sábado, 8 de agosto de 2009

Hachís de bar

Desperté a las nueve menos cuarto. Era un día de Agosto. Estuve dando vueltas en la cama hasta las once, con una inquietud inexplicable, pensando en esas cosas de la vida que, como avispas, a veces pican. Me levanté. Fui al baño. Oriné tristemente.Volví a mi habitación y encendí el ordenador. Me di cuenta que había olvidado tomar los antidepresivos de las diez, los antidepresivos y el antipsicótico, ah y también el modafinilo. Tomé tardíamente las pastillas y me senté frente al ordenador. Revisé mi correo. Una amiga llamada Sheyla, que es médico, me escribía diciéndome que se había tomado vacaciones hasta el Domingo- era Miércoles- y que quería ir a dar un paseo por Salamanca. Yo me turbé. Porque yo no quería ver a nadie. Porque me iba muy bien en mi obra y estaba encerrado en mi cuarto escribiendo todos los días como un endemoniado, trastrocando y desbaratando los horarios, viviendo en mi propio atormentado y pequeño mundo. No quería ser molestado. Me quedé pensando en qué contestarle a esa amiga. No podía, de ningún modo, decirle el verdadero motivo. Mi aislamiento literario, mi ostracismo poético, no serían fácilmente entendidos. Yo le tenía mucho afecto a Sheyla, pero estaba tan embebido en la escritura de mis cuentos y de mis poemas, que me resultaba imposible ver a alguien. No quería ver ni a mi madre. Estaba loco. Le respondí a mi amiga, diciéndole que me iba a París al día siguiente, que ya nos veríamos cuando volviera. Obviamente, le mentía. Me sentí mal por haber tenido que mentirle. Me iba a ir a París, pero la semana siguiente.
Me lavé la cara, me puse una camiseta y salí de casa. Era un día caluroso. Fui al bar de la esquina. Me comí silenciosamente un pincho de jeta. No bebí nada. Al salir fui a la carnicería y compré jamon york, pan de molde y un zumo. Volví a casa. Ya eran las doce . Me dio hambre. Me preparé tres sandwiches con jamon york y mayonesa. Mientras comía miraba quién merodeaba por los espacios cibernéticos del msn. Me encontré virtualmente con Daniel, mi amigo de Maranga que es artista y que estaba viviendo en Grenoble. Le pregunté si estaba trabajando en su obra. Me dijo que sí, que justo en ese momneto estaba haciendo un zapato de barro para usarlo como molde y hacer uno de cera. Era para una performance que haría en Setiembre allá en Francia.Con un video, diálogos de Vladimir y Estragon y una serie de zapatos, me explicó. Yo traté de imaginar la performance. No pude. Hablé con mi amigo sobre las cosas pasadas, sobre los amigos que estaban en Perú, sobre su próximo matrimonio. A eso de la una y media nos despedimos. Yo necesitaba dormir para escribir ese cuento o ese poema que me obsesionaba, que no me dejaba tranquilo. Me eché en la cama. No pude evitar compararme con mi amigo Daniel. Él estaba trabajando en su obra y yo estaba poltroneando. Me consideré un haragán. Me quedé dormido.
