Yo sólo la miré y noté su expresión de susto y de asombro. ¡Cómo ha podido suceder!, gritó. Yo me alarmé. Sucedió, simplemente sucedió, le dije. Estaba borracha, me dijo ella, no debimos haber venido. Comenzó a vestirse con rapidez. Yo no quería hacer esto, me dijo. Pero Sandra, yo te amo, le dije. ¡Yo no te amo a ti!, me gritó ella. Nos quedamos callados. Se me fue la cabeza, decía ella, se me fue la cabeza, no puede ser, no puede ser...Yo decidí no decir nada. Cuando ella se hubo vestido, salió apresuradamente de la habitación. Yo me quedé solo, bastante confundido. Ella no me amaba, eso estaba claro. Pero habíamos hecho el amor, eso podía lisonjear mi orgullo. Pero no, para nada, mi orgullo no se sentía lisonjeado, estaba más bien abatido, humillado, porque ella no me quería, y lo había demostrado yéndose de esa manera, tan abrupta y violenta. Eso sucedió hace cinco años.
Pido otro pisco souer. Generalmente, bebo sólo uno, pero hoy estoy recordando a Sandra, y para eso necesito más licor. Me traen el pisco souer. Bebo un sorbo. El sabor ácido y dulzón me vuelve a entristecer. Continúo. Después de aquel incidente en el hotel, Sandra y yo dejamos de vernos. Yo la llamaba a su celular, pero ella no me contestaba. En mí se albergaba una profunda Tristeza, pero yo la reprimía. Al cabo de unas semanas, por fin pudimos hablar. Ella me contestó el celular, y yo traté de explicarle que la amaba y que lo que había hecho lo había hecho por amor. Ella me dijo que sólo me quería como amigo, y que se sentía muy mal por lo ocurrido. Es mejor que no nos volvamos a ver, concluyó. Yo me quedé callado. Ella me dijo adiós y colgó. Desde ese momento, una fuerte depresión me abatió. Me había quedado sin mi diosa, y eso me hacía muy desdichado. Me faltaba un año para terminar la universidad, pero dejé de estudiar. Me dediqué a intentar a olvidar a Sandra, pero no lo conseguía. Ella estaba más adentro de mí que yo mismo. Decidí corromperme, macularme, destruirme. Comencé a frecuentar el restaurante del hotel Bolívar. Allí recordaba a Sandra y bebía todos los pisco sours que podía. También pensaba en cuál sería la mejor forma de destruir mi vida. No sé por qué reaccioné así. Quizá porque consideraba que mi vida, sin Sandra, no valía la pena de ser vivida. O tal vez porque quería vengarme de ella, desperdiciando mi amor. Decidí entregarme a la lujuria. Así podía agotar mi amor y alimentar mi deseo carnal. Después de emborracharme en la terraza del restaurante del hotel Bolívar, me iba al cine Le Paris y veía películas porno durante horas. Cada vez que iba, una mujer bajita, de buen cuerpo, me hacía un sexo oral por cinco soles. Al salir del cine, enrumbaba hacia Cailloma. Allí, escogía a una puta y me acostaba con ella. Le pagaba más para hacerlo sin condón. Todos los días hacía lo mismo. Y todos los días recordaba a Sandra, y le ofrendaba mi vida. Ella seguía siendo mi diosa, y mi vida era suya. Mi vida miserable, abyecta, enloquecida, era suya. Eso era lo que yo buscaba, destruir mi vida y dedicársela a ella. Mi vida autodestructiva... Quería destruirme para olvidar a Sandra. Pretendía olvidarla en mis borracheras, en la expectación de una película porno, en el coito furtivo con una puta... Estuve así durante tres años. Al cabo de éstos, decidí, a instancias de mi madre, que me veía llegar a casa a mediodía, todo trasnochado, ir al psiquiatra. Éste, después de escucharme, me dijo que yo pasaba por una etapa de fuerte depresión, y que pretendía autodestruirme. Lo que debía hacer era seguir una terapia y tomar una serie de medicamentos. Pero sobre todo, tenía que estar dispuesto a mejorar.
Pido un tercer pisco souer. El Sol ya comienza a ocultarse. Ya debería ir a casa. Pero no, aún no, debo terminar de recordar. Seguí el tratamiento con el psiquiatra y tomé las pastillas. Dejé de emborracharme en la terraza del restaurante del hotel Bolívar, dejé de ir a los cines porno, dejé las putas. Me costó mucho trabajo, pero lo hice. Al cabo de un año, quedé curado y volví a la universidad y terminé la carrera. Ahora, de vez en cuando, vengo a esta terraza a beber un buen pisco souer y a pensar en la novela que quiero escribir. No he olvidado a Sandra. La tengo muy dentro de mí. No la llamo, ni la busco, porque sé que así será mejor, pero sueño con ella todas las noches y pienso en ella todos los días. ¿Cómo es entonces que me he curado? Simplemente controlo mis pensamientos y mis deseos. Pido el cuarto pisco sour. Ya estoy algo movido. Hacía tiempo que no bebía de este modo. Bueno, prosigo. Después de lo del psiquiatra, yo quedé aparentemente curado. Pero, como decía, lo único que hago es controlar mis pensamientos y mis deseos. El tratamiento psiquiátrico y las pastillas me ayudaron mucho a eso. Sin embargo, no he podido olvidar a Sandra. Lo único que pasa es que ahora pienso en ella más serenamente. A pesar de ello, el propósito de ofrendarle mi vida sigue allí, vivo y latente. Oh Sandra, mi diosa humana, cuánto te extraño, cuánto te amo, aun ahora, después de tantos años; sólo verte me haría feliz, sólo verte podría salvarme de la autodestrucción a la que estoy irremisiblemente condenado...Ya tengo treinta años y todo este tiempo de pastillas y de tratamiento psiquiátrico sólo he estado adormecido. Ahora, mientras bebo el quinto pisco souer, voy despertando. Ah Sandra, Sandra, Sandra, dónde estarás, cuándo nos volveremos a ver... Creo que ya nunca más nos veremos, pero algún día, de algún modo, tú te enterarás de que te ofrendé mi vida.
Salgo del hotel Bolívar. Trastabillo un poco.Ya es de Noche. El Cielo está grisiento y violeta. Hace calor. Me voy por la Colmena. Entro un rato al Le Paris. Ocupo una butaca. En la pantalla, un enorme pene entra y sale de una húmeda vagina. Me quedo mirando, algo aturdido por tantos pisco souers. Alguien se me acerca. Es la mujer bajita, de buen cuerpo. Me dan ganas de darle un abrazo. Hace tiempo que no la veía. Sin reconocerme me dice Te la chupo por cinco soles. Acepto. Me la chupa. Cuando estoy a punto de eyacular la detengo. Le doy los cinco soles. Salgo del cine. Paso por Cailloma. Entro a la calle. Me acerco a una puta que está parada en una esquina. Nuevamente, Sandra, me dedico a ofrendarte mi vida. Nadie puede escapar de una diosa.

