miércoles, 16 de diciembre de 2009

Diamante hallado en una cabeza

La Angustia y la depresión me han alejado de los prójimos
Me han hecho tan diferente entre los muertos
Hace mucho que no me reconozco
Y no sé cuál será mi lugar
Nunca sé dónde estar
Un diamante se incrustó en mi frente
Y vi cómo lo oscuro se encendía
Vi parques de llama
Puertos de hielo
Ángeles que se mesaban los cabellos
Viejos demonios que violaban con sorna a los ángeles más jóvenes
Bosques donde mi tristeza me perdía
La mano de una deidad, cargada de pastillas, se acercó
Como una patena
Y tragué esas hostias de diversos miligramos
Aprendí a vivir adormecido
Mi vida está tan en el Mundo
Que se aleja peligrosamente de su apariencia
Y se pega a la Realidad de saliva y de semen
Aprendí a pronunciar oraciones pegajosas
Cubiertas de sangre, de lodo, de arcilla
Estoy tan en el Mundo
Tan en su víscera
Que parezco alejado de él
Mi Angustia y mi depresión no tienen causa
Están tan en mí
Que parecen ajenas
Vago por desiertos de amatista
Donde siempre acaece un atardecer
Con encuentros pavorosos
Los monstruos que conozco están hechos a mi medida
El Sol se espeja en mis manos
Acostumbradas a asir el vano viento
La depresión y la Angustia me han alejado de los hombres
Y me han acercado a los dioses
Me han alejado de la amada
Y me han conducido a las bacantes cubiertas de desgracia
Con ellas me entiendo mejor
Mi vida ha sido salvada por la depresión y la Angustia
Por ellas se ha perdido y ha renacido
A través de una ceguera llena de luz
La depresión y la Angustia me han enseñado que nada tiene causa
Ni ellas ni el Mundo ni la vida ni yo
Ni la Soledad que me lleva por los malecones más sombríos
Ando como un poseso
Siguiendo el perfume de la melancolía
Ebrio de depresión y de Angustia
Causándome
Dando vueltas alrededor de una caricia que mata
Tomando el veneno ingénito de la vida
Para seguir perdido
Para ser mi propia causa

Feliz Navidad

Faltaba poco para llegar a Lima. A través de la ventanilla del avión, Alfonso miraba las nubes enormes, blancas, acolchadas. Pensaba en cómo sería caer desde esa altura. Le daba vértigo, pero también sentía cierta liberación. Caer desde esa altura sería delicioso,blando, deleitoso. Habría tiempo para pensar, incluso hasta para reflexionar mientras se caía. Sintió demasiado vértigo, así que dejó de mirar por la ventanilla. Reclinó la cabeza en el espaldar del asiento. Cerró los ojos. No había podido dormir en todo el viaje, a pesar de haberse atiborrado de pastillas para dormir. Ya quería llegar a Lima. Le hacía mucha ilusión ir a pasar la Navidad a su casa. Hacía dos años que la pasaba fuera, en España. Recordó cómo la había pasado el año anterior. Se había quedado en Salamanca, donde estudiaba. Había comprado dos bolsas de paella congelada y una botella de dos litros de Coca Cola. Había salido a caminar en la Noche. Se había preparado la cena. Había tomado muchos ansiolíticos y había fumado mucha marihuana. Finalmente, había recibido las doce a solas. Se había dicho Feliz Navidad, y había recordado las Navidades de antaño, aquellas que pasaba en compañía de su familia. Recibió las llamadas de su madre, de su padre, de su abuela, de sus hermanos. Cenó. Bebió Coca Cola. Fumó marihuana. Tuvo Nostalgia. Sintió su Soledad. La Navidad anterior a esa la había pasado en Barcelona, con su amigo Sansón Arbizu y su familia. Ahora, después de dos años, la pasaría con los suyos. Estaba alegre, tanto, que había dejado de sentir la desazón que venía sintiendo desde hacía un mes poco más o menos. Pensó en su malestar. De un momento a otro había sentido una terrible Angustia. Sentía que se ahogaba, que estaba solo en medio de una pesadilla. Poco a poco había ido deprimiéndose. Una depresión de gran magnitud lo aplastaba. No comía, no tenía ganas de hacer nada, ni siquiera de leer y de escribir sus cuentos y sus poemas. Sólo fumaba marihuana y tomaba antidepresivos y antipsicóticos que no lo aliviaban, sino que, todo lo contrario, lo hacían sentirse mucho peor. Pero los tomaba porque el psiquiatra que lo había examinado en Lima hacía cuatro meses se los había recetado. Había bajado de peso, diez o quince kilos. Se pasaba los días tirado en su cama, pensando en lo que le pasaba. No podía dormir. El insomnio lo atenazaba. Tenía miedo, pero no sabía de qué. Tenía los nervios de punta. Sentía que se le moría el alma. No sabía a quién acudir. No sabía a quién pedir ayuda. La Angustia y la depresión lo devoraban silenciosamente. Se hallaba desesperado, flébil, atormentado. Su mente no funcionaba bien. Su pene estaba muerto. No se le encendía la libido. No se le erectaba el miembro. Era un muerto en vida. Su vida era lúgubre. Sin embargo, al subir al avión se había reanimado. Estaba alegre e ilusionado. Le parecía haberse convertido en un hombre nuevo.