Desperté a las cinco. Todo aturdido, oí el móvil. Contesté. Era mi mamá. Me dijo que me conectara al msn, que necesitaba hablar conmigo. Me levanté. Me conecté al msn. Mi mamá me dijo que me había conseguido un pasaje Madrid-París-Madrid bastante económico. Yo quería viajar a París pero era muy inepto como para sacar un pasaje por internet, así que mi mamá se había ofrecido a sacarme uno en una agencia de viajes cuya dueña era amiga suya. Le agradecí su ayuda. Le pregunté cómo estaba el clima en Lima. Me dijo que hacía un frío de mierda. Le conté lo de Sheyla. Me dijo que hacía muy mal al no acogerla. Yo le dije que necesitaba estar solo y que no quería que nadie me molestara. Ella me reprochó mi aislamiento y volvió a decirme que hacía muy mal. Yo le pedí que no siguiéramos hablando del tema. Ella me dijo que no me desconectara por ningún motivo, ya que tenía que pasarme algunos datos del pasaje. Se conectó Bruno, un muy buen amigo de Lima, y me dijo que había leído uno de mis cuentos en el blog. Le pregunté cuál había leído. Me dijo cuál y me manifestó que me consideraba un degenerado. Me preguntó si lo que escribía era real o ficticio, o si era una mezcla de ambas cosas. Le respondí que lo que parecía real era ficticio y que lo que parecía ficticio era real. Degenerado, volvió a decirme. Nos reímos juntos. Conversamos de otras cosas. Mi mamá, que se había ausentado por una hora, volvió a hablarme. Conversé con ella y con Bruno a la vez. Al cabo de una hora, Bruno se despidió. Seguí hablando con mi mamá. La conversación terminó cerca de las diez de la Noche. Cerré el msn, fui al blog y me puse a escribir. Todo anduvo bien durante unos minutos. Después me atollé. No sabía cómo continuar escribiendo. Estaba atascado. Renegué y me sentí, como siempre que eso me pasa, infinitamente frustrado. Lo único que me hace feliz es escribir, pensé, y siempre tiene que pasarme esto. Me eché en la cama. Me quedé largo rato allí, sintiéndome inútil y holgazán. Quería dormir. No valía la pena estar despierto. Las cosas no iban bien. Me hallaba muy bajo de ánimo, y encima me había atollado en medio de un cuento. Pensaba en la vida como en una pelea perdida desde el comienzo. Todo es recibir golpes y dar golpes al aire. Yo era un luchador que, alternativamente, gozaba y sufría la pelea. Pensé en la muerte. Si hubiera tenido un revólver a la mano me habría pegado un tiro. La muerte, para mí, era un consuelo, una liberación. No le tenía ni le tengo miedo. Todo lo contrario, la codiciaba, y la codicio. Esa Noche tenía hambre de muerte. Sonó el móvil. Contesté. Era mi mamá. Hola, hijito, aquí te paso al doctor, me dijo. Lo había olvidado. Tenía una cita telefónica con el dr Gamaliel, eminente psiquiatra. Sucedía que mi mamá iba al consultorio del doctor, allá en Lima, y me llamaba desde allí. Entonces, cuando yo contestaba, me pasaba al doctor, y se iniciaba la consulta.
-Hola Alfonso, cómo estás-me saludó el doctor Gamaliel.
-Ahí doctor, qué gusto de escucharlo.
-Cómo te va con la medicación.
-Igual.
-Cómo estás de ánimo.
-Algo bajo.
-¿Y estás escribiendo normalmente?
-Sí, justo ahora estaba escribiendo un cuento y me he atollado.
-¿Cómo pasas tus días? ¿Qué haces?
-Sólo dos cosas. Leo y escribo.
-¿Y no te parece que para hacer esas dos cosas da igual que estés en un sitio o en otro?
-¿Cómo?
-Mira, por ejemplo ahora lees y escribes en Salamanca, pero si vienes a Lima también podrías leer y escribir.
-Pero yo tengo que estar aquí.
-Pero acá también podrías estar tranquilo, con tu computadora y tus libros, sin que nadie te fastidie...
-Pero acá tengo la soledad necesaria para trabajar.
-Aquí también podrías tenerla. Y yo te podría ver y así tratarte mejor, darte una mejor medicación, porque a distancia es difícil que yo sepa qué es exactamente lo que te pasa. Al menos piénsalo. Prométeme que lo vas a pensar.
-Yo no tengo mucho que pensar. Yo tengo algo que hacer acá en Salamanca. Tengo que escribir buena parte de mi obra y terminar los estudios.
-Bueno...