martes, 21 de julio de 2009

Conato de vida

Con presura por la cauda de los días
Llegando apenas a los claustros de la Noche
Instalado en el vértigo, en la desesperación
A punto de olvidar que las causas callan siempre
Aceptando el trágico extravío
Añorando a las amadas que perdí
A los Veranos corruptos, a los cantos en las playas
A los atardeceres y a las danzas de la brisa
Tomando antidepresivos para poder vivir
Guardando caricias para cuando llegue el momento de la ternura
Enfermando un poco más cada mañana
Temiendo al Sol
Elevando plegarias a la Luna
Durmiendo para conocer un poco más la Muerte
Deseando andar por las calles polvorientas de Lima
Aún no sé por qué soy
Todavía ignoro para qué existo
Me tranquilizan las calles y plazas de Salamanca
Me sosiega el elíseo mugriento de mi cuarto
A veces me pregunto si necesito compañía
Y no me respondo
Guardo silencio al pie de las estrellas solitarias
Dentro de un rato tomaré una pastilla para dormir
Entraré a cavernas oníricas
Visitaré orillas de colores inéditos
Y no querré despertar
Pero inevitablemente abriré los ojos a una nueva vigilia
Para intentar vivir

lunes, 20 de julio de 2009

El cumpleaños de mamá

Desperté. Me levanté de la cama, descorrí las cortinas y abrí la ventana. Era un Sábado de Verano. El jardín del colegio de al lado resplandecía bajo la luz solar. Las aves cantaban embarulladamente, alegrando la mañana. Estuve un rato mirando el jardín, y luego bajé a la habitación de mi mamá. Llamé a la puerta, y desde adentro una voz suave, dulce y ronca me dijo Pasa. Abrí la puerta y entré. Mi mamá estaba en su cama, incorporándose. Me acerqué a ella, la abracé y le dije Feliz cumpleaños. Gracias, hijo, me dijo ella. Cuando nos apartamos, la quedé mirando. Estaba hermosa. Sus ojos verdes me miraban con una cándida ilusión.No parecía tener cuarenta años. Semejaba una muchacha recién despierta. Quise quedarme con ella eternamente. Me tendí en su regazo. Ella me acarició la cabeza. Aspiré su perfume, ese perfume que conocía desde que era un niño. Me adormecí un poco. Hubiera querido celebrar el cumpleaños de mi mamá en esa habitación, sólo con ella, adormecido en su regazo. Sabía que mi deseo era imposible, sabía que otras personas vendrían a arrebatarme a mi mamá. Hoy va a haber una reunión por mi cumpleaños, me dijo ella. ¿Quiénes van a venir?, le pregunté. Tu tía Doris, mis amigas del trabajo, mis amigas del colegio...Tu tía Doris tiene un amigo empresario que conoce a varios artistas, él va a venir trayendo a algunos actores y a Luciana Campos, la cantante criolla. Todo va a estar muy bonito. Me incorporé, algo turbado.¿Y va a haber mucho ruido? ¿Va a haber mucha gente?, pregunté. Ay, no sé, hijito, tú no te preocupes, además es mi cumpleaños, y quiero celebrarlo.Yo me quedé sentado junto a mi mamá. Quería decirle que hubiera preferido salir de paseo con ella, que las reuniones en casa me ponían nervioso, que necesitaba estar a solas con ella... Pero en fin, era su cumpleaños, y ella quería celebrarlo. Mañana es la competencia, le dije, hoy día tengo que ir a pesarme. ¿A qué hora tienes que ir?, me preguntó. A las seis tengo que estar en el estadio, le respondí. Ya, yo te llevo. No, mamá, no te preocupes, yo voy en micro. Sonó el teléfono. Mi mamá cogió el auricular. Yo salí de su habitación.
En aquel tiempo, yo tenía dieciocho años. Mis padres se habían separado hacía cuatro y yo me había ido a vivir con mi mamá a un condominio en Monterrico. Me dedicaba completamente al deporte. Practicaba Judo. Justo al día siguiente del cumpleaños de mi mamá tenía que pelear en un metropolitano. Debía asistir al pesaje esa tarde. Peleaba en la división de hasta setentaiseis kilos y pesaba setentaidos, así que no tenía problemas con el peso. Sin embargo, necesitaba estar concentrado, tranquilo, descansando todo lo que fuera posible. Una reunión en mi casa resultaba, por eso, perturbadora. Aun así, yo sabía que tenía que estar con mi mamá en el día de su cumpleaños. Era mi deber.
Al mediodía, unos hombres llegaron a mi casa llevando cajas de cerveza, quesos, embutidos, y otras cosas. Iban de parte del empresario que era amigo de mi tía Doris. Puta madre, pensé, aquí va a haber borrachera. Más tarde, comenzaron a llegar los invitados. Primero llegaron mi tía Doris y las amigas de mi mamá. Todas abrazaron a la cumpleañera y luego se sentaron en la sala. La sirvienta ofreció bocaditos y después llevó las cervezas. Mi mamá y sus invitadas comenzaron a beber. Yo me mantenía en un rincón del comedor, bebiendo una gaseosa. Al cabo de una hora, llegó el empresario amigo de mi tía acompañado de un actor bastante conocido llamado Paul Martínez, de un tipo que salía en comerciales de televisión y de la cantante criolla Luciana Campos, que iba con su séquito de músicos. El empresario era bajito, negro y panzón, y tendría cuarenta años; Paul Martínez era de estatura mediana, colorado, delgado y usaba bigote; el tipo que salía en comerciales de televisión era alto, grueso, de cara redonda y de cabello rubio, y parecía tener, al igual que Paul Martínez, treintaitantos años; Luciana Campos era negra, chata y llevaba un abrigo de piel a pesar del calor. Yo estaba solo y no sabía qué hacer. No me apetecía integrarme al grupo de invitados. Subí a mi cuarto y me eché en mi cama. Desde allí oía el murmullo de las conversaciones, las exclamaciones, las risas...Bajé al cabo de una hora. Todos seguían conversando, comiendo y bebiendo. Me fijé en mi mamá. Parecía feliz y lucía hermosa. Llevaba un vestido negro ceñido, con escote, y tenía suelto el cabello rubio y ondulado. Parecía haberse olvidado de mí, porque ni siquiera me llamaba para estar con ella. Fui a la cocina, saqué una gaseosa del refigerador y me fui a beberla al comedor. El empresario se me acercó y me dijo que por favor me pusiera un rato de pie. Yo así lo hice. El empresario y los músicos movieron la mesa de modo que quedó un espacio libre en el comedor. Allí comenzaron a instalarse micrófonos, parlantes, guitarras y cajones. Luciana Campos se disponía a cantar. Cuando todo estuvo dispuesto, el empresario la presentó y la cantante inició su show. Me puse a escuchar música criolla sentado a la mesa del comedor, bebiendo una gaseosa. Me dieron ganas de beber una cerveza, pero no podía, al día siguiente tenía que pelear. La artista estuvo cantando casi dos horas. Todos la aplaudieron mucho cuando terminó. Yo volví a subir a mi cuarto y me eché en la cama. No estaba tranquilo. Necesitaba silencio, reposo, intimidad. Me quedé dormido un par de horas. Cuando desperté bajé a la sala y noté que ya todos estaban algo bebidos. De cuando en cuando, Paul Martínez miraba a mi mamá. Me puse nervioso y colérico. Si ese hijo de puta vuelve a mirar a mi mamá lo agarro a golpes, pensé. Las amigas de mi mamá eran divorciadas, solteronas, separadas, ninguna tenía una relación formal. Todas eran cuarentonas que iban a la deriva. El tipo que salía en comerciales conversaba con algunas de ellas y se pavoneaba. El ambiente comenzó a disgustarme. No me sentía bien allí. Volví a subir a mi cuarto. Traté de dormir, pero no pude. Volví a bajar. Me senté a la mesa del comedor y vi a mi mamá en la cocina, apoyada en el refrigerador, rodeada por Paul Martínez, el tipo que salía en comerciales y un músico. Éstos parecían flirtear con ella. Una llama helada me recorrió el cuerpo. ¡Mamá, ven!, llamé. Mi mamá