domingo, 29 de noviembre de 2009

Dionisíaco

La embriaguez que nos redime
Bajo el Cielo que de pronto adquiere la faz de la Esperanza
Las risas que ascienden con toda su tristeza
Los tigres de Baco
Las ménades frenéticas danzando a un lado del Tiempo
Lo único que le pedimos a las deidades es que existan
Que por favor existan
Brindamos por las múltiples verdades
Mientras las canéforas exultantes esparcen sus flores
Nuestro corazón está débil
Pero el vino de Sileno lo fortalece
Y esa sabiduría que brota del delirio
En lo profundo del bosque, a la vera de un arroyo
Desde la mañana hasta la Noche
Somos bendecidos por una santa ebriedad
Hemos nacido para morir
Y necesitamos evadirnos
Somos tan puros como los sátiros y los faunos
Buscamos un dios que nos haga inmortales
Olvidamos nuestra letal mortalidad admirando la Belleza
Pero no somos bellos
Estamos estragados por la vida
Somos grotescos
Sabemos que el porvenir no existe
Y que el presente a cada rato es abolido
Sólo existe el instante
Un latigazo en el lomo de una quimera
Somos microcaos que se buscan desesperadamente
Y que no acaban nunca de encontrarse
Si he de morir que sea en la orilla del Mar
Frente a las olas
Evohé Evohé
Huimos de lo serio y lo solemne
Hallamos lo cómico que tiene la vida
Ese vano huir de la propia condición
Esa borrachera solitaria
Para seguir siendo lo que somos
Sabemos que el Destino es inevitable
Y nos adormecemos en el bosque
O en la sombría pieza en que meditamos
Tenemos fe por instinto
Somos microcaos embriagados
Que quieren sólo existir, ya no vivir
Evohé Evohé
Nuestra inspiración es la panza de Baco
Y los faunos delirantes tendidos en el calvero
Buscamos olvidarnos para trascendernos
Somos hijos de nuestra propia embriaguez

Tía Doris

Mis abuelos maternos se llamaron Manuel y Natalia, y tuvieron cinco hijos. Estos hijos son mi tío Manuel, mi tío Andrés, mi tía Natalia, mi tía Doris y mi madre. Es de tía Doris de quien quiero hablar. En una reunión familiar, ya hace años, ella me pidió que algún día escribiera sobre su vida. Después de meditarlo mucho, he decidido hacerlo. Lo normal hubiera sido esperar a que ella falleciera, pero como lo más probable es que yo fallezca primero- es un presentimiento, un prurito de Fatalidad-, emprendo ahora la tarea de escribir la historia de su vida. Una historia azarosa, enfermiza e incompleta. Empiezo.
La infancia de tía Doris trascurrió en una vieja quinta de Jesús María. Allí jugó, allí creció, allí soñó. Allí también comenzó a tener problemas de autoestima y a sentirse desgraciada. Mi abuela, cuando salía, le encomendaba a tío Andrés el cuidado de tía Doris y de mi madre, que sólo se llevaban meses de diferencia. Al quedarse los tres solos, tío Andrés hacía jugar a sus hermanas. A lo que más jugaban era a las peleas. Tía Doris y mi madre se trenzaban en el colchón de la cama de los abuelos y tío José las animaba. Eso divertía a las pequeñas hermanas. Sin embargo, a tío Andrés un día se le ocurrió enseñarle a sus hermanas a ver la hora. Las hizo sentarse en la mesa de la cocina y les señaló el reloj de pared. Les mostró cómo funcionaban las agujas y les explicó cómo los números representaban otros números. Después les puso una hora cualquiera y le preguntó primero a mi madre ¿Qué hora es? Las seis y media, respondía mi madre. Y tío Andrés la felicitaba. Luego cambiaba la hora y le preguntaba a tía Doris ¿Qué hora es? Y tía Doris miraba el reloj, trataba de recordar lo que tío Andrés les había explicado, fijaba la vista en las agujas, y no atinaba a responder nada. ¿Cómo? ¿No puedes decirme qué hora es?, le decía tío Andrés. Volvía a explicarle cómo se veía la hora, y volvía a poner el reloj en una hora determinada y tornaba a preguntarle a tía Doris ¿Qué hora es? Tía Doris miraba el reloj, se concentraba, trataba de ver la hora, y le resultaba imposible. Entonces se ponía nerviosa y se le llenaban los ojos de lágrimas. Tío Andrés le decía ¡Qué bruta eres carajo! Y tía Doris se ponía a llorar. Aprendió a mirar la hora mucho después, cuando ya era casi una adolescente. Al mirar las agujas del reloj pensaba que si no lograba saber qué hora era una voz le diría ¡Qué bruta eres carajo! Tía Doris aún tiembla y traspira cuando alguien le pregunta qué hora es. Y, en su niñez, cuando alguien le decía bruta se ponía a llorar.
En su adolescencia, a los dieciséis años, ya parecía una mujer de veinte. Era endiablademente guapa. Tenía el cabello castaño claro, los ojos grandes y marrones, la nariz fina y respingada, la boca chica y los dientes delanteros grandes y un poco salidos. Sus piel era dorada, sus senos eran grandes, su cintura era sumamente estrecha, sus caderas eran anchas, sus glúteos eran prominentes y sus piernas parecían las de una atleta. Iba al colegio, pero era una pésima estudiante. Ella misma creía que era bruta y que no podía con los estudios. A esa edad, a los dieciséis, tuvo su primer enamorado. Se llamaba Paolo y era un chico bien. Tenía dieciocho años. Todos los días iba a visitar a tía Doris en su auto. Con el permiso del abuelo Manuel se iban a dar una vuelta por Jesús María. Regresaban no muy tarde y se despedían con un beso en la boca, dulce y prolongado. Tía Doris también perdió la virginidad en aquel tiempo. No fue con Paolo. Fue con Alberto, el novio de tía Natalia. Alberto era un tipo libidinoso, salaz, rijoso, y le gustaban, además de tía Natalia, tía Doris y mi madre. Él ya era un adulto, y se andaba tirando a todas las mujeres que conocía. Era astuto, así que tía Natalia nunca se enteraba de sus bellaquerías. Cuando tía Natalia cumplió no sé cuántos años-veinte o más-, se celebró una fiesta en la casa de la quinta. Asistió mucha gente, fueron incluso los vecinos. Alberto estuvo atrás de tía Doris casi todo el tiempo. Tía Doris también bebía, y estaba un tanto picada. Hubo un momento en que desapareció de la fiesta. Alberto, que andaba pendiente de ella, fue a ver si estaba en su habitación. Efectivamente, tía Doris estaba allí, hablando por teléfono con Paolo, su enamorado. Alberto se quedó de pie en el umbral de la habitación. Cuando tía Doris colgó el teléfono, él se le acercó. ¿Con quién hablabas? ¿Con tu enamorado? Sí, ¿y tú qué haces aquí, Alberto? ¿Sabes que estás guapísima? Eres la más bonita de las tres. Ay, no fastidies. No, en serio, eres mejor que tus hermanas. Si tú lo dices. ¿Ya has hecho el amor con tu enamorado? Oye, cómo dices eso. Si él se demora mucho en hacerlo contigo, yo me le voy a adelantar. Tía Doris rió. Ya no fastidies, le dijo a Alberto. Éste le rodeó la cintura con ambos brazos y la besó. Tía Doris no opuso resistencia. También lo besó. Se tendieron en la cama y Alberto le sacó el vestido a tía Doris. La desfloró ahí mismo. Tía Doris no le dijo nada a tía Natalia. Guardó para siempre el secreto. Tampoco le dijo nada a Paolo. Más bien le propuso hacer el amor un día. Lo hicieron en el auto, y tía Doris pudo comparar a Paolo y a Alberto. La comparación le pareció grotesca. Cuando terminó con Paolo, se sumió en una profunda depresión. Lloraba toda la Noche abrazando la almohada y meciéndose de atrás para adelante. Mi mamá la veía y la oía, y padecía su pena inconsolable. Le espantaba ver tanta tristeza. Tía Doris no dormía y se iba al colegio sin lavarse la cara y sin peinarse. Cuando regresaba a la casa junto con mi mamá se iba directo a su cuarto a seguir llorando. Ni siquiera comía. Mi abuela le habló varias veces, pero tía Doris continuaba sumida en la depresión. En las mañanas, mi mamá la veía toda ojerosa, mustia y desgreñada, y le preguntaba si ya se sentía mejor. Tía Doris le respondía que no estaba bien, que seguía mal. Lo cierto es que salió de la depresión al cabo de unas semanas.