Mientras hablaba con el doctor Gamaliel, lo imaginaba. Alto, grueso, panzón, con el cabello largo atado, la frente amplísima, los ojos desquiciados, la nariz ancha, la boca pequeña. Con la mano izquierda sostenía el móvil y con la derecha asía la cola de un pavorreal que estaba muerto sobre su escritorio. Él lo cogía de la cola y lo movía de un lado a otro. No sé por qué siempre imaginaba al doctor Gamaliel con un pavorreal sobre el escritorio. Nunca se lo he contado, además. Lo imaginaba también bebiendo una infusión de rato en rato, y metiéndose debajo de la lengua cuatro pastillas para los ataques de pánico. ¿Y a veces no sientes que todo lo que tienes en la cabeza, todas tu creaciones y eso, se te va de las manos?, me preguntó. A veces, le confesé. Me preguntó unas cuantas cosas más, me dijo que bajaría la medicación, y se despidió muy efusivamente de mí. Me pasó con mi mamá. Ella me dijo que me llamaría dentro de un rato. Seguí echado en la cama. Pensaba en la delicadeza de la mente humana, en su grandeza y en su miseria. Mi mente estaba tullida y llena de químicos, totalmente sedada, uncida por las pastillas que tomaba. La vida parecía ser una cuestión mental. Si tenías la mente enferma, todo se volvía diferente. Yo lo veía todo diferente, como si todo hubiera cambiado en algún momento imprevisto. Me sentía jodido, totalmente jodido. Me levanté de la cama y me senté frente al ordenador. Intenté escribir. No pude. Sonó el teléfono. Era mi mamá. Me preguntó cómo estaba. Le dije que no muy bien, ya que me había atascado en medio de un cuento. Ella me dijo que me lo tomara con calma. Luego me contó que se había quedado conversando con el doctor Gamaliel y que éste le había dicho que sería bueno recetarme una inyección al mes. Esa inyección regularía el funcionamiento de mi cerebro. El doctor también había dicho que me notaba con el ánimo bajo, pero con una peligrosa lucidez. Mi mamá, que había estado en Jamaica hacía poco me había comentado que allá la gente parecía estar feliz todo el día. Claro, es que allá todos fuman marihuana, le dije yo. Ella sabía que yo había sido un adicto a la marihuana, e intuía que yo era feliz cuando fumaba, cuando me evadía de la realidad. Entonces, como toda una buena madre que era y que es, le preguntó al doctor Gamaliel si yo no podía fumarme siquiera un porrito. El doctor le dijo que sí podía fumar marihuana, pero no en exceso. Cuando mi mamá me lo dijo a mí sentí una alegría realmente animal. Apenas terminé de conversar con ella, me puse a buscar algo de yerba en mis cajones, en el armario, en el cesto de basura, en los bolsillos de las chaquetas y de los pantalones. Hacía seis meses que no fumaba. Bueno, había fumado una pava que me encontré en el cesto de basura hacía cinco meses, pero eso para mí no contaba. El corazón comenzó a latirme más rápido, empezaron a sudarme las manos, me puse muy ansioso. Necesitaba fumar. No encontré nada en mi cuarto. Decidí salir a buscar. Eran las doce. Me puse una camiseta y salí casi corriendo. Podía fumar. El doctor Gamaliel me lo permitía. Y él sabía lo que hacía. Necesitaba fumar. En ese mismo momento. No podía más. Era una Noche tibia. La Luna brillaba poderosamente en el Cielo. Venus velaba a su lado. Bajé por Villamayor. Crucé el Paseo de los Carmelitas. Cuando pasaba por el Huerto de san Francisco, un vagabundo que estaba sentado en un pretil me preguntó ¿Tienes un cigarrillo? No, le respondí, no fumo. Cuando ya me iba, se me ocurrió preguntarle a ese vagabundo si no sabía dónde podía conseguir maría. Volví sobre mis pasos y le pregunté. El vagabundo era un moro de ojos grandes. Estaba sentado frente a otro vagabundo-éste era muy flaco, tenía los pómulos salientes y el pelo le caía sobre la cara- que hacía collares. Hice la pregunta. El moro se puso de pie. Era más bien bajo y de contextura atlética. María es diii diiifiiiicilísimo encontrar, tartamudeó. Es caaa caaasi imposible. Peeeero hachís sí hay. ¿Tú tienes hachís?, le pregunté. Puuuueeeeedo conseguirte en un bar, me respondió. Yo voy a dar una vuelta y regreso, le dije. ¿En cuánto tiempo regresas?, me preguntó el moro. En quince minutos, le respondí. Te eeeespero, me dijo.
