jueves, 13 de agosto de 2009

Cambio de trabajo

A Víctor Raúl Mendoza

Tenía veintisiete años y era un vago. Vivía solo en un cuarto alquilado, en la cuadra x de la avenida del Ejército. Me dedicaba a intentar escribir una novela y a fumar marihuana. Consideraba que había perdido, o que estaba perdiendo, vanamente mi juventud. Había estudiado Periodismo, Filosofía y otra vez Periodsimo, y no había terminado nada. Era un frustrado. Pero creía que la Literatura iba a salvarme, sólo tenía que escribir la novela, presentarla a un editor y sentarme a esperar la gloria y la fama. Escribía todos los días, en la mañana o en la tarde, y en la Noche me dedicaba a leer. Estaba seguro que mi novela, una vez acabada, se haría famosa. Entonces yo podría vivir de la Literatura. Sería una verdadera victoria personal, me arreglaría la vida, me sacaría de ese aislamiento voluntario y fatal. Todos los días salía a caminar por el malecón, por los parques, y miraba el Mar plateado, inmenso, y me preguntaba si mi trabajo y mi aislamiento valdrían la pena. Vivía sólo para escribir. Constantemente pensaba en mi obra y la consideraba infame. No me creía un buen escritor. En ocasiones me pasaba días y noches enteras pensando que yo jamás sería capaz de escribir una obra digna. Era un verdadero tormento. El tiempo pasaba y yo no me hacía famoso y desesperaba en silencio. Yo daba mi vida por mi obra. Estaba obsesionado. Quería ser un escritor reconocido.
¿Por qué no buscas trabajo?, me preguntó mi mamá en una reunión familiar. Llevas mucho tiempo sin hacer nada. Sería bueno que trabajaras en algo. Yo le expliqué a mi mamá que en esos momentos no podía trabajar, ya que estaba totalmente consagrado a mi obra. Ella me explicó a mí que debía buscar trabajo, porque no pensaba darme más dinero. Acepté buscar trabajo.
Era Invierno. El Cielo limeño, blanco y grisiento, el frío y la neblina me deprimían. Tenía que fumar marihuana para alejar la depresión que me invadía. Un Domingo en la Noche cogí el periódico y me fijé en la sección de empleos. Encontré un trabajo de relaciones públicas.Lo señalé con el lapicero. La entrevista era al día siguiente, Lunes, a a las diez de la mañana. Era en la sucursal de una empresa, en la cuadra x de la avenida san Luis. Asistí con traje, como todos. Me había molestado tener que levantarme temprano, pero ahora también me molestaba estar entre gente ávida de trabajo que esperaba sentada en un salón, en carpetas. Al entrar nos habían dado un número. Nos llamaban en grupos, por número. Del 34 al 42, pasen, decía una voz por un altavoz, y los buscadores de trabajo pasaban. En realidad subían a un salón a entrevistarse. Había dos salones, por lo tanto iban pasando dos grupos a la vez. Del 42 al 49, pasen al salón A; del 50 al 57, pasen al salón B. Y ellos y ellas pasaban, subían y cada grupo entraba al salón que le correspondía. Yo estaba nervioso, pero no lo aparentaba. Parecía el hombre más tranquilo del mundo. Parecía, y esto era cieto, que estaba allí muy a pesar mío, pero que no me interesaba, que igual asistiría a la jodida entrevista. Cuando entramos al salón éramos tres mujeres y cuatro varones. Un hombre grueso, muy seguro de sí mismo, cholón, atildado, nos invitó a sentarnos. Se apellidaba Ramírez. Trabajaba en la empresa. Necesitaba gente con mucha disponibilidad de tiempo. Nos preguntó nuestros nombres y apellidos. Se los dimos. Comenzó con su cháchara. Yo ya estaba relajado y no sentía nada de nervios. En un momento, Ramírez le preguntó a una de las chicas ¿Qué haría usted, María, si yo le digo que nos vamos en viaje de negocios a Bogotá el Miércoles? La chica titubeó y luego le dijo Tendría que pensarlo, consultarlo con mis padres. Ramírez la quedó mirando un rato y luego se vovió hacia mí. ¿Y usted, Alfonso, qué me diría si le digo que nos vamos en viaje de negocios a Bogotá el Miércoles?, me preguntó. Le diría que está bien, que prepararía mi equipaje, le respondí. Ramírez pareció muy contento con esa respuesta.Nos dijo que si nos