Tío Manuel era el mayor de los hermanos, y era marino. Siempre estaba viajando por la costa del Perú, cumpliendo con diversos trabajos que le encomendaban. Tía Doris había decidido dejar el colegio, y mis abuelos no sabían qué hacer con ella. A tío Manuel se le ocurrió llevársela consigo a Tumbes. Tía Doris viajó entusiasmada. En Tumbes tío Manuel tenía asignada una casa. Le dijo a tía Doris que en esa casa vivirían los dos por un tiempo. Como tío Manuel trabajaba todo el día, tía Doris pudo conocer Tumbes sola y tranquila. A los pocos días conoció a un grupo de chicos y de chicas que paraban en la playa cantando, tocando la guitarra, conversando, bebiendo y fumando marihuana. Tía Doris se unió a ellos. En poco tiempo aprendió a tocar la guitarra. Tocaba y cantaba muy bien. También fumó marihuana por primera vez. Se llevaba muy bien con los chicos y las chicas que había conocido. Le encantaba Tumbes. Todos los días contemplaba el Mar y las puestas de Sol. Desde aquel momento lo que más amó tía Doris fueron el Mar y la puesta de Sol. Le escribía cartas todos los días a los abuelos y a mi mamá. Les decía que estaba bien, que era feliz, que quería quedarse en Tumbes para siempre. Días inolvidables fueron aquellos de Tumbes. Por las noches, después de cenar con tío Manuel, tía Doris volvía a la playa, donde la esperaban sus amigos, y se sentaba con ellos alrededor de una fogata. Ella cogía la guitarra y tocaba y cantaba. Pensó en convertirse en cantante. Después de dos meses tío Manuel le dijo que tenían que volver a Lima. A tía Doris sólo le quedó volver y quedarse con el gratísimo recuerdo de su estancia en Tumbes. Consideraba que allí había pasado los días más hermosos de su vida.
De vuelta en Lima, tía Doris se halló desubicada. No sabía qué hacer. No le apetecía terminar el colegio, y tampoco le apetecía trabajar. Se dedicó a cantar y a tocar la guitarra todo el día. Como tío Manuel vio que le gustaba la música la empezó a llevar a peñas. Tía Doris ya tenía dieciocho años, así que podía ingresar tranquilamente a los locales. Mi mamá también iba a las peñas. Fue en una peña donde tía Doris conoció al cantante Pedro Vázquez, un negro gordo, talentoso y desatinado. Ambos tuvieron un idilio, pero muy breve. Pedro Vázquez, sin embargo, quedó prendado de tía Doris para toda la vida. Ella era su amor ideal. A tía Doris le encantaba el ambiente de las peñas. Se sabía todos los valses y en su casa los cantaba mientras tocaba la guitarra. Amaba las composiciones de Chabuca Granda, de Felipe Pinglo, de César Miró... Fue en una peña donde conoció a Armando, un amigo de tío Manuel. Armando era bajito- era más bajo que tía Doris-, y llevaba bigote. También cantaba valses con una voz que parecía bendecida. Tía Doris se enamoró inmediatamente de él. Él también se enamoró de ella. Una Noche, mientras bailaban en una peña, Armando le declaró su amor a tía Doris. Ella le dijo que también lo amaba. Se dieron un beso e iniciaron una relación. Se casaron después de un año. Para ese entonces, la familia ya se había mudado a Bellavista, a una casa bastante espaciosa que el abuelo Manuel había comprado con sus ahorros, producto de su esfuerzo y de su sudor como empleado de una fábrica de cerveza ubicada en el Callao. En la casa ya sólo vivían los abuelos, tío Andrés con su esposa y sus dos hijos, tía Doris y mi madre. Tío Manuel y tía Natalia se habían ido con su nueva familia. Tío Armando era abogado, y trabajaba para una empresa minera del centro del país. Tenía que viajar constantemente a La Oroya, donde se hallaba la sede principal de la empresa. Cuando se iba, tía Doris le lavaba el auto llorando. Aunque los viajes duraban sólo tres o cuatro días ella se sentía sola, triste, íngrima, y extrañaba a tío Armando como si éste hubiera muerto. Cuando él volvía, tía Doris era la mujer más feliz del mundo. Aun así, padecía celos imaginarios. Pensaba que quizá tío Armando la estaba engañando con otra. No sabía por qué, tío Armando no le daba motivo, pero ella padecía esos celos, y se sentía mal. Un día le dijo a tío Armando que quería ir a La Oroya con él. Él aceptó. En La Oroya ocuparon un pequeño bungallow. Cuando tío Armando se iba a trabajar, tía Doris se metía al ropero y allí esperaba. Al volver tío Armando, ella corría un poco la puerta del ropero y miraba a su esposo a través de la rendija. Se quedaba así, espiándolo, hasta que él volvía a salir. Quería estar segura de que no tenía a otra. Ella sabía que lo que hacía era absurdo, pero no podía evitarlo. En las Noches, cuando salía a caminar con tío Armando, miraba las cumbres nevadas de las montañas plateadas, y le decía a su esposo No me dejes, Armando, por favor nunca me dejes. Nunca te dejaré, le decía tío Armando, eres lo que más amo en la vida.
A los veintitrés años, tía Doris tuvo una hija a la que le puso el nombre de María. Después de unos meses nací yo, y tía Doris fue mi madrina. Poco antes de que la pequeña María cumpliese un año, el abuelo Manuel falleció. Pasaron algunos años. El Tiempo fue maltratando la relación de tía Doris y de tío Armando. A veces, ella quería salir a divertirse a una peña, y él no tenía ganas, prefería quedarse leyendo un libro o viendo la televisión. Entonces ella se enojaba y le decía a tío Armando que era un huevón, un aburrido de mierda, un tremendo cojudo. Tío Armando, que nunca usaba palabras malsonantes, se indignaba y le decía a tía Doris que estaba obrando de forma incorrecta, que recapacitara. Tía Doris se metía al baño y ahí se quedaba llorando. Cuando se calmaba, salía y le pedía perdón a tío Armando. Éste la perdonaba y ambos se abrazaban y se quedaban así, unidos, largo rato.
Cuando tía Doris se enojaba era un demonio. No respetaba a nadie cuando se le revolvía la bilis. Una tarde de Invierno, la abuela Natalia le reprochaba el que hubiese discutido con tío Armando- habían discutido el día anterior, a causa de los celos imaginarios de mi tía-, y le decía que no estaba llevando bien su matrimonio. Tía Doris la mandó a la mierda y la denostó varias veces, totalmente fuera de sí. Luego se subió al auto que tío Armando le había comprado y se fue de la casa haciendo chirriar las llantas. La abuela Natalia se quedó sola con María y decidió llevarla a la casa en que nosotros vivíamos, en Maranga. Nos habíamos mudado un año atrás. La abuela Natalia llegó sintiéndose mal. Cortó un poco de ruda del jardín y la echó en una olla donde hervía el agua. Mi prima María, mi hermano Julio y yo le pedíamos que nos cuente un cuento. Ella nos dijo que iba a descansar, y que al despertar nos contaría varios cuentos. Se echó en la cama de mi madre y se quedó dormida. Nosotros nos pusimos a jugar en el armario. Al cabo de unos diez minutos oímos como un ronquido. Salimos del armario. Era la abuela quien roncaba. Nos reímos, pues creímos que bromeaba. Intentamos despertarla, pero seguía emitiendo ese sonido. Nos asustamos. La abuela parecía que se estaba ahogando. Llamamos a mi abuela paterna y a las sirvientas. Le está dando un infarto, exclamó mi abuela paterna. Se llamó a los vecinos, al médico que vivía cerca de la casa, pero no se pudo hacer nada. La abuela Natalia había muerto. Tía Doris lloró amargamente abrazando el cadáver de su madre. Siempre se sintió culpable de su muerte.
El Tiempo siguió estragando la relación de tía Doris y de tío Armando. Tía Doris quería salir, ir a las peñas, cantar y bailar, y vivir, en fin , la vida, y tío Armando lo que quería era llevar una vida tranquila, recogida, reposada, al lado de la mujer que amaba. Para él ya había pasado el tiempo de las peñas y de las juergas nocturnas. Era inevitable que discutieran, y era inevitable que tía Doris se convirtiera en un demonio al discutir. Al cabo de cada discusión, ella lloraba a solas en el baño, y trataba de entender lo que le pasaba. Nunca lograba sacar nada en limpio. En aquel entonces, mi papá y mi mamá organizaban pequeñas reuniones en la casa de Maranga los fines de semana. Tía Doris comenzó a asistir, pero sola, sin tío Armando. Entre los asistentes, había un dentista llamado Ernesto y un vendedor de pollos al por mayor llamado Rogelio. Cuando mi tía apareció un día en la reunión, ambos quedaron prendados de ella. Ernesto el dentista era un hombre ya maduro, muy educado, de ojos algo tristones, y Rogelio el pollero era aún joven, vulgar, gordo y bigotudo. Fue el dentista quien comenzó a cortejar a mi tía. El pollero, que había hecho fortuna con su negocio, sacaba fajos de dólares y se los mostraba al dentista diciéndole Esto es lo que manda, huevón. En cada reunión, ambos pretendientes se disputaban la aceptación de tía Doris. Acabó venciendo Rogelio, a quien en Magdalena, de donde él era, lo conocían como"Pollo Gordo." A mi tía la conquistó su alegría, su sinverguencería, su vulgaridad. En una de las reuniones terminaron besándose frente a todos. El pobre dentista no volvió a asistir a ninguna reunión más. Tía Doris se encontraba todos los fines de semana con "Pollo Gordo"en mi casa. Recuerdo que una vez los vi sentados en el jardín, conversando y besándose, en actitud idílica. Mi papá sintió que aquello le remordía la conciencia. Sintió que estaba promoviendo una infidelidad. No pudiendo aguantar más, llamó a tío Armando y le contó todo. Tío Armando fue a mi casa a recoger a María, pues ese fin de semana mi tía la había llevado y se había quedado a dormir con nosotros. Recuerdo que apenas María salió tío Armando la abrazó muy fuerte y dejó escapar unas lágrimas. Después habló con mi papá, se despidió de María y se fue.