se acercó a mí y me preguntó ¿Qué pasa, hijito? Dentro de dos horas me voy a pesar, le dije. Ah ya, está bien, me avisas para darte para el taxi. Paul Martínez, el tipo que salía en comerciales y el músico salieron de la cocina. Al verme, el tipo que salía en comerciales me remedó Mamá, ven. Maldito hijo de la gran puta, se atrevía a remedarme, y yo, todo huevón, no le hice nada. Debí haberlo encarado o debí haberlo golpeado sin decirle nada. La cólera comenzó a acumulárseme. Esa reunión olía a lujuria, a orgía. Más de uno quería acostarse con mi mamá. ¿Ella se daría cuenta de eso? Me senté a la mesa del comedor y decidí no moverme de allí. Ninguno de esos hijos de puta me respetaba, era evidente, pero si los veía acercarse una vez más a mi mamá los molería a golpes. Seguramente pensaban que yo era un chiquillo cojudo. Alguien llamó a la puerta. Fui a abrir. Era Javier, un amigo que vivía en la casa de enfrente. ¿Qué hay?, me preguntó. Es cumpleaños de mi mamá, le dije. Él se acercó a mi mamá y la saludó. Le ofrecí una cerveza y se sentó conmigo a beberla. ¿Tú no bebes?, me preguntó. No, mañana tengo una competencia, le dije. La presencia de Javier también me incordiaba. Más de una vez me había ido a buscar y al no encontrarme se había puesto a beber con mi mamá- mi mamá acostumbraba beber sola. Eso no me parecía correcto, pero yo no le había dicho nada a Javier. Pensaba que se sentía atraído por mi mamá. Mi mamá era una mujer muy atractiva, quizá excesivamente hermosa. Yo lo sabía y siempre me fijaba en cómo la miraban y trataban los hombres. Siempre andaba muerto de celos, dispuesto a golpear a cualquiera que se le acercara demasiado. No obstante, yo comenzaba a dudar de mí. ¿Por qué no había reaccionado cuando el tipo que salía en comerciales me remedó después de haber estado flirteando con mi mamá? ¿Por qué no le había advertido a Javier que no quería volver a verlo bebiendo con mi mamá? Quizá no tenía los cojones suficientes para hacerlo. Ese es Paul Martínez, ¿no? Y ese otro es el que sale en comerciales, ¿no es así?, me dijo Javier mirando hacia la sala. ¡Ah! ¡Y esa es Luciana Campos!, afirmó. ¿Conocen a tu mamá? No, le respondí, conocen a un empresario que es amigo de mi tía Doris, ese que está sentado en el sillón de enfrente. Ah ya. Javier bebió una cerveza más y se marchó diciéndome que volvería en una hora. Yo permanecí en mi lugar, vigilando a los hijos de puta que querían flirtear con mi mamá. Al cabo de media hora, llamaron a la puerta. Fui a abrir. Era mi prima María. Nos saludamos. Luego ella fue a saludar a mi mamá y a los invitados. Paul Martínez y el tipo que salía en comerciales le miraron las tetas. Yo me la llevé conmigo al comedor y le invité una cerveza. Estuvimos conversando un buen rato. Mi tía cumple cuarenta años y está regia, me dijo mi prima . Yo no dije nada. Paul Martínez no deja de mirarla, continuó mi prima. Miré hacia donde estaba Paul Martínez y comprobé lo que decía mi prima. El muy hijo de puta no dejaba de mirar a mi mamá. Tuve ganas de ir hacia él y de asestarle una bofetada. Fui hacia mi mamá, le puse mala cara al actor y dije Mamá, voy a pesarme, ya regreso. Mi mamá se puso de pie, fue a la cocina, hurgó en su cartera y sacó un billete de diez soles. Me los dio diciéndome Para tu pasaje. Le dije que no tardaría. Le dije lo mismo a mi prima. Y me fui.
Cuando regresé encontré a Javier bebiendo con mi prima. Los saludé a ambos. En la sala, mi mamá, sus amigas, mi tía Doris, Luciana Campos, los músicos, Paul Martínez, el tipo que salía en comerciales y los músicos seguían conversando, bebiendo y riendo. Javier se me acercó y me susurró al oído Oye, Paul Martínez y el que sale en comerciales quieren algo con tu mamá. Sácales la mierda. Yo fui a la sala y me acerqué a mi mamá. Me quedé sentado al lado de ella. Paul Martínez y el tipo que salía en comerciales no pudieron seguir hablando con ella. Pasado un rato, se retiraron. Yo, muy satisfecho, fui al comedor y seguí conversando con mi prima y con Javier. Éste me dijo Al fin se fue ese par. Estaban muy atrevidos. Hiciste bien. Se dieron cuenta que ya no podían hacer nada. Subí un rato a mi cuarto. Me eché en mi cama y me quedé dormido. Desperté al cabo de dos horas. Escuché música negra junto con gritos y aplausos que venían de abajo. Bajé. Ya sólo quedaban mi mamá, sus amigas, mi tía Doris, mi prima y Javier. Éste bailaba con mi mamá. Verlos bailar me molestó sobremanera. Decidí salir a dar un paseo. Cuando volví al condominio, Alex, el hermano menor de Javier, se me acercó, me saludó y me dijo Mañana compites, ¿no? Sí, le respondí. Vamos a Barranco, así te relajas un poco, me propuso. Bueno, sólo déjame alistarme, le dije. Ya, te espero en la puerta de tu casa, me dijo él.
Al entrar a mi casa, no hallé a nadie en la sala. Seguramente todos se han ido, pensé. Suspiré aliviado. La reunión lujuriosa y estresante había terminado. Subí al cuarto de mi mamá. Ella estaría allí, descansando. Yo podría echarme en su regazo y descansar, y llenarme de fuerza para la competencia. Abrí la puerta del cuarto de mi mamá. Lo que vi me dejó anonadado. Mi mamá estaba echada mirando la televisión, y Javier estaba echado a su lado. ¿Qué mierda pasaba? Javier no me miraba, sólo sonreía. Lo odié de inmediato. Mamá, por qué no te vas a dormir, has bebido mucho, dije. Ya, hijito, dentro de un rato me voy a dormir. No te das cuenta de lo que haces, proseguí, dirigiéndome a mi mamá, es mejor que duermas, ¿no entiendes? Mi mamá no me respondió. Javier se acomodó en la cama para ver mejor la televisión. Lleno de furia, le dije a mi mamá ¡Me largo! ¡Haz lo que quieras! Salí del cuarto, dando un portazo. Bajé al comedor. Tiré las sillas, derribé la mesa, arrojé las botellas de cerveza. Luego me quedé parado en medio de la estancia. Comprendí que Javier me había utilizado. Había hecho que yo ahuyentara a Paul Martínez y al tipo que salía en comerciales para no tener competencia. Así, tendría a mi mamá para él solo, sin problemas. También entendí por qué Alex me había invitado a salir. Quería que yo dejara solos a mi mamá y a su hermano. Debí haber subido y sacarle la mierda a Javier y reprocharle a mi mamá su conducta, pero no lo hice. En lugar de sacar mi furia, la guardaba. No acababa de comprenderlo. Salí de la casa. Alex me esperaba en la puerta. ¿Ya estás listo?, me preguntó. Ándate a la conchatumadre, le dije, y me fui.
Anduve paseando por Barranco hasta las cuatro de la mañana. No sabía qué pensar. Le daba vueltas a lo que había pasado y sólo conseguía enfurecerme y afligirme más. Yo era un huevonazo y los demás eran unos vivos. Yo era un cobarde que no se hacía respetar. Yo era alguien de quien todos se burlaban. Seguramente mi mamá y Javier se habían acostado juntos. Sí, seguramente, y yo, en lugar de sacarle la mierda a ese conchasumadre de Javier y de mandar al carajo a mi mamá, me dedicaba a dar vueltas por Barranco. Me sentía muy solo. Y muy frustrado.
Cuando regresé a mi casa, fui directamente al cuarto de mi mamá. No había nadie en él. Seguramente mi mamá y Javier se habían ido a otro sitio. El cumpleaños de mi mamá había terminado. Ella lo había pasado de puta madre. Sí, sin duda lo había pasado muy bien. Yo la odiaba. Más aun, la repudiaba. Nunca hemos hablado de lo sucedido. Pero yo nunca más he podido volver a quererla como antes.
Por cierto, al día siguiente fui a competir y perdí.

