sábado, 17 de octubre de 2009

Lady Lillith

El Sol ya se había puesto en San Sebastián. Lentamente, la tarde se desvanecía, y el aire comenzaba a ensombrecerse. Era el momento del suspenso y del sosiego. Corría un viento fresco de Otoño. Yo me disponía a bajar a la playa La Concha cuando de pronto una mujer pintada de gris y vestida como una cortesana, completamente inmóvil, llamó mi atención. Era una de esas mujeres que permanecen inmóviles durante horas y que sólo se mueven cuando se les deposita una moneda en la escudilla que tienen a sus pies. La cortesana que vi se parecía extraordinariamente a alguien que yo conocía. Se parece a Eva, pensé. Más aun, es Eva. ¿Pero cómo ha llegado hasta aquí? Ella vive en Lima. ¿Qué hace en San Sebastián? Me quedé parado frente a ella. La miré atentamente. Ella permanecía inmóvil, con la cara inclinada, totalmente gris y silenciosa, ajena al mundo que la rodeaba, ensimismada, entregada a su quietismo. Pero es Eva, me decía, definitivamente es ella. Hurgué en mis bolsillos, en busca de alguna moneda. Necesitaba que Eva se moviera, que me mirase y me descubriera frente a ella, mirándola atónito. Hallé algo de calderilla. Deposité las monedas en la escudilla. Eva alzó la cara, me miró e hizo una reverencia. Luego volvió a su postura inicial. No era Eva. Se parecía mucho, pero no era ella. Aliviado, seguí mi camino y bajé a La Concha. Oscurecía. El Mar de jaspe roncaba, acercaba sus aguas sonoras a la orilla y luego las volvía a replegar. Caminé por la arena. Saqué un porro de marihuana del bolsillo derecho, lo encendí y comencé a fumar. La brisa prodigaba sus caricias. Los faroles del malecón se encendieron, reflejando sus luces en el agua del Mar. Pensé en aquella mujer vestida de cortesana tan parecida a Eva. Me había inquietado mucho al pensar que podía ser ella. Hacía mucho que no la veía, y en realidad no quería verla nunca más en mi vida. Esa mujer era un demonio. Felizmente esa mujer pintada de gris no había sido ella. Me senté en la arena. Mientras fumaba, evoqué a Eva.
La vi por primera vez en el cumpleaños de la tía Gertrudis. Tía Gertrudis era esposa del tío Óscar. Éste era primo hermano de mi papá. El cumpleaños se celebró en un salsódromo de Lince. Yo asistí con mi papá y con Julio, mi segundo hermano. Al llegar, nos encontramos con tía Gertrudis y con tío Óscar sentados ante una mesa ancha y larga. Éramos los primeros en llegar. Mi papá y tío Óscar no parecían primos. Mi papá era, y es, blanco, y tenía, y tiene, la barba roja. Tió Óscar era indio, cholo recio. Sucedía que ambos eran hijos de serranas, pero mi papá tuvo un padre de ascendencia española, en tanto que tío Óscar tuvo un padre serrano. Saludamos a mi tío y felicitamos a tía Gertrudis. Ella, gorda y torpe, nos agradeció la asistencia. Poco a poco, los invitados comenzaron a llegar. Todos bebíamos cerveza en abundancia. Tío Óscar se mostraba pródigo en el cumpleaños de su esposa. Cuando llegó Eva, yo la quedé mirando, alelado ante su extraña belleza. Iba acompañada por su tía, pues apenas tenía quince años. Su cara flaca, sus ojos grandes, negros, algo oblicuos, su nariz aquilina, su boca pequeña y rosada, su cuello largo, su cabello lacio y castaño, su cuerpo delgado, esbelto, sus senos pujantes, su piel blanquísima, arrobaron mis sentidos. Cruzamos una larga mirada. Yo no sabía quién era ella. Suponía que era alguien de la familia de mi papá, nada más. En las familias de origen serrano, los parientes van apareciendo de a montones, inesperadamente. Esa noche, en el salsódromo, conocí a varios tíos y primos que nunca había visto en mi vida. Todos habían nacido en Celendín, igual que mi abuela y que mi papá. Pasaban las horas y yo me dedicaba a beber y a contemplar a esa inquietante muchacha. Cuando la orquesta comenzó a tocar, varias parejas salieron a bailar. Yo no me atreví a sacar a bailar a la inquietante muchacha. Seguí bebiendo y contemplándola. Era increíble lo mucho que me atraía. Mi