En la casa de Bellavista ya sólo vivían tía Doris, tío Armando y María. Tío Armando, después de conversar mucho con tía Doris, decidió que lo mejor era el divorcio. La casa se vendió y cada uno de los hermanos recibió su parte. Tío Armando se mudó a un departamento en Miraflores, y tía Doris se fue a un departamento de Magdalena con María. "Pollo Gordo" iba a verla, pero aún no formalizaban su relación. Los fines de semana y aun algunos días lectivos, tía Doris dejaba dormida a María y se iba a alguna peña. Allí bebía, cantaba , bailaba, se olvidaba de todo. En una de esas escapadas se volvió a encontrar con Pedro Vázquez. Se saludaron efusivamente y se contaron sus vidas. Pedro Vázquez le dijo a mi tía que sentía mucho lo de su separación, y que ahí estaba él para ayudarla en todo lo que fuera necesario. Mi tía le agradeció. Ambos se quedaron bebiendo hasta el amanecer. Pedro Vázquez llevó a mi tía a su departamento. Se despidieron y quedaron en verse en unos días. Efectivamente, volvieron a verse. Pedro Vázquez le presentó algunas cantantes famosas a mi tía. Mientras él cantaba mi tía se quedaba conversando con alguna de estas cantantes. Bebían y al final la cantante le proponía acostarse con ella. Tía Doris le decía que no gracias, y la cantante entendía y no fregaba más. Eso le pasó a mi tía con más de una cantante criolla.
En aquel tiempo, tía Doris se sentía confundida y extrañaba mucho a tío Armando, el hombre de su vida. Todo se había hecho cenizas entre ellos. Ella no se explicaba cómo era posible. Le sorprendía no haber llorado tanto como esperaba. Sin embargo, tenía una herida interna, y le dolía muchísimo. Solo que no podía gritar. Algo se lo impedía. Quizá era la confusión, la ilusión, la vorágine. No sabía qué iba a ser de su vida. María le preocupaba sobremanera. Ella no entendía bien qué era lo que había pasado, y tía Doris tenía que explicárselo con el mayor de los cuidados.
Un día de Verano, "Pollo Gordo" fue a buscar a tía Doris a su departamento. Cuando ella le abrió la puerta, se quedaron mirando un buen rato. Luego "Pollo Gordo" abrazó a tía Doris y la besó en la boca. Al separarse le dijo Quiero que vivas conmigo. Tía Doris sonrió y abrazó y besó a "Pollo Gordo."
"Pollo Gordo" se había mandado a hacer una casa en La Molina, cerca de La Planicie, y ya estaba terminada. Fue con tía Doris a verla. Apenas entraron "Pollo Gordo" le dijo a mi tía Bienvenida a tu casa. Era una casa muy grande y muy bonita. Tenía tres pisos, una habitación matrimonial con jacuzzi, una terraza, una piscina, una sauna, un salón de billar, varios dormitorios...Tía Doris quedó deslumbrada. Se fue a vivir con "Pollo Gordo." A María la tenía una semana ella y otra semana tío Armando. Con "Pollo Gordo" tía Doris llevó un nuevo modo de vida. Encerrados en la suntuosa casa, escuchaban música, bebían, cantaban, bailaban, se divertían a cualquier hora de cualquier día. Un día, "Pollo Gordo" sacó un paco inmenso de coca y lo puso sobre la mesita de la sala, entre una botella de Jhonnie Walker etiqueta negra y otra de Coca Cola. ¿Tú consumes eso?, le preguntó tía Doris. Sí, respondió "Pollo Gordo", y no quiero que haya secretos entre nosotros. ¿Quieres? No sé, nunca la he probado. Prueba un poquito. "Pollo Gordo" sacó una tarjeta, recogió un montón de coca con uno de los extremos y aspiró. Luego volvió a recoger otro montón de coca y se la metió por la otra fosa. Le ofreció un poco a tía Doris. Ella aspiró y sintió inmediatamente el picor en la fosa, el golpe en las sienes, el amargor en el paladar. Después sintió que el corazón le latía más rápido y que el cerebro le funcionaba a mil por hora. Le pidió más a "Pollo Gordo."Éste hizo unas rayas y ambos jalaron con un billete de cien dólares.
Desde entonces la vida de tía Doris se convirtió en una juerga continua. Todos los días escuchaba música, cantaba y tocaba su guitarra, bebía whisky y jalaba coca. Se pasaba días enteros sin dormir, conversando con "Pollo Gordo" y haciendo el amor con él. Poco a poco se fue enganchando en el vicio de la coca. Ya no recogía a María, sino que la dejaba con tío Armando. Un día le preguntó a "Pollo Gordo" ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cuándo nos vamos a casar? "Pollo Gordo", muy turbado, le dijo que él no pensaba en casarse. Tía Doris guardó silencio. Pasó el tiempo. Un día "Pollo Gordo" le dijo a tía Doris que necesitaba tiempo para pensar, que estaba confundido. Tía Doris, que para variar estaba jalando coca y tomando whisky, le dijo Qué quieres decir con eso. ¿Quieres que me vaya? Sólo tendrías que irte un tiempo, dijo "Pollo Gordo", luego regresarás. ¡Oye mierda! ¡Quién chucha te crees que soy yo! ¿Crees que puedes jugar conmigo de esa forma? ¡Ni pienses que me voy a ir de aquí, maricón de mierda, conchatumadre! "Pollo Gordo" se fue sin decir palabra. Nunca había visto así a tía Doris. Al día siguiente volvió a acercársele y le dijo Doris, por favor, te lo pido con todo amor, dame un tiempo para pensar. Lo necesito. ¡Tú dijiste que esta casa era mía! ¡Ahora te jodes! ¿Crees que no sé que te quieres deshacer de mí? ¡Mentiroso! ¡Eres un mentiroso hijo de puta! Tía Doris rompió en llanto. "Pollo Gordo" intentó abrazarla. ¡Suéltame mierda!, le gritó ella, y lo apartó con las manos. Si quieres quédate, pero yo me voy, le dijo "Pollo Gordo." Y se fue. Tía Doris se quedó llorando y jalando coca. Se quedó encerrada, sin salir siquiera al jardín, durante una semana. No dormía y casi no comía. Sólo jalaba coca. Cuando oyó entrar a "Pollo Gordo" en su auto, fue corriendo hasta el armario de la habitación matrimonial y sacó una escopeta. "Pollo Gordo" se la había mostrado y le había advertido que estaba cargada. ¡Doris! ¡Doris! Ella no contestaba. ¡Doris! ¡Doris! Siguió sin contestar. Luego oyó subir a "Pollo Gordo." Cuando entró en la habitación, le apuntó con el arma. ¡Te voy a matar, mierda!, exclamó. ¡Puta madre Doris! ¡Tranquila! ¡Arrodíllate o te mato! ¡Pero Doris! ¡Por favor! ¡Arrodíllate! "Pollo Gordo" se arrodilló. Tía Doris comenzó a llorar. ¡Yo te quiero!, decía, ¡por qué no quieres vivir conmigo! Doris, cálmate, vamos a hablar, le dijo "Pollo Gordo." No, no tenemos nada de qué hablar. Te voy a matar y después me voy a matar yo. Tía Doris se acercó a "Pollo Gordo" sin dejar de apuntarle a la cabeza. Lo quedó mirando un buen rato. Después le dijo Vete, vete de aquí. "Pollo Gordo" se puso de pie y se fue casi corriendo.
Nadie podía sacar a tía Doris de la casa de La Molina. Ella se había atrincherado allí. Jalaba coca y mantenía cerca la escopeta. Mi papá, que era buen amigo suyo, se atrevió a entrar en la casa con las llaves que le había dado "Pollo Gordo."Cuando tía Doris lo vio comenzó a llorar, diciendo ¡Por qué no me quiere! ¡Por qué no me quiere! Mi papá la abrazó y le habló por un largo rato. Finalmente, salieron juntos de la casa.