domingo, 19 de julio de 2009

Los dones que matan

Los dones que matan
Como el don de la Esperanza
Morirse esperando sin morir de veras
Vida inhallable en la vida
Ojos que miran a través de los crisantemos
Pirámides de fuego como el entendimiento que se consume
Toros alados fecundando a las diosas sobre jardines colgantes
Ríos de melancolía, de estrellas mortecinas, de pálidas lámparas
Quebrada columna, labios desollados, el rumor de un beso
Cantos de sirenas tan dulces que enloquecen
Tendido en la escombrera aguardo alguna teofanía
Alguna flor de relámpagos
Alguna certeza que me haga andar
Lo divino del hombre es su furia, su rebelión
El Amor es algo que se inventa por desesperación y por Soledad
En el mármol del Cielo un dios agoniza
Y acá abajo se busca la verdad
La verdad es una música callada
Que nadie llega a escuchar
La verdad es una revelación oscura
Una espada para abrirse el propio vientre
Paraísos de instantes
Nirvanas rosáceos
Huida entre árboles y columnas que caen
La Luna sobre el prado donde mártires de los dones
Se consumen agotando el diamante que les fue otorgado
Sin ninguna advertencia o explicación
El ruiseñor cantando en la arboleda umbría
Cuán tarde o cuán temprano descubro que estoy enfermo
Enfermo de mortalidad, de Angustia, de vida
Los chamanes danzan en la Noche, alrededor del fuego
Conjurando los demonios más tristes del Universo
Una bacante, pasado el frenesí, habla de la bondad
Al Alba, mueren varios hombres, víctimas de sus dones
Y la enfermedad avanza
Y la Comedia sigue

