viernes, 14 de agosto de 2009

Crepúsculo estival

Una hoja de espada roja
Sosegado el espíritu material en el arriate
Mira cómo las rosas inclinan la cabeza
El alma es mortal
Triste y dulce puesta de Sol
El párpado bermejo se cierra
Y se puede amar sin esfuerzo
Los dioses bendicen el momento, el breve
instante de eternidad
Adviene el Olvido
Como agujas y espinas blandas de luz
En algún recodo algunos hemos maldecido a algún dios
Veredas por donde la gente adormecida transita
Iglesias recogidas, amnésicas
Terrazas llenas de hombres felices, satisfechos
Se entreabren las frondas de los sauces
El río sueña un Cielo y unas nubes
Antes amaba y me creía ausente
Ahora sigo una estrella desolada
Deshechos cinturones de golondrinas
Meditación Ascesis Contemplación
Quiero ser un iluminado
Pero sombras de lirios me amortajan
Y cantos de mirlos envuelven mi corazón
Arrobo místico
No quiero ser nada
Sino convertir mi conciencia en gota de rocío
Frente a la triste y dulce agonía del Sol

jueves, 13 de agosto de 2009

Cambio de trabajo

A Víctor Raúl Mendoza

Tenía veintisiete años y era un vago. Vivía solo en un cuarto alquilado, en la cuadra x de la avenida del Ejército. Me dedicaba a intentar escribir una novela y a fumar marihuana. Consideraba que había perdido, o que estaba perdiendo, vanamente mi juventud. Había estudiado Periodismo, Filosofía y otra vez Periodsimo, y no había terminado nada. Era un frustrado. Pero creía que la Literatura iba a salvarme, sólo tenía que escribir la novela, presentarla a un editor y sentarme a esperar la gloria y la fama. Escribía todos los días, en la mañana o en la tarde, y en la Noche me dedicaba a leer. Estaba seguro que mi novela, una vez acabada, se haría famosa. Entonces yo podría vivir de la Literatura. Sería una verdadera victoria personal, me arreglaría la vida, me sacaría de ese aislamiento voluntario y fatal. Todos los días salía a caminar por el malecón, por los parques, y miraba el Mar plateado, inmenso, y me preguntaba si mi trabajo y mi aislamiento valdrían la pena. Vivía sólo para escribir. Constantemente pensaba en mi obra y la consideraba infame. No me creía un buen escritor. En ocasiones me pasaba días y noches enteras pensando que yo jamás sería capaz de escribir una obra digna. Era un verdadero tormento. El tiempo pasaba y yo no me hacía famoso y desesperaba en silencio. Yo daba mi vida por mi obra. Estaba obsesionado. Quería ser un escritor reconocido.
¿Por qué no buscas trabajo?, me preguntó mi mamá en una reunión familiar. Llevas mucho tiempo sin hacer nada. Sería bueno que trabajaras en algo. Yo le expliqué a mi mamá que en esos momentos no podía trabajar, ya que estaba totalmente consagrado a mi obra. Ella me explicó a mí que debía buscar trabajo, porque no pensaba darme más dinero. Acepté buscar trabajo.
Era Invierno. El Cielo limeño, blanco y grisiento, el frío y la neblina me deprimían. Tenía que fumar marihuana para alejar la depresión que me invadía. Un Domingo en la Noche cogí el periódico y me fijé en la sección de empleos. Encontré un trabajo de relaciones públicas.Lo señalé con el lapicero. La entrevista era al día siguiente, Lunes, a a las diez de la mañana. Era en la sucursal de una empresa, en la cuadra x de la avenida san Luis. Asistí con traje, como todos. Me había molestado tener que levantarme temprano, pero ahora también me molestaba estar entre gente ávida de trabajo que esperaba sentada en un salón, en carpetas. Al entrar nos habían dado un número. Nos llamaban en grupos, por número. Del 34 al 42, pasen, decía una voz por un altavoz, y los buscadores de trabajo pasaban. En realidad subían a un salón a entrevistarse. Había dos salones, por lo tanto iban pasando dos grupos a la vez. Del 42 al 49, pasen al salón A; del 50 al 57, pasen al salón B. Y ellos y ellas pasaban, subían y cada grupo entraba al salón que le correspondía. Yo estaba nervioso, pero no lo aparentaba. Parecía el hombre más tranquilo del mundo. Parecía, y esto era cieto, que estaba allí muy a pesar mío, pero que no me interesaba, que igual asistiría a la jodida entrevista. Cuando entramos al salón éramos tres mujeres y cuatro varones. Un hombre grueso, muy seguro de sí mismo, cholón, atildado, nos invitó a sentarnos. Se apellidaba Ramírez. Trabajaba en la empresa. Necesitaba gente con mucha disponibilidad de tiempo. Nos preguntó nuestros nombres y apellidos. Se los dimos. Comenzó con su cháchara. Yo ya estaba relajado y no sentía nada de nervios. En un momento, Ramírez le preguntó a una de las chicas ¿Qué haría usted, María, si yo le digo que nos vamos en viaje de negocios a Bogotá el Miércoles? La chica titubeó y luego le dijo Tendría que pensarlo, consultarlo con mis padres. Ramírez la quedó mirando un rato y luego se vovió hacia mí. ¿Y usted, Alfonso, qué me diría si le digo que nos vamos en viaje de negocios a Bogotá el Miércoles?, me preguntó. Le diría que está bien, que prepararía mi equipaje, le respondí. Ramírez pareció muy contento con esa respuesta.Nos dijo que si nos interesaba un buen trabajo de relaciones públicas y si teníamos disponibilidad de tiempo regresáramos para seguir una capacitación de dos semanas, que si nos ganábamos el trabajo íbamos a ganar mucho dinero, a viajar, a vivir contentos, y otras cosas. De la entrevista ya se salía decidido a algo. A tomar el trabajo, aunque no daban muchos datos de él, o a dejarlo. Asistí a la capacitación. Éramos quince más o menos, pero durante la semana íbamos disminuyendo en número. Al final de la primera semana sólo quedamos ocho. Eran varias horas de capacitación, y a todas se asistía con traje. Escuchábamos lo que decía Ramírez, tomábamos apuntes. Nos hablaban de las relaciones públicas, pero no del trabajo en sí. La directora de esa sucursal de la empresa era una mujer de unos treintaitantos años que hablaba como venezolana, muy guapa, artificial, vivaz, y que a veces intervenía en las clases de capacitación.Se llamaba Viviana. Contaba cuentos de animales que tenían al final un apotegma y todo un tema de reflexión en torno a la vida y al éxito. A mí me disgustaban esas cosas. Me parecían enormes estupideces. Te querían vender una concepción de la vida, una filosofía bastante grosera y perogrullesca. En ocasiones, Viviana ponía música y nos hacía bailar. Yo trataba de hacer dignamente el ridículo. Ramírez nos paraba hablando de la plata y del lujo. Mostraba su reloj, su bolígrafo, su chaqueta y decía que él podía comprarse esos carísimos artículos gracias al trabajo que tenía en la empresa. ¿Pero cuál era el maldito trabajo? Eso no lo decían, ni siquiera lo insinuaban. Cuando preguntábamos sólo nos decían que era un trabajo en el que ganaríamos mucho dinero. Yo me sentía agobiado. No me sentía yo realmente. Ya no era el vago sin horarios, el escritor enfrascado en la composición de su obra. Ya no podía escibir. Las clases de capacitación eran de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Llegaba a mi cuarto a las seis, leía algo, fumaba un porro, comía y me dormía. No tenía fuerzas para escirbir. En realidad no tenía ganas de escribir. Estaba deprimido y algo angustiado. Mi rutina de vida había variado muy abruptamente. Lo único que me tranquilizaba era la marihuana. Fumaba a la hora de almuerzo, caminando por los parques, y volvía a las clases de capacitación con muy buen humor. Fumaba mucho en la Noche, andando por el malecón, o tendido en mi cama, viendo la tele.
La segunda semana de capacitación, trabé conocimiento con una chica de diecinueve años llamada Andrea. Durante la primera semana yo me había fijado mucho en ella. Era bajita, rubia, de unos cándidos ojos verdes, de nariz respingada, de boca rosácea, de buenas piernas. Un día me decidí a hablarle y nos hicimos amigos. Todas las tardes la acompañaba a su casa, que estaba cerca de allí, en san Borja. Me enamoré inmediatamente de ella. Eso siempre me pasaba, veía a una mujer que me gustaba y me enamoraba de ella. No podría explicarlo, pero mi alma aleteaba cada vez que veía a una mujer guapa.Durante esa segunda semana revelaron el secreto del trabajo. Se trataba de ofrecer a empresas y a personas particulares un método para leer velozmente teniendo plena comprensión de lo leído. El último día de la capacitaión fue un Viernes. Andrea no asistió. Al día siguiente, Sábado, nos iban a tomar un examen. Fui a buscar a Andrea. La encontré en su casa. Me dijo que no quería trabajar en la empresa, que lo veía todo muy hipócrita y mezquno, que Ramírez y Viviana sólo pensaban en el dinero. Era cierto. Yo también debía irme. Yo también comprendía el juego de la empresa. Íbamos a ser vulgares vendedores, íbamos a sacarle el dinero a la gente, íbamos a ganar mucha plata. Seríamos triunfadores y exitosos. Cuán mal me sentía en las capacitaciones. Y sin embargo, seguía allí. Quería ganar dinero. Quería tener plata. Me iba olvidando que era un escitor. Ya ni siquiera leía, sólo fumaba, veía la tele y dormía. Andrea me dijo que ella no daría el examen. Yo le dije que la iría a ver después del examen.
Al día siguiente di el examen. Nos dieron los resultados después de tenernos esperando una hora. Los siete habíamos pasado el examen y ya pertenecíamos a la empresa. Fui a buscar a Andrea. Le conté lo ocurrido. Ella se alegró por mí. Fuimos a Chacarilla a pasear y después volvimos a san Borja. Anduvimos, de Noche, por los bellos parques de san Borja. En uno de esos parques le dije a Andrea que la amaba. Le expliqué que yo amaba inmediatamente. Nos dimos un beso bajo el Cielo invernal. Nos convertimos en enamorados.
Comenzaría a trabajar el Lunes de nueve a cinco y media. Me había resignado muy prontamente a mi destino. Había pasado de ser un vago escritor a ser un trabajador.También me había resignado a usar traje. El primer día de trabajo asistimos todos al local central de la empresa, en san Isidro. Todos los trabajadores estaban allí, en una especie de fiesta matinal en la que cantaban, bailaban, comían bocaditos y bebían gaseosa. Traté de no sentirme tan ridículo, pero fue imposible. Y lo más sorprendente era que yo me había metido solo a todo ello. Después del ágape los de la sucursal de la avenida san Luis nos reunimos. Nos formamos en parejas, junto con otros vendedores ya veteranos,y nos dividimos. A mí me tocó ir con Ramírez. Fuimos al Seguro social. Allí Ramírez me hacía hacerle un test a las estudiantes, y a partir de ese test venderles el método de lectura veloz. Ninguna picó. A mí me pareía una estafa lo que hacíamos. Era decirle a la gente tú vas a leer más rápido y a comprender más lo que lees si sigues nuestro método. Y cobrarle casi mil dólares por eso. Ramírez me observaba como un zorro. Cuando volví a donde él estaba me preguntó ¿Nada? Nada, le respondí.
Mi vida no era mi vida. Yo no había sido hecho para el rabajo. Pero ahí estaba, intentando vender métodos de lectura veloz. Levantarme temprano me tenía devastado. Además dormía poco. Cada vez que me levantaba, sentía miedo y náuseas. Cada día que pasaba me hallaba más angustiado. Estaba trabajando. Estaba haciendo lo que no quería. Con Andrea me distraía bastante. Ella se preocupaba por mí. Me veía cansado y se alarmaba. Soñaba con una relación larga y feliz. No me quería entregar su virginidad. Pero yo la amaba. Ella era muy inteligente, y muy bella.
Pasaron tres semanas. Bajé considerablemente de peso. No había vendido nada y cada día estaba más harto del trabajo. Yo no sirvo para esto, pensaba. Debería renunciar. Sin embargo, continuaba trabajando, autodestruyéndome. Hacía lo que me tornaba más infeliz. Trabajar. Un día me levanté y me di cuenta de que ya no amaba a Andrea. Eso también solía, y suele, sucederme. Me levanto un día y me doy cuenta que ya no quiero a quien quería. Dejé de llamar a Andrea, y dejé de contestar sus llamadas y sus mensajes. Me imagino que sufrió mucho. Cada mañana, yo era consciente del karma que me tocaría agotar. Una mañana, fui con dos vendedores veteranos y con una gorda coqueta al Hospital de enfermedades neoplásicas. Allí teníamos que vender el método ese de los cojones. Me pareció excesivo.Intentar vender métodos de lectura veloz a las personas que esperaban a que sus parientes salgan de las quimioterapias, me parecía muy fuerte. Recorrí los pasillos. Olía a desinfectante, a enfermedad, a agonía, a muerte. No era el mejor lugar para vender métodos de lectura veloz. Y yo ¿quién era?
Ya no sabía quién era. Sólo cuando fumaba marihuana me sentía unificado. Luego, me parecía que yo era un desconocido para mí mismo. ¿Dónde estaba el escritor consagrado plenamente a su obra? ¿Dónde quedaba mi ideal de vida ociosa, teorética? ¿Y qué hacía con esa gente, vendiendo métodos de lectura veloz? Creía que era un infeliz, un frustrado. Estaba deprimido y estresado. Estaba enfermo por ir a trabajar. Llamé desde un teléfono público a mi amigo Vuonero, que trabajaba en el Centro de Lima. ¿Cómo estás?, me preguntó. Muy mal, le respondí. Muy mal. ¿Qué pasa? Es una historia larga de contar. Entonces ven para almorzar juntos y me cuentas.
De acuerdo.
Salí de Neoplásicas sin la más mínima intención de volver al trabajo. Eché mi carpeta a un tacho de basura. Me desanudé la corbata. Me desabroché dos botones de la camisa. Me fumé un porro. Una vez que hube fumado, tomé un micro que me llevó hasta Wilson. Allí me apeé y entré por la Plaza Francia. Seguí por Camaná. Vuonero me esperaba en la puerta del Queirolo. Alto, fuerte, con los ojos oblicuos, blanco y de rasgos orientales, miraba a todas partes. Al vernos, nos saludamos y nos dimos un fuerte abrazo. Hacía tiempo que no nos veíamos. Entramos al Queirolo y ocupamos una mesa. Pedimos el menú. Conversamos.
-¿Por qué vistes tan elegantemente?-me preguntó Vuonero.
-Estoy trabajando-Y le conté toda la historia.
Trajeron el menú.
-El problema, hermano-le dije a Vuonero-, es que este trabajo no me gustó, pero necesitaba y necesito dinero. Pero me siento deprimido, angustiado, raro...
-Es que no estás haciendo lo que quieres- aseveró mi amigo.
-Lo sé.
-Tú camina por el Centro y fíjate en la cara de la gente. Todos están amargados, molestos. Y están así porque no les gusta lo que hacen. Yo soy un vago, a mí me gusta ser un vago, pero un vago con plata- Tomó tres cucharadas de sopa seguidas. Prosiguió-Tú sabes que yo trabajo vendiendo antiguedades, estampitas, monedas, y otras cosas, y sabes que vendo manuscritos del siglo XVII por Ebay. Eso de Ebay a mí me da mucha plata. Con eso mantengo a mis hijos y a mi mujer. Y soy feliz trabajando en eso. Soy un mercachifle, un vago más. Pero un mercachifle y un vago con plata. Hacer lo que quieres y tener plata, en eso se resume la vida.
-¿Yo podría trabajar contigo?
- Por supuesto, hermano, pero yo sólo puedo ofrecerte doscientos soles al mes-Pensé en los veinticinco mil que podría ganar en el trabajo que no me gustaba y que me hacía infeliz, y sonreí.
-De acuerdo, Vuonero, entonces cuándo empiezo.
-Mañana mismo.Pero vamos al sótano, para que conozcas.
Vuonero trabajaba en el sótano de un pringoso edificio de la cuadra ocho de Jirón Camaná. En una mesa rectangular y larga había tres computadoras. Dos de ellas eran usadas por dos amigos de Vuonero. Había manuscritos por todos lados. En la otra pieza había libros, revistas, juguetes, estampillas, monedas, todo en gran cantidad. Acá vas a trabajar reuniendo estampitas, clasificando libros, ordenando revistas, me dijo Vuonero. Me pareció bien. Ese trabajo me gustaba. Era a mi familia a la que no le iba a gustar. Seguramente no les gustaría el cambio de trabajo para nada. Vuonero y yo nos fumamos un porro en el sótano. Me sentí tranquilo, desestresado. Me había liberado de un trabajo, de un motivo de infelicidad.
En la tarde, salí del sótano y me fui caminando por el bulevar Quilca, por la plaza san Martín y por Jirón de la Unión. Miraba las caras infelices de la gente. Cuando llegué a la Plaza de Armas mi celular comenzó a sonar. Miré el número. Era Ramírez. No contesté. Me llamó como seis veces. También me llamó Viviana, tres veces. Apagué el móvil. Me senté en una grada de la Catedral. Consideré que estaba en mi lugar. Recordé que era un vago y un escritor, y que tenía un trabajo en un sótano. Saqué un porro. Lo encendí. Miré al Cielo. Me deprimí un poco. Aun así, no podía estar mejor.