Tía Doris fue a un sanatorio para poder dejar la coca. Cuando terminó el tratamiento se fue a los Estados Unidos, a trabajar allá. Cuando pasaron casi dos años, "Pollo Gordo" la fue a buscar, le propuso matrimonio, y la llevó de nuevo al Perú. Toda la familia asistió a la boda, que se realizó en la casa de La Molina. Meses después, tía Doris dio a luz un hijo al que le pusieron el nombre de Lucas. Unos años después mi prima María quedó embarazada. Tenía diecisiete años, así que su embarazo fue motivo de escándalo en la familia. No obstante, todos la apoyaron y dio a luz un hijo al que le puso el nombre de Arturo. Durante todo ese tiempo, tía Doris y "Pollo Gordo" se habían llevado bien, amándose y compartiendo sus vidas, más unidos que nunca por el hijo que habían tenido. Sin embargo, tía Doris fue descubriendo los múltiples defectos que tenía "Pollo Gordo." Así que comenzó a discutir con él, y a tratarlo mal. También volvió a consumir cocaína. En su fuero interno se preguntaba cómo diablos había podido enamorarse de un hombre tan vulgar, tan mezquino, tan desagradable. Poco a poco la relación de ambos se fue convirtiendo en un infierno. Llegaron a irse a las manos. Se perdieron el respeto. Pero todo fluctuaba. A veces tía Doris recordaba al "Pollo Gordo" del que ella se había enamorado, y lo volvía a ver en ese hombre al que ahora frecuentemente insultaba, y se daba cuenta que aún había amor en ella. Era confuso.
Un día tía Doris se sintió mal y fue al médico. Éste, después de examinarla, le dijo que debía dejar la coca lo antes posible, pues tenía un problema en el corazón a causa de su consumo. Dejó la coca y empezó a tomar unas pastillas para el corazón. Según el médico, debía tomarlas para siempre. También fue al psiquiatra. Éste la oyó y le mandó tomar antidepresivos y ansiolíticos.
Pasaron los años. La relación de tía Doris y de "Pollo Gordo" era inestable. A veces estaban bien, a veces estaban mal. Desde hacía bastante tiempo, solían alquilar, en Verano, una casa en la playa. Allí mi tía era feliz. Allí se sentía completa, con el Mar y con la puesta de Sol. Nosotros siempre íbamos de visita y la pasábamos muy bien. En una de esas casa de veraneo, "Pollo Gordo" y mi tía nos dijeron que habían decidido irse a vivir a los Estados Unidos con Lucas. Nos dio un poco de pena, pero también nos pareció positivo. Las cosas las hicieron rápido. Vendieron la casa, "Pollo Gordo" dejó su negocio en manos de sus hermanas, y se marcharon. Al cabo de un mes volvieron. Tía Doris y Lucas no habían logrado acostumbrarse a la vida de allá. Compraron una casa en Lima y retomaron su vida en esa bella y horrible ciudad.
Actualmente, tía Doris vive su solitaria vida de casada. Ya tiene más de cincuenta años, y se pasa los días pensando, tomando sus pastillas, leyendo algún libro o alguna revista, y preguntándose en qué momento su vida se jodió.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Alondra de fuego al Alba

Despierto a destiempo para seguir marchando al Paraíso inventado
Todo son eriales y espinosos campos de sombra y luz mortecina
Otoño frío sopla el viento Se inclina el Cielo álbido
Cansado de palabras Cansado de silencios
Me paro a contemplar mi estado
Y me pierdo entre ondulantes nebulosas
Lluvia de párpados Alondra de fuego al Alba
Venus matutina blanca y grácil
Bendice la Aurora al marino
En los interminables viajes sin causa
Temblor del aire puro Dulces lecciones del violento rocío
Temblor del plumaje de los cuervos Temblor de las rosas
Al paso del viento apátrida
Temblor del ser
Al paso del Tiempo De la Eternidad
Ajeno a las labores de los hombres
Me tiendo en la yacija y me entrego a las vislumbres
Repleto de antidepresivos realizo mi marcha tullida
La mente enferma aguarda el advenimiento de una iluminación
O de un Crepúsculo bermejo
Furor de las olas
Cónclave deísta de deidades
Zapatos rotos bajo el Cielo
Heridas entre los dedos del pie derecho
Y ninguna iluminación
Ningún atisbo de misterio glorioso
Lo real es el dolor de los pies
En esta marcha mentida, vana, idealista
Que no lleva a ninguna parte
Que da vueltas mientras la Noche y el día
Permanecen indiferentes
Me he dado cuenta de que cada uno crea su tránsito
De que cada cual, en medio de la marcha, toma a solas su café

martes, 24 de noviembre de 2009

El hermano menor

Su primer amor fue la primera novia de su hermano mayor. Ella se llamaba Helena y él nunca la hubiera conocido si sus padres no se hubieran separado. A causa de dicha separación, él se había mudado con su madre a un condominio en Monterrico, y su hermano mayor se había quedado con su padre en la vieja casa de san Miguel. Tenía diez años cuando se mudó. Era Verano. En el condominio pronto se hizo amigo de las dos hermanas que vivían en la casa de al lado. Se llamaban Lola y Lupe, y tenían once y nueve años, respectivamente. Por medio de ellas conoció a los otros niños del condominio. Jugaba con ellos a las escondidas, a la pelota, y a las chapadas. También se reunían en la casa de alguno de ellos para jugar Nintendo. Un día, Helena apareció con Lola y con Lupe. Tenía catorce años, y era prima de las dos chiquillas. Había llegado de Guadalupe para pasar el Verano en Lima. Cuando él la vio, quedó instantáneamente enamorado. Nunca había visto a una chica tan hermosa. Tenía la piel dorada y los ojos de color verdemiel. Su nariz era pequeña y fina, algo respingada; sus labios eran carnosos, su cabello era castaño y ondulado, sus senos eran bastante grandes para su edad, su cintura era estrecha y elástica, y sus piernas eran torneadas. Lola los presentó. Helena, él es Javier. Javier, ella es Helena. Se saludaron con un beso en la mejilla. Javier era más bajo que Helena, y eso lo hizo sentirse ridículo. Le dio la impresión de que ella era inalcanzable para él. Helena jugaba con los niños como si fuera una niña más. No se percataba de que Javier estaba terriblemente enamorado de ella. Le gustaba mucho y la amaba sin medida, aunque no pudiese definir lo que sentía por ella. Helena se vestía ligeramente, con polos y shorts cortitos, y con sandalias. A Javier se le paraba cada vez que la veía. No podía reprimir su deseo. En su cuarto se masturbaba precozmente imaginándola con sus polos abultados por sus senos y con sus shorts tan cortos que casi mostraban parte de sus glúteos. Pensaba en ella todo el día, y casi toda la noche. Amaba estar a su lado. Ella lo trataba con un cariño especial, le parecía un niño encantador. Además, reconocía que de grande iba a ser bastante atractivo. A Javier le encantaba el dulce y quejumbroso acento norteño de Helena. Ella lo quería y a veces lo fastidiaba diciéndole Qué guapo eres o Cuando seas grande vas a ser mi novio. Javier se ruborizaba, pero después, cuando estaba a solas, esas cosas que Helena le decía eran su refrigerio favorito. Se llenaba de ilusión y su amor se encendía más y más, con todo el fresco fuego que podía tener el corazón de un niño de diez años. Cada vez se masturbaba menos pensando en ella. El pene ya no se le paraba tanto cuando la veía con sus polos y sus shorts chiquitos. Lo que más quería era estar a su lado, aun sin mirarle las tetas, aun sin verle las piernas. Quería gozar de su compañía. Con eso le bastaba. Comprendió que estaba enamorado sin remedio. Y ella, Helena, jugaba y conversaba con él a diario, sabiendo perfectamente que la amaba.
Fernando, el hermano mayor de Javier, iba casi todos los fines de semana a visitar a su mamá y a su hermano menor. Tenía diecisiete años y era un adolescente taciturno, fuerte y perturbado. Hacía mucho deporte y escribía poemas. La separación de sus padres lo había afectado mucho, y se había operado en él un cambio interno. Paraba solo, sentía una melancolía constante, tenía pesadillas, padecía insomnio y fuertes dolores de cabeza. Un fin de semana fue al condominio y se cruzó con Helena. La belleza de la muchacha lo noqueó. Sus ojos le imprimieron una mirada indeleble. Esa noche no pudo dormir pensando en ella. Quería muchísimo a su hermano menor. Cada vez que lo veía le daba mil abrazos y mil besos, y jugaba con él. Javier también lo quería mucho. Ambos se echaban mucho de menos. Desde que Fernando vio a Helena comenzó a ir al condominio con mayor asiduidad. La espiaba desde la ventana del cuarto de su madre, que estaba en el segundo piso. Hacía a un lado la cortina y la esculcaba a través de la ventana. Mientras la miraba se masturbaba. Ella le parecía una mujer hermosa, inquietante y codiciable.
Una tarde, Fernando llegó a la puerta de la casa de su madre y encontró allí a Helena. Hola, la saludó. Hola, le dijo ella, venía a buscar a Javiercito. Ah, no sé si está, ahora entro y me fijo. Ah ya, muchas gracias. Fernando entró a la casa. No encontró ni a Javier ni a su madre. Seguramente habían salido juntos. Salió de la casa y le dijo a Helena No está. Debe haberse ido con mi mamá. Ah ya, ¿tú eres su hermano?, le preguntó Helena. Sí, soy su hermano mayor, respondió Fernando. Yo soy Helena, soy amiga de Javiercito. Ah, mucho gusto, yo soy Fernando. Se dieron un beso en la mejilla. Aquella vez se quedaron conversando hasta que anocheció. Fernando se sintió enamorado de esa chica. Además de hermosa era inteligente y divertida. Comenzó a buscarla con cierta frecuencia. Siempre conversaban largamente. Fernando se enamoraba más y más. Con el tiempo llegó a perder el apetito y a pensar únicamente en Helena. Estaba enfermo de amor. Un día no pudo más, venció su timidez y se le declaró a Helena. Ella aceptó ser su enamorada. Se besaron. Fue un beso largo y desenfrenado. Fernando nunca había tenido enamorada, así que el estar con Helena era una experiencia nueva para él. Ella era su primera novia.