Mientras el avión aterrizaba, Alfonso miraba el Mar y los botes de los pescadores. El Sol iba ocultándose poco a poco. Qué grato era estar otra vez en Lima. Al concluir el aterrizaje la mayoría de los pasajeros aplaudió. Era día veinticuatro, vísperas de Navidad. Toda la gente parecía estar contenta. Después de pasar por migraciones, Alfonso recogió su maleta y salió. Buscó a sus familiares con la mirada, pero no los encontró. Fue hacia los teléfonos públicos. Quiso llamar a su casa, pero no tenía monedas de su país. Decidió esperar. Al cabo de un cuarto de hora, vio llegar a su papá. Se abrazaron. Al separarse, su papá le dijo Estás flaco. Sí, he bajado de peso, dijo él. Mientras conversaban llegó su novia. Se abrazaron y se besaron. Luego salieron. Hacía calor. Alfonso vio cómo sus dos hermanos y su amigo Claudio se aproximaban a donde él estaba. Se encontraron. Hubo más abrazos. Mamá no vino porque se quedó arreglando la casa, dijo Fernando, el hermano menor de Alfonso. Se quedó en la casa, pero nos prestó el carro, acotó Julio, el segundo hermano de Alfonso. El papá de éste dijo que él iría en combi. Como no se llevaba bien con la mamá de sus hijos, prefería no subir a su carro. Alfonso, sus hermanos, su novia y Claudio fueron hasta donde estaba el carro, acomodaron la maleta en el maletero y se subieron. Fernando manejó. El Sol anaranjado iba ocultándose. Alfonso estaba feliz. Propuso ir a La Punta antes de ir a casa, en Maranga. Fernando se desvió. Alfonso abrió la ventanilla y dejó que el viento lo cacheteara. Cuando llegaron a La Punta compraron cerveza en una tienda y luego fueron a estacionarse frente a una playa. El Sol ya se había acostado. Bajaron del carro y comenzaron a beber. Conversaron bastante. Se fueron cuando comenzó a anochecer. Al llegar a casa, Alfonso acarició a sus dos perras en el jardín. Luego entró a la sala. Allí encontró a su mamá, sumida en mil ajetreos. La abrazó fuerte y la besó varias veces. La casa estaba hermosa. Su mamá la había decorado con buen gusto y profusión. Saludó también a su abuela, que lloró de emoción al verlo. Luego subió a su habitación acompañado por su novia. Cuando estuvieron solos, a puerta cerrada, se abrazaron y se besaron. Alfonso padeció una dura erección. Se bajó la bragueta y se sacó el pene, yerto y resurrecto. Alzó el vestido de su novia, le bajó las bragas y se lo metió con fuerza. Se tendieron en el suelo. Pasados unos minutos, ambos se corrieron. Alfonso se sintió feliz. La Angustia y la depresión habían quedado atrás. Satisfecho, se fue a duchar. Se sintió aún mejor cuando estuvo duchado y con ropa limpia. Acompañó a su novia al paradero y la embarcó en un taxi. Al volver a su casa, su hermano Fernando le propuso ir a pasear en el carro de mamá. Alfonso accedió. Ya era de Noche. Se fueron primero a "El Pollón" de la avenida del Ejército. Allí comieron un par de sánguches de pollo y bebieron una jarra de chicha. Conversaron. Estuvieron contentos. Después subieron al carro y fueron hasta la iglesia Corazón de María. Fernando se estacionó. Alfonso salió del carro. La gente salía de la iglesia. Alfonso entró y contempló los ornamentos del templo. Al salir, se encontró con Fernando y juntos volvieron al carro. Retornaron a Maranga. Alfonso le dijo a Fernando que fuera a casa de un amigo llamado Cristian para comprarle marihuana. Fueron a la casa del amigo y le compraron diez soles de yerba. Poco rato después, estaban estacionados a un lado del Parque de las Piletas. Alfonso se hizo un porro y comenzó a fumar. Fernando no quiso dar ni una calada. Cuando Alfonso terminó de fumar fueron a la casa de unos amigos. Estos amigos eran tres hermanos llamados Gabriel, Ernesto y Daniel. Tenían una hermana llamada Fabiola con la que Alfonso había tenido un breve idilio. Tocaron el timbre. Ernesto fue quien abrió. Saludó a Alfonso y a Fernando efusivamente y los hizo pasar. En la sala estaban Gabriel, Daniel, Fabiola, los padres de éstos, un señor con pinta de extranjero y una chica con pinta de extranjera. Alfonso y Fernando saludaron. Daniel les presentó al señor y a la chica con pinta de extranjeros. Eran su futuro suegro y su futura esposa, y ambos eran ingleses. Daniel hacía cinco años que vivía en Europa y había ido a pasar la Navidad con su familia. Alfonso estuvo muy hablador. Le dijo a Daniel que no le había escrito porque quería estar tan bien como él para hacerlo; también dijo que era un honor estar donde estaba y que se alegraba mucho de ver a sus amigos. Ernesto les alcanzó un par de copas. Alfonso propuso un brindis por la futura boda de Daniel y todos brindaron y bebieron. Faltaba poco para las doce. Alfonso y Fernando se despidieron de todos y se fueron a su casa.
Sentados a la mesa, Alfonso y su familia esperaban a que fueran las doce. Cuando el reloj marcó la hora esperada, hubo abrazos y besos. Después de los saludos y de los parabienes, llegó la cena. Mientras la mamá de Alfonso servía la comida, éste se comenzó a sentir terriblemente solo, deprimido y angustiado. Tuvo ganas de decirle a su familia que se sentía mal. Estuvo a punto de pedirles ayuda, de pedirles auxilio. La euforia ya se le había pasado, y ahora volvía a sentir la terrible Angustia y la depresión horrenda, pesadillesca, que había sentido en Salamanca. No sabía qué hacer. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar la palabra Auxilio.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Enfermedad mental