carne se despertaba deseosa, codiciando a aquella muchacha, sintiendo una excitante comezón por dentro, muriéndome de ganas de ir hacia ella y besarla y hacerle el amor. La deseaba violentamente. Cuando menos lo esperaba, ella y su tía se acercaron a donde estábamos mi papá, mi hermano y yo. Nos pusimos de pie. Ella es su tía Amalia, nos dijo mi papá a mi hermano y a mí. Saludamois a la tía Amalia con un beso en la mejilla. Ella es su prima Eva, nos dijo la tía Amalia, señalando a la muchacha de belleza inquietante. Cuando me acerqué a ella, sentí cómo nos rezumaba un mutuo deseo. La besé en la mejilla, muy despacio, disfrutando ese delicioso contacto. Al apartarme de ella, le acaricié el brazo derecho. Su piel era extremadamente suave. Noté que no rechazaba el contacto, sino que más bien cedía a él. Nos quedamos mirando. Pero bailen, bailen, ustedes que son jóvenes, dijo la tía Amalia. Entonces Eva y yo salimos a bailar. Bailamos y conversamos. Me dijo que tenía quince años, que estudiaba en el colegio, que vivía en Vitarte, que iba a la casa de la tía Amalia con frecuencia. Yo le dije que tenía veinte años, que no estudiaba nada, que quería ser poeta, que me gustaba beber, que ella me parecía muy hermosa. Acabada la canción que tocaba la orquesta, volvimos a nuestros lugares. Cuando Eva ya se tenía que ir, se acercó a despedirse de mí. Yo le pedí su número de teléfono. Para salir uno de estos días, le dije. Sí, claro, asintió ella. La quedé mirando mientras se iba. No sabía por qué me gustaba tanto. Era mi prima, pero no me quedaba clara la genealogía. Le pregunté a mi papá cómo era la cosa. Él me explicó, pero yo estaba tan borracho que no entendí nada.
La llamé después de unos días. Quedamos en encontrarnos en la plaza san Martín un jueves por la tarde. La esperé largo rato sentado en un pretil de la plaza. Llegó cuando ya comenzaba a anochecer. Nos saludamos. Se excusó por la tardanza. Yo le dije que no se preocupara, que como era Primavera el atardecer era delicioso. Se rió y me preguntó Adónde vamos. A un buen lugar, le respondí. La llevé al Munich, un vetusto bar de la calle Belén. Yo pedí una jarra de cerveza y ella una sangría. Mientras bebíamos, fuimos contándonos nuestras vidas. Ella me dijo que su padre era un vagabundo y un comunista, que hacía mucho que había dejado de vivir con ella y con sus hermanos-tenía tres hermanos mayores-, pero que a pesar de eso lo quería mucho. Su mamá era una buena mujer, y no la controlaba demasiado. Ni ella ni sus hermanos la controlaban demasiado. Podía hacer casi todo lo que quería, como salir conmigo por ejemplo. Yo le conté que mis padres también eran separados, que yo vivía con mi padre y con mis hermanos y que mi mamá vivía con una tía. También le dije que no me interesaba estudiar nada y que lo único que quería ser era poeta. Aproveché para preguntarle por nuestro vínculo familiar y ella me lo explicó. La cosa era así: nuestras abuelas eran medio hermanas, así que el padre de ella y el mío eran primos hermanos. Por lo tanto, nosotros éramos primos hermanos en segundo grado. Tenemos la misma sangre, me dijo, y me miró con algo que puedo llamar lujuria. Me sentí excitado. Pensé en llevarme a esa prima mía a la cama. Me atraía demasiado. Demasiado. Horas después, salimos del Munich. Yo iba medio borracho. Ella iba picada. Nos sentamos en una banca de la plaza san Martín, bajo el Cielo negro y desolado. Me gustas, Eva, me gustas mucho, le dije. E intenté besarla. Ella apartó la cara. No, nada de besos, me dijo, apenas te conozco. Pero quiero besarte, necesito besarte, le dije. Y ella, obstinada, siguió negándose. Pasado un rato, no insistí más. Prefiero conversar, me declaró ella. Así que conversamos un poco más y después, al cabo de una hora más o menos, la acompañé a tomar el taxi que la llevaría a su casa. Antes de subir al carro, me dio un beso en la mejilla. Yo hubiera preferido que fuese en la boca. Así fue nuestra primera cita, agradable y difícil.