Cuando Javier se enteró de que Helena y Fernando estaban juntos, se desazonó muchísimo. Se encerró en su cuarto a llorar varias horas. Lloró todo lo que pudo y luego odió a Helena. También odió a Fernando. Él le había quitado a la mujer que le gustaba. Su propio hermano lo traicionaba. Además, él la había visto primero. Dejó de hablarle a Helena. Cuando se cruzaba con ella ni siquiera la miraba. Era un niño profundamente resentido. Helena le contó a Javier lo sucedido. Él no sabía que Javier había estado enamorado de ella. Pensó en hablar con su hermano, pero luego decidió dejar las cosas así. Cuando estaban juntos, Fernando y Javier conversaban, pero ya no se abrazaban ni se besaban. Pasó el tiempo. Fernando y Helena seguían juntos. No se acostaban, pero se besaban y se tocaban mucho. Por las mañanas iban a la azotea de la casa de Helena a conversar y a tomar Sol. Por las tardes daban un paseo por los alrededores, y en la Noche volvían a la azotea, a besarse y a decirse cosas de enamorados bajo el Cielo azulado y lleno de estrellas. Fernando le escribía poemas a Helena todos los días, y se los daba. Ella, al leerlos, se sentía sumamente arrobada. Al terminar el Verano, Helena tuvo que marcharse a Guadalupe. Fernando se despidió de ella con un abrazo y un largo beso un día antes de que se fuera. Javier no se despidió de ella. Así de firme era su rencor.
Ya habían pasado catorce años desde aquello. Ahora, Javier tenía veinticuatro años y trabajaba en una empresa hotelera. Helena tenía veintiocho años y después de haber estudiado Ciencias de la Comunicación trabajaba de visitadora médica. Fernando tenía treintaiún años y hacía su doctorado en España. Un día, Javier se encontró con Lola y ésta le dio su correo. Poco tiempo después, hablando por el msn, Javier le preguntó a Lola por Helena. Lola le dijo que su prima estaba en Lima, que había decidido quedarse a vivir allí, y que allí trabajaba y vivía con ella. Lupe se había ido a los Estados Unidos. Javier agregó a Helena a su lista de contactos. En cierta ocasión habló con ella. Él había olvidado su rencor y sólo recordaba a la bella amiga que había tenido. También recordaba lo mucho que la había deseado y que la había amado. Hablaron de eso, bromeando. En algún momento, Helena le preguntó a Javier por Fernando. Javier le dijo que estaba haciendo su doctorado en España. Helena se alegró bastante. Quedaron en verse y en salir un día de esos.
Al cabo de dos años de ausencia, Fernando regresó al Perú para pasar la Navidad con su familia. Todos los que lo vieron lo vieron mal. Parecía un hombre trastornado. Tenía la mirada perdida y parecía estar ensimismado. De España habían llegado algunas noticias. Gente que conocía a la familia de Fernando decía que éste no estaba bien, que se le había desatado una fuerte depresión, que se estaba volviendo loco, que se hallaba atormentado por sus propios demonios. Lo que en realidad sucedía era que Fernando padecía una enfermedad mental que con el tiempo se le había desencadenado. Eso le dijo el psiquiatra al que fue a ver. No podía darle un diagnóstico definitivo, pero de que estaba enfermo estaba enfermo. Comenzó a tomar ansiolíticos, antidepresivos y antipsicóticos. Sólo le contó lo que tenía a su padre, a su madre y a Javier.
Está muy cambiado. Me duele verlo así. Parece que sufre. Cuando se fue parecía un tipo normal. Ahora lo veo desmedrado, absorto, descuidado. Parece otro. Su mirada no es la misma. Parece que mira más allá de lo perceptible. Toma pastillas, pero lo hace con enojo. Entiendo que él no quiera estar así. No sale a visitar a ningún amigo ni a ningún familiar. Según él, no quiere que lo vean así. Él se sabe enfermo. Cómo me gustaría ayudarlo. Pero no sé cómo.
Fernando salía a pasear solo. Andaba sin rumbo por las calles del Centro de Lima, o se iba al malecón de Miraflores a mirar el Mar. El resto del tiempo lo pasaba recluido en su casa de san Miguel. Javier también vivía en san Miguel. Se había mudado hacía varios años, cuando su mamá decidió irse a vivir con su pareja.
Hoy Fernando quería usar la computadora y se sentó frente a ella. Yo había dejado el msn abierto. Él vio conectada a Helena. Se sobresaltó y me preguntó ¿Es la Helena que yo conozco? Sí, le dije. Él se puso a hablar con ella. Hacía tiempo que no lo veía tan contento. Al terminar de hablar con ella, me dijo que habían quedado en verse mañana. Por un momento la mirada de mi hermano recuperó algo de su antigua viveza. Creo que aún ama a Helena.
Hoy volví a ver a Helena. ¡Después de catorce años! Ya no vive en Monterrico. Ahora vive en san Miguel, cerca al coliseo Chamochumbi, en el jirón Leoncio Prado, en el quinto piso de un edificio. Lola me abrió la puerta. Ya está hecha toda una señorita. Me saludó afecuosamente y me dijo que Helena se estaba duchando. Yo le dije que no se preocupara, que esperaría. Entonces Lola me dijo que tenía que hacer y se despidió de mí con un beso en la mejilla y con un abrazo cariñoso. Me senté en el sofá. No me sentía bien. Me dolía la cabeza y tenía ansiedad. Traté de calmarme. Al entrar a la sala, Helena me dio la espalda y miró hacia el espejo del comedor. Mientras me veía allí, reflejado, me dijo Fernando. Yo me puse de pie. Fui hacia ella y nos abrazamos. Yo me sentía un poco torpe y bastante nervioso. Helena me dijo que me sentara, que me sintiera en mi casa. Ambos nos sentamos y nos hicimos preguntas y nos dimos respuestas. Al cabo de un par de horas salimos a caminar. Estamos en Verano, y Helena se sigue vistiendo ligeramente, como antaño. También sigue con su delicioso dejo norteño. Anduvimos por el malecón de san Miguel, bajo el Sol que derramaba vaharadas desde el Cielo celeste y algo nuboso. Yo no me cansaba de mirar el Mar, el horizonte brumoso, y los basurales a orillas del océano. Fuimos también por el Boulevard Bertolotto. Allí nos sentamos en un parque a conversar. El vozarrón del Mar ascendía por los barrancos. Yo le conté a Helena lo de mi enfermedad mental. Le dije que por eso estaba raro. Ella me dijo que no me preocupara, que ella entendía. Yo le recordé nuestro idilio e intenté besarla. Ella no se dejó. Me dijo que no quería que las cosas marcharan de esa manera. También me dijo que tenía un novio, pero que habían dejado la relación por el momento. Yo le dije que aún la amaba, que no había podido olvidarla en todo este tiempo. Su ojos verdemiel me sonreían todo el tiempo. ¡Cuánto he extrañado esos ojos! ¡Y cuánto los amo! Después de asolearnos un rato en el boulevard, volvimos a su departamento. Allí ella me invitó a almorzar. Después del almuerzo hicimos sobremesa, ella y yo solos y juntos. Intenté besarla otra vez, pero no se dejó. Antes de irme le repetí que la amaba. Nos despedimos. Le prometí que volvería.
Hoy lo he vuelto a ver. Después de catorce años. Está tan cambiado. Parece otro. Yo me hice la tonta, pero es imposible no notar que algo anda mal en él. Su mirada está perdida, y casi no sonríe. Tiene una enfermedad mental y el psiquiatra le ha recetado varias pastillas. Como soy visitadora médica he buscado información sobre esas pastillas en catálogos de internet. Son pastillas muy fuertes, no sé por qué le han mandado tanta medicación. Me ha dicho que me ama, y ha intentado besarme dos veces. Yo no me he dejado besar. Y no sé si lo amo. Lo amé, sí, y mucho, pero de eso hace ya mucho tiempo. Me sigue gustando, aunque lo veo descuidado; está un poco gordo y me parece que ya no hace deporte, como antes, como cuando nos amábamos. Ojalá se recupere pronto.
Fernando no volvió a visitar a Helena. Su enfermedad recrudeció y le dio una depresión que lo postró. No tenía ganas de salir ni de ver a nadie. Sus padres y Javier, su hermano menor, se mostraban muy preocupados. Al salir de la crisis depresiva ya había pasado un buen tiempo, y tenía que volver a España. Se despidió de Helena por teléfono y le prometió que volvería a verla.