"Cuando me paro a contemplar mi estado"
-Garcilaso de la Vega-

Cuando me paro a contemplar mi estado
Padezco mareos amarillos
Veo mirlos desalados, muertos, desplumados
La cabeza de la Esfinge me aplasta
Deshago guirnaldas de crisantemos
Me doy cuenta que sé muy poco de mí
No sé nada del que creo que soy
No sé cómo estoy
Porque no me aquieto
La inquietud me arrastra por los prados
Me lleva por calles y plazas
Hace que roce a gente que ignoro y que me ignora
Estoy disperso, enfermo, mohíno,
Envilecido, deprimido, vagaroso,
Grisáceo, desesperado, angustiado
Pero en realidad no sé cómo estoy
Soy el que ignoro ser
Cada Noche encuentro un hermoso brazo en la orilla
En cada Alborada hallo una sombra temblorosa al pie de la alameda
Del Crepúsculo me viene una música vaga
Y estoy muerto de tanto vivir
Y estoy vivo de tanto morir
Los estorninos vuelan en bandadas mientras el tañer de las campanas se oscurece
La Noche nace en mi pecho
Y, en la oscuridad, sigo andando al borde de los más terribles abismos mentales

El padre Xavier

Era el año 2000, año jubilar en el que todos los católicos buscaban la indulgencia plenaria. Yo tenía veintidós años y se me había encendido el espíritu religioso. Quería ser sacerdote y salvar mi alma. En aquel tiempo estudiaba Periodismo, pero estaba pensando en dejar la carrera para dedicarme al servicio religioso. Había sido aspirante franciscano, pero me había retirado del aspirantado porque algo dentro de mí me empujaba a buscar otra cosa. Corría el mes de Agosto. Yo me había inscrito en un seminario sobre la Eucaristía que se realizaba en un colegio de Pueblo Libre, cerca al Queirolo. Las jornadas duraban de seis a nueve de la noche. El primer día que fui, durante el descanso, mientras leía el libro de san Juan en mi Biblia Nácar-Colunga de tapas rojas, alguien se sentó a mi lado. Yo percibí la presencia, pero seguí leyendo. Leía el pasaje en el que Jesús decía "Yo soy el pan de vida,""El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él"etc. ¿Lees a san Juan?, me preguntó el que se había sentado a mi lado. Lo miré. Era un tipo flaco de casi treinta años, de cabello corto, ojos oblicuos, nariz grande y aguileña, boca delgada, dientes grandes, y que vestía como seminarista. Sí, leo a san Juan, le dije. Buena lectura, me dijo él. Yo me quedé callado. ¿Perteneces a alguna congregación?, me preguntó. No, ¿y tú? Yo pertenezco a una congregación que se llama Misioneros de la Eucaristía. ¿Y quién es el fundador? Yo. Ah, qué interesante, ¿eres sacerdote? Sí. Yo quisiera ser sacerdote. Puedes serlo, por medio de la gracia de Dios. Lo sé. ¿Cómo te llamas? Alfonso. Mucho gusto, Alfonso, yo me llamo Xavier. Mucho gusto, Xavier. Aquel día Xavier y yo nos conocimos y conversamos mucho. Al día siguiente nos volvimos a ver. Xavier me contó que había pertenecido a la Orden de los dominicos, pero que se había marchado por ciertas discrepancias con el superior. También me dijo que trabajaba en un colegio religioso de mujeres. Yo le conté que estudiaba Periodismo, pero que estaba a punto de abandonar la carrera por motivos religiosos. Él me dijo que si yo quería podía pertenecer a su congregación. Yo le dije que sería un honor, que estaría encantado. ¿Y cuántos son en la congregación?, le pregunté. Sólo yo, me respondió él. Guardé silencio. La congregación recién la he fundado, me dijo Xavier, tiene poco tiempo de vida. Me encantará pertenecer a tu congregación, le dije. Él se mostró contento. Luego me dijo que si yo quería podía dar clases en el colegio en el que él enseñaba. ¿Clases de qué ?, le pregunté. Sólo tendrías que hablar de temas como la fe, la resurrección de Cristo, el hogar cristiano, la asignatura se llama educación pastoral. Yo le dije que daría esas clases con mucho gusto. Cuando, al cabo de una semana, el seminario terminó, Xavier y yo ya éramos buenos amigos.
Fui al colegio en el que Xavier enseñaba un Lunes por la mañana. El colegio estaba entre la avenida Brasil y el coliseo Chamochumbi. Xavier me salió a recibir. Juntos entramos al despacho de la directora, una clarisa un tanto subida de peso que también era superiora del convento que quedaba al lado del colegio. Xavier me presentó. La directora me hizo varias preguntas sobre mis estudios y mi credo. Le caí bien y me regaló un rosario que a ella le había dado el Padre Pío. Me dijo que podía empezar a dar clases cuando quisiera. Al día siguiente di mi primera clase a las alumnas de segundo de secundaria. Les hablé de la fe, y les cité a san Pablo, a san Agustín, a Unamuno. Definitivamente, me equivoqué. Yo les di una clase que estaba bien para universitarios, pero no para chicas de trece o catorce años. También les di clase a las chicas de quinto de secundaria. Ese día, al salir del colegio, en lo que más pensaba era en las chicas a las que les había dado clase. Varias de ellas eran muy guapas, y yo, que era un libidinoso, no había dejado de notarlo. Aleja de mí toda tentación, Dios mío, susurraba yo mientras pensaba en las chiquillas de segundo y de quinto de secundaria. Al día siguiente también fui a dar clase. Esa vez, Xavier y yo salimos juntos. Él usaba una camisa negra con cuello clerical. La gente, por la calle, lo miraba con gran respeto. Te invito a almorzar a mi casa, me dijo. Yo acepté la invitación. Su casa estaba por el chifa Brasil. Era una casa de un solo piso, con una cocina , un comedor, un baño y una habitación espaciosa en la que dormían Xavier, su padre y su madre. Xavier me presentó a sus padres. Su madre era baja, y tenía cara de mala. Era narizona y dientona, y había sido profesora. En ese entonces ya estaba jubilada. El padre de Xavier había sido militar y también estaba jubilado. Era alto, y tenía cara de buena gente. Sus ojos eran pequeños y su nariz y su boca parecían la nariz y la boca de un payaso. Conversé bastante con los padres de Xavier. Ellos me atendieron bastante bien.