Dejamos de vernos un año. Un día de Verano, ella me llamó por teléfono y me propuso salir a pasear. Yo,muy contento, acepté la propuesta. En aquel tiempo yo me había vuelo un adicto a la marihuana y no dejaba de fumar. De hecho, antes de salir a encontrarme con Eva, me fumé un buen porro. Nos encontramos en la plaza san Martín, ya de Noche, y de ahí fuimos al Munich. Mientras bebíamos, nos poníamos al tanto de nuestras vidas. Yo seguía sin estudiar nada, dedicado a escribir poesía, y ella acababa de terminar el colegio y pensaba prepararse para ingresar a la universidad. Me emborraché bastante aquella vez. Ella también se embriagó. Cuando salimos del Munich fuimos a la plaza san Martín y nos sentamos en una banca. Eva se mostraba alegre y no dejaba de mirarme. Yo me atreví a darle un beso. Su boca aceptó a la mía, y nos unimos por un largo rato en la delicia de ese momento. Cuando nos apartamos, ella me preguntó ¿Y ahora qué hacemos? No sé, seguir viéndonos, le respondí. Efectivamente, seguimos viéndonos, siempre en el Munich. No éramos enamorados ni nada, sólo éramos dos personas que se atraían y que ardían en deseo la una por la otra. Yo no me contentaba con los besos que nos prodigábamos, yo quería algo más. Quería llevármela a la cama, hacerla mía carnalmente, gozarla a plenitud. No la amaba, sólo la deseaba. Intensamente. Nos fuimos conociendo rápidamente. Ambos teníamos algo en común. Éramos inestables. Podíamos pasar del mejor al peor de los humores, sin causa alguna. Yo solucionaba eso con la marihuana o con el alcohol. Eva también lo solucionaba con el alcohol, pero aun cuando tomaba padecía esos cambios bruscos de ánimo. Una Noche, saliendo del Munich, se puso colérica y se quiso ir hacia el parque Universitario. Yo traté de disuadirla, pero su terquedad era inmensa. Déjame irme, me decía. Cómo se te ocurre ir hacia allá, te pueden asaltar, le decía yo. Pero ella insistía en ir hacia el parque Universitario. Estaba algo borracha, claro, pero era principalmente víctima de su abrupto cambio de humor. Quiso correr en dirección hacia el parque Universitario, así que la detuve y la estreché fuertemente con el brazo derecho. La llevé hacia los soportales de la plaza. Allí la cogí de los hombros y la arrinconé contra un muro. Qué mierda tienes , le grité, cálmate de una vez. Vamos a caminar un poco para que te calmes y después vamos a que tomes un taxi. No quiero, me gritó ella. Entonces haz lo que quieras, si quieres ir al parque Universitario, vete, le dije. Ella caminó hacia la plaza y yo me quedé parado en los soportales. Vi cómo se alejaba y cómo, al cabo de un rato, volvía hacia donde yo estaba. Sin decirme nada, me abrazó y me dio un beso arrebatado, furioso, salvaje. Me mordió los labios hasta hacerlos sangrar. Luego me miró con ojos frenéticos y me dijo Eres mío. En ese momento intuí que había algo demoniaco en ella. Después de besarnos largo rato en los soportales de la plaza, la acompañé a tomar el taxi.
Pasado ese incidente, dejamos de llamarnos y, por lo tanto, de vernos. Dejamos pasar el tiempo, sin buscarnos. Pasaron dos años. La llamé por teléfono y la invité a salir. Declinó mi invitación. Me dijo que no tenía ganas de verme, que ya saldríamos en otro momento. Yo respeté su decisión y no insistí. Pasaron unos meses y volví a llamarla. Me preguntó si había estado con alguna chica en el transcurso de esos dos años. Yo le mentí y le dije que no. Concertamos una cita. Nos volvimos a ver en el Munich. Yo en realidad la había extrañado y hasta había llegado a sentir por ella algo parecido al amor. Aunque en realidad yo no sabía qué era el amor. En el Munich, le propuse intentar tener una relación. Ella aceptó. Desde aquel momento intentamos ser enamorados. Era tan difícil para ambos. Nos veíamos muy de vez en cuando, y nuestros cambios de humor solían arruinar nuestras reuniones. A veces ella me decía Somos primos , no podemos. Esas son tonterías, le decía yo. Una tarde de Invierno, caminábamos por el malecón de Magdalena. Nos detuvimos a mirar el Mar y a disfrutar de nuestros besos. Ella me acariciaba mucho y se portaba dulcemente conmigo. A veces era así, tierna y dulce. Sin embargo, solía ser fría, seca, caprichosa. Quiero verte más seguido, me dijo. Pues nos veremos más seguido, le dije yo. Quiero que nuestra relación sea más seria, me confesó. Dejemos obrar al tiempo, le dije. Me abrazó y me dio un beso dulcísimo.