interesaba un buen trabajo de relaciones públicas y si teníamos disponibilidad de tiempo regresáramos para seguir una capacitación de dos semanas, que si nos ganábamos el trabajo íbamos a ganar mucho dinero, a viajar, a vivir contentos, y otras cosas. De la entrevista ya se salía decidido a algo. A tomar el trabajo, aunque no daban muchos datos de él, o a dejarlo. Asistí a la capacitación. Éramos quince más o menos, pero durante la semana íbamos disminuyendo en número. Al final de la primera semana sólo quedamos ocho. Eran varias horas de capacitación, y a todas se asistía con traje. Escuchábamos lo que decía Ramírez, tomábamos apuntes. Nos hablaban de las relaciones públicas, pero no del trabajo en sí. La directora de esa sucursal de la empresa era una mujer de unos treintaitantos años que hablaba como venezolana, muy guapa, artificial, vivaz, y que a veces intervenía en las clases de capacitación.Se llamaba Viviana. Contaba cuentos de animales que tenían al final un apotegma y todo un tema de reflexión en torno a la vida y al éxito. A mí me disgustaban esas cosas. Me parecían enormes estupideces. Te querían vender una concepción de la vida, una filosofía bastante grosera y perogrullesca. En ocasiones, Viviana ponía música y nos hacía bailar. Yo trataba de hacer dignamente el ridículo. Ramírez nos paraba hablando de la plata y del lujo. Mostraba su reloj, su bolígrafo, su chaqueta y decía que él podía comprarse esos carísimos artículos gracias al trabajo que tenía en la empresa. ¿Pero cuál era el maldito trabajo? Eso no lo decían, ni siquiera lo insinuaban. Cuando preguntábamos sólo nos decían que era un trabajo en el que ganaríamos mucho dinero. Yo me sentía agobiado. No me sentía yo realmente. Ya no era el vago sin horarios, el escritor enfrascado en la composición de su obra. Ya no podía escibir. Las clases de capacitación eran de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Llegaba a mi cuarto a las seis, leía algo, fumaba un porro, comía y me dormía. No tenía fuerzas para escirbir. En realidad no tenía ganas de escribir. Estaba deprimido y algo angustiado. Mi rutina de vida había variado muy abruptamente. Lo único que me tranquilizaba era la marihuana. Fumaba a la hora de almuerzo, caminando por los parques, y volvía a las clases de capacitación con muy buen humor. Fumaba mucho en la Noche, andando por el malecón, o tendido en mi cama, viendo la tele.
La segunda semana de capacitación, trabé conocimiento con una chica de diecinueve años llamada Andrea. Durante la primera semana yo me había fijado mucho en ella. Era bajita, rubia, de unos cándidos ojos verdes, de nariz respingada, de boca rosácea, de buenas piernas. Un día me decidí a hablarle y nos hicimos amigos. Todas las tardes la acompañaba a su casa, que estaba cerca de allí, en san Borja. Me enamoré inmediatamente de ella. Eso siempre me pasaba, veía a una mujer que me gustaba y me enamoraba de ella. No podría explicarlo, pero mi alma aleteaba cada vez que veía a una mujer guapa.Durante esa segunda semana revelaron el secreto del trabajo. Se trataba de ofrecer a empresas y a personas particulares un método para leer velozmente teniendo plena comprensión de lo leído. El último día de la capacitaión fue un Viernes. Andrea no asistió. Al día siguiente, Sábado, nos iban a tomar un examen. Fui a buscar a Andrea. La encontré en su casa. Me dijo que no quería trabajar en la empresa, que lo veía todo muy hipócrita y mezquno, que Ramírez y Viviana sólo pensaban en el dinero. Era cierto. Yo también debía irme. Yo también comprendía el juego de la empresa. Íbamos a ser vulgares vendedores, íbamos a sacarle el dinero a la gente, íbamos a ganar mucha plata. Seríamos triunfadores y exitosos. Cuán mal me sentía en las capacitaciones. Y sin embargo, seguía allí. Quería ganar dinero. Quería tener plata. Me iba olvidando que era un escitor. Ya ni siquiera leía, sólo fumaba, veía la tele y dormía. Andrea me dijo que ella no daría el examen. Yo le dije que la iría a ver después del examen.