Fui por la calle Las Úrsulas hasta Bordadores. La gente comenzaba a salir de fiesta. Las chicas guapas pululaban. Los perfumes dulces, salaces, nocturnos, flotaban. Veía tetas, piernas, culos y rostros lindos por doquier. Pero no me detenía mucho tiempo a observar. El cuerpo me pedía marihuana, y tenía que conseguirla. Después de todo, sigo siendo un adicto, pensé, si no fumo algo no podré dormir. Fui por la plaza de Monterrey, luego por la calle del Prior, para finalmente salir a la Plaza Mayor, que, de Noche, iluminada, parecía realmente de oro. Pregunté a un vendedor ambulante de bisutería, instalado en la plaza del Corrillo, si sabía dónde podía conseguir maría. Me dijo que no sabía. Crucé la Plaza y bajé hasta la plaza de san Justo, en busca de algún camello. No hallé a ninguno. Pensé que iba a tener que contentarme con hachís. Lo fumaría como un sucedáneo. Mejor fumar algo que no fumar nada. Ya estaba con el mono, además.
Regresé al Huerto de san Francisco. El moro me vio y me preguntó ¿Yaaa teee decidiste? Sí, le respondí, vamos a comprar hachís. Nos fuimos juntos por la calle Las Úrsulas. ¿Cómo te llamas?, le pregunté al moro. Said, me respondió él, ¿y tú? Alfonso, le respondí. Said me preguntó si yo me metía coca. Yo le dije que no. Él me dijo que había salido de la coca hacía seis meses. Yooo eeera du dueño de un reeestaurante aquí en Salamanca, me dijo, ganaba seis mil euros al mes, tooo tooodo lo gastaba en coca y en putas. Después me fui a Palma de Mallorca, allí abrí oootro reee reeestaurante. Me gaaasté el diiinero en coca y en putas también, y ahora mira dónde he acabado. Said me dijo que tenía treintaiún años y que había esnifado coca por primera vez a los quince. Lo que trataba de hacer era desengancharse. Me contaba que en su país, Marruecos, un hombre sabio le había dicho que dejara a sus amigos y a su familia y que se fuera. Sólo así podría dejar la coca.Por eso lo había dejado todo y vivía en el Huerto de san Francisco, junto con otros vagabundos arruinados por la vida y por los excesos. Fuimos hasta san Justo. Said preguntó en los bares. No había nada. Cuando estábamos cerca a la Torre del Clavero, Said preguntó a un transeúnte si sabía dónde había hachís. El transeúnte le dio el nombre de un bar. Fuimos a ese. El recinto era cuadrado, sombrío y olía a orines. Un viejo flaco atendía en la barra. ¿Tienes hash?, le preguntó Said. Sí, pero me tienen que consumir algo, señaló el viejo. Yo pedí un botellín de agua. Said pidió otro. ¿Cuánto quieren?, nos preguntó el viejo. Diez euros, dije yo, tendiendo un billete de cincuenta. El viejo me dio un pedacito de hachís. No era mucho por diez euros. Pero era algo. Lo olí, lo deshice un poco con los dedos. No era bueno. Era hachís de bar, cortado, fementido y marrón claro. Era lo que había. Salimos del bar y emprendimos el camino de regreso. Cuando íbamos por la calle del Prior, y mirábamos a las chicas que andaban ligeras de ropa, Said me decía A mí me gusta más la muuu muuujeeer deee de Maaarruecos. Acá ves a laaas muuujeeeres caaa caaasi desnudas, en cambio allá las ves tapadas, eeeso da más mooorbo. Te preguntas cómo será la mujer. Acá no te preeeguntas naaada. Poco rato después me dijo que la coca, para él, era como una mujer. Mientras más estás con ella más te gusta, me dijo. Peeero también puede suceder que mientras más estás con ella menos te gusta. De toooodos modos, estás jooodido, ya no la puedes dejar, sentenció. Antes de llegar al Huerto de san Francisco me dijo que trabajaba haciendo pompas de jabón en la plaza del Corrillo. Ese día había ganado cuatro euros.