Por aquel tiempo, llegó a Lima un enviado papal. Él iba a oficiar misas masivas y a otorgar la indulgencia plenaria. Xavier me avisó y fuimos a verlo al centro de Lima, donde lo exhibirían al público en una procesión. Lo llevaron en andas por casi todo el centro. Yo me fijaba mucho en él. Era corpulento, cargado de espaldas, tenía la cabeza cana y su cara era roja. Mientras lo transportaban, él iba rezando el rosario. Una banda tocaba, y los sahumadores esparcían el incienso. Yo me sentí bien. Se lo dije a Xavier. Deja que esa sensación de bienestar fluya, no la pienses, me dijo. Al día siguiente, el enviado papal oficiaría su primera misa masiva. Ese día, fui muy temprano a la casa de Xavier. Él me entregó una camisa negra con cuello clerical recién planchada. Se lo agradecí y me la puse. Luego nos fuimos al Campo de Marte, donde se celebraría la misa. Ésta fue larga y cansina. Cuando acabó, Xavier y yo nos fuimos a almorzar a un chifa.
Con las camisas con cuello clerical entrábamos a donde queríamos. Entrábamos a las misas masivas sin hacer cola, entrábamos a la Catedral a escuchar conciertos de música clásica, entrábamos a museos. Cuando murió Vargas Alzamora entramos a sus exequias. Xavier abrazó fuerte al padre Martín Sánchez, dándole el pésame. También le besó el anillo a Cipriani. Yo no se lo besé, se me pasó. Las camisas que usábamos eran como prerrogativas. ¿Pero Xavier era sacerdote de verdad? ¿Y acaso yo era sacerdote para usar una camisa así? Preocupado, le pregunté a Xavier ¿A ti te han ordenado sacerdote? No, todavía, me dijo, pero eso es lo de menos. Yo no creía que eso fuera lo de menos, pero seguí firme en mi andadura religiosa.
En el colegio, Xavier había decidido que yo me quedara con las chicas de segundo. Ellas y yo nos hicimos buenos amigos. En mis clases ellas escribían sus preguntas en un trozo de papel que luego me alcanzaban. Las preguntas podían ser de cualquier índole, y en los papelitos no se debía poner el nombre de la alumna. Las preguntas sobre sexo menudeaban. Yo las respondía sin rebozo. Fuera de clase, algunas chicas se me acercaban y me contaban sus cosas. Una chica me contó que tenía una amiga lesbiana que la acosaba constantemente, otra chica me dijo que había perdido su virginidad y que se sentía sucia, y otras chicas se me acercaban para contarme cosas de ese estilo. Yo les hablaba y las aliviaba, quitándoles ante todo cualquier tipo de Remordimiento. Luego, cuando estaba a solas, pensaba en lo que me contaban, y me lo imaginaba todo, y me excitaba terriblemente, y me sentía un sucio e infame pecador. Yo le había prometido a Dios que no me masturbaría ni tendría pensamientos lujuriosos por el resto de mis días. Y trataba de cumplir con el Señor.
Mi amistad con Xavier parecía fortalecerse. Él insistía en que yo debía mantenerme casto. Yo le aseguraba que así permanecería. Juntos, dábamos largos paseos al atardecer. Íbamos a Barranco,íbamos al malecón de Miraflores, íbamos al malecón de san Miguel, dábamos vueltas por Magdalena y por san Isidro. Yo ya casi no iba a estudiar. Llegó la Primavera. Un día, Xavier hizo algo que me disgustó sobremanera. Él y yo bajábamos del segundo piso. De pronto, él se detuvo al escuchar la bulla que provenía de los salones. Me dijo que lo esperara y subió. Cuando estaba por llegar al salón de segundo de media, una chica cerró la puerta con fuerza. Xavier pensó que le habían cerrado la puerta en la cara. Abrió la puerta y llamó a la chica que la había cerrado. Ella salió y él la condujo hasta donde yo estaba. Allí le dijo ¿Qué crees que has hecho? ¿Te parece bonito? ¿No te das cuenta que has hecho una estupidez? ¿Y sabes cómo se les dice a las que hacen estupideces? ¿Por qué hiciste eso? ¡Te debería dar verguenza! ¡Eres una insensata! A la chica se le llenaron los ojos de lágrimas. Xavier la estaba humillando como mejor podía. Desde el salón de segundo, las chicas miraban a su compañera. ¡La próxima vez voy a hacer que te boten del colegio! ¡No voy a parar hasta que te echen de aquí!, decía Xavier. A la chica se le salieron las lágrimas. Yo quería decirle a Xavier que parara, que ya era suficiente ensañamiento con la pobre chiquilla. Pero me quedé callado. ¡La próxima vez que hagas esa estupidez hago que te pongan de patitas en la calle! ¡Así que ya sabes! ¡Ahora lárgate! La chica se fue, llorando. Al día siguiente, mis alumnas me reprocharon el no haber hecho nada para ayudar a su compañera. Yo les pedí disculpas.
Un fin de semana, Xavier y yo salimos de paseo. Nos fuimos a Chosica y desde allí seguimos hasta Barbablanca, en Huarochirí. Allí había un lugar llamado Villa Natalia, al cual accedimos pagando tres soles cada uno. Fuimos a la orilla del río. Era un día espléndido. El Cielo era celeste y el Sol rutilaba. Varias colinas rodeaban el valle. Se respiraba aire puro. Me saqué el polo y el pantalón y me quedé en calzoncillos. Xavier hizo lo mismo. Nos metimos al río. Allí Xavier se sacó el calzoncillo y me lo mostró, sonriente. Cuando salimos del agua, nos sentamos sobre una gran piedra. Nos pusimos a conversar, y el tema de la masturbación salió a flote. ¿Cómo fue la primera vez que te masturbaste?, me preguntó Xavier. Yo comencé a masturbarme desde muy pequeño, le dije, me tocaba mucho, habían muchas cosas que me excitaban. Mientras hablaba, me fijé en Xavier. Tenía los muslos juntos y las piernas torcidas, reprimiendo una erección. Lo que yo le contaba lo excitaba. Pensé que podía ser homosexual. Le dije que prefería hablar de otro tema y dejamos lo de la masturbación a un lado. Al atardecer, comimos lo que Xavier había llevado. Arroz con pollo hecho por él mismo. Estaba rico. Xavier cocinaba bien.