martes, 11 de agosto de 2009

Tritón muerto en la orilla del Mar

Sotos nocturnos, esparciendo perfumes, llamando a lo divino
Eriales sin causa, a la luz de la Luna, gimiendo
Un adolescente se acerca al prado y ve a una mujer desnuda, dormida,
Padece una erección y se queda mirando Se toca Se masturba
La mujer, de una belleza terrible, sigue durmiendo, con el cuerpo
iluminado por la luz lunar
Los buscadores de causas permanecen encerrados en sus cuartos,
dando topetazos en las paredes
Hubo unos ojos que fueron mi primer principio
Los veía entre las olas nocturnas, entre el resonante canto del oleaje
Quise que esos ojos desaparecieran
La bruma los borró
Desde entonces ya no tengo ojos a los que pueda recurrir
La marea remite
Soy un ahogado mecido por las ondas
Miro la Luna y lo demás es muerte viva, sonora
Soy un ahogado que mañana vivirá para volver a ahogarse
Las sirenas callan
Su Silencio también enerva, hechiza
Desde la terraza de su palacio un príncipe desencantado mira el Mar
Quisiera perderse en la lejanía gris violeta, quisiera ahogarse
Pero posterga su perdición y llama a una cortesana que le alegra la carne
Un adolescente se masturba en su cuarto
Mientras dura su eyaculación es un Jasón, un Ulises
Cuando todo acaba, no es más que un pobre chiquillo que sueña
en la orilla del Mar
Un tritón aparece muerto en la orilla
Su rostro es el de un bienaventurado
Así quisiera aparecer alguna vez, alguna Aurora,
solo y muerto y bienaventurado, como el tritón
enigmático, silencioso, absurdo, en la orilla del Mar.

Dialéctica de otra quimera

Buitres blancos
Espuma de olas frenéticas
Blancura de tu beso
Pureza del suicidio
Un cuervo posado en la rama
Una contemplación allende el bien y el mal
Espero aún Insensato de mí
Espero al Ángel que luche conmigo
Espero al Ángel que me libere de mí
Sus manos eran dos bendiciones
Su boca era una rosa fatal
Su corazón callaba profundamente
Yo soy yo y mi contrario
Efectos festoneados de la Nostalgia
Andadura incansable, peripatética, de la Locura
Un patio a la luz de la Luna
Para los dos
Cuando éramos dos
Ahora soy únicamente uno
La verdad no es una
El relente bajo las estrellas
El diario conato de vida
Las fresas del Cancerbero
Las uvas de Sileno
El pene de Baco
Bacanales espirituales
Fragores escarlata
Azúreos frenesíes
El Azur en llamas
Un mirlo junto a un corazón chamuscado
Si tuvieras un balcón subiría a buscarte cada Noche, sería uno y dual contigo, te llevaría flores recién cortadas en la ribera, una vida pura y beata nos estaría esperando, pero la vida yo no la conozco, así que no tengo posturas, ni gestos, ni ofrendas para ella, tú tienes tu risa, tu mejor oblación, tu mejor sacrificio ofrecido a la vida, adviene otra quimera, ¿es que no dejarán de descubrirse quimeras? Oh Mundo de quimeras. La vida es una quimera. Te lo diré un Alba, junto a los álamos del río, hasta que tu cara se vuelva vaporosa, hasta que tus senos se llenen de una savia nueva
Girasoles en las fauces de las arpías
Lirios en el sexo de las bacantes
Lo puro está en lo impuro
Nocturno sendero de faroles
Como un camino de Fatalidad
Probado con los propios dientes que han mordido las losas
Un sangriento pecho de mujer
La vida tendida en la ribera soleada, a mediodía