Llegamos al Huerto de san Francisco. Allí, algunos vagabundos dormían en colchones viejos al pie del humilladero. Said fue a pedirle un cigarro a dos franceses borrachos que hacían bulla cerca de la fuente. Yo partí un pedacito de hachís, lo ablandé un poco con el fuego del mechero y lo puse en la cazoleta de mi pipa. Lo encendí. Aspiré. Sentí el sabor fuerte, sucio, amargo. Era un hachís de mierda, un hachís de bar. Pero colocaba. Inmediatamente me relajé y me puse algo contento. Said volvió con un cigarrillo. Le pasé el trozo de hachís para que se hiciera un porro. ¿Tú lo fumas solo?, me preguntó Sí, le respondí, me gusta solo. Llegó un vagabundo. Vestía una chaqueta de cuero negra, una camiseta blanca, unos vaqueros azules y unos mocasines negros.Llevaba una mochila. Said me lo presentó. Se llamaba Juan. Se sentó con nosotros. Tenía el cabello ondulado y los ojos azules. Casi no tenía dientes.Tres hondas arrugas surcaban su frente. Said hizo el porro. Los dos franceses pasaron por donde estábamos. Said los llamó y les ofreció el porro. Ellos se sentaron con nosotros. Said encendió el porro. Le dio una larga calada. Luego se lo pasó a Juan. Éste casi se fuma todo el porro de una sola calada, y se lo pasó a los franceses. Uno de ellos se paró a mi lado y me habló en inglés. Algo entendí. Le dije, también en inglés, que yo había leído a algunos poetas y novelistas franceses. A cuáles, me preguntó él. Rimbaud, le dije. El francés gritó ¡¡¡Rimbaud!!! Baudelaire, le dije. ¡¡¡Baudelaire!!!, gritó. Apollinaire, también le dije. ¡¡¡Apollinaire!!!, también gritó él. También dije Balzac y Flaubert y otros nombres, que el francés, al identificar, voceaba. Luego me contó que habían estado en Irún y en San Sebastián. El francés con el que hablaba era alto, flaco,moreno,y llevaba una boina. El otro, que fumaba y hablaba con Said, era bajo, rubio, grueso, y llevaba un sombrero. Ambos cargaban gruesas mochilas.Nos dijeron sus nombres. El de la boina se llamaba Vicente, y el del sombrero Mark. Pasó una hora. El mechero se quedó sin gas. Said y yo fuimos a comprar uno a una tienda que abría las veinticuatro horas. Allí Said me preguntó si le podía comprar algo de comer.Le dije que sí, que por supuesto. Said cogió pipas, patatas fritas y otras chucherías. Además de eso, compré el mechero y dos latas de cerveza. Cuando volvimos al Huerto de san Francisco, los franceses ya se iban. Le di una lata de cerveza a Mark. Éste me dijo Muchas gracias y se fue por la calle de las Úrsulas. Vicente ya casi estaba en Bordadores. Le di la otra lata a Juan. Me agradeció y se sentó. Otro vagabundo se levantó. Said me lo presentó. Se llamaba Álvaro. Era viejo, flaco y feo. Conversamos. Era cinturón negro en Karate y hablaba español, francés, inglés, portugués e italiano. Se dedicaba a beber y a tratar de dejar de beber. Said hizo dos porros más. Yo seguí fumando en mi pipa. Ya bastante fumado, le pregunté a Juan cómo era un día en su vida. Bueno, pues no duermo, me levanto apenas sale el Sol, me respondió, a eso de las siete ya estoy en un bar donde me conocen, tomando un coñac. Me tomo seis, siete coñacs, salgo y me voy a beber con unos colegas, así va pasando el día. Pero ahora ya estoy parando un poco, ya me hallo algo mal. Estoy con depresión... Miró a Álvaro,y le dijo Qué feo eres, me cago en Dios Y rió. Yo también reí.
Nos quedamos conversando casi toda la Noche. Los vagabundos eran muy decentes y muy educados. Eran almas desgraciadas que buscaban algo de gracia en el vicio, como yo. Eran mis hermanos, mis infaustos colegas. Ellos también estaban lisiados por la vida.

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