Dejé de usar la camisa clerical. Yo no era cura, por lo tanto no tenía por qué usarla. Mi relación con Xavier comenzó a tornarse conflictiva. Él insistía en conversar sobre la congregación y yo le decía que no había nada que hablar sobre eso, ya que la congregación, realmente, no existía. Xavier había inventado una congregación, y se había inventado a él mismo, al padre Xavier. Le gustaba que en el colegio le dijeran padre; le gustaba que lo trataran como si fuera un sacerdote, no siéndolo en absoluto. Recuerdo que una vez discutimos en el parque del Faro, en Miraflores. Él me decía que mi fe estaba flaqueando, y yo le decía que él estaba engañanado a los demás. Después de la discusión, nos calmamos y nos dimos un abrazo. Él me dijo que me amaba como se ama a un amigo, y yo le dije que también lo amaba.
El día x de Octubre era cumpleaños de Xavier. Él decidió irse a Chosica conmigo un día antes para recibir las doce. Al día siguiente, sus padres, su hermana y su sobrino irían a encontrarnos allí. Fuimos, pues, a Chosica. Llegamos en la Noche. Nos hospedamos en un hotel y, a eso de las once, salimos a caminar. Fuimos por el Parque Central, nos acercamos al Cristo blanco, bajamos al mercado. Finalmente, entramos a un restaurante. Antes de comenzar a cenar, fui al baño y me tomé seis diazepam de diez miligramos-en aquel tiempo, me había vuelto un adicto a los ansiolíticos, ya que mi vida religiosa estaba llena de asperezas y de privaciones. Mientras cenábamos, las pastillas hicieron su efecto. Me sentí relajado, ebrio, contento. En medio de la cena, dieron las doce. Felicité y abracé a Xavier. Después de cenar, volvimos al hotel. Yo me quedé dormido con rapidez, ya que estaba dopado. Al día siguiente, por la mañana, me despertaron unas cosquillas en la espalda. Estaba tendido de costado. No me moví. Las cosquillas continuaban. Me concentré en la sensación. Era la boca de Xavier, que me rozaba la espalda. Este es maricón, pensé, puta madre. Me moví un poco. Oí sollozar a Xavier. Sus lágrimas mojaron mi espalda. Sufre porque sabe que lo nuestro es imposible, pensé. Sentí pena por mi amigo. Imaginé su sufrimiento. Estaba enamorado de mí, y apenas podía permitirse rozar mi espalda con sus labios. Me moví. Él se apartó de mí. ¿Te molesta que haya venido a tu cama?, me preguntó. No, le dije. Preferí hacerme el tonto antes que hablar sobre lo que había pasado. Ese día la pasamos bien con los padres, la hermana y el sobrino de Xavier.
Enseñé en el colegio hasta Noviembre. Luego salí. Volví a masturbarme. Se me quitaron las ganas de ser cura. Todo había sido una veleidad. Un día, al salir de la universidad donde estudiaba Periodismo, llamé a Xavier y le dije que yo dejaba de pertenecer a la congregación. Todo es mentira, le dije, tú no eres sacerdote, yo tampoco soy sacerdote, y la congregación no es oficial. Yo seguiré haciendo mi vida de laico. Xavier se desesperaba y me decía que teníamos que hablar, que no me apresurara. Yo le dije que ya tenía las cosas bien claras, y que no tenía nada más que decirle. Un día fue a buscarme a la universidad. Nos fuimos a un parque a conversar. Tú engañas a la gente, Xavier, le dije, les haces creer que eres sacerdote, haces que te llamen padre, y no eres ningún cura. No puedes seguir mintiendo así. Yo lo sé, hermano, me dijo, por eso ya no uso la camisa con cuello clerical, y ya he presentado mi renuncia al colegio. No abandones la congregación, ya he hablado con un sacerdote para que la haga oficial. Yo ya no tengo el fervor religioso que tenía, le dije, ya no quiero ser sacerdote, quiero buscar mi propia verdad libremente, por otro camino. Pero hermano, no me abandones, por favor, piénsalo. Después de decirme eso, se arrodilló ante mí y me dijo Perdóname si te he fallado. Hey, por favor, no hagas eso, le dije, y lo ayudé a levantarse. No me dejes, me dijo con un hilo de voz. Yo seguiré siendo tu amigo, le dije. Gracias, hermano, gracias, me dijo él.
En Diciembre, un día antes de mi cumpleaños, Xavier me llamó y me invitó a salir. Fuimos a Chaclacayo, de Noche. Xavier llevaba una caja de vino tinto en una mochila. Nos sentamos en la banca de un parque solitario, y comenzamos a beber. La pasamos muy bien. Bebimos, conversamos, reímos. La cosa no pudo estar mejor. Sin embargo, después de aquella ocasión, yo preferí evitar a Xavier. Cuando me llamaba yo le decía a quien hubiese contestado que no estaba, y cuando me buscaba me hacía negar. Poco antes de Navidad, me dejó un sobre con cuarenta soles. Ese era mi pago por meses de enseñanza en el colegio. La víspera de Navidad, me fui a comprar libros a Amazonas y después me fui a tomar cerveza al Cordano. De pronto, Xavier apareció. Yo había olvidado que un día antes habíamos hablado por teléfono y habíamos quedado en encontrarnos en el Cordano a las dos. Recuerdo que conversamos, bebimos, y no tocamos para nada el tema de la congregación. Nos despedimos en la avenida Abancay y nos deseamos una feliz Navidad. Nunca más volví a ver a Xavier.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Circe