Una Noche, en el Munich, hablábamos de cómo sería casarnos y vivir juntos. Yo le dije que quería tener un hijo con ella, que quería vivir en una casa cerca al Mar, dedicado a escribir. A ella le pareció un sueño. Me abrazó y me besó, enternecida. Cuando ambos estuvimos bebidos, ella me dijo que tendría que pensar eso de vivir juntos en el futuro. No estaba segura, y además nuestra relación le parecía endeble. Yo preferí no decirle nada. Comprendí que era víctima de uno de sus cambios de ánimo. Cómo, no me dices nada, me dijo. No, Eva, le dije yo. Pero eres el colmo, insistió, hace un rato me hablabas de vivir juntos, de tener un hijo, y ahora no me dices nada. Guardé silencio. Eva también calló. Al cabo de un rato, estábamos besándonos arrebatadamente.
Volvimos a dejar de vernos. A veces yo la llamaba para invitarla a salir pero ella me decía que prefería no verme, pues se había dado cuenta de que lo nuestro no funcionaría. Yo, francamente, no la entendía. Se alejaba de mí justo cuando yo comenzaba a enamorarme de ella. Nuevamente nos separamos. Traté de olvidarla. Ingresé a la Facultad de Teología pontificia y civil de Lima a estudiar Filosofía, y no supe más de ella.
Al cabo de dos años, me llamó por teléfono y me dijo que necesitaba verme. Fuimos al Munich otra vez y nos contamos nuestras vidas. Ella estaba trabajando en un casino. Trabajaba de noche y dormía de día. Estaba hermosa como una diablesa y sumamente pálida. Por aquel entonces yo había abandonado los estudios de Filosofía. Cuando ella lo supo se enojó sobremanera. Me dijo que así nunca sería nada en la vida, que me convertiría en un fracasado. Yo no le hice mucho caso. Se sorprendió cuando le dije que ya no bebía. Por qué, me preguntó. Porque quiero estar un tiempo sin beber, fue mi respuesta, sólo por eso. Aquella Noche ella bebió sangría y yo Coca Cola. Lo que ella no sabía era que yo me había vuelto un adicto a los ansiolíticos. Me tomé seis diazepam en el baño y así me aseguré una embriaguez peregrina. Eva ya tenía veinte años y estaba hecha toda una mujer. Casi tan alta como yo, impresionaba por su talle y su trapío. Cuando estuvo algo embriagada me dijo Cuando te vi por primera vez pensé este chico va a ser mío. Yo consigo todo lo que me propongo. Yo guardé silencio. Ella prosiguió Nuestra relación es rara, no somos nada, nos hemos visto pocas veces, nunca hemos sido constantes, y a pesar de eso siempre nos buscamos. Volví a guardar silencio. ¿Tú me amas?, me preguntó ella. Sí, le respondí, sin estar en absoluto seguro. Ella me besó. Luego me dijo Yo te amo y te odio. ¿Por qué me odias?, le pregunté. Porque creo que en el fondo sólo me deseas. Soy tu objeto de deseo, me respondió. Callamos. Pensé que en el fondo ella tenía razón. ¿Tú crees que algún día podamos vivir juntos?, me preguntó. Sí, seguro que sí, le respondí. Ella se puso muy seria y me miró a los ojos. ¿De verdad estás seguro?, volvió a preguntarme. Cuando estaba a punto de responder, me besó en la boca. Al apartarnos me dijo Yo te deseo, y también te amo. Volvió a besarme. Sus besos eran exquisitos y salvajes. Me besaba como si quisiera apoderarse de mí. Yo era su presa, su amante deseado. Además de besarme, me lamía la cara, como disfrutándome sin ningún reparo. Creía que yo, de algún modo, le pertenecía. Esa Noche le propuse ir a un lugar más tranquilo, más íntimo. Ella aceptó. Salimos del Munich y anduvimos por La Colmena. Las putas abundaban. Algunas esperaban a algún cliente en una esquina, otras conversaban con pirañitas que las toqueteaban un poco, otras