sábado, 18 de julio de 2009

En el micro

Mi abuela y yo salimos de la casa de Maranga, fuimos andando hasta Precursores y allí tomamos un micro que nos llevó hasta la avenida Brasil. En el paradero de la cuadra x de la avenida Brasil nos quedamos esperando el micro que nos llevaría hasta Chorrillos. Eran las cinco de la tarde de un día de Primavera y había mucho tráfico. Los micros pasaban llenos, con los cobradores colgados de las puertas. La gente pugnaba por salir o por bajar de los vehículos. Sonaban los cláxones, los cobradores pregonaban sus rutas, los motores tosían, los tubos de escape expelían su humo negro y mefítico. Hay que esperar no más, hijito, me dijo mi abuela, ya pasará el micro. Pasaron los minutos. El micro no pasaba. Mi abuela sacó plata de su monedero y, dándomela, me dijo Anda cómprate maní, hijito. A mí cómprame chifles. Fui a un tenderete y compré el maní y los chifles. Noté que la gente que esperaba en el paradero me miraba raro. Comprendí que eso se debía a mi vestuario. En aquel tiempo yo tenía doce años y era fanático de las películas del agente 007. Por lo tanto, me vestía como él. En esa ocasión, llevaba un traje que mi papá me había mandado a hacer antes de irse a los Estados Unidos. Era un traje gris de una tela muy fina. Además del traje, llevaba una camisa blanca, una corbata negra y unos zapatos mocasines negros. A mi mamá no le gustaba que me vistiera así. Me decía que parecía un revejido, que se me veía tremendamente mal. Sin embargo, mi anhelo de parecerme al agente 007, de sentirme como él, podían más que las recriminaciones de mi mamá. El agente 007 que yo admiraba era el interpretado por Sean Connery. Él me parecía, de lejos, el mejor James Bond de todos los tiempos. Si a esa edad alguien me preguntaba qué quería ser, yo respondía de inmediato Agente secreto. Paraba viendo las películas del admirado 007 en el VHS de la casa. Incluso me iba a verlas a viejos cines, cuando las reestrenaban después de mucho tiempo. A mis doce años, yo era un adolescente soñador y solitario. Mis padres se habían separado.Mi papá se había ido a los Estados Unidos a trabajar y a olvidarse de mi mamá, y mi mamá se había quedado trabajando en un banco y cuidándonos a mí y a mis hermanos. A mí me dolía mucho la separación de mis padres, pero me refugiaba en las películas del agente 007 interpretadas por Sean Connery, claro está. Hacía un año que mi Papá se había marchado. Sus primas, es decir mis tías, unas mujeres muy católicas, estaban muy preocupadas por mi salud espiritual. Yo ya tenía doce años y no había hecho la primera comunión. Eso, para ellas, era inadmisible. A los diez años, cuando debía hacer la primera comunión, padecí una precoz crisis religiosa. Me parecía que Dios, si exitía, era un loco y un malvado, pues permitía todo tipo de atrocidades en el Mundo. Así que pensaba Es mejor que Dios no exista. Más aun, prefiero que no exista.Porque si existe, no es más que un sádico. Con estos pensamientos, busqué alguna religión que me diera esperanza, y encontré, en la biblioteca de la casa, unos libros sobre Budismo. Me hice budista a mi manera, ante el estupor de mis tías. Yo era un chico un poco raro. No obstante, mis tías hablaron con mi mamá y ella habló conmigo. Me habló de la religión católica, del compromiso que adquiríamos al ser bautizados, de Cristo, de Dios, de Su Bondad...Finalmente, acepté hacer la primera comunión tardíamente, a los doce años. Mi tía Socorro me preparaba para tal acontecimiento, catequizándome. Todos los fines de semana iba a su casa de Chorrillos con mi abuela, a reafirmarme en mi fe y a aprender la doctrina del Catecismo.
Tu tía Socorro debe estar esperándonos, me dijo mi abuela, y el condenado micro que no pasa. Yo comía maní tranquilamente, esperando. Huy, ahí viene, ahí viene, dijo mi abuela señalando el micro achacoso y morado. Estiró el brazo, igual que otras personas que también esperaban. El micro se detuvo. Subimos por la parte delantera. El vehículo estaba lleno, llenísimo. Nos quedamos parados, cerca de la puerta. El micro arrancó, traqueteando y tosiendo. A mi abuela le cedieron el asiento con prontitud. A ver, avancen atrás, avancen atrás, atrás hay sitio, decía el cobrador. Voy atrás, le dije a mi abuela. Ya hijito, con cuidado no más, me dijo ella. Lo que el cobrador decía era mentira. Atrás no había sitio. Retrocedí hasta el medio y ahí me quedé, de pie entre un montón de gente apretujada. Los perfumes y los hedores se mezclaban. Las personas se empujaban para avanzar o para retroceder. Las caras de disgusto, de malestar y de cansancio menudeaban. Estuve un buen rato en el mismo sitio, hasta que me sentí incómodo y decidí avanzar un poco. Avancé, abriéndome paso entre la gente, hasta donde una joven de unos veinte años pugnaba por no perder el equilibrio, cogiéndose fuerte del pasamano. Me quedé a su lado, pues ya no se podía avanzar más. El micro reventaba.La gente comenzó a empujarme. Opuse resistencia, pero fue inútil. Pasé por detrás de la joven, rozándola. La sensación me sobresaltó. La gente del lado contrario también me empujó y tuve que moverme. Quedé justo detrás de la joven. Estábamos prácticamente pegados. Ella pareció incomodarse. Yo quise salir de detrás de ella, pero fue imposible. Estaba apretujado por ambos lados. Me quedé quieto. Los glúteos de la joven eran grandes y blandos. Mi pene se hallaba apretado contra uno de ellos. Nunca había estado tan cerca a una mujer. Aspiré el perfume de sus cabellos castaños. Traté de verle bien la cara. Era guapa. Comencé a padecer una erección. Traté de controlarla, pero no pude. Mi pene se irguió y presionó el glúteo de la joven. Ella no se movió. Yo sentí cierto placer. Me pegué más a ella. Me moví un poco a la izquierda y, aprovechando mi menor estatura, metí mi pene entre sus piernas. Presioné con fuerza. Ella se inclinó un poco hacia adelante. Yo hundí mi nariz en sus cabellos y comencé a respirarle en la espalda. Sentí un inmenso placer. Mi pene latía y se hundía entre las piernas de ella. Era demasiado para mí. Tenía ganas de bajarme los pantalones y de bajárselos a ella. Empecé a traspirar. El micro dio un tumbo. La gente se dispersó. Yo casi me caigo hacia atrás. Cuando todos volvieron a ocupar sus lugares, noté que un tipo de unos treintaitantos años me miraba los pantalones. Me los miré yo también. Se veía una pequeña tumefacción que presionaba la tela. El tipo me miró a la cara con un gesto de desaprobación y de disgusto. Yo me hice el tonto y volví a colocarme detrás de la joven. Seguí frotando mi pene con su vagina. Ella no sabía qué hacer. Se inclinaba hacia adelante, se movía a los lados, miraba por la ventanilla. Comprendí que estaba incómoda. Aun así, no tuve ninguna consideración con ella y seguí presionándola. Estuve casi una hora así. En un paradero, una señora que estaba sentada junto a la joven, se puso de pie y avanzó hacia la puerta de salida. La joven primero titubeó y luego ocupó el asiento vacío. Yo me sentía dichoso.