A salvo de la razón
Felizmente hechizado
Fui un simple animal que andaba a cuatro patas
Fornicando con adolescentes rijosas
Ya no tuve culpa
Ya no era culpable
Aunque matara a un hombre y bebiera su sangre tibia
Fui convertido en un lobo gris, vagaroso, taciturno
Aullaba todas las noches
Amando a la Luna
El hombre es un mal animal
A mí la hechicera me libró de mi humanidad
En su palacio de mármol
Pasábamos el día comiendo y bebiendo
Y en las noches copulábamos
Mi tristeza era irracional
Me gustaban las cuevas
Y los prados
Me gustaba beber el agua de los ríos
Lo único bueno que tiene el hombre es su parte animal
Aspiraba el perfume de las flores hasta estornudar
No me preocupaba la Muerte
No sabía qué era la Muerte
Y tampoco sabía qué era la vida
Sólo vivía
Oh animalidad
Oh Beatitud
Era una más de las bestias que vivían con la hechicera
Constantemente le agradecía la metamorfosis
Lamiendo sus manos blancas, suaves, sabias
Sin embargo, la bienaventuranza se acabó
Después de no mucho tiempo
Cuando llegó Odiseo
Y nos rescató

El gato blanco

Tenía dieciocho años y no me atrevía a entrar a aquella habitación. Sin embargo, aquel día había decidido entrar. Tenía la llave, y estaba resuelto a abrir la puerta cerrada durante tanto tiempo. Sabía que entrar me haría daño, pero quería hacerlo. Necesitaba hacerlo. Cuando abrí la puerta sentí un olor a polvo, a ropa de mamá y a meados de gato. Entré. Cerré la puerta. Me quedé parado mirando la habitación. No había ni un mueble. El piso estaba cubierto de polvo. A mi lado derecho estaba el clóset, abierto y lleno de ropa vieja, apolillada. Recordé cómo era antes esa habitación. Volví a instalar la cama de dos plazas, la mesa de noche, la cómoda. Volví a ver a mi madre en su habitación, peinándose o empolvándose la cara, sentada en su cama, mirándose en un espejo de mano. La volví a ver tendida de costado en su cama, reposando, o leyendo una revista. Me volví a ver a mí jugando con mis dos hermanos menores, saltando desde la cama hasta la cómoda, o metiéndonos en el clóset a contarnos historias. Había habido vida en aquella habitación. Daba pena verla ahora desnuda, vacía, escueta. Me senté en el suelo. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Hacía tres años que mis padres se habían separado. Mi mamá se había ido a vivir a una casa en Monterrico con mis dos hermanos menores y yo me había quedado con mi papá en la casa de Maranga. La habitación que había sido de mi mamá era francamente deprimente. Ya estaba pensando en salir cuando de pronto oí un ruido en la ventana. Miré. Charles asomaba la cabeza por la parte rota de la ventana. Me miró y se detuvo. Al reconocerme, maulló y entró a la habitación. Fue hacia donde yo estaba. Lo acaricié. Empezó a ronronear. Charles era un gato albino, gordo y traumado. Nos lo había regalado tía Natalia, pues su gata había tenido crías. Cuando Charles llegó a la casa yo tenía catorce años. Todos le profesamos un cariño inmediato. Era realmente enternecedor, todo chiquito y blanco y suave. Mi mamá dormía con él, y lo cuidaba como si fuera un hijo más. Mis hermanos y yo lo hacíamos jugar, y mi papá lo acariciaba cada vez que lo veía. Nuestro buen perro "Champ", un labrador color caramelo, era tan manso que dejaba a Charles pasearse por el jardín con toda libertad.
Pasó el tiempo y Charles creció. El ser que más amaba era mi mamá. Dormía con ella, iba al baño con ella, la esperaba mientras ella se duchaba, estaba con ella mientras ella se vestía, se tendía en su regazo mientras ella se maquillaba, desayunaba con ella. Cuando ella se iba al trabajo , él se quedaba mirándola a través del ventanal de la sala. A mí y a mis hermanos ese apego a mi mamá nos comenzó a resultar odioso. Fue por aquellos tiempos cuando, jugando a la pelota en el jardín, rompimos parte del vidrio de la ventana del cuarto de mi mamá. Mi mamá iba a cambiar el vidrio al día siguiente, pero olvidó su propósito cuando se dio cuenta que Charles podía usar esa parte rota como entrada. Efectivamente, en la madrugada, cuando mi mamá ya había cerrado la puerta de su cuarto, Charles, de regreso de sus andanzas noctívagas, entraba a la habitación por esa parte rota de la ventana. Y dormía con quien él creía que era su madre.
Debo aclarar que mi mamá siempre durmió sola en esa habitación. A mi papá le gustaba dormir solo, y nunca se avino a dormir con mi mamá. Eso era extraño para mí, que veía, en las casas de mis amigos, una sola cama para los padres de éstos. Mi papá tenía un cuarto en el primer piso y ahí dormía. Siempre fue así, desde que tuve uso de razón.
Acabada la digresión, prosigo.
Charles pasaba tanto tiempo con mi mamá que incluso olía a ella. Cuando mis hermanos y yo salimos de vacaciones, nos quedábamos con el gato todo el día. Este imbécil huele igual que mamá, decía yo. Sí, ese gato imbécil, decía mi hermano Julio. Vamos a bañarlo para que se le quite ese olor, proponía mi hermano Fernando. Un día estábamos especialmente coléricos y decidimos darle a Charles una lección. Este imbécil cree que es hijo de mamá, ahora a va a ver, decía yo. ¡Vamos a torturarlo!, exclamaba mi hermano Julio. Sí, vamos a la sala de torturas, indicaba yo. Entramos al cuarto de mi mamá, cerramos la puerta y comenzamos a torturar a Charles. Le dábamos palmazos, le jalábamos la cola, lo pateábamos. El pobre animal no sabía qué hacer, sólo gritaba y trataba de huir. Sin embargo, nosotros éramos chiquillos muy crueles y no lo dejábamos escapar. Recuerdo que en los peores momentos, se orinaba. Cuando eso sucedía, nos poníamos muy furiosos y yo lo cogía de la cola, le daba varias vueltas y lo arrojaba contra la pared. El regreso de mi mamá a casa debía ser algo maravilloso para Charles. Ya no se separaba de ella hasta el día siguiente. Nosotros lo torturamos durante un buen tiempo, hasta que él comenzó a ocultarse. Se ocultaba desde que mi mamá se iba hasta que regresaba. Entre los brazos de ella seguramente se sentía protegido, seguro, redimido.
Cuando mi mamá y mi papá comenzaron a discutir con asiduidad, a nosotros se nos pasó la cólera que nos inspiraba Charles. Nos dimos cuenta que habíamos sido injustos, y que existían cosas más graves que un gato que amaba a su ama. Después de cada discusión, mi mamá se iba a su habitación con Charles cargado, y allí permanecía abrazada a él, llorando. La mala relación de mis padres nos afectó a mis hermanos y a mí en gran manera. Una vez vi a Charles en el patio, disfrutando del Sol de un día primaveral. Sin que se diera cuenta, me acerqué a él y lo cargué. Me miró asustado. Yo lo acaricié y le pedí perdón por haber sido tan malo con él, por haberle pegado. Desde aquel día Charles dejó de ocultarse. Mis hermanos también lo acariciaban y también se habían arrepentido de haberlo maltratado.
Un buen día, mi mamá se fue de la casa junto con mis hermanos. Se llevó su cama, su mesa de noche, su ropa, sus cosméticos, su cómoda. Dejó su cuarto vacío. A mí me dijo que se iba un día antes. A mi papá no le dijo nada. Todo fue inesperado, intempestivo. Recuerdo que esa noche oí que Charles maullaba de una manera muy extraña en el cuarto de mi mamá. Su maullido parecía un llanto de niño. Pobre Charles. Lo imagino llegando al cuarto de mi mamá, contento y anheloso; lo imagino entrando y buscando a mi mamá. Mira a todos lados y no ve ni a mi mamá ni al mobiliario de la habitación. El pobre se habrá llenado de desconcierto, de angustia, de pena, de desesperación. Seguro que todas las noches volvía al cuarto esperando encontrar a quien él consideraba su madre. Y no encontraba a nadie.
Después que mi mamá se fue, Charles fue entrando a esa etapa vagabunda, errátil, techera, a la que entran todos los gatos en algún momento. Se ausentaba durante semanas, pero siempre volvía y pasaba unos días conmigo y con mi papá. Luego se volvía a ir. Al cuarto de mi mamá creo que iba todos los días, quizá esperando encontrarla.
Charles seguía ronroneando mientras yo lo acariciaba. Me sentí terriblemente unido a él. Los dos extrañábamos a mamá.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Tu canto en llamas