sábado, 8 de agosto de 2009

Hachís de bar

Desperté a las nueve menos cuarto. Era un día de Agosto. Estuve dando vueltas en la cama hasta las once, con una inquietud inexplicable, pensando en esas cosas de la vida que, como avispas, a veces pican. Me levanté. Fui al baño. Oriné tristemente.Volví a mi habitación y encendí el ordenador. Me di cuenta que había olvidado tomar los antidepresivos de las diez, los antidepresivos y el antipsicótico, ah y también el modafinilo. Tomé tardíamente las pastillas y me senté frente al ordenador. Revisé mi correo. Una amiga llamada Sheyla, que es médico, me escribía diciéndome que se había tomado vacaciones hasta el Domingo- era Miércoles- y que quería ir a dar un paseo por Salamanca. Yo me turbé. Porque yo no quería ver a nadie. Porque me iba muy bien en mi obra y estaba encerrado en mi cuarto escribiendo todos los días como un endemoniado, trastrocando y desbaratando los horarios, viviendo en mi propio atormentado y pequeño mundo. No quería ser molestado. Me quedé pensando en qué contestarle a esa amiga. No podía, de ningún modo, decirle el verdadero motivo. Mi aislamiento literario, mi ostracismo poético, no serían fácilmente entendidos. Yo le tenía mucho afecto a Sheyla, pero estaba tan embebido en la escritura de mis cuentos y de mis poemas, que me resultaba imposible ver a alguien. No quería ver ni a mi madre. Estaba loco. Le respondí a mi amiga, diciéndole que me iba a París al día siguiente, que ya nos veríamos cuando volviera. Obviamente, le mentía. Me sentí mal por haber tenido que mentirle. Me iba a ir a París, pero la semana siguiente.
Me lavé la cara, me puse una camiseta y salí de casa. Era un día caluroso. Fui al bar de la esquina. Me comí silenciosamente un pincho de jeta. No bebí nada. Al salir fui a la carnicería y compré jamon york, pan de molde y un zumo. Volví a casa. Ya eran las doce . Me dio hambre. Me preparé tres sandwiches con jamon york y mayonesa. Mientras comía miraba quién merodeaba por los espacios cibernéticos del msn. Me encontré virtualmente con Daniel, mi amigo de Maranga que es artista y que estaba viviendo en Grenoble. Le pregunté si estaba trabajando en su obra. Me dijo que sí, que justo en ese momneto estaba haciendo un zapato de barro para usarlo como molde y hacer uno de cera. Era para una performance que haría en Setiembre allá en Francia.Con un video, diálogos de Vladimir y Estragon y una serie de zapatos, me explicó. Yo traté de imaginar la performance. No pude. Hablé con mi amigo sobre las cosas pasadas, sobre los amigos que estaban en Perú, sobre su próximo matrimonio. A eso de la una y media nos despedimos. Yo necesitaba dormir para escribir ese cuento o ese poema que me obsesionaba, que no me dejaba tranquilo. Me eché en la cama. No pude evitar compararme con mi amigo Daniel. Él estaba trabajando en su obra y yo estaba poltroneando. Me consideré un haragán. Me quedé dormido.
Desperté a las cinco. Todo aturdido, oí el móvil. Contesté. Era mi mamá. Me dijo que me conectara al msn, que necesitaba hablar conmigo. Me levanté. Me conecté al msn. Mi mamá me dijo que me había conseguido un pasaje Madrid-París-Madrid bastante económico. Yo quería viajar a París pero era muy inepto como para sacar un pasaje por internet, así que mi mamá se había ofrecido a sacarme uno en una agencia de viajes cuya dueña era amiga suya. Le agradecí su ayuda. Le pregunté cómo estaba el clima en Lima. Me dijo que hacía un frío de mierda. Le conté lo de Sheyla. Me dijo que hacía muy mal al no acogerla. Yo le dije que necesitaba estar solo y que no quería que nadie me molestara. Ella me reprochó mi aislamiento y volvió a decirme que hacía muy mal. Yo le pedí que no siguiéramos hablando del tema. Ella me dijo que no me desconectara por ningún motivo, ya que tenía que pasarme algunos datos del pasaje. Se conectó Bruno, un muy buen amigo de Lima, y me dijo que había leído uno de mis cuentos en el blog. Le pregunté cuál había leído. Me dijo cuál y me manifestó que me consideraba un degenerado. Me preguntó si lo que escribía era real o ficticio, o si era una mezcla de ambas cosas. Le respondí que lo que parecía real era ficticio y que lo que parecía ficticio era real. Degenerado, volvió a decirme. Nos reímos juntos. Conversamos de otras cosas. Mi mamá, que se había ausentado por una hora, volvió a hablarme. Conversé con ella y con Bruno a la vez. Al cabo de una hora, Bruno se despidió. Seguí hablando con mi mamá. La conversación terminó cerca de las diez de la Noche. Cerré el msn, fui al blog y me puse a escribir. Todo anduvo bien durante unos minutos. Después me atollé. No sabía cómo continuar escribiendo. Estaba atascado. Renegué y me sentí, como siempre que eso me pasa, infinitamente frustrado. Lo único que me hace feliz es escribir, pensé, y siempre tiene que pasarme esto. Me eché en la cama. Me quedé largo rato allí, sintiéndome inútil y holgazán. Quería dormir. No valía la pena estar despierto. Las cosas no iban bien. Me hallaba muy bajo de ánimo, y encima me había atollado en medio de un cuento. Pensaba en la vida como en una pelea perdida desde el comienzo. Todo es recibir golpes y dar golpes al aire. Yo era un luchador que, alternativamente, gozaba y sufría la pelea. Pensé en la muerte. Si hubiera tenido un revólver a la mano me habría pegado un tiro. La muerte, para mí, era un consuelo, una liberación. No le tenía ni le tengo miedo. Todo lo contrario, la codiciaba, y la codicio. Esa Noche tenía hambre de muerte. Sonó el móvil. Contesté. Era mi mamá. Hola, hijito, aquí te paso al doctor, me dijo. Lo había olvidado. Tenía una cita telefónica con el dr Gamaliel, eminente psiquiatra. Sucedía que mi mamá iba al consultorio del doctor, allá en Lima, y me llamaba desde allí. Entonces, cuando yo contestaba, me pasaba al doctor, y se iniciaba la consulta.
-Hola Alfonso, cómo estás-me saludó el doctor Gamaliel.
-Ahí doctor, qué gusto de escucharlo.
-Cómo te va con la medicación.
-Igual.
-Cómo estás de ánimo.
-Algo bajo.
-¿Y estás escribiendo normalmente?
-Sí, justo ahora estaba escribiendo un cuento y me he atollado.
-¿Cómo pasas tus días? ¿Qué haces?
-Sólo dos cosas. Leo y escribo.
-¿Y no te parece que para hacer esas dos cosas da igual que estés en un sitio o en otro?
-¿Cómo?
-Mira, por ejemplo ahora lees y escribes en Salamanca, pero si vienes a Lima también podrías leer y escribir.
-Pero yo tengo que estar aquí.
-Pero acá también podrías estar tranquilo, con tu computadora y tus libros, sin que nadie te fastidie...
-Pero acá tengo la soledad necesaria para trabajar.
-Aquí también podrías tenerla. Y yo te podría ver y así tratarte mejor, darte una mejor medicación, porque a distancia es difícil que yo sepa qué es exactamente lo que te pasa. Al menos piénsalo. Prométeme que lo vas a pensar.
-Yo no tengo mucho que pensar. Yo tengo algo que hacer acá en Salamanca. Tengo que escribir buena parte de mi obra y terminar los estudios.
-Bueno...
Mientras hablaba con el doctor Gamaliel, lo imaginaba. Alto, grueso, panzón, con el cabello largo atado, la frente amplísima, los ojos desquiciados, la nariz ancha, la boca pequeña. Con la mano izquierda sostenía el móvil y con la derecha asía la cola de un pavorreal que estaba muerto sobre su escritorio. Él lo cogía de la cola y lo movía de un lado a otro. No sé por qué siempre imaginaba al doctor Gamaliel con un pavorreal sobre el escritorio. Nunca se lo he contado, además. Lo imaginaba también bebiendo una infusión de rato en rato, y metiéndose debajo de la lengua cuatro pastillas para los ataques de pánico. ¿Y a veces no sientes que todo lo que tienes en la cabeza, todas tu creaciones y eso, se te va de las manos?, me preguntó. A veces, le confesé. Me preguntó unas cuantas cosas más, me dijo que bajaría la medicación, y se despidió muy efusivamente de mí. Me pasó con mi mamá. Ella me dijo que me llamaría dentro de un rato. Seguí echado en la cama. Pensaba en la delicadeza de la mente humana, en su grandeza y en su miseria. Mi mente estaba tullida y llena de químicos, totalmente sedada, uncida por las pastillas que tomaba. La vida parecía ser una cuestión mental. Si tenías la mente enferma, todo se volvía diferente. Yo lo veía todo diferente, como si todo hubiera cambiado en algún momento imprevisto. Me sentía jodido, totalmente jodido. Me levanté de la cama y me senté frente al ordenador. Intenté escribir. No pude. Sonó el teléfono. Era mi mamá. Me preguntó cómo estaba. Le dije que no muy bien, ya que me había atascado en medio de un cuento. Ella me dijo que me lo tomara con calma. Luego me contó que se había quedado conversando con el doctor Gamaliel y que éste le había dicho que sería bueno recetarme una inyección al mes. Esa inyección regularía el funcionamiento de mi cerebro. El doctor también había dicho que me notaba con el ánimo bajo, pero con una peligrosa lucidez. Mi mamá, que había estado en Jamaica hacía poco me había comentado que allá la gente parecía estar feliz todo el día. Claro, es que allá todos fuman marihuana, le dije yo. Ella sabía que yo había sido un adicto a la marihuana, e intuía que yo era feliz cuando fumaba, cuando me evadía de la realidad. Entonces, como toda una buena madre que era y que es, le preguntó al doctor Gamaliel si yo no podía fumarme siquiera un porrito. El doctor le dijo que sí podía fumar marihuana, pero no en exceso. Cuando mi mamá me lo dijo a mí sentí una alegría realmente animal. Apenas terminé de conversar con ella, me puse a buscar algo de yerba en mis cajones, en el armario, en el cesto de basura, en los bolsillos de las chaquetas y de los pantalones. Hacía seis meses que no fumaba. Bueno, había fumado una pava que me encontré en el cesto de basura hacía cinco meses, pero eso para mí no contaba. El corazón comenzó a latirme más rápido, empezaron a sudarme las manos, me puse muy ansioso. Necesitaba fumar. No encontré nada en mi cuarto. Decidí salir a buscar. Eran las doce. Me puse una camiseta y salí casi corriendo. Podía fumar. El doctor Gamaliel me lo permitía. Y él sabía lo que hacía. Necesitaba fumar. En ese mismo momento. No podía más. Era una Noche tibia. La Luna brillaba poderosamente en el Cielo. Venus velaba a su lado. Bajé por Villamayor. Crucé el Paseo de los Carmelitas. Cuando pasaba por el Huerto de san Francisco, un vagabundo que estaba sentado en un pretil me preguntó ¿Tienes un cigarrillo? No, le respondí, no fumo. Cuando ya me iba, se me ocurrió preguntarle a ese vagabundo si no sabía dónde podía conseguir maría. Volví sobre mis pasos y le pregunté. El vagabundo era un moro de ojos grandes. Estaba sentado frente a otro vagabundo-éste era muy flaco, tenía los pómulos salientes y el pelo le caía sobre la cara- que hacía collares. Hice la pregunta. El moro se puso de pie. Era más bien bajo y de contextura atlética. María es diii diiifiiiicilísimo encontrar, tartamudeó. Es caaa caaasi imposible. Peeeero hachís sí hay. ¿Tú tienes hachís?, le pregunté. Puuuueeeeedo conseguirte en un bar, me respondió. Yo voy a dar una vuelta y regreso, le dije. ¿En cuánto tiempo regresas?, me preguntó el moro. En quince minutos, le respondí. Te eeeespero, me dijo.
Fui por la calle Las Úrsulas hasta Bordadores. La gente comenzaba a salir de fiesta. Las chicas guapas pululaban. Los perfumes dulces, salaces, nocturnos, flotaban. Veía tetas, piernas, culos y rostros lindos por doquier. Pero no me detenía mucho tiempo a observar. El cuerpo me pedía marihuana, y tenía que conseguirla. Después de todo, sigo siendo un adicto, pensé, si no fumo algo no podré dormir. Fui por la plaza de Monterrey, luego por la calle del Prior, para finalmente salir a la Plaza Mayor, que, de Noche, iluminada, parecía realmente de oro. Pregunté a un vendedor ambulante de bisutería, instalado en la plaza del Corrillo, si sabía dónde podía conseguir maría. Me dijo que no sabía. Crucé la Plaza y bajé hasta la plaza de san Justo, en busca de algún camello. No hallé a ninguno. Pensé que iba a tener que contentarme con hachís. Lo fumaría como un sucedáneo. Mejor fumar algo que no fumar nada. Ya estaba con el mono, además.
Regresé al Huerto de san Francisco. El moro me vio y me preguntó ¿Yaaa teee decidiste? Sí, le respondí, vamos a comprar hachís. Nos fuimos juntos por la calle Las Úrsulas. ¿Cómo te llamas?, le pregunté al moro. Said, me respondió él, ¿y tú? Alfonso, le respondí. Said me preguntó si yo me metía coca. Yo le dije que no. Él me dijo que había salido de la coca hacía seis meses. Yooo eeera du dueño de un reeestaurante aquí en Salamanca, me dijo, ganaba seis mil euros al mes, tooo tooodo lo gastaba en coca y en putas. Después me fui a Palma de Mallorca, allí abrí oootro reee reeestaurante. Me gaaasté el diiinero en coca y en putas también, y ahora mira dónde he acabado. Said me dijo que tenía treintaiún años y que había esnifado coca por primera vez a los quince. Lo que trataba de hacer era desengancharse. Me contaba que en su país, Marruecos, un hombre sabio le había dicho que dejara a sus amigos y a su familia y que se fuera. Sólo así podría dejar la coca.Por eso lo había dejado todo y vivía en el Huerto de san Francisco, junto con otros vagabundos arruinados por la vida y por los excesos. Fuimos hasta san Justo. Said preguntó en los bares. No había nada. Cuando estábamos cerca a la Torre del Clavero, Said preguntó a un transeúnte si sabía dónde había hachís. El transeúnte le dio el nombre de un bar. Fuimos a ese. El recinto era cuadrado, sombrío y olía a orines. Un viejo flaco atendía en la barra. ¿Tienes hash?, le preguntó Said. Sí, pero me tienen que consumir algo, señaló el viejo. Yo pedí un botellín de agua. Said pidió otro. ¿Cuánto quieren?, nos preguntó el viejo. Diez euros, dije yo, tendiendo un billete de cincuenta. El viejo me dio un pedacito de hachís. No era mucho por diez euros. Pero era algo. Lo olí, lo deshice un poco con los dedos. No era bueno. Era hachís de bar, cortado, fementido y marrón claro. Era lo que había. Salimos del bar y emprendimos el camino de regreso. Cuando íbamos por la calle del Prior, y mirábamos a las chicas que andaban ligeras de ropa, Said me decía A mí me gusta más la muuu muuujeeer deee de Maaarruecos. Acá ves a laaas muuujeeeres caaa caaasi desnudas, en cambio allá las ves tapadas, eeeso da más mooorbo. Te preguntas cómo será la mujer. Acá no te preeeguntas naaada. Poco rato después me dijo que la coca, para él, era como una mujer. Mientras más estás con ella más te gusta, me dijo. Peeero también puede suceder que mientras más estás con ella menos te gusta. De toooodos modos, estás jooodido, ya no la puedes dejar, sentenció. Antes de llegar al Huerto de san Francisco me dijo que trabajaba haciendo pompas de jabón en la plaza del Corrillo. Ese día había ganado cuatro euros.
Llegamos al Huerto de san Francisco. Allí, algunos vagabundos dormían en colchones viejos al pie del humilladero. Said fue a pedirle un cigarro a dos franceses borrachos que hacían bulla cerca de la fuente. Yo partí un pedacito de hachís, lo ablandé un poco con el fuego del mechero y lo puse en la cazoleta de mi pipa. Lo encendí. Aspiré. Sentí el sabor fuerte, sucio, amargo. Era un hachís de mierda, un hachís de bar. Pero colocaba. Inmediatamente me relajé y me puse algo contento. Said volvió con un cigarrillo. Le pasé el trozo de hachís para que se hiciera un porro. ¿Tú lo fumas solo?, me preguntó Sí, le respondí, me gusta solo. Llegó un vagabundo. Vestía una chaqueta de cuero negra, una camiseta blanca, unos vaqueros azules y unos mocasines negros.Llevaba una mochila. Said me lo presentó. Se llamaba Juan. Se sentó con nosotros. Tenía el cabello ondulado y los ojos azules. Casi no tenía dientes.Tres hondas arrugas surcaban su frente. Said hizo el porro. Los dos franceses pasaron por donde estábamos. Said los llamó y les ofreció el porro. Ellos se sentaron con nosotros. Said encendió el porro. Le dio una larga calada. Luego se lo pasó a Juan. Éste casi se fuma todo el porro de una sola calada, y se lo pasó a los franceses. Uno de ellos se paró a mi lado y me habló en inglés. Algo entendí. Le dije, también en inglés, que yo había leído a algunos poetas y novelistas franceses. A cuáles, me preguntó él. Rimbaud, le dije. El francés gritó ¡¡¡Rimbaud!!! Baudelaire, le dije. ¡¡¡Baudelaire!!!, gritó. Apollinaire, también le dije. ¡¡¡Apollinaire!!!, también gritó él. También dije Balzac y Flaubert y otros nombres, que el francés, al identificar, voceaba. Luego me contó que habían estado en Irún y en San Sebastián. El francés con el que hablaba era alto, flaco,moreno,y llevaba una boina. El otro, que fumaba y hablaba con Said, era bajo, rubio, grueso, y llevaba un sombrero. Ambos cargaban gruesas mochilas.Nos dijeron sus nombres. El de la boina se llamaba Vicente, y el del sombrero Mark. Pasó una hora. El mechero se quedó sin gas. Said y yo fuimos a comprar uno a una tienda que abría las veinticuatro horas. Allí Said me preguntó si le podía comprar algo de comer.Le dije que sí, que por supuesto. Said cogió pipas, patatas fritas y otras chucherías. Además de eso, compré el mechero y dos latas de cerveza. Cuando volvimos al Huerto de san Francisco, los franceses ya se iban. Le di una lata de cerveza a Mark. Éste me dijo Muchas gracias y se fue por la calle de las Úrsulas. Vicente ya casi estaba en Bordadores. Le di la otra lata a Juan. Me agradeció y se sentó. Otro vagabundo se levantó. Said me lo presentó. Se llamaba Álvaro. Era viejo, flaco y feo. Conversamos. Era cinturón negro en Karate y hablaba español, francés, inglés, portugués e italiano. Se dedicaba a beber y a tratar de dejar de beber. Said hizo dos porros más. Yo seguí fumando en mi pipa. Ya bastante fumado, le pregunté a Juan cómo era un día en su vida. Bueno, pues no duermo, me levanto apenas sale el Sol, me respondió, a eso de las siete ya estoy en un bar donde me conocen, tomando un coñac. Me tomo seis, siete coñacs, salgo y me voy a beber con unos colegas, así va pasando el día. Pero ahora ya estoy parando un poco, ya me hallo algo mal. Estoy con depresión... Miró a Álvaro,y le dijo Qué feo eres, me cago en Dios Y rió. Yo también reí.
Nos quedamos conversando casi toda la Noche. Los vagabundos eran muy decentes y muy educados. Eran almas desgraciadas que buscaban algo de gracia en el vicio, como yo. Eran mis hermanos, mis infaustos colegas. Ellos también estaban lisiados por la vida.