Al día siguiente di el examen. Nos dieron los resultados después de tenernos esperando una hora. Los siete habíamos pasado el examen y ya pertenecíamos a la empresa. Fui a buscar a Andrea. Le conté lo ocurrido. Ella se alegró por mí. Fuimos a Chacarilla a pasear y después volvimos a san Borja. Anduvimos, de Noche, por los bellos parques de san Borja. En uno de esos parques le dije a Andrea que la amaba. Le expliqué que yo amaba inmediatamente. Nos dimos un beso bajo el Cielo invernal. Nos convertimos en enamorados.
Comenzaría a trabajar el Lunes de nueve a cinco y media. Me había resignado muy prontamente a mi destino. Había pasado de ser un vago escritor a ser un trabajador.También me había resignado a usar traje. El primer día de trabajo asistimos todos al local central de la empresa, en san Isidro. Todos los trabajadores estaban allí, en una especie de fiesta matinal en la que cantaban, bailaban, comían bocaditos y bebían gaseosa. Traté de no sentirme tan ridículo, pero fue imposible. Y lo más sorprendente era que yo me había metido solo a todo ello. Después del ágape los de la sucursal de la avenida san Luis nos reunimos. Nos formamos en parejas, junto con otros vendedores ya veteranos,y nos dividimos. A mí me tocó ir con Ramírez. Fuimos al Seguro social. Allí Ramírez me hacía hacerle un test a las estudiantes, y a partir de ese test venderles el método de lectura veloz. Ninguna picó. A mí me pareía una estafa lo que hacíamos. Era decirle a la gente tú vas a leer más rápido y a comprender más lo que lees si sigues nuestro método. Y cobrarle casi mil dólares por eso. Ramírez me observaba como un zorro. Cuando volví a donde él estaba me preguntó ¿Nada? Nada, le respondí.
Mi vida no era mi vida. Yo no había sido hecho para el rabajo. Pero ahí estaba, intentando vender métodos de lectura veloz. Levantarme temprano me tenía devastado. Además dormía poco. Cada vez que me levantaba, sentía miedo y náuseas. Cada día que pasaba me hallaba más angustiado. Estaba trabajando. Estaba haciendo lo que no quería. Con Andrea me distraía bastante. Ella se preocupaba por mí. Me veía cansado y se alarmaba. Soñaba con una relación larga y feliz. No me quería entregar su virginidad. Pero yo la amaba. Ella era muy inteligente, y muy bella.
Pasaron tres semanas. Bajé considerablemente de peso. No había vendido nada y cada día estaba más harto del trabajo. Yo no sirvo para esto, pensaba. Debería renunciar. Sin embargo, continuaba trabajando, autodestruyéndome. Hacía lo que me tornaba más infeliz. Trabajar. Un día me levanté y me di cuenta de que ya no amaba a Andrea. Eso también solía, y suele, sucederme. Me levanto un día y me doy cuenta que ya no quiero a quien quería. Dejé de llamar a Andrea, y dejé de contestar sus llamadas y sus mensajes. Me imagino que sufrió mucho. Cada mañana, yo era consciente del karma que me tocaría agotar. Una mañana, fui con dos vendedores veteranos y con una gorda coqueta al Hospital de enfermedades neoplásicas. Allí teníamos que vender el método ese de los cojones. Me pareció excesivo.Intentar vender métodos de lectura veloz a las personas que esperaban a que sus parientes salgan de las quimioterapias, me parecía muy fuerte. Recorrí los pasillos. Olía a desinfectante, a enfermedad, a agonía, a muerte. No era el mejor lugar para vender métodos de lectura veloz. Y yo ¿quién era?