Floresta de Silencio
Al Alba de blanco aliento
Cuando haber despertado es algo grato al fin
Al cabo de la Noche oscura
De la Noche de afuera y de la Noche de adentro
Mudo, el rocío canta
Andando por el prado recién despierto
Entre los bostezos de la yerba
Y el fresco silbo del aura
Con el misterio de ser de nuevo
Tú también eres otra vez
Congregas las alondras
Y haces temblar a los álamos
Tu aliento se mezcla con el de las rosas
Tu canto es infinito como el Cielo
Eterno como el Mar
Tibio como el resuello de las vacas
Si algo me sostiene
Es tu canto en llamas
Tu canto encendido entre los árboles
Incandescente en la orilla
Dulce sobre las flores
En tu canto están el Cielo y el Infierno
Lo mortal y lo inmortal
Lo finito y lo infinito
En tu simple canto de todas las mañanas
En el canto que me susurras cuando despierto y me tiendo en tu regazo

Mujer en azotea

Eran las dos de la mañana y no podía dormir. Salió a la azotea y fue hasta el pretil. Allí se apoyó y miró los tejados, las luces de los postes, los cerros negros a lo lejos. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Dio una profunda calada. Al echar el humo, miró al Cielo estrellado. Hacía bastante frío, a pesar de que era Primavera. En Lima sólo existen dos estaciones, pensó ella, el Verano y el Invierno, nada más. Dio otra calada al cigarrillo. Ah María, estás jodida, se dijo, quieres regresar a tu casa y no puedes. De pronto se sintió terriblemente triste. Volvió a su cuarto diminuto y se sentó en el borde de la cama. Hincó los codos en los muslos, y apoyó la mandíbula entre las manos. Pensó en sus hijos, a quienes no veía hacía varios días. Pensaba en ellos con una tristeza inútil. Le vinieron los calores. Se sintió sofocada y malhumorada. Maldita menopausia, pensó. Volvió a salir a la azotea.
María tenía cuarentaicinco años y era madre de tres hijos. El mayor tenía veintidós años, el segundo tenía veinte y el tercero tenía quince. Los tres vivían con su papá. El tercero estudiaba en el colegio, el segundo tocaba la batería en una banda de rock y el primero se dedicaba a escribir poesía. María hubiese querido que sus dos primeros hijos estudiaran en la universidad. Había hablado con ellos varias veces sobre eso, pero ellos continuaban haciendo lo que les gustaba, sin importarles un ardite la universidad. Hacía seis años que María se había separado de su esposo. Se había ido de la casa familiar, ubicada en Maranga, con sus dos hijos menores. Su esposo se había quedado con su hijo mayor. María y sus dos hijos menores se fueron a vivir a una casa en Monterrico. Allí estuvieron dos años. Luego se marcharon a otra casa en Monterrico, donde vivieron otros dos años. Al cabo de esos dos años, María conoció a un tipo llamado Fermín en una reunión en la casa de una amiga. Fermín era policía, y había luchado contra los terroristas en las zonas rojas. Una vez, durante un enfrentamiento, una granada estalló muy cerca de él y le destruyó la parte derecha de la cara. Fujimori, presidente en aquel entonces, había hecho que lo operaran y que le reconstruyeran el lado deshecho de la cara. Después de la operación, Fermín volvió a lucir la misma cara de antes. Fujimori lo había condecorado. María y Fermín se atrajeron mutuamente. Poco tiempo después de conocerse se hicieron novios. María se enamoró ciegamente y decidió dejar a sus hijos e irse a vivir con Fermín. Habló con sus hijos y les dijo que ya no tenía plata para seguir viviendo donde vivían, y que lo mejor era que ellos se fueran a vivir a casa de su papá. Así lo hicieron, y María se fue a vivir con Fermín a Pueblo Libre, a un cuarto que estaba en la azotea de una casa donde se alquilaban habitaciones. Su vida con Fermín fue disoluta. Bebía con él casi todos los días, a cualquier hora. Fermín inhalaba cocaína, y siempre le preguntaba a María si quería un poco. Ella nunca quería. Fermín la golpeó en más de una ocasión. Cuando sus hijos la vieron un día con un ojo morado, y le preguntaron qué le había pasado, ella dijo que se había caído. Sus hijos le creyeron. María les había presentado a Fermín. Sus dos hijos mayores lo habían aceptado como pareja de su madre, pero el menor no lo había aceptado de ninguna manera, más bien lo había odiado con todas sus fuerzas. Cuando cumplieron un año de convivencia, María se cansó de Fermín. Dejó de amarlo de un día a otro, así de simple, y le dijo que se iba a vivir a otro lado. Fermín le suplicó que no se fuera, incluso le lloró, pero ella siguió firme en su propósito. Hubiera querido volver a la casa de Maranga, pero su esposo, que estaba enterado de todo lo que pasaba, le tenía prohibida la entrada. Así, María decidió irse a la casa de su hermano Andrés, en Surco. Allí la recibieron con los brazos abiertos y le dieron un cuarto en la azotea. Voy de azotea en azotea, había llegado a pensar María. Su hermano Andrés, mayor que ella, vivía con su esposa Alicia, con su hijo José, que era autista y que tenía treinta años, y con su hijo Andrés, que tenía veintiocho y que estudiaba Ingeniería civil en la universidad. Fermín había ido a buscar a María varias veces, pero ella se había hecho negar. Al cabo de dos meses, la madre de Fermín llamó a la casa del hermano de María y pidió hablar con ella. Cuando María se puso al habla, la madre de Fermín le dijo que su hijo había intentado suicidarse tomando calmantes. María le dijo a la madre que iría a ver a Fermín, pero no lo hizo. No quería saber nada de él. Sólo quería rehacer su vida, encontrar un trabajo, volver a vivir con sus hijos.
Ya eran las tres de la mañana. María seguía sentada en el borde de su cama, pensando. Le daba miedo la vejez. Con frecuencia se sentía deprimida, y no le hallaba ningún sentido a su vida. Ella atribuía eso a la menopausia. Salió nuevamente a la azotea y encendió otro cigarrillo. Oyó el rugido de una moto. Era su hermano Andrés, que llegaba de comprar cerveza, seguro. Para comprobarlo, fue hacia la escalera de caracol y aguzó el oído. Oyó pasos en la cocina y, al cabo de un rato, el sonido de una botella de cerveza al abrirse. Bebe para no matarse, pensó. Y era cierto. Años atrás, su hermano había intentado matarse cortándose las venas. Lo llevaron a un hospital psiquiátrico y allí lo aliviaron bastante. Le recetaron pastillas que debía tomar durante toda su vida, pero él las dejó al poco tiempo de haber vuelto a su casa, y las reemplazó con cerveza. Cada vez que se deprimía, se iba a comprar cerveza y bebía solo, escuchando a Gardel y hablando solo. Así vivía desahogadamente. Loco de mierda, pensó María. Volvió a su cuarto y abrió un cajón de la mesa de noche. Allí habían papeles y trocitos de un billete de cien soles. Había sido José, que andaba de arriba para abajo con unas tijeras, cortando todo papel o billete que encontraba. Chico de mierda, pensó María. Cerró el cajón y se sentó en el borde de la cama. Le volvieron los calores. Se agitó la chompa. Pensó en lo sola que estaba. Sintió una gran desolación. Consideró su estado. Se vio desde fuera de sí misma, completamente sola, lejos de sus hijos, en un cuartucho de azotea, recluida, abandonada. Ya no soy joven, se dijo. La menopausia ya la atenazaba. Ya padecía sus síntomas. Se estaba haciendo vieja. Envejecer así, a solas, en un cuarto de azotea, pensó. Le temía a la vejez, y le temía a la soledad. Pero justamente estaba sola y vieja. Una lágrima resbaló por su mejilla. Consideró que lo que le pasaba era justo. Estoy recibiendo un castigo, se dijo. Se sintió muy deprimida, como en tantas otras ocasiones. Salió del cuarto y dio vueltas por la azotea, fumando. Miró al Cielo. Se sintió sola y asustada. Sin embargo, se dijo que no acabaría sola, que volvería a vivir con sus hijos, y que encontraría a alguien que la quisiera. Se apoyó en el pretil, se limpió las lágrimas, arrojó el cigarrillo y lo pisó.

jueves, 3 de diciembre de 2009

El hilo mortal

El claro de Luna sobre el Mar
El húmedo grito de las olas
La inexplicable tristeza de ser
Cuán sencillo es mirar las estrellas
Y sentir el peso del Destino en la espalda
Probablemente toda cara sea una careta
Y nadie haya visto de verdad a los hombres
Los espejos negros del río reflejan el Caos
Los árboles guardan los aullidos de los hombreslobo en sus frondas
En el templo de los centauros Quirón anuncia una nueva edad de oro
Apocalipsis de bolsillo que todo el mundo lleva
Para combatir la cordura
Morir al pie de una flor
Extrañando al Hogar
Morirse sin morir
Una casita entre los abetos
Para vivir sin vivir
Sólo necesito esta clase de días
En los que todo sabe a lágrima y a enojo
Cuando era joven no me dolían las flores marchitas
Ahora cada una de ellas es un hincón
Ha pasado el Tiempo y he sido aporreado por la vida
Al andar por las calles nocturnas
Percibo que algo se está yendo
Y que algo está viniendo
Como las mujeres de los pescadores que esperan
A quienes se van a pelear con el Mar
Así alguien podría esperarme cuando
Salgo a pelear con la Noche
Cuando voy, mortal y sucinto, a perderme entre los faroles
Sólo son fieles la estrella y la Muerte
Y el hombre que le es fiel a la Muerte
Aunque no quiera
Alguna vez ya no estaré en esta terraza
Y mi paso habrá sido una vislumbre apenas
Hay algo más que morir en el acto de morir
No sé bien qué dejaré
Además del Mar, de los collados, de los ríos
Quizá me deje a mí también
El hombre medita entre los juncos
Mientras cantan los grillos
Y considera su Fatalidad
Su raro y efímero papel en la Comedia
Qué más decir sino que me comería las manos considerando este querer y no poder
Decir la vida mortal y breve
Qué hacer sino sentarme a callar o a ulular lo que me pasa
Y lo que pasa
Y ver cómo las Parcas embellecen
Y cómo me van bañando con su rocío
Hasta que llegue el día más elocuente
Hasta que se rompa el hilo