viernes, 7 de agosto de 2009

Mirada al Sol

Un sendero entre los sauces
Un mirlo al borde del camino
Un Sol a través del follaje
Miro al Cielo por puro consuelo
Es una vieja costumbre
Aprecio la hondura del altor
Y saludo al Sol como un inca, como un egipcio
o como un griego
En realidad lo saludo con la estúpida esperanza
de un hombre cansado
El río negro, ancho, callado
El reflejo de las nubes en el agua
La ribera meditativa, cubierta de verde yerba
Paseo eso que siempre pasa
Lo de siempre, sentirse solo
Y ridículo además
Hasta el poso de la Soledad ontológica
O de la Soledad teológica
Creo y no creo
Soy casi un ateo y al mismo tiempo soy casi un creyente
Hay un nudo que debo desatar
El secreto de una espadaña
El melancólico, donairoso y algo, no sé por qué,
estoico encanto de un farol
Las golondrinas haciendo el Verano con su bulla
Por qué la vida tiene que ser una prueba
Por qué no otra cosa menos dramática
Por qué somos los malos ante el dios
Nosotros hemos hecho que el dios sea el bueno
Y que nosotros seamos los malos
Y eso crea la culpa y el Remordimiento
ya desde que somos niños
Un camino que aparece y desaparece
Una mujer con un pequeño santo en el vientre
Un estremecimiento humano y divino
Soy humano, miro el Sol