bebían en las puertas de bares de mala muerte. Lima era Sodoma. Y Eva y yo éramos dos ángeles demoniacos que se perdían por sus calles. Íbamos buscando un hotel para saciar nuestros deseos. Encontramos uno en una callejuela que conducía a la plazuela Elguera. Era un edificio viejo, gris y pringoso. Entramos y pedimos una habitación. Nos dieron una en el quinto piso. Subimos y la ocupamos. Era una habitación sombría y deprimente. A Eva le había dado el aire al salir del Munich, así que se encontraba bastante mareada. Yo me saqué la ropa y me quedé en calzoncillos. Ella se echó en la cama y me dijo que quería descansar, que no se sentía bien. Yo apagué la luz, me eché sobre ella y comencé a besarla. Ella se sacó la blusa y yo le saqué el sostén. Sus senos se me revelaron grandes, blancos, redondos. Los estrujé y succioné sus pezones. Ella se movía como una serpiente. Nos dimos la vuelta y ella quedó sobre mí. Se meneó un poco sobre mi pene erecto, erectísimo. Luego se sintió mareada y se tendió nuevamente de espaldas. Yo le desabroché el ceñido jean que llevaba. Ella me asió de las manos y me dijo No, no, me siento mal, quiero vomitar. Tuve que acompañarla al baño y ayudarla a vomitar. Me resultó desagradable tener que hacer eso. Ella, de hinojos frente al wáter me dijo Si me amas no debes tener asco. Yo no le dije nada. Ella se incorporó, se enjuagó la boca y salió del cuarto de baño. Se tendió en la cama boca abajo y se dispuso a dormir. Yo estaba excitadísimo. No podía quedarme así. Me acerqué a ella y le pregunté ¿No vamos a hacerlo? No, me respondió ella, sólo hemos venido aquí a descansar. La maldije por dentro.Me vestí y di vueltas por la habitación sin saber qué hacer. Cuando Eva se quedó dormida pensé en abandonarla ahí mismo. Sí, abandonaría la habitación y el hotel y la dejaría allí. Ya despertaría en algún momento y se iría a su casa. No era justo, yo había gastado mi dinero para acostarme con ella, y ahora resultaba que ella se quedaba dormida después de vomitar. Sin embargo, pensé en cómo se sentiría al despertar sola en esa habitación tan deprimente. Decidí tenderme a su lado y calmarme un poco. Tendido junto a ella, miré sus glúteos, prietos y marcados por el jean ajustado. No pude evitar tocarlos, acariciarlos, de rodillas junto a ella. Se me ocurrió bajarle el jean y metérsela. Imaginé cómo sería hacerle el amor mientras dormía. Volví a tenderme a su lado. Trataba de tranquilizarme, pero me resultaba imposible hacerlo. Tenía a la mujer que codiciaba a mi lado, durmiendo la mona. No pude resistir más. Me desabroché el pantalón, y comencé a masturbarme, mirando a Eva. No tardé en eyacular. Mi semen salió como el agua de un géiser, o como el magma de un volcán. Disfruté el momento, el placer furtivo. Miré a mi lado y me di cuenta que parte de mi esperma había caído en los glúteos de Eva. Fui al baño, me limpié con la toalla y saqué un poco de papel higiénico. Con él limpié el semen que había caído en el jean de Eva. Volví a tenderme a su lado e intenté adormecerme. Pasaron unos quince minutos. Eva comenzó a despertar. Fui al baño a lavarme la cara. Mientras lo hacía escuché que Eva me preguntaba Alfonso, ¿qué has hecho? ¿A qué te refieres?, la interrogué. ¿Qué hiciste mientras dormía?, volvió a preguntar ella. Salí del baño. Vi cómo Eva se tocaba la parte posterior del jean. Allí, una mancha de regular tamaño evidenciaba lo que yo había hecho. Sé lo que has hecho, me dijo Eva. No he hecho nada, le dije yo. Alfonso, no mientas, no soy ninguna tonta. Pero de verdad no he