Ya no sabía quién era. Sólo cuando fumaba marihuana me sentía unificado. Luego, me parecía que yo era un desconocido para mí mismo. ¿Dónde estaba el escritor consagrado plenamente a su obra? ¿Dónde quedaba mi ideal de vida ociosa, teorética? ¿Y qué hacía con esa gente, vendiendo métodos de lectura veloz? Creía que era un infeliz, un frustrado. Estaba deprimido y estresado. Estaba enfermo por ir a trabajar. Llamé desde un teléfono público a mi amigo Vuonero, que trabajaba en el Centro de Lima. ¿Cómo estás?, me preguntó. Muy mal, le respondí. Muy mal. ¿Qué pasa? Es una historia larga de contar. Entonces ven para almorzar juntos y me cuentas.
De acuerdo.
Salí de Neoplásicas sin la más mínima intención de volver al trabajo. Eché mi carpeta a un tacho de basura. Me desanudé la corbata. Me desabroché dos botones de la camisa. Me fumé un porro. Una vez que hube fumado, tomé un micro que me llevó hasta Wilson. Allí me apeé y entré por la Plaza Francia. Seguí por Camaná. Vuonero me esperaba en la puerta del Queirolo. Alto, fuerte, con los ojos oblicuos, blanco y de rasgos orientales, miraba a todas partes. Al vernos, nos saludamos y nos dimos un fuerte abrazo. Hacía tiempo que no nos veíamos. Entramos al Queirolo y ocupamos una mesa. Pedimos el menú. Conversamos.
-¿Por qué vistes tan elegantemente?-me preguntó Vuonero.
-Estoy trabajando-Y le conté toda la historia.
Trajeron el menú.
-El problema, hermano-le dije a Vuonero-, es que este trabajo no me gustó, pero necesitaba y necesito dinero. Pero me siento deprimido, angustiado, raro...
-Es que no estás haciendo lo que quieres- aseveró mi amigo.
-Lo sé.
-Tú camina por el Centro y fíjate en la cara de la gente. Todos están amargados, molestos. Y están así porque no les gusta lo que hacen. Yo soy un vago, a mí me gusta ser un vago, pero un vago con plata- Tomó tres cucharadas de sopa seguidas. Prosiguió-Tú sabes que yo trabajo vendiendo antiguedades, estampitas, monedas, y otras cosas, y sabes que vendo manuscritos del siglo XVII por Ebay. Eso de Ebay a mí me da mucha plata. Con eso mantengo a mis hijos y a mi mujer. Y soy feliz trabajando en eso. Soy un mercachifle, un vago más. Pero un mercachifle y un vago con plata. Hacer lo que quieres y tener plata, en eso se resume la vida.
-¿Yo podría trabajar contigo?
- Por supuesto, hermano, pero yo sólo puedo ofrecerte doscientos soles al mes-Pensé en los veinticinco mil que podría ganar en el trabajo que no me gustaba y que me hacía infeliz, y sonreí.
-De acuerdo, Vuonero, entonces cuándo empiezo.
-Mañana mismo.Pero vamos al sótano, para que conozcas.
Vuonero trabajaba en el sótano de un pringoso edificio de la cuadra ocho de Jirón Camaná. En una mesa rectangular y larga había tres computadoras. Dos de ellas eran usadas por dos amigos de Vuonero. Había manuscritos por todos lados. En la otra pieza había libros, revistas, juguetes, estampillas, monedas, todo en gran cantidad. Acá vas a trabajar reuniendo estampitas, clasificando libros, ordenando revistas, me dijo Vuonero. Me pareció bien. Ese trabajo me gustaba. Era a mi familia a la que no le iba a gustar. Seguramente no les gustaría el cambio de trabajo para nada. Vuonero y yo nos fumamos un porro en el sótano. Me sentí tranquilo, desestresado. Me había liberado de un trabajo, de un motivo de infelicidad.
En la tarde, salí del sótano y me fui caminando por el bulevar Quilca, por la plaza san Martín y por Jirón de la Unión. Miraba las caras infelices de la gente. Cuando llegué a la Plaza de Armas mi celular comenzó a sonar. Miré el número. Era Ramírez. No contesté. Me llamó como seis veces. También me llamó Viviana, tres veces. Apagué el móvil. Me senté en una grada de la Catedral. Consideré que estaba en mi lugar. Recordé que era un vago y un escritor, y que tenía un trabajo en un sótano. Saqué un porro. Lo encendí. Miré al Cielo. Me deprimí un poco. Aun así, no podía estar mejor.

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