miércoles, 5 de agosto de 2009

La isla de Calipso

Me apeé en la estación de autobuses de San Sebastián. Era una Noche de fines de Verano. El aire era tibio. Corría un viento fresco. Fui con mi mochila hasta una esquina y allí me quedé parado, esperando. Al cabo de diez minutos, mi amigo Agapentes apareció en la otra acera. Hermano, me dijo. Luego cruzó la pista y me dio un fuerte abrazo. Puta madre, hermanito, al fin te vuelvo a ver, a los años, qué emoción, carajo, decía. Yo también lo abrazaba fuerte. El abrazo duró casi un minuto. Al separarnos, observé a mi amigo. Grueso, algo panzón, más bajo que yo, la cabeza rapada, los ojos inquietos, la nariz ancha, casi de boxeador, la boca de payaso, no había cambiado gran cosa desde la última vez que nos vimos. ¿Cómo estás hermanito?, me preguntó. Bien, bien, le respondí, cómo estás tú. Bien también, tengo que contarte un montón de cosas. Sí, quiero que me cuentes todo lo que te ha pasado durante este tiempo. Sí, te voy a contar, vamos a tomar unas cervezas. Fuimos hasta un pub, entramos, nos sentamos en unos sillones. ¿Qué quieres tomar? ¿Una cerveza está bien?, me preguntó Agapentes. Sí, perfecto, le dije. Él se puso de pie y fue a pedir las cervezas a la barra. No recordaba hacía cuánto tiempo que no veía a mi amigo. Cuatro años, tal vez.
Agapentes era un amigo de mi barrio de Maranga, en Lima. Nos conocimos en el parque fumando marihuana, a los veintiún años. Él era conocido por haber estado preso en los Estados Unidos por tráfico de heroína. Un abogado muy sagaz había logrado que lo deportaran y que de ese modo no cumpliera la larga condena que le habían impuesto. En Lima, nadie sabía lo que hacía, pero se rumoreaba que andaba metido en negocios turbios. Cuando le preguntaban de qué vivía, él decía que su madre, que vivía en Alemania, le enviaba dinero todos los meses. De su padre nunca hablaba. Nunca faltaba a las fumetas que se realizaban en el parque. En ellas participábamos los miembros de una generación degenerada y violenta, como éramos los muchachos vagos o semivagos de mi barrio nacidos entre el 77 y el 79. En aquel tiempo yo estudiaba Periodismo en la Bausate y Meza. Agapentes se dedicaba a supuestos negocios turbios. Lucho estudiaba Hotelería y Turismo en Cenfotur y vendía coca y marihuana. Rogelio vendía coca y no hacía nada más que eso. El gordo André vagaba y fumaba marihuana y jalaba coca. Alex estudiaba Administración en la Richi y en sus ratos libres iba al parque a fumar, Coti se cachueleaba y fumaba marihuana y jalaba coca. Los demás también estudiaban y le pegaban a la droga o no hacían más que darle a la maría y/o a la coca. Éramos unos muchachos intoxicados. A Agapentes lo vi seguido durante un año.Luego desapareció, súbitamente. Algunos decían que se había ido a Europa a chambear, y otros decían que se había ido a Alemania a vivir con su mamá. Apareció al cabo de tres años. Ya no volvió al parque, sino que fue directamente a mi casa para pedirme un favor. Sucedía que yo era- y aún soy- judoka, y él era- y aún es- boxeador. Entonces estaba interesado en aprender algo de Judo. Me pidió que por favor le diera clases. Yo accedí gustoso y me convertí en su profesor de Judo. En aquel tiempo, se estaba comenzando a poner de moda el Vale Todo, y en las peleas que la gente expectaba eran los judokas y los luchadores los que generalmente vencían. Por eso mucha gente quería aprender a pelear cuerpo a cuerpo. Agapentes era parte de esa gente. Empezamos a entrenar en el parque Maria Reiche, con vista al Mar. Entrenábamos los Sábados en la mañana, hasta el mediodía. Al mediodía íbamos al departamento que Agapentes tenía en san Isidro, cerca al Golf, y bebíamos jugos con aminoácidos que él había traído de Europa. Porque efectivamente había estado viviendo ahí, de país en país. Me contó que había caído preso en Italia, por tráfico de estupefacientes. Antes de caer preso, había estado en Alemania con su mamá, luego en Holanda, después en Francia, y finalmente en Italia. Con su mamá no había podido vivir. Decía que ella no se preocupaba por él. Otro abogado sagaz le había salvado el pellejo en Italia, logrando que saliera muchísimo antes de cumplir la condena. Yo no sabía qué hacía en Lima, sólo sabía que vivía, según él, de sus ahorros, y del poco, también según él, dinero que le enviaba su mamá. Corrían los consabidos rumores de que andaba metido en cosas turbias. Algunos decían que se dedicaba a robarle a los turistas. Se decía que trabaja con un tipo apodado Robin, que era todo un cerebro. Decían que él se hacía amigo de los turistas y luego de elaborar un plan con horarios de entrada y de salida de sus foráneos amigos, mandaba a sus secuaces a que atracaran al forastero en su propia habitación, con él presente, para no levantar sospechas. Uno de esos secuaces sería Agapentes. Yo no lo juzgaba ni le hacía muchas preguntas. Pasados los años me confesó que si había sido secuaz de Robin. Entrenamos seguido un año, luego Agapentes viajó al Norte con su perro Alexandro, y se quedó por allí medio año. Cuando regresó volvió a buscarme, y volvimos a entrenar juntos. Pasó otro año y volvió a desaparecer. Cuando reapareció, al cabo de unos meses, era el dueño de una inmensa casa en Pueblo Libre. Su mamá se la había comprado. Pero eso es para mantenerme satisfecho, en realidad no se preocupa por mí, decía Agapentes. En aquel tiempo yo me había cambiado de universidad y estudiaba Filosofía. A Agapentes le encantaba que yo le hablara de la Filosofía. Nos reuníamos intermitentemente. Él, pasados unos meses puso un gimnasio de Vale Todo en su casa. Yo nunca fui a entrenar allá. Pasó un año más o menos y Agapentes volvió a desaparecer. Al cabo de unos meses, me llamó para decirme que estaba preso en Holanda, y que le habían dado un año por golpear salvajemente a un holandés. Por entonces, yo había dejado de estudiar Filosofía y sólo me dedicaba a vagar, a escribir poemas y a fumar marihuana. Cuando cumplí los veintiocho participé en un concurso de becas y me gané una beca para ir a completar mis estudios de Periodismo en Salamanca, España. Viajé, me dediqué a estudiar, a escribir poemas y a fumar marihuana. Me acostumbré a vivir en la bella Salamanca. Hice una nueva vida. Eso sí, había dejado una novia llamada Lía en Perú y la extrañaba mucho, muchísimo. Una madrugada de principios de Setiembre, casi a los nueve meses de haber llegado, mi móvil sonó. Contesté.Una voz ácida, pilla y socarrona me dijo Hola hermanito, cómo estás. ¡Agapentes!, exclamé. Dónde estás. En San Sebastián. ¡Coño! ¡Estás acá en España! ¿y cómo coño conseguiste mi número? Llamé a tu casa y tu hermano Benjamín me lo dio. ¡Puta madre! ¡Qué increíble! ¡Sí, hermanito! ¡Tenemos que vernos! Claro, claro. ¿Tú qué haces aquí, hermanito? Estudio Periodismo, ¿y tú? Eso no se puede decir por teléfono, hermanito, ya te contaré en persona. Ya, ya, ¿cuándo voy? Vente el fin de semana. Ya. Perfecto.
Estábamos juntos de nuevo, tomando cerveza en un pub de San Sebastián. Hicimos un brindis bastante emocionado, y conversamos mucho.Agapentes me dijo que al salir de la prisión en Italia se había trasladado a Valencia, España. Allí tenía un amigo cuyo padre era narcotraficante y dueño de un restaurante. Era un colombiano, grandazo y panzón, un gordazo de mierda, me decía Agapentes. Éste comenzó a trabajar en el restaurante como ayudante de cocina. Estuvo así unos meses, pero luego el dueño le hizo una proposición. Muéveme un paquete de coca y te doy quinientos euros, le dijo. Y Agapentes comenzó a trabajar para él. El gordo maltrataba a su mujer y un día a Agapentes se le ocurrió intervenir en uno de .los pleitos e increpar al gordo. El gordo lo mandó a la mierda y Agapentes se marchó de la habitación matrimonial a la que se había atrevido a entrar. Pasados unos días, el gordo le dijo a Agapentes Tienes cojones, eso se respeta. Te doy unos kilitos de coca, tú los mueves y luego me los pagas. qué te parece. Agapentes accedió y se trasladó a San Sebastián, donde en aquel tiempo se dedicaba a la venta de cocaína. De eso vivía. Sus actividades eran dos, vender coca y follar putas. Y ahí estaba, viviendo libremente, aunque siempre se cuidaba las espaldas, no fuera a ser que la pasma lo cogiera. Los policías son huevones acá, me decía mi amigo. ¿Y sigues fumando yerba?, le pregunté. Hermanito, no me ha faltado marihuana desde que llegué a España, me respondió. Ahora tenemos que fumarnos un Marley.
Salimos del pub. Llovía finamente. Tomamos un taxi con rumbo al Barrio Antiguo, donde vivía Agapentes. En el taxi seguimos conversando, contándonos cosas, recordando a amigos del barrio. Finalmente, llegamos al Barrio Antiguo, a la calle x. Era un edifico viejo y pringoso. Agapentes vivía en el cuarto piso. Subimos en el ascensor. Llegamos al piso. Agapentes abrió la puerta. Entramos. La madera crujía bajo nuestros pies. Olía a ropa vieja. Agapentes me dijo que vivía con una pareja de marroquíes, con otra de bolivianos, y con un francés llamado Didié. Entramos a su cuarto, situado al final del oscuro pasillo. Lo primero que llamó mi atención fue un pomo grande lleno de marihuana colocado sobre una mesa. Uau, exclamé. No te falta yerba, ¿no? La habitación era ancha y espaciosa. Tenía una cama grande de dos plazas, un armario, una mesa, y una mesita sobre la que reposaban el televisor y el DVD. Agapentes cerró la puerta cuidadosamente y me dijo Te voy a mostrar mis instrumentos de trabajo, hermanito. Sacó una maleta de viaje de debajo de la cama, la colocó sobre ésta y la abrió. Estaba llena de ropa. Agapentes cogió unos calcetines enrollados y los desenrolló. Metió la mano en un calcetín, y sacó un grueso fajo de billetes de quinientos euros. Luego metió la mano en el otro calcetín y sacó otro fajo. Esto es sólo una parte de lo que tengo, hermanito, me dijo. Todo por mi chamba. Sacó de la parte de abajo de la maleta dos bolsas de coca. Ésta es de allá, acá la pateo y la vendo a un precio altísimo. Me la mandan en las pastas dentales o en guantes de box, me dijo mi amigo. A continuación se hizo un tremendo porro y puso múisca de Bob Marley en el DVD. Me comenzó a entrar el mono. Agapentes encendió el porro, dio una larga calada y me lo pasó. Yo le di una calada profunda y ansiosa- hacía tres meses que no fumaba-, y me relajé y alegré por completo. Estaba feliz de ver a mi amigo, estaba feliz de estar en San Sebastián, estaba feliz por nada. Estaba drogado y feliz. ¿Tienes hembrita, hermanito?, me preguntó Agapentes. Sí, le dije. ¿Dónde, allá o acá? Allá. Y la quieres mucho. Sí, la amo.¿Entonces tendrías alguna dificultad en tiarte a una o dos putitas?. No sé, creo que sí.Ya lo hablamos después. Ya, hermanito, ya. Fumamos como cuatro porros seguidos. Alguien llamó a la puerta. ¿Quién es?, preguntó Agapentes. Soy yo, Didié, se escuchó desde afuera. Agapentes abrió la puerta. Entró Didié, un francés grueso, bajito, de cara ancha, ojos verdes, nariz muy ancha y boca grande. Parecía tener unos treintaicinco años. Tenía la cara dura del coquero asiduo. Agapentes nos presentó. Cruzamos algunas palabras en español. Luego Didié, que era cheff, y que trabajaba en uno de los mejores restaurantes de san Sebastián, le dijo a Agapentes En la cocina está la comida. Agapentes me éxplicó que Didié estaba enganchado a la coca, y que le cambiaba coca por comida de primera en abundancia. Agapentes, merced a ese trueque, se alimentaba como un marqués. Fuimos a cenar a la cocina. Didié había llevado entrecot, milanesas, solomillo, pescado , jamón de pata negra... Comimos un montón. Fumamos para hacer la digestión. Vimos algunos videos de Vale Todo en el DVD. Y después nos alistamos para salir. Salimos como a la una de la mañana. Tomamos un taxi y nos fuimos hasta una estación gasolinera. Allí Agapentes compró cerveza en lata. Luego el taxi nos llevó a una calle en el Antiguo. Allí, al pie de un edificio, nos fumamos un porrito y luego comenzamos a tomar. Agapentes recibía constantes llamadas telefónicas. Eran los clientes. Agapentes quedaba con ellos y ellos pasaban por la calle donde estábamos y Agapentes daba la coca y ellos el dinero. Pasaron las horas. Ya estábamos borrachos. Agapentes me propuso ir a un piso de putas. Yo acepté. Si no quieres no cachas, hermanito, pero tienes que verlas, me decía mi amigo. Entramos al piso. Nos recibió la madama, una brasilera baja, cuerpona y joven. Agapentes la saludó muy cariñosamente, así que yo pensé que debían conocerse bastante. Mi amigo me presentó a la madama. Se llamaba Viviana. Agapentes la llamaba Vivi. Fumamos un porro. Después Agapentes sacó una bolsita de coca, la abrió, vació un poco del contenido e hizo dos líneas pequeñas, blancas y brillantes. ¿Una rayiña?, le dijo a Vivi. Ésta cogió un billete de cien euros que le dio Agapentes, lo enrolló y aspiró una línea con el orificio derecho y otra línea con el orificio izquierdo. Se puso conversadora, muy locuaz. Hablaba de su amante, el dueño de ese piso, su proxeneta, y decía que era un hijo de puta. Agapentes le decía que él iba a alquilar un piso para que ella fuera a regentarlo. Ella se reía y parecía olvidarse de su amante. Vivi, acá mi amigo quiere conocer a las chicas, le dijo en un determinado momento Agapentes. Vivi nos llevó a una pequeña sala. Nos sentamos en dos sillas, y Vivi fue llamando a las chicas. Iban entrando de una en una. Se presentaban y posaban en baby doll para nosotros. Eran cuatro. Se llamaban María, Milagros, Noelia y Diana. María y Milagros eran colombianas, y Noelia y Diana venezolanas.Las cuatro tenían entre diecicoho y diecinueve años. Después de presentarse y de posar se fueron. Hermanito, ¿cuál quieres?, me preguntó Agapentes. No sé... Yo tampoco sé, hermanito. Yo pensaba en Lía, en mi voto y promesa de fidelidad. Pero me había excitado, y estaba lo suficientemente borracho como para olvidarme de mis votos y de mis promesas. Yo quiero a Milagros, me dijo Agapentes. Yo también, le dije yo. Deliberamos un momento. Al final, Agapentes me dijo que lo mejor sería follar dos veces, y que a la segunda vez yo follaría con Milagros. De acuerdo, asentí. Entonces yo escojo a María.
La habitación era amplia, con una cama de dos plazas. Estaba iluminada por una leve luz violeta, que daba al recinto un aire íntimo y furtivo. Yo estaba esperando a que María llegara. Pensé en Lía una vez más, recordé nuevamente mi promesa de fidelidad. Me consolé diciéndome que se trataba de mi destino, y que lo más práctico sería dejarme llevar por él. María llegó. Llevaba una radio. Hola, me dijo. Hola, la saludé también.Era baja y rolliza. Enchufó la radio y puso baladas en inglés de los ochenta. Se paró frente a mí. Me sacó la camiseta. Me desnudó por completo. Ella también se desnudó. Me abrazó y me acarició los brazos. Sintió mi pene erecto, inquieto, ansioso, entre sus piernas. ¿Hace cuánto que no lo haces?, me preguntó. Hace nueve meses, le respondí. Déjame a mí hacerlo todo, vamos con calma. Efectivamente, procedió con calma. Me tendió en la cama. Me la chupó largo rato.Después se echó boca arriba, a mi lado, y me puso el condón. La penetré con frenesí. No, no, tranquilo, me dijo ella, déjame a mí, que según vas, te puedes correr pronto. Se subió sobre mí, y se movió sabiamente. Sabía cuándo me iba a venir, y hacía un movimiento que me impedía venirme. Era muy buena. En un momento, sentí una fuerza aspersora en su vagina. Se quedó sentada sobre mí, estremeciéndose. Yo eyaculé. Mientras descansábamos, ella me preguntó ¿Te diste cuenta? Sí, le respondí. De qué, a ver. De que te corriste. Sí, me corrí. Tenía ganas. Y soltó una risilla.
Me duché y salí de la habitación. Agapentes ya me esperaba en el salón, con Vivi. Vamos a comprar cerveza, hermanito, me dijo mi amigo. Salimos del edificio y Agapentes me dijo Tú escoge a la que quieras, que los polvos los invito yo. A mí me quieren, porque les invito coca. Compramos muchas latas de cerveza en el grifo y volvimos al piso. Fumamos un porro, Agapentes le invitó otro par de líneas a Vivi, y nos pusimos de nuevo a tomar. Pasado un rato, Agapentes le dijo a Viviana que queríamos follar otra vez. Ella le dijo que folláramos, que no había problema. Agapentes folló con María y yo con Milagros. Ésta era mulata, esbelta, linda, y de lo más melindrosa, cuando le dabas un poco fuerte, te miraba y te decía Ay, más despacio oye. Y tú tenías que tratarla como si fuera una niña.
No me gustó. Volví a ducharme y volví al salón. Allí Vivi jalaba un par de rayas y Agapentes tomaba cerveza y fumaba un porrito. Al verme entrar, me pasó el porro. Le di una calada. Abrí una cerveza y bebí. ¿Repetimos?, me preguntó . Bueno, le dije yo. Entonces yo follé con Noelia y Agapentes folló con Diana. Noelia era negra, alta y tenía cuerpo de pantera. Tuve un buen polvo con ella. Era fuerte y honesta. Se puede saber si una persona es honesta o no acostándose con ella. Agapentes y yo, después del coito, seguimos fumando y tomando. Vivi se metía rayas que Agapentes le preparaba de rato en rato. Nos dieron ganas de follar una vez más. Agapentes lo hizo con Noelia , y yo con Diana. Ésta era zamba, delgada, de cuerpo muy fino. No fue nada del otro mundo. Mientras bebíamos de nuevo en el salón, Agapentes me susurró, Hermanito, yo te recomiendo a Vivi, es una maestra, sabe mucho sexo, mucho sexo. Está bien, me la voy a follar también, pero déjame tomar un par de cervezas más. Bebimos, Vivi siguió jalando, fumamos un porrito más. Agapentes, cuando vio que ya yo me había bebido las dos cervezas, le dijo a Vivi Mi amigo quiere follar contigo. Entramos a la habitación. Vivi era una experta en las artes amatorias. Tuve problemas para correrme. Córrete ya, que ya ha pasado bastante rato, me decía ella. Al final me corrí, pero Vivi medio que se molestó. Quedé muy contento con ella. No sé hasta qué hora nos quedamos en aquel piso de putas, pero en un momento yo perdí la conciencia. Desperté en un colchón, al lado de la cama de Agapentes, a las cuatro de la tarde. La resaca no era tan dura como yo esperaba. Agapentes y yo fumamos, comimos lo que Didié nos había llevado, y salimos a mirar el Mar. Hacía mucho que yo no veía el Mar. Salimos y bajamos hasta Ondarreta. El Cielo era en parte despejado y en parte nuboso. El Mar se agitaba y rompía sus olas en la orilla. Miré por primera vez el Igueldo, la isla de santa Clara y el Urgull. El resuello del Mar llegaba a mis fosas. Corría una brisa fresquísima, saludable. Caminamos un poco por la playa. Luego volvimos al piso. Didié estaba esperando a Agapentes. Le dijo que había llevado una bolsa grande de comida. Agapentes entró a su habitación y al poco rato salió y le dio una bolsita de coca a Didié. Éste puso una cara de beatitud increíble. Después de cenar, salí a caminar por la playa. Agapentes no me acompañó porque tenía que preparar unas bolsitas de coca para los clientes. Andando por la playa, me puse a pensar en lo que había hecho. Yo no había ido a san Sebastián para ir de putas, había ido a ver a mi amigo, a fumar marihuana y a conocer la ciudad. Pensaba que había engañado a Lía, y que ella no se merecía eso. Ella era mi Amada, y al despedirnos yo le había prometido serle fiel. Yo era muy quijotesco en ese aspecto. Me senté en la arena y me afligí
Yo quería ser puro, mantener mi cuerpo intacto para que así Lía me tocara sin hallar ninguna mancha. Volvería como me había ido, bendecido por las caricias de mi Amada. Pero ya no iba a ser así. Ya yo había sido tocado por otras manos, mi cuerpo había sido recorrido por varias lenguas, mi alma corrupta había compartido el goce con otra alma corrupta. La había cagado. Pero ya no lo haría más. Volví al piso de Agapentes, fumamos un porro, me tomé cuatro diazepam para la resaca, y me dormí.
Al día siguiente, desperté a las diez de la mañana. Agapentes también se despertó. Conversamos sobre lo que íbamos a hacer en el día, porque era Lunes y Agapentes tenía que estar despachando coca a todos los consumidores de Donostia, que eran muchos y de cualquier horario. Pedían la droga a cualquier hora. Agapentes tenía que preparar la merca, así que tenía que estar metido en casa. Quedamos en que yo me iría a conocer la ciudad mientras él se quedaba atendiendo su mercancía y sus negocios. Desayunamos. Bebimos un batido vitamínico de esos que le gustaban a Agapentes, fumamos un porro y nos despedimos. Yo salí con mi bloc de notas rojo al día de San Sebastián. Subí por los jardines del Palacio de Miramar. Desde allí miré el Mar de jaspe que iba y venía. El Cielo estaba azul, brillaba el Sol, hacía calor y corría siempre un viento fresco. Me fui por el Paseo de la Concha hasta llegar a la Parte Vieja. Allí caminé por las calles húmedas, visité la iglesia de san Vicente, la basílica de santa María y los bares tradicionales, caros pero exquisitos. Subí por el Monte Urgull hasta el Castillo de la Mota, miré el Mar de plata azul, la isla de santa Clara, el Igueldo. Descendí por entre fresnos y otros árboles variados, fumé un porrito en el Paseo de los Curas. Caminé hacia Ondarreta. Cuando volví al piso de Agapentes, éste me dijo que saldríamos a comer. Fuimos a un restaurante cuyo dueño era amigo de Agapentes. Los dos amigos se encontraron. El dueño era un vasco gordo y peludo. Ese también es coquero, yo le vendo, me dijo Agapentes. Una argentina cuarentona, rubia, algo maltratada por la vida, era la camarera. No recuerdo bien qué pedimos, pero lo que haya sido nos gustó y nos dejó tremedamente saciados. Al salir, tuvimos que fumar un porrito para que nos bajara la comida. Yo aproveché e hice una llamada desde un teléfomo público a Lía. Conversamos. Ella me decía lo de siempre, que me extrañaba y que me amaba; yo le intentaba hablar dulcemente, pero no podía. Ella pensaba que yo era muy seco. Le dije que estaba tranquilo y que no se preocupara. Nos mandamos besos y se acabó. Agapentes y yo subimos a su piso y fumamos. Luego estuvimos viendo videos de Vale Todo con el DVD. Poco antes de que atardeciera salí nuevamente a pasear. Contemplé el Crepúsculo desde la cima del monte Urgull. Me fumé un porro allá arriba. Me sentía contento y dichoso. Pero no tenía cojones para agradecerle mi bienandanza a ningún dios. Eso sí que no. No podía. Volví a casa de Agapentes y él me dijo que esa Noche saldríamos a divertirnos un poco. Fuimos con Didié, que se coqueó antes de salir, a un club de putas que estaba en lo alto de un monte. Hermanito, si se te acercan tú diles que sólo has venido a mirar, me dijo Agapentes. Didié estaba enamorado de una puta de ese club, y había ido con nosotros para buscarla. Subió a los cuartos. Agapentes y yo nos quedamos tomando unas cervezas. Una negra jamaiquina se acercó a hablarme . Yo le dije que sólo había ido a mirar. Ella insistía en que yo accediera a su proposición. Me cobraba no sé cuánto por una mamada especial y una follada. Estuvimos allí cerca de una hora, a mí la jamaiquina no dejó de incordiarme durante todo ese lapso. Salimos . Tomamos un taxi que nos dejó en el Antiguo. Allí nos apeamos y fuimos a un piso de putas. No al mismo de la vez anterior, sino a otro. Cada uno se folló a tres putas. La madama era amiga de Agapentes, y éste le daba, como a Vivi, varias rayitas de coca. Nos quedamos hasta después del Alba con la madama, bebiendo cerveza, fumando marihuana, y jalando coca. Aquella vez sí inhalé un par de rayas. Sentí la fuerza de la coca peruana. Me ardió la nariz, se me erizó la garganta, me hizo toser. Padecí alguna que otra mueca. Bebí bastante. Me acosté con la mami, Agapentes y Didié también lo hicieron. Me desperté a las seis de la tarde, en el colchón que me había procurado Agapentes. Éste también despertó, se hizo un porro, fumamos y preparamos el estómago para comer. Comimos muy bien, la comida que nos había llevado Didié. Al anochecer, fui a la playa, y estuve padeciendo un duro acceso de Remordimiento. Había incumplido mi promesa nuevamente. Le había sido infiel a Lía. Yo creía en el Amor eterno y esas cosas, tan gilipollas era. Creía que yo era Odiseo y que Lía era Penélope. Ella esperándome, y yo añorándola, fielmente. Pero no había podido y ya de en adelante tampoco podría. Estaba como Odiseo en la isla de Calipso.
Esa Noche salimos hasta más temprano, pero igual hubo cerveza, marihuana, coca y putas. Yo me sentía afligido. Me dormí hasta el mediodía y salí a pasear nuevamente por la ciudad. Por la tarde fui a ver la Catedral y a reandar el barrio viejo, junto a las murallas del Urgull, con su piedra erosionada por el hálito del Mar. Al atardecer, fui al Museo Naval y aproveché para andar por el Paseo del Muelle. La gente comía y bebía en los restaurantes, los transeúntes iban reposadamente, como adormecidos y sosegados por la brisa marina. Las embarcaciones cabeceaban en los embarcaderos. Volví hacia el Paseo de la Concha. Pasé junto a un muy hermoso tiovivo y me detuve. Volví sobre mis pasos y me quedé mirando el tiovivo, a los niños que reían con sus padres, o con nadie, dando vueltas. Me cautivó la visión de un carrusel junto al Mar, bajo el Azur. Me fijé en las hermosísimas farolas donostiarras. Bajé a la playa La Concha, me quité las sandalias y caminé descalzo sobre la arena. Saqué un porrito. Me senté frente al Mar y me lo fui fumando lentamente, contemplando el Mar de jaspe, la muralla iluminada del Urgull, la isla de santa Clara... Nació el primer lucero. El Cielo se ennegrecía. Soy como Odiseo en la isla de Calipso, me dije, añoro a Lía, que es mi Penélope, sufro y lloro y me lamento frente al Mar, pero luego vuelvo a la gruta de la ninfa, a las bacanales, a los clubs y a los pisos de putas. Es inevitable. Yo no quiero ser así. Por qué mierda soy así. Soy así contra mi voluntad. Más aun, soy contra mi voluntad. Tengo el Remordimiento fácil, me creo eso de la conciencia limpia y la conciencia sucia. Era demasiado débil para soportar ese mundo del contraste y del choque de las pasiones. Me entregaba a algo que en el fondo quería y no quería. Había ambivalencias y contrastes en mí demasiado fuertes. Sentí ganas de llorar. Hacía lo que no quería.¿O hacía lo que quería y le tenía miedo a esa libertad? Me quedé mirando el Mar, la isla de santa Clara y el Urgull largo rato. Me fumé un porro más porque allí se estaba muy bien. Se hallaba mucha calma, mucho sosiego. Yo anhelaba el sosiego. Lo necesitaba con todas mis fuerzas. Siempre andaba inquieto y empapuciado de preguntas. Cuando llegué al piso de mi amigo, éste me invitó un porro y un jugo de melón con aminoácidos de esos que a él le gustaban. Después de eso nos duchamos, él primero y yo después, fumamos otro porro y cenamos con terrible apetito. Salimos a errar por los clubs y los pisos de putas. Cada uno se acostó con cuatro putas esa vez. Agapentes y yo gozábamos. A veces, yo me paraba a pensar en él, y lo consideraba un chico aventurero, loco, azaroso. Era muy generoso conmigo, además él me pagaba todo. Al comienzo me sentí raro por comer con plata que provenía del tráfico de drogas, pero después me dije Allá se lo haya cada uno con su pecado, y me alivié. La ciudad me fue atrapando. La marihuana y el puterío también. Cada anochecer pensaba en eso de Odiseo en la isla de Calipso. Mientras Penélope tejía y destejía y esperaba y velaba, Odiseo se acostaba con ninfas de alma corrompida, depravada. Sentía Angustia o me daban ataques de Remordimiento. Caminaba por la Concha y pensaba en lo que estaba haciendo, en la nueva forma que le había dado a mi vida. Algunas Noches, escribía poemas de amor. En ellos hablaba de Lía como de una Penélope, de mí como de un Odiseo atrapado fatalmente por las ninfas de clubs y de pisos, de nuestro amor como de una esencia inmarcesible, de la derrota sentimental de Odiseo, de su terribilísima lujuria. Pensaba, y extrañaba muchísimo a Lía, y le daba vueltas a lo que hacía, deseando saber si era algo bueno o malo. Aunque nadie me crea, no sabía si lo que estaba haciendo era bueno o malo. Tenía Remordimiento, pero por otro lado pensaba que yo estaba actuando según mi naturaleza. El hombre es así, Odiseo es así, tú eres así, me decía. Acepté que yo era un Odiseo atrapado en una isla de Calipso. Todos los días me levantaba antes o poco después del mediodía para irme a pasear con mi bloc de notas por la ciudad, y ascender el Urgull. En la tarde volvía al piso de Agapentes y comíamos lo que Didié nos hubiese llevado. Después fumábamos yerba y veíamos peleas de Vale Todo con el DVD. Al atardecer yo salía a pasear nuevamente. Me iba a la desembocadura del Urumea, o al Paseo Nuevo para ver cómo las olas danzaban violentamente. La gente se dejaba salpicar alegremente por los espumarajos y los escupitajos del romper de las olas. Yo me deleitaba viendo cómo se suicidaban, rompiéndose contra la muralla. Y, ya de Noche, llegaba donde Agapentes, me duchaba, fumaba, cenaba y me alistaba para salir a las grutas de Calipso, a los pisos y bares de las ninfas. Esta Noche la vamos a pasar de puta madre, cachar es bueno, solía decir Agapentes.