hecho nada. ¿Entonces qué es esto pegajoso que tengo atrás? No sé. ¿Tú crees que soy tonta? No sé de qué hablas. Sí sabes de qué hablo. No, no sé. Negué todo lo que pude, pero finalmente acepté lo que había hecho. Me senté en el borde de la cama. Me sentía avergonzado y enojado. Eva se me acercó y me dijo Tranquilo, no te preocupes, yo entiendo, es normal. Vámonos de aquí, le dije yo. No te pongas así, me dijo ella, no tenemos por qué irnos todavía. Quiero irme, repuse, vámonos de una vez. Pero Alfonso, no tienes por qué ponerte así, insistió ella, lo que has hecho no es nada malo. Me quedé callado. Eva rodeó mi cuello con sus brazos. Yo me puse de pie y le dije Vámonos. Me sentía muy enojado. Abrí la puerta de la habitación y salí. Eva me siguió. Una vez que estuvimos en la calle, ella continuó diciéndome que no me sintiera mal, que no había hecho nada malo. Yo no le decía nada. Fuimos hasta Wilson. Allí paré un taxi y le pregunté cuánto cobraba hasta Vitarte. El taxista me dijo la suma, yo saqué un billete de veinte soles y se lo di a Eva. Bueno, ve a tu casa, le dije, ya es tarde. Oye, me dijo ella, de verdad no te sientas mal, no ha pasado nada. Ve a tu casa, insistí. Ella trató de darme un beso, pero yo aparté la cara. Me miró deconcertada y se subió al taxi. Yo me alejé por la avenida, con un humor de perros.
Pasados unos días después de aquel incidente llamé a Eva por teléfono. Estaba molesta y me dijo que no quería verme nunca más. Yo no la entendía. Comprendía que estuviera molesta, pero me parecía que no era para tanto. Me dieron ganas de mandarla a la mierda. En lugar de eso, le colgué el teléfono. Pensé que, en realidad, no vernos nunca más sería lo mejor para ambos. Si seguíamos viéndonos acabaríamos haciéndonos daño. Eva era una mujer insoportable a veces. Su frialdad, su altanería, su mal humor, la hacían intolerable. Ella era un extraño vicio para mí. La veía poco- una vez al año o una vez cada dos años-, pero siempre pensaba en ella, y siempre quería volverla a ver. Ni siquiera éramos enamorados. Sólo nos atraíamos y nos deseábamos. Claro que había entre nosotros algo parecido al amor. Habíamos hablado de casarnos y de tener hijos. Sin embargo, nuestra relación no era normal. Por algún inexplicable motivo nos necesitábamos. Aunque yo sabía muy bien que a la larga no nos podríamos soportar.
Pasaron tres años. Ya yo tenía veintiocho y la vida me parecía una quimera. La vida no era lo que yo había creído, sino algo mucho peor. Me había vuelto melancólico y cierta depresión se había comenzado a manifestar en mí. Vivía en un cuarto en la cuadra x de la avenida del Ejército y trabajaba como instructor en un gimnasio en la Curva de Chorrillos. Muchas veces me pesaba no haber terminado la universidad. Para amainar esas pesadumbres fumaba mucha marihuana y escribía mucha poesía. Con frecuencia pensaba en Eva y me preguntaba qué sería de su vida. No tardé en tener noticias suyas. Era un Sábado de Verano, por la Noche. Yo estaba en la casa de mis padres, pues solía pasar allí los fines de semana. Mientras cenaba, mi mamá me dijo que una tal Eva me llamaba por teléfono. Contesté la llamada. Efectivamente, era Eva. Me dijo que estaba en el Munich y que quería verme. Yo le dije que no sabía si podría ir, pues estaba cenando y además pensaba irme temprano a la cama. Ella insistió. Quería verme a como de lugar. Le dije que me esperara, que llegaría en media hora. Dejé la cena a medias, me lavé la cara, me cambié de ropa y salí de casa de mis padres. Tomé un taxi y en menos de media hora