No sé cuándo volveré. Me he despedido de Helena por teléfono. Sinceramente lamento mucho no haberla podido ver más en todo este tiempo. De mis padres y de Javier me he despedido con un fuerte abrazo. Tengo miedo. Tengo miedo de mí, de lo que pueda ser capaz de hacer. De lo que pueda ser capaz de hacerme. Una tarde caminaba por los acantilados del malecón de Miraflores y se me ocurrió arrojarme al vacío. Fue una idea lúgubre, dulce y tentadora. Me sentí perfectamente capaz de arrojarme. Pero algo dentro de mí me disuadió de hacerlo. Pienso en el suicidio con frecuencia. Mi mente no está bien. Helena hubiera podido salvarme. Si hubiera vuelto conmigo yo sería un hombre feliz. La he amado durante todo este tiempo, con todas mis fuerzas. Fue mi primera novia, y me gustaría que fuese la última. Pero qué le voy a hacer, yo no mando en su voluntad. Sólo espero volver a verla.
Una tarde de Marzo, Javier paseaba por el Olivar. Su trabajo quedaba por ahí, y él había salido más temprano ese día. Mientras caminaba entre los olivos, pudo ver a una mujer que iba en sentido contrario al suyo. Cuando estuvieron cerca, ambos se reconocieron. ¡Javiercito! ¡Helena! Se abrazaron. Ahora Javier era más alto que Helena y no se sintió para nada ridículo. Cuánto has crecido, Javiercito. Tú estás igual de hermosa. Qué alegría verte, ¿qué haces por aquí? Trabajo por aquí cerca, ¿y tú? ¿qué haces por aquí? Soy visitadora médica, creo que te lo comenté por el messenger, y hoy me tocó venir por esta zona. Ah ya. ¿Ya te vas a tu casa? Sí, pero si quieres te acompaño. Ah ya, perfecto. Helena y Javier fueron hasta Conquistadores conversando. Allí tomaron el mismo micro hasta Sucre. En el paradero quedaron en encontrarse al cabo de tres días, para comer un helado y conversar.
Hoy he visto a Helena. Está tan hermosa como siempre. Hemos quedado en volver a vernos. Es increíble cómo ella me sigue gustando. Es inevitable que piense en Fernando. Él también la ama, y quiere volver a estar con ella. Sin embargo, ella me gusta mucho, muchísimo. He sido feliz al estar con ella. Su presencia es divina. Quizá podamos ser amigos. Así yo no traicionaría a mi hermano...
Hoy he visto a Javiercito. Está hecho todo un hombre. Qué guapo que está. Me ha gustado mucho verlo. Me ha dicho que estoy tan hermosa como siempre. Soy mayor que él, pero quizá eso no importe mucho. Yo sabía que Javiercito iba a ser un chico atractivo, pero nunca me imaginé que tanto. Hemos quedado en vernos dentro de tres días. No puedo dejar de pensar en Fernando. A él no le gustaría que Javiercito y yo salgamos juntos. Pero no tiene nada de malo salir en plan de amigos, a conversar y a acordarnos de las cosas. Confío en que no habrá ningún problema.
Helena y Javier fueron a una heladería de plaza san Miguel. Comieron helados y conversaron mucho. Recordaron sobre todo aquel Verano en el condominio. Se rieron bastante. De Plaza san Miguel pasaron a un pub de la Marina. Allí bebieron cerveza. Cuando estuvieron picados, Javier le dijo a Helena Yo estaba enamorado de ti, y tú me traicionaste. Ay, Javiercito, dijo Helena, eras una criatura. Era una criatura, pero te amaba. Está bien, perdóname. Ahora ya soy grande, Helena, y puedo hacerte lo que antes no te podía hacer. ¿Qué es lo que puedes hacer? Puedo hacerte el amor hasta que me digas que ya no puedes más. ¡Javiercito! ¿Qué estás diciendo? Javier se acercó a Helena y la besó en la boca. Ella correspondió al beso. Cuando se separaron, Javier le dijo a Helena Vamos a un lugar más íntimo. Fueron a un hostal de la Universitaria. Apenas estuvieron en la habitación, Javiercito cogió a Helena de la cintura y la besó. Luego la tendió en la cama, la desnudó toscamente y le besó todo el cuerpo. La acariciaba y la besaba, mientras ella se movía sinuosamente. Después se desnudó y se quedó de pie frente a ella, con el pene erecto. Lo tienes grande, le dijo Helena. Él se tendió sobre ella y se la metió con todas sus fuerzas. Ella soltó un gritillo. Javier se movía hacia adelante y hacia atrás a una gran velocidad. Helena se corrió dos veces antes de que él eyaculara sobre sus senos. Estuvieron haciéndolo hasta el amanecer.
Estoy saliendo con Helena. Podría decirse que es mi novia, aunque no hemos hablado mucho de eso. Pienso constantemente en Fernando. A él le entristecería mucho enterarse de lo mío con Helena. Salimos dos o tres veces a la semana, comemos, bebemos, y hacemos el amor como locos. He pensado en decírselo a Fernando, pero no sé... Aparte que él hace tiempo que no escribe, ni llama, ni deja un mail. Es como si se lo hubiera tragado la tierra.
Esto es excitante. Salir con un hombre joven que me desea... Cada vez que me hace el amor me siento renacida. Y pensar que antes era un chiquillo que se moría por mí, un niño que jugaba conmigo cuando yo tenía catorce años. Pienso en Fernando, él es la sombra que se mece sobre nosotros. Voy a decirle a Javier que le cuente todo, es lo mejor. Así podremos estar tranquilos. No sé qué somos. No sé si somos enamorados, ya que no hemos hablado de eso. Pero lo cierto es que hay algo entre nosotros.
No puedo seguir viviendo así. Es indigno. Es demasiado duro. No puedo aguantar más. Mi mente está herida de muerte. Paso los días aplanado por la depresión, sin poder hacer nada. En las noches no duermo, y cuando me acuesto me dan espasmos. Trato de escribir poemas, pero no puedo. No veo qué hay más allá de mi nariz. Estoy angustiado. Las pastillas que tomo no me alivian. El psiquiatra al que voy sólo me dice que hay que tener paciencia. Yo me cansé. Yo hasta aquí no más llego. Escribiré unas cartas y acabaré con todo esto de una vez.
Fue su padre quien le dio la noticia a Javier. Fernando se había suicidado el día anterior arrojándose del último piso del edificio en el que vivía. Javier no supo qué hacer. No sabía si llorar, gritar, correr... ¿Por qué su hermano se había suicidado? No podía ser por lo de él y Helena, no, claro que no. Ellos podían estar tranquilos. Subió a su cuarto y dio vueltas por el recinto, sin atinar a nada.