martes, 4 de agosto de 2009

Sonata estival del Otoño

La distancia entre el hombre y los dioses es el paroxismo de la desgracia
o el éxtasis de la beatitud
Fuentes de mármol en las que se abrevan faunos, en las que los amantes
se dicen adiós, hasta la próxima eternidad
Cadenas de asfódelos, espadañas de llama, liras del infierno
Yo no soy yo, lo sé entre columnas rechinantes de alabastro
Soy otro, apenas me conozco, no sé vivir conmigo
Una puerta cerrada, un sendero de cipos, un balcón baldío
Parques de encantadora melancolía
Eché mi conciencia en la hojarasca
En los policromos valles de hojas secas boté mi corazón
Intenté reunir mis fragmentos para poder vivir conmigo
No logré más que ahuyentar algunos Kouros
Recuerdo las tardes inclinadas, contritas, de frío vestido
Garras de quimeras acariciaron mi frente
Manos de ágata, ojos de zafiro, boca de espuma
Criatura surgida de la cópula de un ángel y una gaviota
Árbol de la Ciencia, tú me envenenaste con tus frutos
Una serpiente de obsidiana me constriñe
Después de vivir entre los leprosos fui al puerto,
me senté en una terraza y me quedé oyendo la música del Mar
Entonces se me revelaron los largos, interminables viajes marinos,
mientras la luz del Sol poniente se reflejaba en mi copa
El viento soplaba el serojo que caía entre las olas
El amor era una espada sin mango
Corrí, perdido, por los bosques deshojándose
Las dríades me mostraban sus cuerpos desnudos, y reían
Antes del llanto y las heridas nada existía, sólo un Caos azúreo que rugía, la Nada era todo, apenas un cántico de las yerbas asomaba era tronchado por resplandores escarlata, el Silencio estridulaba, trombas verdinegras danzaban en múltiples orgías, hasta que se oyó el primer llanto, hasta que apareció la primera herida, entonces las estrellas sirvieron para ahorcarse dichosamente, y los cantos de las ninfas comenzaron a cortar cuellos, la Humanidad embarullada sólo tuvo claro que había que durar, se reunían las primeras criaturas en torno a las fogatas elocuentes, y hablaban del primer hombre, del primer llanto, de la primera herida, sin comprender mucho, repitiendo mitos que habían visto y oído
Otoño, cómo te ibas desnudando
Al Alba, desperté esparcido en el prado
La disarmonía me había fragmentado
Así comprendí que yo ya no era yo
La distancia entre el hombre y los dioses es la desesperación
Una ofrenda de tres kilos o un silencio de tan sólo un centímetro