estuve en el Munich. Eva estaba más alta y más hermosa. Me saludó con alegría, como si nada de lo que pasó anteriormente hubiera pasado. Yo había vuelto a beber, así que bebimos y conversamos. Eva me contó que había dejado el trabajo en el casino y que estaba estudiando administración en la universidad. Le dio mucho gusto saber que yo vivía solo y que gozaba de independencia económica- en realidad sólo gozaba de cierta independencia económica porque era mi mamá quien me pagaba el cuarto, claro que eso no se lo dije a Eva. Hablamos de lo que había sucedido la última vez que nos vimos. Sólo nos reímos. Hablamos también de nuestros planes. Ella me recordó que alguna vez yo le había hablado de vivir juntos y de tener un hijo. Yo le dije que aún anhelaba eso. En realidad mentía. Yo no quería vivir con Eva ni tener ningún hijo suyo. En ese momento, al estar con ella, comprendí que no la amaba, que nunca la había amado. Era imposible amarla. Cuando estuvimos picados le di un beso en la boca. Ella respondió apasionadamente a mi beso. Le propuse ir a mi cuarto. Ella aceptó la propuesta. Salimos del Munich y tomamos un taxi. Una vez en mi cuarto, que por cierto era muy desordenado y estaba poblado por cucarachas, nos sentamos en el borde de la cama y conversamos un poco. Eva me dijo que le gustaba mi cuarto-no sé si mentía-, y que era saludable que yo viviera solo. Yo le serví una copa de vino y se la di. Luego fui al baño y saqué una pava de marihuana que llevaba en el bolsillo. La encendí y fumé. Desde fuera, Eva me dijo que percibía un olor muy peculiar. Yo le dije que debían ser las vecinas, que fumaban marihuana. Ella se lo creyó. Al salir del baño, estaba con la libido en llamas. Besé a Eva y la tendí en la cama. Ella me pidió que apagara la luz. Yo lo hice y luego volví a donde ella me esperaba, tendida y a punto de entregarse. La desnudé. Su cuerpo blanquísimo, sinuoso, esbelto, era una suerte de don que yo recibía. Me saqué la ropa y rápidamente se lo metí con toda mi fuerza. Ella soltó un quejido y se quedó con la boca abierta, como si fuera víctima de una herida mortal. Yo sentí su agujero apretado y estrecho. Comencé a moverme, a metérsela y a sacársela. Ella parecía estar sufriendo. En su cara estaba impreso un rictus de dolor. Poco a poco, fue entrando a un estado de gozo. Me abrazó y me rasguñó la espalda. Te odio, te odio, me decía. Después sólo se dedicó a pronunciar mi nombre. Alfonso, Alfonso, decía. Luego me preguntó si había metido a alguien más en mi cuarto. No, mentí. ¿No has metido a alguna putita?, me preguntó. No, seguía mintiendo yo. Ella, frenética, se movió como una posesa. Yo aguantaba todo lo que podía para no correrme. Estuvimos así un largo rato, hasta que ella me pidió que me viniera en sus senos. Así lo hice. Cuando fui al baño a orinar, aproveché para fumar un poco más de marihuana. Luego salí y me acosté junto a Eva. Nos quedamos dormidos. Al día siguiente, apenas desperté, volví a hacerle el amor a Eva. Al terminar, nos pusimos a conversar sobre mil cosas. Ella jugaba con mi pene todo el tiempo. En un momento dado, pude notar que la sábana estaba manchada con algo de sangre. Se lo mostré a Eva. Ella alegó que seguramente le estaba comenzando a venir la regla. Yo supe de inmediato que eso no era cierto. Eva había sido virgen, y yo la había desflorado. Sin embargo, su orgullo le impedía aceptarlo. Cuando estuvimos vestidos, me preguntó ¿Y ahora qué hacemos? ¿Seremos enamorados? Como quieras, le respondí. Entonces somos enamorados, me dijo ella. De acuerdo, asentí.