Hoy vino en la Noche. Lo vi raro. Me dijo que quería estar a solas conmigo. Fuimos a un hostal. Allí él me dijo lo que había pasado. Rompió en llanto. Lloraba como un niño, pobrecito. Yo también lloré, pobre Fernando. Javiercito se desnudó y yo hice lo mismo. Él me pidió que no hiciéramos nada. Me dijo que sólo quería acostarse en mi regazo. Yo le dije que no se preocupara, que tenía todo mi regazo para él solo. Ahora mismo lo tengo aquí, tendido, completamente dormido, con los párpados hinchados de tanto llorar. Yo no puedo dormir, y aprovecho para rezarle a la Virgen de Guadalupe, pidiéndole por el descanso eterno de Fernando.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Entre la Esperanza y la Nostalgia

Falsa Nostalgia del Paraíso
Enloquecida Esperanza de otras lomas, de otros prados
Cuando lo único certero es el abandono en este valle
Jardines adormecidos al atardecer
Crepúsculo dulce, triste, lánguido
Por un momento se recupera el Paraíso que nunca existió
Vago por el mejor de los mundos posibles
Hallando calaveras al pie de los manzanos
Oyendo la lira órfica y el arpa de las rosas
Vago por el peor de los mundos posibles
Hay que ser francos
Todo esto pudo ser mejor
Pero existe una clara mezquindad
Y un calvero donde se realizan sacrificios humanos
Toda vida es un sacrificio
El hombre que se levanta para ir a trabajar ya está siendo sacrificado
Las putas memorables que se sacrifican en el coito
Y cualquier caminante que contemple una encina solitaria
O que mire al Cielo y se comience a morir hacia arriba
Los ángeles apuñalan al precito
Las sílfides triscan por la arboleda, acariciando al ser de arcilla
Habitamos lo inexplicable
Busco la forma de bañarme dos veces en el mismo río
Temblor de filósofo
Me baño dos veces en el mismo río
Corriendo por en medio de la corriente
Vanidad de vanidades
Aspiro el blanco resuello de los jazmines
Ajusto mi corazón
Vendimias de antaño
Sol de aquellos tiempos
Jocundo como una risa intensa de niño
Recetas para vivir
Manuales para soñar
Todo tan absurdo
Hasta que uno reconoce que está entre la Esperanza y la Nostalgia
Y lo acepta mientras caga en bacinica

sábado, 21 de noviembre de 2009

La boda de Viviana

Ya eran casi las cuatro de la mañana cuando Pedro llegó al edificio de la avenida Pardo en el que vivía. Había salido de la redacción del periódico con Humbertito y, junto con él, se había ido al Munich a tomar unas cervezas. Allí pasó un buen rato, conversando y bebiendo. Humbertito estuvo tan ingenioso como siempre, alegrándole la velada. Los dos amigos salieron del bar a las tres de la mañana, y cada uno tomó un taxi. Pedro se bajó en el óvalo de Miraflores y desde allí caminó hasta el edificio en el que vivía por la rambla de la avenida Pardo, entre los faroles y los ficus. Cuando estuvo en el vestíbulo, el conserje, un muchacho moreno, alto y esbelto, lo saludó y le entregó un sobre cerrado que tenía escrito su nombre. Pedro le agradeció al conserje la amabilidad y fue hacia el ascensor. Subió en él hasta su departamento, que estaba en el quinto piso. Abrió la puerta con su llave, entró, arrojó su maletín lleno de papeles en el sofá y dejó el sobre en la mesita central de la sala. Fue al baño y orinó. Luego se sentó en el sofá, abrió un cierre del maletín y sacó una bolsita con marihuana. Hurgó en el bolsillo derecho de su saco y sacó un papel de liar. Se hizo un porro, despaciosamente, con la ansiedad contenida. Sacó un encededor del bolsillo derecho de su pantalón y encendió el porro. La primera, amarga y lenta calada le supo exquisita. Sintió cómo su cuerpo y su cansado cerebro se relajaban. Reclinó la cabeza en el espaldar del sofá y se quedó un rato mirando al vacío. Luego siguió fumando. Cuando el porro estaba por la mitad, lo dejó en el cenicero y cogió el sobre que tenía escrito su nombre. Lo abrió y sacó una invitación de boda. Viviana Ferrari y Diego De la Fuente se casaban el veinticinco de febrero en la Municipalidad de La Molina y lo invitaban cordialmente. Viviana Ferrari, hacía tiempo que no sabía nada de ella. Se casaba el veinticinco de febrero, dentro de veinte días. Se casaba con un tal Diego De la Fuente, a quien él no conocía. La invitación le jodió el ánimo. De pronto se sintió triste y desesperado. No sabía qué hacer. Se puso de pie y caminó de un lado a otro de la sala. Finalmente se sentó de nuevo en el sofá y reclinó la cabeza en el espaldar, pensando que el haberle enviado esa invitación era algo infame. Le hacía mucho daño. Viviana lo invitaba a su boda, como si no estuviera enterada, como si no supiera. Viviana quería que él presenciara su boda, como si no se acordara que él había estado perdidamente enamorado de ella. Viviana había pensado en él, lo había tenido en cuenta, sin saber, o tal vez sabiendo, que él seguía enamorado de ella. Dejó la invitación en la mesita, cogió el porro, lo encendió y siguió fumando. Viviana se iba a casar, no podía creerlo. Se casaría y él la perdería para siempre. Estaba desesperado. Pensó que tenía que hacer algo para impedir esa boda. ¿Pero qué podía hacer? Y, sobre todo, ¿valía la pena hacer algo? Que Viviana se casara, que hiciera lo que le diera la gana; él no sufriría más por ella. Aunque la proximidad de esa boda lo hacía sufrir tremendamente. Se terminó el porro y aplastó la pava en el cenicero. Volvió a reclinar la cabeza en el espaldar del sofá y se quedó así, pensando en Viviana, hasta que se durmió.
Fueron pasando los días. La conducta de Pedro cambió de un momento a otro. Eso lo notó especialmente Humbertito, su amigo del alma. Trabajaba sin ganas en la redacción. Recibía reprimendas del jefe por cometer tantas erratas y por tener la cabeza en otro sitio. No hablaba con casi nadie. Cuando bebía se ponía melancólico. Se notaba que algo le pasaba. Una madrugada, mientras bebían en el Munich, Humbertito le preguntó ¿Qué te pasa, hermano? ¿Por qué estás tan cambiado? Pedro lo miró con ojos de niño triste y luego le respondió Es una tontería, pero me tiene jodido. ¿Qué es? Viviana se casa. ¡Mierda! Pedro bebío un sorbo de su cerveza. Humbertito le dijo Ahora te entiendo, pero qué le vas a hacer, pues. Ella no era para ti. Pedro lo miró desesperanzadoramente y le dijo No me resigno a perderla. Aún la amo. Puta madre, Pedro, le dijo Humbertito, ella se va a casar aunque la ames. Trata de olvidarte de ella. No puedo, hace años que pienso en ella todos los días. Estás obsesionado, Pedro. Tal vez. No puedes dejar que eso interfiera en tu trabajo. Lo sé. Entonces olvídate de ella cuando trabajes, si no te vas a cagar tú solito. En las madrugadas, cuando Pedro llegaba a su departamento, se quedaba fumando porros y pensando en Viviana hasta que amanecía. Un día, sorprendentemente, volvió a ser el mismo Pedro de antes. Redactaba sin erratas, con un estillo muy bueno y muy suyo, bromeaba con sus compañeros, se mataba de risa con Pedrito cada vez que se iban a tomar y a conversar al Munich. Una madrugada, mientras bebían en el viejo bar, Humbertito le preguntó ¿Cómo sigues? Bien, bien, le respondió Pedro, ya sé que Viviana no era para mí, lo he aceptado, y ya casi no pienso en ella. ¿Irás a la boda? No, ni cagando. Bueno, salud por ti, pues Pedrito. Salud, Beto. Entrechocaron las jarras y bebieron. Pedro ofrecía una falsa imagen de sí mismo, porque cuando llegaba a su departamento, en la madrugada, se ponía a fumar y a pensar en Viviana. Aún la amaba y no podía aceptar que se fuera a casar. Desesperaba y penaba en silencio, derramando lágrimas de vez en cuando.
Un día antes de la boda, Pedro trabajó en la redacción, fue a tomar unas cervezas al Munich con Humbertito y volvió a su casa más tarde de lo usual. Estaba algo borracho. Se hizo un porro y se lo fumó entero, casi sin pausas. Su mente estaba caótica. Por ratos, le parecía que le iba a dar un ataque de algo. Desesperado, sacó una hoja y un lapicero de su maletín y se puso a escribir en la mesa del comedor.
En aquel tiempo yo estudiaba Periodismo en la universidad. Estudiaba sin mucho entusiasmo, porque lo que en realidad quería era ser escritor. Una tarde de Primavera, llegaste a la facultad con Ana, una compañera. Ella nos presentó. Tú estudiabas Administración. Al verte, daban ganas de gritar de dicha. En serio, Viviana, eras bellísima, y a uno le entraban ganas de ser feliz. Cómo no llenarse de dicha al ver tu cuerpo atlético y dorado, tus ojos de miel, tu nariz larga y fina, tu boca grande, tus senos apacibles y turgentes, tu cabello rubio y lacio, tu cintura pequeña, tus caderas lo suficientemente anchas, tus glúteos firmes, divinos. Esa tarde, Ana , tú y yo conversamos bastante. Ana te dijo que yo quería ser escritor y que algún día publicaría novelas. Tú puedes ser uno de los personajes, te dijo. Si algún día escribes una novela inclúyeme entre los personajes, me dijiste tú. Y yo te prometí hacerlo si algún día lograba escribir una novela. Hasta el momento no lo he logrado, Viviana, y en verdad lo lamento mucho, porque tú serías un personaje excepcional. Me enamoré de ti esa tarde. En la Noche, apenas llegué a mi casa, te escribí unos versos. Al día siguiente, se los entregué a Ana y le dije que te los diera. Días después, volviste a la facultad y me agradeciste por los versos. Yo te invité a salir. Tú aceptaste. Salimos un Viernes por la Noche. Fuimos al bar del hotel Bolívar. Bebimos pisco sour y conversamos mucho. Supe de tu vida y tú supiste de la mía. Cuando te dije que me había enamorado de ti apenas te había visto, tú no lo pudiste creer. Yo te dije que era fácil enamorarse de ti, y que quería ser tu enamorado. Tú me dijiste que estabas enamorada de un chico de tu facultad, y que no podías corresponderme. Yo te dije que esperaría, que estaba seguro que el Destino nos iba a unir. Después de aquella vez, seguimos saliendo juntos. Siempre íbamos al bar del Bolívar. Era nuestro lugar. Tú me decías que te encantaba salir conmigo. Yo siempre te decía que te amaba. Una Noche, tú me dijiste que podíamos ser amantes espirituales. Yo no sabía de dónde habías sacado eso de ser amantes espirituales, pero acepté ser tu amante espiritual. Qué cojudo fui, Viviana. Qué cojudo... Dejamos de vernos y de llamarnos por teléfono una semana, al cabo de la cual tú apareciste en la facultad con un chico al que presentaste como tu enamorado. Cómo te odié esa vez, Viviana, y tú parecías no darte cuenta. Tu idilio duró poco, y volviste a salir conmigo. No hablamos de tu relación. Ese era un tema tácitamente prohibido. Yo volví a decirte que quería ser tu enamorado. Tú me dijiste que era mucho mejor ser amantes espirituales. Pasó el tiempo y volviste a tener enamorado. Lo llevaste a la facultad y me lo presentaste. Yo tuve ganas de matarlo. Y te volví a odiar. Nos dejamos de ver. Un día, llegaste a la facultad y me dijiste, llorando, que habías visto a tu enamorado con otra, y que, al pedirle explicaciones, él te había mandado a la mierda y te había dicho que eras una estúpida. Yo fui a buscarlo a tu facultad. Cuando estuve frente a él le dije Oye conchatumadre, por qué mierda has insultado a Viviana. Él se acercó a mí y me dijo A quién chucha le mentas la madre, huevonazo. Yo le golpeé la mandíbula con el puño derecho y él cayó al suelo. Cuando iba a rematarlo, tú te paraste entre los dos y me pediste que por favor ya no le pegara. Te hice caso. Tenías un gran dominio sobre mí. Y creo que lo sabías. Creo que lo sabías perfectamente. Pasaron los meses y cambiaste de enamorado. Aun así, salías conmigo de vez en cuando. Una Noche, fuimos al bar del Bolívar. Tú no hacías más que hablarme de tu nuevo enamorado. Era una suma de virtudes. Era bueno, era guapo, era un caballero, y, sobre todo, te amaba. Mientras bebíamos pisco sour, él te llamó al celular. Conversaron. Yo traté de no oír nada. Cuando terminaste de hablar con él, me dijiste Viene para acá, quiere conocerte. Ah, bueno, te dije yo, pero por dentro estaba rabiando, preguntándome cómo se podía ser tan desatinado. Lo de desatinado lo pensé por ti y por él, Viviana. Cuando él llegó tú nos presentaste. Ya no me acuerdo cómo se llamaba, pero sí me acuerdo que se pasó todo el tiempo abrazándote y besándote, como mostrándome que tú eras de su propiedad. Fue muy desagradable. Y no sé por qué no dejé de amarte.