Ya en la casa de mi tía, en Chorrillos, recibí mi sesión de catequesis. A ver, hijito, me decía tía Socorro, repite el Credo. Y yo comenzaba Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, creo en Jesucristo, Su único Hijo, nuestro Señor... Al terminar el Credo me hacía repetir los mandamientos. Amarás a Dios sobre todas las cosas, no tomarás el nombre de Dios en vano, santificarás las fietsas, honrarás a tu padre y a tu madre, no matarás, no fornicarás...Yo no entendía la palabra fornicar. ¿Qué es fornicar, tía?, preguntaba. En tu caso es masturbarte, tú no debes masturbarte, eso es malo, eso corrompe el alma, me respondía tía Socorro. Esa Noche, al acostarme en el cuarto que tía Socorro tenía aparejado para mí, no pude dejar de pensar en lo que había sucedido en el micro. No sabía si había pecado o no, sólo sabía que la había pasado muy bien. Recordaba perfectamente la sensación... Sin poder aguantar más, me masturbé.
Después de aquella vez, me dediqué a subirme a los micros llenos y a colocarme detrás de las mujeres que me parecían atractivas o que tenían buenos glúteos. Colocaba mi pene erecto en sus nalgas, luego entre sus piernas y presionaba y me movía. A veces me parecía que iba a eyacular irremediablemente. Las mujeres que escogía eran de todas las edades, de catorce, de dieciseis, de dieciocho, de veinte, de treinta, de cuarenta.. Ninguna me decía nada. Yo me amparaba en mi minoría de edad y en mi raro aspecto. Todos los días me dedicaba a viajar en micro, en cualquier micro. No tenía rumbo, sólo lujuria, ganas de colocarme detrás de mujeres. Poco antes de hacer la primera comunión tuve que confesarme. Me vi obligado a contarle al cura lo que hacía en los micros. ¿Por qué lo haces?, me preguntó. Porque me da placer, le respondí. ¿Alguien te enseñó a hacerlo? No, padre, yo lo aprendí solo. Lo que haces es reprensible. Al hacerlo, ofendes a las mujeres, ¿te gustaría que alguien le hiciera eso a tu madre? No, padre. Entonces no vuelvas a hacerlo, si lo vuelves a hacer tu alma se perderá para siempre. También le conté al cura que me masturbaba. No debes masturbarte, al masturbarte corrompes tu mente y tu alma. Salí del confesionario muy desazonado. Me sentía triste y culpable. Lo primero que hice fue subirme a un micro lleno.
Hice la primera comunión y, al recibir la hostia, prometí no volver a sobar a las mujeres y no masturbarme. Estuve dos semanas controlando mis impulsos. Luego ya no pude más y volví a masturbarme y a subirme a los micros llenos a buscar mujeres. Yo era feliz en los micros llenos, detrás de las mujeres, sobándoles el sexo con mi pene de doce años. Los micros llenos eran mi paraíso. Pero así como, poco a poco, dejé de ver las películas del agente 007 y de vestirme como él, también dejé de subirme a los micros llenos a buscar mujeres. Supongo que fue una etapa. Cuando la recuerdo sólo sonrío y me preguntó cómo fui capaz. Cosas de la vida.

viernes, 17 de julio de 2009

Atento registro

El Sol revelado sobre el horizonte azul
Sobre viejas estatuas de mármol
Sobre un hombre que despierta asustado
Nuevamente indispuesto a cargar su existencia
Sueño luego existo
Las golondrinas chillan como dudas
Las nubes flotan sobre las torres de las iglesias
En el Cielo azúreo
En el Cielo al que nadie llega
Infinito que refleja el negro río
Sauces que mueren de aflicción
Harmonioso perfume del día
Corrupto perfume de la vida
Cada hombre es su propio asesino
Su propia víctima propiciatoria
Una Rosa mística se abre en el cenit
Los pies duelen de tanto camino
Los guijarros suenan bajo los pies
Es el sonido crujiente del Destino
El Tiempo eterno fluye
La Luna muestra su mejilla en pleno día
Es un buen principio
Los augures contemplan las aves
El presagio es una breve, efímera esmeralda
El Sol se oculta en el Paraíso perdido
Se quema el Árbol de la Vida
La Noche adviene, trayendo músicas venenosas
Lobos en llamas elevan súplicas a la Luna
Un desconocido que no se conoce vaga por los acantilados
Y al cabo de un largo, rojo éxtasis
Se arroja al vacío
Es un buen final