Perro semihundido

La mirada del perro era suplicante, desvalida y tierna. Estaba hundido hasta el cuello en una arena morada con matices anaranjados. Dirigía la vista hacia un Cielo naranja y ocre, o más bien hacia una mancha donde se insinuaba una extraña forma indefinible. El resto del espacio era también anaranjado. Era una escena inquietante. Era un perro que se hundía en la arena y que esperaba, con mirada implorante, que alguien lo sacara de allí. La pintura inspiraba desolación, orfandad. El perro estaba absolutamente solo y sin embargo parecía estar mirando a alguien. Era el "Perro semihundido", de Goya. José lo contemplaba por primera vez en su vida, sinceramente impactado. No se cansaba de verlo desde todos los ángulos. Perdió la noción del tiempo mientras lo admiraba. Estuvo largo rato frente a la pintura. Cuando se fue, le temblaba todo el cuerpo y no podía respirar bien. Ya no vio más pinturas, sino que salió directamente del museo. En el Paseo del Prado le dio un ataque de Angustia. Sentía que se ahogaba. Tuvo que detenerse y tranquilizarse. No podía quitarse de la mente la pintura de Goya que había visto.
El desamparo de aquel perro era un desamparo humano. ¿Pero por qué me impactó tanto? ¿Por qué me ha dado tanta Angustia? Si hubiera venido antes no me habría pasado esto. Antes yo era un hombre a quien le gustaba su vida. Vine a Madrid a los veintiocho años. Visité el Prado, pero no vi al perro, o si lo vi ni siquiera le presté atención. Y es que mi estado de vida era otro. Al llegar aquí, comencé a trabajar en la redacción de un periódico. Hice amigos con gran facilidad. Tuve una novia. Me parecía que no me podía ir mejor. Extrañaba a mi familia, pero sin gran tristeza. Sabía que podía ir a verlos a Perú cuando quisiera. Me iba bien en mi trabajo. Me gustaba mucho trabajar en la redacción. Ese había sido mi sueño de toda la vida: trabajar en una redacción. Podría decir que con mi novia, mis amigos y mi trabajo era un hombre feliz. Hasta que, poco después de cumplir treinta años, todo comenzó a cambiar. Me daban depresiones sin causa, padecía ataques de Angustia que tampoco tenían causa, sentía una desazón permanente. Era como si el alma se me hubiese caído. La felicidad o el contento que sentía se hizo trizas. Soporté todo lo que pude, hasta que fue demasiado. Entonces dejé a mi novia, dejé el trabajo, dejé de frecuentar a los amigos. Pasaba los días encerrado en mi cuarto. Poco a poco el dinero se me fue acabando. Cuando ya no tuve ni un céntimo, tuve que pedirle dinero a mis padres. Les dije que había dejado de trabajar porque esperaba un trabajo mejor en otro periódico. Ellos creyeron lo que yo les decía, y me enviaron dinero desde Perú. Ahora tengo treintaiún años y me lo siguen enviando. He tenido que decirles que la cosa está mala y que no hay trabajo, cosa que en cierta medida es verdad. Una tarde me fui a pasear al Retiro y, mientras se ponía el Sol, escuché una voz a mis espaldas que me decía Vas a ser un desgraciado. Volteé, alarmado, y no vi a nadie. Sentí un escalofrío. Recuerdo que era Primavera. Seguí de pie, mirando los jardines y el Sol bermejo que se ocultaba, esmaltando frondas y ramajes. De pronto, volví a oír la voz Vas a ser un desgraciado. Volteé nuevamente y otra vez no vi a nadie. Desde aquel día empecé a escuchar voces dentro de mí. Esas voces me insultaban, me hablaban de cosas absurdas, me indisponían conmigo. La depresión aumentó. Andaba deprimido casi todo el tiempo. Y los ataques de Angustia se multiplicaron. A cada rato sentía que me ahogaba, y tenía ganas de gritar o de echar a correr en los momentos más inesperados. También me dio insomnio. Me era absolutamente imposible dormir. No dormía ni de Noche ni de día. Pensé que me iba a volver loco. Decidí ir al psiquiatra. Le conté todo lo que me pasaba. Él me dijo que no había podido llegar a un diagnóstico, pero me recetó un montón de pastillas que hasta hoy tomo. Ahora soy lo contrario de lo que era cuando me consideraba un hombre afortunado. Soy mi antónimo. Sigo escuchando las voces que me incordian a cada rato, diciéndome que soy un desgraciado, que la mala fortuna me persigue, que no debo quererme. Me sigo sintiendo deprimido. Menos que antes, claro, pero en el fondo me siento deprimido siempre. Además de eso estoy gordo, y para colmo padezco de disfunción eréctil. El psiquiatra dice que ambas cosas, la gordura y la disfunción, son efecto de las pastillas que tomo. Por cierto, las pastillas que tomo también las compro con un dinero extra que me envían mis padres. Ya ni me acuerdo qué les inventé para que me enviaran el dinero. La mujer que fue mi novia, Natalia, me llama de vez en cuando y me dice que podríamos quedar en vernos algún día, pero yo prefiero que no nos encontremos, no quiero que vea lo gordo que estoy, y tampoco quiero que note mis ataques de Angustia, o que vea que me he convertido en un pobre diablo incapaz de sostener una conversación de un minuto. Los amigos de antaño también me llaman. Me dicen que podríamos ir a tomar una copa, como antes, y yo les digo que estoy muy ocupado escribiendo una novela, lo cual es totalmente falso. Y en realidad a mí me gustaría salir con los amigos y echar una o varias copas, pero el ánimo no me deja, y las pastillas tampoco. Así que paso mi vida recluido en mi cuarto, y sólo salgo para vagar sin rumbo por las calles diurnas o nocturnas de Madrid.
José cruzó la pista y se adentró por la calle de Las Huertas. Allí entró a un bar, se acercó a la barra y pidió una Coca Cola. Seguía pensando en el perro semihundido que había pintado el Sordo genial. Las manos le temblaban. No podía respirar bien. Sacó un pequeño tubo de plástico del bolsillo de su pantalón. Lo abrió y vertió una pastilla en la palma de su mano. Se la tomó con un sorbo de Coca Cola.
Ese pobre perro. Ese maldito perro que me ha crispado los nervios. Ese Sordo magnífico que ha logrado algo que sólo intuyo. Ese perro soy yo. Estoy hundido como ese perro, y espero inútilmente que alguien me salve. Estoy condenado a hundirme por completo. Me he ido hundiendo poco a poco y la arena ya me llega al cuello. Es difícil que me salve. Mi mirada suplicante no encuentra a nadie que lo pueda hacer. Si Natalia y mis amigos se enteraran de lo que me pasa, sin duda intentarían sacarme del arenal en el que yazgo. Pero ellos no pueden ayudarme. Estoy seguro que no pueden... Lo que me pasa es demasiado fuerte. Mi hundimiento es fatal.
Bajo el Cielo encapotado del Otoño, José caminaba por la Gran Vía. La pastilla ya había hecho efecto y se encontraba más tranquilo. Aún pensaba en el perro, pero lo hacía con más calma. Mientras andaba, recordó que al terminar con Natalia se iba de putas con gran regularidad. Una Noche, se quedó dormido junto a la puta y, al despertar, se sintió terriblemente solo y asustado. Esa sensación de Soledad y de miedo aún lo acompañaba. Pensó en el perro. Oyó sus gañidos.
El perro representa la condición humana. Todo hombre está como el perro, solo y medio hundido, esperando vanamente que alguien lo salve. Todos crean, con sus ojos implorantes, una imagen que representa a su salvador. Sin embargo, ese salvador es un invento. No existe. Cada uno se hunde a solas.
José siguió andando por la Gran Vía. Sacó otra pastilla y se la tomó.
El perro aún puede salvarse. Lo sé. Ahora lo sé. En lugar de quedarse quieto y esperar a ese salvador que nunca llegará, puede agitarse, rascar la arena, hozar en ella, y ladrar, ladrar, ladrar mucho. Aunque no salga, se hundirá dignamente. Habrá luchado. Y su lucha valdrá algo aunque sólo sea ante él mismo.
Cuando llegó a la Plaza Mayor, José se detuvo un momento. Oyó un ladrido a sus espaldas. Cuando volteó no vio a ningún perro.