Eva y yo nos hicimos enamorados. Ella me llamaba regularmente al gimnasio donde trabajaba o a la casa de mis padres- en mi cuarto no tenía teléfono. Sus llamadas me agobiaban. Yo, en realidad, no estaba enamorado de ella. Pero ella sí que se había enamorado. De algún modo, me quería poseer. Yo pensaba mucho en mi nueva situación. No me gustaba estar con Eva. Aunque en realidad estaba y no estaba. No nos veíamos. Yo la evitaba todo lo que podía. Y es que estaba seguro de que acabaríamos destruyéndonos. Ambos padecíamos cambios abruptos de ánimo, ambos éramos egoístas, ambos éramos demonios. Me disgustaba mucho parecerme a ella. Hubiera preferido que no existiera. Una noche de Martes me llamó al gimnasio. Me dijo que estaba en el Munich y que me esperaba allí. Yo le dije que no podía ir, que estaba cansado y que sólo quería ir a mi cuarto a dormir. Ella me dijo que éramos enamorados y que por lo tanto teníamos que vernos. Yo acabé aceptando. Llegué al Munich pasadas las once. Eva bebía un cuba libre a solas. La saludé secamente y me senté junto a ella. Te dije que estaba cansado y que no quería venir, le dije. Pero no nos vemos desde aquella vez, me dijo ella. Pero yo trabajo, Eva, y termino el día cansado, hubiéramos quedado en vernos el fin de semana. Los enamorados pueden verse cualquier día, Alfonso. Pedí una cerveza y me mantuve silencioso. Eva hablaba y hablaba. A mí me resultaba insufrible. Cuando estuvo algo picada, me besó como si fuera una amazona y me lamió la cara. Luego me dijo Vamos a tu cuarto. No, Eva, a mi cuarto no, le dije yo, necesito descansar. En realidad me encontraba muy cansado, y además tenía ganas de estar solo. Aun así, salí con Eva. Nos besamos junto a la entrada del bar, al pie de las escaleras. Eva me tocaba el pene y gemía. Un viejo mozo pasó junto a nosotros y nos quedó mirando. Yo aparté a Eva y subimos las escaleras. Salimos a La Colmena. Te embarco en un taxi, le dije a Eva. No, me dijo ella, toda seria, yo quiero irme contigo. No puedo llevarte, Eva, entiende, tengo que descansar. Ella se quedó parada frente a mí, con los brazos cruzados, y me dijo Si no me llevas a tu cuarto no me vuelves a ver nunca más. La llevé a mi cuarto en un taxi. Allí hicimos el amor. Al terminar, Eva me dijo Quiero quedarme a dormir. Yo me enfurecí y le dije que no podía quedarse, que yo quería estar solo, que era un poeta y que necesitaba escribir al día siguiente antes de ir al puto gimnasio. Ella insistía en quedarse. Yo insistí en que se fuera. Está bien, me dijo, me voy, pero nunca más sabrás nada de mí. Te vas a quedar solo, eres un egoísta, no sabes apreciar la compañía que una te da. Yo, sentado en el borde de la cama , guardaba silencio mientras ella se vestía. Por qué no me dices qué te pasa, me decía, por qué no me dices qué sientes, somos enamorados, tienes que confiar en mí, por qué estás tan melancólico y tan molesto. Sólo quiero quedarme a acompañarte, pero si no quieres que me quede, está bien, quédate solo, quédate solo para siempre. Eres un sonso que no se da cuenta de que alguien lo ama. Yo hubiera querido decirle que estaba así porque me había dado cuenta que la vida no era la vida, porque mi propia vida estaba truncada, porque no la quería a ella, a Eva, porque nos estábamos haciendo daño con una relación bastante extraña... Pero me quedé callado. No sabía cómo decirle todo lo que necesitaba decirle. Bajamos a tomar el taxi. Ya era de madrugada. Ambos callábamos, parados en la acera, esperando algún taxi noctívago. Yo me sentía apenado y enojado, pero también aliviado. Necesitaba estar sin Eva. Inesperadamente, ella me abrazó por detrás. Me dijo que me tranquilizara, que ella comprendía mis cambios anímicos, que igual me amaba, que no me preocupara. Nos besamos y yo le pedí perdón. Ella me perdonó y quedamos bien. Tomó un taxi y se marchó.
La última vez que hablé con Eva fue por teléfono. Ella me llamó a casa de mis padres para invitarme a salir, pero yo le dije que no podía. Ella insistió e insistió y yo perdí los papeles. Le grité, le dije que no quería salir, que me dejara en paz. Ella, muy indignada, colgó. Ese mismo año, gracias a una beca, me marché a España a estudiar. No supe nada más de Eva. Ella era un divino tormento para mí, por eso me asusté cuando vi a aquella mujer inmóvil pintada de gris y vestida de cortesana en San Sebastián, tan parecida a ella.
La Noche era fresca. Contemplaba el Igueldo, la isla de santa Clara, el monte Urgull... Estaba contento. Contento de estar en san Sebastián y de que aquella mujer pintada de gris no hubiera sido Eva.