jueves, 16 de julio de 2009

La hermana de los amigos

El primer recuerdo que tengo de ella es el de una niña al pie de un limonero, una tarde de Verano. Acariciaba y arrancaba las hojas polvorientas y hablaba sola. Era pequeña, blanca y muy linda. Parecía ensimismada y parecía disfrutar de su soledad. Estaba en mi jardín. Yo la miraba a través de mi ventana. Ella era la hermana menor de mi mejor amigo. Tenía seis años. Yo tenía trece. Mirarla me producía un gran deleite. Me parecía una niña solitaria y soñadora y presentía en ella una latente y violenta belleza. Ella estaba en el jardín de mi casa porque su hermano, mi amigo Daniel, la llevaba consigo. Su mamá no le permitía dejarla sola. Aquella tarde habían ido juntos a mi casa, y mientras Daniel jugaba Nintendo conmigo y con mis dos hermanos menores, ella se solazaba en el jardín.Yo me había asomado por la ventana de mi cuarto y había visto la encantadora imagen. Ella se llamaba Fabiola y era la menor de tres hermanos. Los tres eran mis amigos. El mayor se llamaba Gabriel, el segundo Ernesto y el tercero era Daniel.Los cuatro vivían a media cuadra de mi casa. Me quedé mirándola un largo rato, hasta que el Sol empezó a ponerse. La luz crepuscular iluminó sus manos delicadas, chiquitas, armoniosas, mientras acaricaban y arrancaban las hojas, y esmaltó levemente su cabello corto y negro. Fabiola niña al pie del limonero, es el primer recuerdo que tengo de ella.
La hermana de mis amigos era algo demoníaca. A veces su conducta era insoportable. Se portaba de manera engreída y caprichosa. Daniel tenía que ser rudo con ella. Yo sólo la observaba, casi no hablaba con ella. Ella, al principio, jugaba con mi hermano menor, que tenía su misma edad. Llegaron a hacerse buenos amigos, pero un día, a causa del capricho de ella, tuvieron una discusión y no volvieron a hablarse nunca más. Habían atrapado varios caracoles en el jardín, y los habían dividido en partes iguales. Sin embargo, ella quería tener más caracoles, y le pidió uno a mi hermano. Éste se lo dio, pero ella quiso uno más. Mi hermano no quiso dárselo, y ella se enojó y discutieron. La discusión terminó cuando ella le dijo a mi hermano que no le hablaría nunca más. A pesar del incidente, ella siguió yendo a mi casa con Daniel.
Después de haberla visto al pie del limonero, me acostumbré a espiarla. Cada vez que iba a mi casa y se quedaba sola en el jardín, yo la contemplaba desde la ventana de mi cuarto. Ella jugaba con las hojas del limonero, arrancaba algunos geranios, acariciaba las rosas...Yo olvidaba todo al contemplarla. Olvidaba que mis padres estaban separados y que no se querían, olvidaba mi Angustia, olvidaba que era un masturbador impenitente, olvidaba mi soledad...Yo era un adolescente infeliz y atormentado. No tenía muchos amigos y me gustaba andar solo. Padecía una depresión inexplicable y fuertes insomnios. Además, imaginaba cosas que se quedaban largo tiempo dando vueltas en mi cabeza. Imaginaba que me moriría pronto, que mis padres desaparecerían de mi vida, que mis hermanos se pasarían la vida jugando Nintendo para evadirse de su realidad... Imaginaba que después de muerto llegaría a conocer la verdad, que mi mamá tenía un amante, que mi papá tenía una amante, que la masturbación acabaría enloqueciéndome...Imaginaba seres horrendos que me mordisqueaban la cabeza, ángeles demacrados que balbucían palabras ininteligibles, demonios canijos que ululaban junto a mi cama y que no me dejaban dormir...Imaginaba todo eso, pero cuando contemplaba a Fabiola lo olvidaba. Me quedaba embelesado admirándola, largo rato. Esa niña, sin saberlo, aliviaba mi mente adolescente y perturbada.
Pasaron los años y dejé de ver a Fabiola. Continué viendo a sus hermanos, especialmente a Daniel, que seguía siendo mi mejor amigo. Cuando ambos salimos del colegio- teníamos la misma edad-, pensamos seriamente en nuestro porvenir. Daniel quería ser pintor y yo quería ser poeta. Él se matriculó en una academia para prepararse para la universidad. Yo preferí dedicarme a escribir y dejar lo de la universidad para después. Dejamos de vernos. Volvimos a encontrarnos cuando teníamos veinte años, en la tienda del barrio. Nos abrazamos y nos contamos nuestras vidas. Él había ingresado a la Católica, donde estudiaba Arte. Yo no había ingresado a ninguna universidad y seguía escribiendo poesía. Él me dijo que lo visitara al día siguiente, pues quería mostrarme algunos lienzos. Yo le prometí que iría. Al día siguiente, efectivamente, fui a visitarlo. Toqué el timbre. Alguien se asomó por la ventana. Era una adolescente muy hermosa. Me quedé mirándola. Miré su rostro ovalado, sus ojos negros y oblicuos, su nariz larga y fina, su boca delgada, su cabello oscuro. Como estaba apoyada en el alféizar, también pude ver sus senos inclinados, que casi asomaban fuera de la blusa. Quién es, preguntó. ¿Fabiola?, pregunté yo. Sí, me respondió ella. Soy Alfonso, le dije. ¡Ah, Alfonso! ¿Cómo estás? ¿Buscas a Daniel? Sí, busco a Daniel. Espera un ratito, ahorita lo llamo. Quedé impresionado con la transformación de Fabiola. Ya era casi una mujer. Recordé cuando era una niña hablando sola al pie del limonero de mi jardín. Ese día, estuve con Daniel en un cuarto de su azotea que le servía como taller. Allí tenía algunos lienzos que aprecié y sobre los cuales opiné. Desde aquella vez, comenzamos a vernos con frecuencia, casi como antes. Yo iba a su casa y subíamos al taller, y allí, yo veía sus lienzos y él leía mis poemas. Éramos dos artistas que compartían sus obras. Cada vez que iba a buscar a mi amigo, tenía la esperanza de que Fabiola me abriese la puerta. Eso no siempre sucedía, pero cuando sucedía, yo era muy dichoso. Daniel y yo comenzamos a salir por las noches. Íbamos a un bar del centro de Lima llamado el Munich. Allí hablábamos sobre nuestros proyectos artísticos y bebíamos cerveza hasta quedar completamente borrachos. Con el tiempo, fuimos probando otros vicios. Nos aficionamos primero a la marihuana y después a la coca. Pasábamos hasta tres días seguidos bebiendo, fumando yerba y jalando coca. Por supuesto, siempre hablando de nuestros proyectos artísticos. Daniel anhelaba viajar a Francia, y yo ansiaba marchar a España. Soñábamos con ser grandes artistas. Viajaré a Francia y seré un gran pintor, me decía Daniel, todo borracho y coqueado. Y yo, en similar estado, decía que viajaría a España y que sería un gran poeta.
Una tarde fui a buscar a Daniel y Fabiola me abrió la puerta. Estaba alta, esbelta, en flor. La niña del limonero...Cuando le pregunté por su hermano ella me dijo que él no estaba, que había salido. Yo aproveché para conversar un poco con ella. Estaba coqueado, así que hablarle no me fue difícil. Ella se mostró muy amable. Me habló de su colegio, de lo que quería estudiar después, de su vida diaria, de sus hermanos. Yo le contaba mis salidas al Munich con su hermano, omitiendo, claro está, la parte de las drogas. Sólo le decía que nos emborrachábamos y que la pasábamos muy bien. Ella ya tenía quince años y yo ya tenía veintidos. Me alegró sobremanera hablar con ella.
He olvidado mencionar algunos detalles. No he dicho dónde vivíamos Daniel, Fabiola y yo. Vivíamos en Maranga, en la calle x. Y otra cosa más. A los veintiun años yo ingresé a la san Marcos a estudiar Literatura. Se me habían quedado esos datos en el tintero.
A los veinticuatro años, Daniel se marchó a Francia. Fue un merecido premio a su constancia y a su disciplina. Se granjeó una beca y por eso pudo marcharse. Antes de hacerlo, dejó las drogas. No pudimos despedirnos. Meses después de su partida, yo también dejé la coca y la marihuana, pero me hice adicto a los tranquilizantes. Como padecía fuertes insomnios, empecé a consumir Diazepam, cada vez en mayor cantidad. Me relajaban y me permitían dormir. Sin embargo, no sólo tomaba las pastillas en la Noche, sino también en pleno día, para realizar cualquier actividad. Durante un tiempo, llegué a consumir veinte pastillas diarias. Tenía veinticinco años y hacía dos que había dejado san Marcos para entrar a la Facultad de Teología pontificia y civil de Lima a estudiar Filosofía.