lunes, 3 de agosto de 2009

Las niñas

Para comenzar, he de decir que soy un hombre de treintaidos años al que le gustan las niñas. Quizá esté enfermo, no lo sé. Yo más bien pienso que obedezco a mi naturaleza. Me gusta tanto una niña de diez como una de catorce. Al principio, este particular gusto mío me asustaba, pero con el tiempo he aprendido a asumirlo. Quizá no esté enfermo. Quizá sea un hombre completamente normal. Ahora es Otoño, y los arces del patio se deshojan. Desde mi cuarto, en un primer piso, oigo cómo el viento arrastra la hojarasca. Pienso en el Verano que pasó. Pienso en aquella niña que conocí. Pienso en mi frustración. Es necesario que me explique. Voy a contar mi historia.
Hace dos años, en el Verano, veía desde mi ventana a las niñas que iban a la piscina del patio. Eran niñas de once, de doce, de trece...Yo miraba sus cuerpos florecientes, en traje de baño, y me excitaba sobremanera. Las veía meterse al agua, jugar, tenderse al Sol. Siempre acababa masturbándome. Eso sí, nunca iba a la piscina. No me gustan los lugares en los que se concentra mucha gente, me siento sumamente incómodo en ellos. Aquel era el primer año que vivía en la comunidad, y era también el primer año que vivía en Salamanca. Una tarde, cuando regresaba de hacer la compra, vi salir de mi bloque a una niña de unos doce años. Iba en traje de baño hacia la piscina. Llevaba una toalla rosa sobre su brazo derecho. Era de estatura mediana para su edad, tenía el cabello castaño oscuro, los ojos grandes y negros, la nariz ancha y fina y los labios delgados. Sus senos estaban en flor, su cintura era estrecha y sus caderas estaban perfectamente redondeadas. La saludé con un Hola, y ella respondió a mi saludo con otro Hola. Cuando pasó a mi lado pude oler su perfume. Un perfume dulce, cándido, rosáceo. Miré hacia atrás y pude apreciar sus glúteos. Eran unos glúteos firmes, grandes, divinos. Unos glúteos como para arrodillarse ante ellos. Tuve una súbita erección. Me dieron ganas de seguir a la niña hasta la piscina, pero me refrené y entré a mi bloque. Desde mi ventana, espié a esa hermosa y codiciable criatura. No pude evitar masturbarme.
Me cruzaba a menudo con la niña, y siempre nos saludábamos. Llegué a saber su nombre porque una vez su madre salió tras ella y le dijo ¡Vanesa! ¡Espera! ¡Que se te olvida el bloqueador! Así que todos los días miraba a Vanesa desde mi ventana. Pero no la miraba sólo a ella, también miraba a otras niñas que me parecían muy guapas y que me atraían. Lo que sentía por esas criaturas era deseo, deseo carnal. Pero también apreciaba su belleza de un modo más sublime, más platónico. Sin embargo, lo que primaba era lo carnal. A veces pensaba que era un monstruo. Pero era así, el deseo se despertaba en mí de forma natural, y no podía evitarlo. Me pasé todo el Verano mirando a Vanesa y a sus amigas desde mi ventana.
Durante el resto del año la vi muy poco, casi nada, ya que comenzaban las clases en la escuela y seguramente se dedicaba de lleno al estudio. Tampoco vi mucho a las otras niñas. El Verano siguiente viajé a mi país, Perú, así que no la vi en absoluto. Este Verano que pasó la volví a ver. Estaba más hermosa y codiciable. Su cuerpo estaba en sazón, y sus rasgos habían madurado un poco. Ya debía de tener catorce años. Esta vez no pude controlar mi deseo y comencé a ir a la piscina. Me daba un poco de verguenza, porque mi cuerpo estaba soso y porque además estaba barrigón. Aun así, iba a la piscina, nadaba un poco, y luego me sentaba en el pretil y me quedaba mirando a Vanesa durante horas. La deseaba mucho. Me la imaginaba desnuda, y me imaginaba cómo sería un coito con ella. Durante la Noche, me resultaba imposible dormir. Me quedaba pensando en Vanesa y en la naturaleza de mis deseos. A mí me gustaba esa niña, eso estaba claro, pero por una razón moral no podía acercarme a ella. Más aun, no podía acercarme a ella por una razón natural. Según los demás, la cosa era así. Pero entonces, ¿por qué mis deseos naturales contradecían tan rotundamente a la Naturaleza? Había allí una gran contradicción. Yo deseaba acostarme con Vanesa, pero no debía hacerlo. Eso me estaba prohibido. Yo era un mayor de edad, y ella era una menor. La ley de los hombres me impedía satisfacer mi deseo. Por lo tanto, yo tenía que quemarme vivo y aguantar, resistir la tentación. Algo no acababa de convencerme en todo eso. Me sentía desdichado, me consideraba un monstruo, un depravado. Sin embargo, estaba seguro de que a otros adultos Vanesa y otras chiquillas como ella también los atraían. La diferencia era que ellos reprimían sus deseos. Yo no reprimía nada, yo sólo dejaba fluir lo que sentía, y me dejaba llevar por mi pervertido gusto. ¿Por qué no podía acercarme a Vanesa y decirle que quería ser su amigo? Si hacía eso, todos me considerarían un pederasta. Pero yo pensaba que podríamos ser amigos y luego novios. Era una locura eso que pensaba. Estaba la enorme diferencia de edad, que nos impedía ayuntarnos. Yo estaba perdido. Iba a ser un infeliz para siempre. Un reprimido, como todos los demás.
Continué yendo a la piscina para apreciar a Vanesa. La veía meterse al agua, nadar, salir empapada, tenderse al Sol. Notaba cómo se iba secando lentamente, mientras las gotas de agua resbalaban por su pecho y por su vientre. La veía cambiar de postura, quedar tendida boca abajo. Sus glúteos turgentes parecían una suave colina bajo el Sol. Yo padecía una constante erección, lleno de deseo por esa adolescente.
Una tarde, un hombre al que nunca había visto llegó a la piscina y se sentó sobre su toalla. Era de estatura mediana, flaco, correoso, de cara aguileña. Vanesa se acercó a él y hablaron un momento. Debe ser familiar suyo, tal vez sea su padre, pensé yo. Vanesa volvió a juntarse con una amiga rubia que tenía, y el supuesto padre se quedó sentado en su toalla. Traté de mirar a Vanesa con disimulo, pero casi no podía. Tanto era el deseo que sentía por ella. Mientras yo la observaba, su supuesto padre me observaba a mí. El tipo comenzó a ir todos los días, y todos los días me observaba mientras yo observaba a Vanesa.
Una tarde, Vanesa y yo entramos juntos al bloque en el que vivíamos. Nos saludamos y subimos hasta el rellano donde estaba el ascensor. Yo vivía en el primero, así que no necesitaba el ascensor, pero me quedé en el rellano para ejecutar algo que había resuelto. Sé que te llamas Vanesa, le dije a la niña. Ella me miró con asombro. Yo me llamo Alfonso, le dije. Sólo quería decirte que quiero ser tu amigo. Me sentí sumamente ridículo. Pensé que lo mejor hubiera sido decirle Quiero acostarme contigo, me gustas mucho. Ella no sabía qué decirme. Sé que soy mayor que tú pero me pareces una linda chica, y como no tengo ninguna amiga en la comunidad pensé que tal vez tú querrías serlo. Al menos ya nos conocemos bastante de vista. Le ofrecí la mejor de mis sonrisas. Ella también sonrió y me dijo Claro que podemos ser amigos. Sin problema. Gracias, le dije yo, lo aprecio mucho. ¿Entonces puedo hablarte cuando te vea en la piscina? Sí, claro, me respondió ella. El ascensor se abrió. Ella entró. Adiós, le dije yo. Adiós, me respondió. Las puertas del ascensor se cerraron y yo subí a mi piso.
Esa Noche me pregunté, durante el insomnio, si yo no sería una de esas personas que se enamoran instantáneamente de otras. Porque parecía estar enamorado de Vanesa. Quizá el deseo que sentía era algo anejo al enamoramiento. O tal vez era otra cosa. Tal vez yo primero la había deseado y luego me había enamorado. Estaba muy confundido.
Al día siguiente, fui a la piscina y vi que Vanesa estaba nadando. No había mucha gente en el lugar. Yo me senté en el borde de la piscina. Cuando Vanesa salió del agua, se sentó junto a mí. Has nadado bastante, le dije. Sí, es que me encanta nadar, me dijo ella. A mí también, le dije yo. ¿Y por qué no entras a nadar?, me preguntó. Porque prefiero quedarme conversando contigo. Ella sonrió. Nos quedamos conversando largo rato. Hablamos del Verano, de la piscina, de los vecinos, de mi país, de lo que le gustaba hacer a ella, de lo que me gustaba hacer a mí, de sus amigas, de mis amigos, de los programas de la tele, de las canciones de moda, y de otras cosas más. Mientras conversábamos, llegó el supuesto padre de ella. Ella se puso de pie diciéndome Ya vuelvo. Fue hacia el tipo aquel, conversó con él y después de un rato volvió a sentarse a mi lado. ¿Quién es él?, le pregunté. Es mi padre, me respondió. Quise que me tragara la tierra. El padre no dejaba de observarme. ¿A él no le molestará verte conmigo?, le pregunté a Vanesa. No, claro que no, me respondió ella. ¿No te preguntó por mí?, la interrogué. Sí, me preguntó quién eras, me respondió ella. ¿Y tú que le dijiste?, volví a interrogar. Que eras un amigo, me respondió. Ese día la pasé muy bien. Había estado cerca de Vanesa, la había contemplado, la había oído, la había gozado.
Al día siguiente, fui a la piscina y no encontré a Vanesa. A quien sí encontré fue a su padre, que estaba en el mismo lugar de siempre, sentado sobre su toalla. Al verme, se puso de pie y caminó hasta donde yo estaba. Te he visto conversando con mi hija, me dijo. Sí, señor, somos amigos, le dije. No me vengas con eso, replicó, he visto cómo la miras, te he visto mirarla durante días. Tú lo que eres es un pervertido. No quiero volver a verte cerca de mi hija. Ya hablé con ella. Si te vuelvo a ver cerca de ella te doy de hostias y llamo a la policía. Después de decime eso se fue a su lugar. Yo decidí marcharme. Viejo hijo de puta, pensé, no entiendes nada. Me quiero follar a tu hija, pero no lo hago porque la ley de los hombres me lo impide. Sin embargo, me voy a cagar en esa ley, hace tiempo que quiero cagarme en ella. Estoy enamorado de tu hija, viejo gilipollas, pero no te digo nada porque me considerarías un monstruo. Te pediría permiso para acostarme con ella, y si tú comprendieras, si tú entendieras que la naturaleza humana es así, me darías permiso. Pero ya ves, eres un gilipollas. Ya me follaré yo a tu hija y a quienes me dé la gana. Estoy harto de reprimirme. Cuando pasé por el ascensor, Vanesa salía de él. Hola, le dije. Mi padre no quiere que hable contigo, me dijo ella, algo asustada. ¿Qué te ha dicho? ¿Que soy un pervertido?, le pregunté. Sí, me respondió ella. Vanesa, le dije, estoy enamorado de ti. Soy mayor que tú, pero me gustas mucho, eres hermosa. Y no te miento. Ella puso cara de asombro. Te espero hoy a las diez y media en la piscina, necesito hablar contigo, le dije, no me tengas miedo. No quiero hacerte daño. Más aun, nos vemos hoy en la piscina y luego dejamos de vernos si así lo quieres. Ella se mantuvo en silencio un rato y luego me dijo Está bien.
En la Noche, a las diez y media, yo estaba sentado en el borde de la piscina. La luna rielaba en el Cielo y se reflejaba en el agua. Vanesa llegó y se sentó a mi lado. Hola, me dijo. Hola, gracias por venir, le dije yo.
-No puedo quedarme mucho tiempo. Si me demoro, mi padre saldrá a buscarme.
-No te preocupes. No nos demoraremos.
-...
-Lo que te dije es cierto. Estoy enamorado de ti. Desde que te vi por primera vez, hace dos años, me gustaste.
-Pero tú eres mucho mayor que yo.
-Eso no importa. Mi edad no impide que yo te ame.
-¿Por qué me amas?
-Eso no puedo explicarlo. Eso es algo que me sale de adentro, de muy adentro.
-Mis padres no me dejarían estar contigo.
-Podríamos estar juntos en secreto.
-...
-Yo te amaría siempre...
Acerqué mi cara a la de ella. Mis labios buscaron sus labios. ¡Hijo de puta!, escuché. Volteé. Era el padre de Vanesa. Me puse de pie. El padre de Vanesa se acercó corriendo y me asestó un golpe en la cabeza con el puño derecho. Me cubrí y él siguió golpeándome. Vanesa lo cogía de la cintura y le decía, llorando,Papá, por favor, no le pegues. Él no le hacía caso. Me pateó en el vientre y me hizo caer a la piscina. Me hundí y luego emergí. ¡No quiero que vuelvas a acercarte a mi hija!, vociferó. Después se fue con Vanesa. Salí de la piscina y me senté en el borde, empapado. Me quedé pensando. Yo era alguien cuyos deseos naturales eran condenados por los demás. ¿Cómo iba a vivir tranquilo entonces? Y si esos deseos eran malos, ¿por qué los tenía? Nadie se daba cuenta de que la naturaleza humana era así. Todos estaban reprimidos. Yo lo estaba menos, pero al fin y al cabo también lo estaba. Yo sufría, y mucho. Mi naturaleza era considerada corrompida, depravada. Las lágrimas temblaban en mis ojos. Algún día me follaré a todas las niñas que quiera, pensé, y me limpié una lágrima rencorosa y furibunda que resbalaba por mi mejilla.