Una tarde de Invierno me encontré con Fabiola en el micro. Ella ya tenía dieciocho años y estaba hermosa. Conversamos animadamente y yo le pedí el número de su celular. Ella me lo dio de buena gana. Estaba estudiando para ingresar a la Católica. Antes de que se bajara, yo le prometí que iría a visitarla a su casa uno de esos días. Me sentía especialmente atraído por esa muchacha. Fui a visitarla una tarde. Estaba sola, pues sus padres habían viajado. Conversamos mucho en la puerta de su casa. Incluso nos dedicamos a mirar el triste Cielo invernal y a tratar de identificar el árbol añoso que estaba frente a la puerta. Antes de que sus hermanos Gabriel y Ernesto llegaran yo me marché, no sin antes invitarla a salir dentro de unos días. Al cabo de esos días la llamé y quedamos en encontrarnos cerca de su academia, en la avenida universitaria con la Mar. Allí nos encontramos y le pregunté adónde quería ir. Ella me dijo que adonde yo quisiese. Le propuse ir a Miraflores. Ella aceptó. Yo iba decidido a confesarle algo. Había comprendido que la amaba. Desde que la vi, de niña, al pie del limonero, la había amado. Me atraían su belleza violenta, sus ojos negros y profundos, su voz de miel aguda, su carácter de ángel malhumorado...Pero también la amaba. La amaba fatalmente. Fuimos en una combi hasta la cuadra x de la avenida del Ejército. Allí nos bajamos y caminamos por el malecón. Veíamos el Mar plateado, inmenso y susurrante bajo el Cielo grisiento. Íbamos conversando animadamente. Ella me decía que estaba muy ilusionada por entrar a la Católica a estudiar Educación. Yo le decía que ya estaba aburrido de la universidad y que pensaba dejar los estudios. En realidad, ya lo había hecho. No me había matriculado en el ciclo correspondiente y me estaba gastando el dinero de la matrícula. Llegamos a un parque y nos sentamos a contemplar el Crepúsculo. El Sol anaranjado se iba ocultando en el Mar. Fabiola me preguntó cómo estaba. Estoy amando, le respondí yo. ¿Estás enamorado?, me preguntó ella. Sí, le respondí. ¿De quién? De ti. Acerqué mi cara a la suya para besarla. Ella se apartó y me dijo Espera, déjame asimilar lo que me has dicho. De acuerdo, le dije. Estaba tranquilo, pues me había tomado cuatro Diazepam antes de salir de mi casa. Acabado el Crepúsculo nos pusimos de pie y seguimos andando. Fuimos a Larcomar, paseamos por allí. Luego tomamos un taxi que nos llevó hasta el parque Kenedy. Dimos una vuelta por el parque y luego fuimos al Café Café. Ella pidió un café y yo una manzanilla. Estuvimos conversando hasta eso de las diez. A esa hora emprendimos el camino de regreso a casa. Volvimos en una combi que nos dejó en Faucett con Precursores. Caminamos juntos hasta Chachani. Ella no quería que yo la acompañara a su casa porque temía que sus hermanos nos viesen. Al despedirnos, yo la besé en la boca. Ella correspondió a mi beso. Pasado un rato, cada uno siguió su camino por calles diferentes.
Así comenzó nuestra relación. Yo la amaba, pero ella creo que tenía sus dudas. Salíamos casi todos los días. Íbamos a Miraflores, al Olivar, a La Punta...Yo me gastaba el dinero de la matrícula con ella. ¿Cuándo piensas volver a estudiar?, me preguntaba. No sé, eso me tiene sin cuidado, le respondía. Ella padecía bruscos cambios de ánimo. A veces estaba contenta y de un momento a otro se tornaba triste y sombría. ¿Qué te pasa?, le preguntaba. Nada, me contestaba, visiblemente perturbada. Yo padecía lo mismo. A veces me hallaba deprimido y ella no sabía qué hacer conmigo. A pesar de los Diazepam, yo seguía padeciendo insomnios. Eso me debilitaba y me ponía de mal humor. Fabiola lo notaba y me preguntaba por qué estaba así. Yo no sabía qué responderle. Ella también solía tener dolores de cabeza y dolores de hombros. Yo trataba de aliviarla haciéndole masajes, pero era inútil. Ella también andaba tensa porque pensaba que sus hermanos nos podían descubrir en cualquier momento. Nuestra relación era una relación prohibida. Ella era la hermana menor de mis amigos, y yo, de algún modo, estaba traicionando a los mismos. Qué diría Daniel si se enterara, me decía ella con frecuencia. Yo no le respondía. Sólo la besaba largamente, olvidándome de todo. Una tarde, fui a buscarla a su casa. Estaba sola. ¿Y si estaban Gabriel y Ernesto?, me preguntó ella. Les decía que venía a buscarlos a ellos, le respondí. Ella sonrió y me dio un beso. A veces podía ser inmensamente tierna. A veces parecía que me quería. Entramos a su casa y subimos a la azotea. Entramos al antiguo taller de mi amigo Daniel que ahora era una habitación para huéspedes. Si alguien viene te puedes quedar escondido aquí, me dijo ella. Yo la abracé y la besé. Nos echamos en la cama. Dejamos en paz a nuestra carne, y terminamos haciendo el amor. Era su primera vez. Recuerdo que jadeó y gritó mucho. Incluso lloró. Tuvo un orgasmo casi divino. Me rasguñó, me mordió, me golpeó, gritó, lloró y tembló de dicha y de placer. Luego, al calmarse, se recostó en mi pecho, inofensiva, niña, inerme. Nos quedamos dormidos. Unas voces nos despertaron. Eran sus hermanos. Ella se levantó sobresaltada y me dijo Escóndete debajo de la cama y no salgas hasta que yo te diga. La obedecí. Ella se vistió, salió del cuarto y bajó. Pasé horas oculto bajo la cama. Al fin, ella llegó y me condujo sigilosamente a la salida.
Pensando en mi relación con Fabiola, me di cuenta que no había futuro para nosotros. Sus padres y sus hermanos no aprobarían la relación. Y ella misma no estaba muy segura. Morábamos en la incertidumbre. Hasta cuándo íbamos a seguir saliendo así, ocultos, temerosos, inseguros. Tal vez todo era una obsesión mía o un capricho suyo. Poco a poco comenzamos a hacernos daño. Nuestros cambios de humor eran insoportables, y ella parecía contrariada o aburrida de mí. Es mejor que no nos veamos tanto, me dijo ella una vez. ¿Por qué?, le pregunté. Porque nos pueden descubrir, nos pueden ver los vecinos, o peor aún, mis hermanos o mis papás. Yo comprendí que la relación era casi imposible. Teníamos que estar alerta, teníamos que andar con cuidado, con sigilo, con miedo. Eso no era lo que yo quería. ¿Y si hablo con tus papás y con tus hermanos?, le dije una vez.
¿Serías capaz?, me preguntó ella. Creo que sí, le respondí. Creo que no te escucharían, aseveró ella.
Una Noche, ella me dijo Te quiero. Yo quedé emocionado. Ella no solía revelar lo que sentía. La besé largamente. Esto me tiene muy tensa, me dijo ella. No sé qué va a ser de nosotros. No te preocupes, le dije, y volví a besarla. Después de esa noche, ella dejó de llamarme. Yo la llamé un par de veces para invitarla a salir, pero ella me dijo que tenía exámenes y que estaba estudiando. Desde aquel momento dejamos de llamarnos. Lo nuestro se acabó. Creo que sucumbimos a la tensión, al Remordimiento, a los cambios de ánimo, a nuestras mutuas enfermedades del espíritu. Nuestra relación, desde el principio, careció de futuro.
El Tiempo ha pasado. Ahora tengo treintaiun años y vivo en España. Me dedico a escribir relatos y poemas en diversas revistas. Fabiola sigue en Perú y estudia Educación. Sé poco de ella, pero aún la amo. Cada vez que quiero olvidar cosas como mi depresión-padezco de depresión-,mi adicción a los tranquilizantes, mi amor frustrado o mi adolescencia atormentada, imagino a la niña al pie del limonero, jugando y arrancando las hojas, y hablando sola.

miércoles, 15 de julio de 2009

Dísticos

I

Un hombre no puede bañarse dos veces
en el mismo río
Y un río no puede bañar dos veces
al mismo hombre

II

En el mármol del Cielo
algún dios todavía agoniza

III

Ser o no ser dice Hamlet
Ser y no ser dice Heráclito