domingo, 2 de agosto de 2009

Con preguntas/Sin respuestas

No hay asideros para esta Angustia de negros vórtices
Clavos de fuego
Conozco al hombre Conozco al dios que no existe
Humillación del perro luego del azote
He perdido mi eternidad
La conciencia es la culpable Inevitable espejo consciente
Sendero bordeado de ojos insomnes
Tengo la sensación de que alguien me vigila todo el tiempo
Acechando mi íntimo desasosiego
Burlándose de mis genuflexiones
Haciendo de mi desespero una irrisión
Bufón metafísico
Hazmerreír de los dioses
Retumban los panteones Sonoras risas de las que resbala saliva divina
Mira cómo te aflige el día
Aprecia cómo la Noche te entristece
En realidad existes a solas
El ruiseñor enmudece El amante fervoroso va al cagadero y su amada lo espera en el jardín, mirándose en un pequeño espejo que le regaló su madre ya harta de su esposo, ya maldiciendo la vida que le tocó vivir Y tú aún esperas encontrar las huellas de Eros, cuando el pequeño dios se ha desterrado y mora en una gruta con dos lesbianas, dedicado al envilecimiento más puro, a la corrupción más exquisita, porque el amor ha sido descubierto, ha quedado claro que era una quimera, una suerte de traje ficticio hecho a medida Mira las bandadas de gaviotas sobre el Mar reverberante Mira el Crepúsculo sosegador Mira cómo no hay nada cuando se acaba la tarde Nada adentro Y afuera la estrella que nace o que renace
El navío se marcha una Noche de Luna
Un canto de mujer lo despide
Y no acaban de desleírse los jazmines en la orilla
Terrazas de madera carcomida donde algunos viajeros se acarician con pensamientos suicidas
Sonata de las olas
Hay heridas del espíritu que duelen más que un hueso roto
La Belleza está llena de dolor
Más hermoso que un culo de ángel riela el lucero
Para qué vivimos
No lo sé No lo sé dice el borracho bellido
Cómo vivir Cómo vivir De eso cada uno ha de enterarse dice la loca que pasea calata por la Alameda de los Descalzos Camina no más camina ya te irás enterando de todo Hasta que el Todo sea una estúpida vanidad sollozante entre tus manos Mientras tanto mientras pienses sigue perdiendo tu eternidad tu piel interminable tu sapiente ignorancia desnuda No se trata de saber Se trata de ignorar y de existir así entre múltiples abismos
Pero no sé por qué las autodestrucciones continúan
Debe ser lo normal Lo inevitable
Pásame los barbitúricos, y algo de alcohol La vida que se destruye continúa
Haz feliz a esa gorda que te enseña su pequeño sexo
Haz feliz a la enana que te propone hacerte una felación
Para algo sirves
Oye el canto de los cisnes en un parque umbrío
Y no comprendas nada
Permanentemente, escorpiones rojos pasean por tus brazos
El templo de obsidiana es iluminado por la Aurora
El rocío tiembla al paso del viento
Y miríadas de deidades policromas se hacen polvo que cae sobre tu cabeza

sábado, 1 de agosto de 2009

El fauno

Una mañana de Febrero fui a la playa Cantolao, en La Punta. En el Cielo celeste, poblado por cirros blancos, ardía el Sol. No había nadie en la playa. Los bañistas solían llegar entre las once y las doce, y apenas eran las nueve. Me senté en medio de la playa, sobre las piedras violáceas. Miré el Mar de plata verde, tan calmo como el Mar de Galilea. A lo lejos, estaban los veleros, los yates, y más lejos aún, casi confundidos con la bruma, los mastodónticos buques grises. Las gaviotas plañían y se posaban en la orilla, se quedaban allí un rato y luego tornaban a volar. Algunos pelícanos rasaban las ondas, buscando alimento. Un lobo de Mar asomaba la negra cabeza cerca a la roqueda. Hacía calor. Me saqué la camiseta y me quedé en bañador. Sentí el ardiente resuello del Sol en el pecho y en la espalda. Me puse de pie y anduve hasta la orilla.Allí, las cabrillas se rompían y me lamían los pies. El agua estaba muy fría. Sin pensarlo mucho, corrí y me sumergí. Al sacar la cabeza estaba totalmente espabilado. Me puse a nadar. Cuando llegué a la boya me quedé flotando boca arriba. Las ondas me mecían. Mi cuerpo estaba relajado, casi ingrávido. Miré al Sol y me llené de dicha. No pensaba en nada. Sólo oía el rumor del agua viva. Al cabo de un rato, me di la vuelta y nadé hacia la orilla. Al llegar, fui a mi sitio y me tendí sobre las piedras calientes. Nunca llevaba toalla, ni mochila.Me senté. Desdoblé mi camiseta. Allí, entre los dobleces, había dejado mi billetera y mi encendedor. Cogí la billetera, la abrí, y saqué un porrito de marihuana. Me lo puse en la boca, lo encendí, aspiré, tragué el humo. El sabor era fuerte, amargo, exquisito. Percibí el olor dulzón. No eché casi nada de humo. Di otra calada, larga y profunda. Inmediatamente, mi mente y mi cuerpo se relajaron. Fumé hasta quemarme los dedos. Guardé la pava y volví a tenderme sobre las piedras. Éstas parecían suaves algodones. La voz del Mar recitaba salmos. La campana de la iglesia marcaba la hora y se quedaba resonando dentro de mí. Las gaviotas pasaban rozándome la cara. Me quedé dormido.
Me despertaron unas voces femeninas, juveniles, gozozas. Me senté y vi a cuatro chicas adolescentes que jugaban en el agua, cerca de la orilla, frente a mí. Miré alrededor. La playa aún estaba despoblada. Me fijé en las adolescentes. Tendrían entre doce y trece años. Dos eran rubias y dos eran castañas.Una rubia llevaba un bikini rojo y la otra rubia llevaba un bikini azul, una castaña llevaba un bikini negro y la otra castaña llevaba un bikini blanco. Jugaban con una pelota roja, gritando jubilosamente y riéndose. Se acercaban a la orilla y se alejaban de ella alternativamente, de modo que el agua a veces les cubría las rodillas y a veces les llegaba a la cintura. Miré atentamente a cada una de ellas. Ojos verdes, ojos marrones, ojos grises, narices finas, narices delgadas, narices anchas, bocas pequeñas, bocas grandes, bocas rosáceas, senos en flor, senos nacientes, senos blancos, vientres bronceados, vientres firmes, cinturas estrechas, cinturas cimbreantes, caderas sinuosas, glúteos respingones, abundosos; muslos musculosos, piernas torneadas... Parecían nereidas jugando bajo el Sol. La luz del astro reverberaba en el agua, y ellas jugaban entre esos graciosos reverberos. Sus cuerpos, ungidos con aceite bronceador, casi relucían. Sus cuerpos lustrosos y lustrales. Pensé en lo feliz que sería jugando con ellas. Reiría con ellas, sería dichoso con ellas. Me gustaban, definitivamente me gustaban. Me imaginé divirtiéndome con ellas, pasándoles la pelota, abrazándolas, besándolas, acariciándoles los cuerpos aceitosos...Con ellas yo podría ser puro. Podría jugar con ellas en la playa solitaria, nuevamente joven, nuevamente adolescente. El corazón comenzó a latirme más rápido. Me dio un súbito dolor de cabeza. Se me erectó el pene. Una parte de mí deseaba jugar con esas niñas, cándidamente, como si retornara a un paraíso perdido; pero otra parte de mí las deseaba carnalmente, como si volviera a padecer la febril lujuria adolescente, como si quisiera saciar mis más bajos apetitos. No sabía qué hacer. Tenía ganas de acercarme a ellas y preguntarles ¿Puedo jugar con ustedes? Pero también tenía ganas de sacarme el bañador y de correr hacia ellas y de hacer una orgía allí mismo, en el Mar. Ellas no se fijaban en mí, y eso me hería. Soy un tipo de treinta años ya, y estoy un poco panzón, pensaba, quizá ni siquiera las atraiga. Sin embargo, ¿qué me impide ir hacia ellas y tener un coito con cada una? Algo me lo impide, una parte de mí me lo impide.En todo caso, qué maravilloso sería jugar con ellas o ultrajarlas. Ambas cosas me harían feliz. Esas niñas me purificarían. Sí, sólo tenía que tocar sus cuerpos. Sus cuerpos lustrosos y lustrales.
Estuve mirando atentamente a las cuatro adolescentes hasta que salieron del Mar. Bellas nereidas. Criaturas de mi deseo. La gente comenzaba a llegar a la playa.
Desde aquel día empecé a ir todas las mañanas a Cantolao. Y todas las mañanas contemplaba a las cuatro adolescentes jugando en el Mar. Llegué a pensar que mi conducta era la propia de un fauno. Sí, yo era un fauno compuesto por tres partes, la parte humana, la parte animal y la parte divina. Esas cuatro niñas despertaban mis tres partes.Mi parte divina deseaba jugar con ellas inocentemente, mi parte animal deseaba realizar una orgía con ellas, y mi parte humana observaba, reprimida. ¿Pero no podría ser mi parte divina la que deseaba carnalmente a esas niñas y no podía ser acaso mi parte animal la que quería jugar con ellas candorosamente? No lo sabía, sólo sabía que era un fauno que se deleitaba mirando a esas niñas. Era un fauno de treinta años, libidinoso y panzón. Era un fauno que acechaba a esas nereidas que jugaban con una pelota roja en la marina. Era un fauno que no sabía si obedecer a su parte animal o a su parte divina. Tal vez era la parte divina la que azuzaba la lujuria. Zeus había fecundado a Dánae, a Leda, a Europa. Lo divino también era lujurioso. Una mañana, mientras pensaba en esa cuestión, mirando a las cuatro niñas y fumando un porrito, oí una voz que me decía ¡Oye! ¡Oye tú! Volteé y vi a un tipo alto, grueso, rubio, de unos treintaitantos años. ¿Sí? ¿Qué quieres?, le pregunté. Te gusta mirar a las niñas, ¿no?, me dijo. No le respondí. ¡No te hagas el pendejo! ¿ah?, me increpó, ¡hace varios días que te estoy viendo! ¡Mi departamento está acá atrás y te he visto todas las mañanas mirando a mis sobrinas! Ah, son tus sobrinas, le dije con gran calma. ¡Sí, pues, huevonazo!, exclamó ¡Son mis sobrinas y ya me he dado cuenta que las miras todos los días! ¡Te gustan las chibolas! ¿no? Me gusta verlas jugar, verlas jugar es un deleite para mí, pero no creo que me entiendas, le dije. ¿Y verlas jugar te pone al palo?, me interrogó, señalando el bulto que empujaba mi bañador. No dije nada. ¡Puta madre! ¡Encima eres un fumón!, me dijo.Mira, si te vuelvo a ver por acá por Dios que te mato, ¡por Dios! ¡Así que ya sabes! Yo di una calada a mi porrito. El tipo se volvió hacia donde estaban sus sobrinas y las llamó con un silbido. Ellas voltearon y él les hizo una seña, indicándoles que salieran del agua. Luego se volvió hacia mí y me dijo¡Ya sabes! ¿ah? ¡Estás advertido, pervertido de mierda! Dio media vuelta y se fue. Las cuatro niñas salieron del agua y fueron tras él. Huevonazo, pensé yo, él que va a entender lo que me pasa. Él que va a entender que contemplar a esas niñas es un deleite. Él que va a entender que soy un fauno. Huevonazo...Me llama pervertido y no sabe que lo mío es un movimiento natural. De hecho él también lo siente, pero lo reprime. Maldito cobarde.
A la mañana siguiente volví a Cantolao. Nadé, me fumé un porrito y me eché a esperar a que las niñas llegaran a jugar. Llegaron un poco más tarde de lo habitual. Comenzaron a jugar. Yo las contemplaba, embelesado. Son bellas nereidas, pensaba, son unas hermosas criaturas, son...¡Oye huevonazo de mierda! Volteé. Era el tío de las nereidas. Sostenía una piedra de tamaño considerable con las dos manos, sobre su cabeza. Yo lo quedé mirando. ¡O te vas o te rompo la cabeza!, me dijo. No le dije nada. Seguí mirando a las nereidas. De pronto, sentí un fuerte impacto en el lado derecho de la cabeza. Caí hacia un lado. Sentí que perdía el conocimiento. Noté que las nereidas me miraban, con expresión de asombro. Dos de ellas se tapaban la boca con la mano. Sonreí. Una especie de telón negro me cubrió los ojos.