También terminaste con ese enamorado. Yo te comencé a entregar versos con regularidad. A ti te gustaban mucho. Cuando íbamos al bar del Bolívar yo te hablaba de tu belleza, y te decía cuánto te amaba. Tú me decías que cuando yo te hablaba de eso te hacía sentir la mujer más importante del mundo. Cuando faltaba un año para que ambos termináramos la universidad, tuviste otro enamorado. También lo llevaste a la facultad y me lo presentaste. Era un tipo alto, atlético, de cabello castaño y ojos verdes. Dejamos de salir. Una vez Ana me preguntó si yo estaba enamorado de ti. Le dije que sí. Ella me dijo Búscate otra, ella está con enamorado. Yo le dije a Ana que no quería traicionarte, que tú eras mi Amada y que yo no iba a estar con ninguna otra mujer, sino que iba a esperar a que tú aceptaras estar conmigo. Estás loco, me dijo Ana. Y tenía razón. Yo estaba loco, fatalmente loco.
En el Verano, durante nuestras últimas vacaciones, tú me llamaste una mañana y me dijiste que querías que yo fuera a pasar unos días a la casa de playa de tus padres. Yo acepté ir. La casa estaba en la playa Los Pulpos, justo frente al Mar. Era una casa muy espaciosa. Estaban tus padres, tu hermano menor y tu enamorado. Éste, desde el principio, trató de ridiculizarme. Yo estaba fuera de forma, algo panzón, y él estaba apolíneo, bello bajo el Sol. En medio del almuerzo, él decía No hay que comer mucho, si no acabaremos como Pedro, panzones. Todos reían, festejándole su estúpida broma. A la hora de la cena, decía Pedro casi se ahoga, la panza hacía que se hundiera. Acabé acomplejándome. Tu enamorado, de cuyo nombre no quiero acordarme, se solazaba ofendiéndome, fastidiándome. Una vez, mientras yo estaba en la orilla, mirando el Mar, él se acercó y me dijo Hay que hacer abdominales, Pedrito. Se cagó de risa en mi cara. Yo le dije Mira conchatumadre, si me vuelves a joder te saco la mierda. Él dejó de reír y me dijo Eres un huevón. ¿Acaso crees que no me doy cuenta que estás enamorado de Viviana? Tú quieres quitármela, pero no vas a poder, pues. Ella es mía. Vete a la mierda, le dije, y me alejé. Una Noche, tus padres habían salido con tu hermano y tú te habías quedado sola en la casa con tu enamorado. Yo había salido a pasear y a fumar marihuana en la orilla del Mar. Al volver a tu casa, oí gemidos. Me acerqué a tu cuarto, donde dormías sola, y te vi follando con tu enamorado. Él estaba encima tuyo y te lo metía y te lo sacaba con fuerza y rapidez. Tú gemías, fuera de ti. Al comienzo me excité, y me sentí mal por excitarme, pero luego me dieron ganas de vomitar. Fui al baño y vomité durante media hora.
No acabé la universidad. Me retiré cuando me faltaba medio año para terminar la carrera. Recuerdo que nos vimos una vez más en el bar del Bolívar. Tú me preguntaste por qué dejaba la universidad y yo te dije que quería convertirme en escritor, que quería escibir muchas novelas, y que para hacer eso, la universidad no me servía. Tú me recomendaste acabar la carrera. Yo te dije que ya había decidido lo que iba a hacer, y te pregunté, una vez más, si querías ser mi enamorada. Tú me dijiste que aunque ya no tenías enamorado, no podías estar conmigo ni con nadie porque querías acabar bien tu carrera. Fue la última vez que nos vimos. El tiempo pasó. Yo intenté escribir alguna novela, pero no pude, y terminé trabajando en la redacción de un periódico. Te extrañaba mucho, pero no te llamaba ni te buscaba. Confiaba en que el Destino nos reuniría. Hubo un tiempo en el que salía con putas. Me cobraban un precio especial por ponerles una peluca rubia, por follarlas con todas mis fuerzas y por decirles Viviana, puta de mierda, te odio. Te confieso que hice eso, Viviana.
Ya tengo treinta años y hace mucho que no te veo. Sin embargo, nunca te he olvidado. Dentro de unas horas te vas a casar... Yo iré a la boda e impediré que se realice. Tú has sido muy cruel conmigo, Viviana. No me amabas, pero amabas que yo te amara. Sabías que me causabas sufrimiento presentándome a tus enamorados, y sin embargo lo hacías. Me necesitabas. Me necesitabas para que alguien te ensalzara, para sentirte una diosa. Conmigo te sentías la mujer más importante del mundo. Tú misma lo dijiste. Por eso salías con este pobre huevón, para sentirte la mujer más importante del mundo. En lugar de escribirte versos, debí haberte seducido. Debí haberme comportado más virilmente, para que vieras en mí a un hombre dispuesto a follarte hasta morir. Tú me veías como a un amigo de sensibilidad delicada, como a un hombre puro, sin malicia. No entendiste que yo te amaba en cuerpo y alma, en carne y espíritu. Pero de todas formas fui un idiota, y lo sigo siendo. No he compartido mi vida con nadie por esperarte, por confiar en que algún día tú me amarías y nos casaríamos. Sin embargo, ya ves, todo ha salido de otra manera. Pero no te casarás, estoy ofuscado e impediré la boda. Estoy borracho y marihuaneado, y soy muy capaz de...
Pedro se puso de pie, hizo trizas la hoja en la que había escrito y fue a su dormitorio. Sacó una camisa blanca del ropero y salió. En la sala, estiró la tabla de planchar. Puso encima de ella la camisa y enchufó la plancha. Se sentó en el sofá. Estuvo un rato pensando. Le vinieron unas ganas terribles de ver a Viviana. Se puso de pie. Se acercó a la tabla de planchar. Probó la plancha. Estaba caliente. Se puso a planchar la camisa.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Vida mortal

Rodeado de Cielo azúreo
Sabiendo que aún queda algo de muerte por vivir
Viviendo según las absurdas razones del corazón
Mordiendo las faldas de las colinas
Aún cultivando la sagrada inquietud
Han injertado en mi jardín el árbol de la Ciencia
El Bien y el Mal tienen ahora el mismo rostro
Del árbol de la Vida pende una espada de fuego
Que da vueltas y busca la cabeza de quien se atreve
a acercarse
No queda más que vivir la muerte vital que me cupo
en suerte, en edénica desdicha
Desollado por el amor busco negarlo
Un ave sube y baja por los barrancos
Los acantilados se inclinan mientras dura el sismo
de las campanillas
La ternura es un cuerpo descuartizado
Hay que salvarse de algo que se ignora
Pero hay que salvarse
Andando por calles y avenidas
Por alguna senda bordeada de sauces
Me pierdo por un Hades de cristal
Y veo que el infierno es el combate de contrarios
Y que el Cielo es el olvido del espinoso yo
Aunque no parezca, el hombre camina entre el Cielo y el infierno
Resbalando continuamente a uno y a otro
Jardines circulares del empíreo
Manual de las desgracias
Papeles arrugados en los bolsillos
He ahí la trascendencia
Con un guijarro en la boca
Y otro en la nuca
Prosiguiendo el avance que no existe
Nadie avanza ni retrocede
Es que casi no se siente este andar recorriendo la única esfera
Que existe entre el hombre y el vacío
Viento atolondrado de los desiertos
Fríamente raspa la cara y los hombros
Queda mucho o no queda nada por andar
Estoy acostumbrado al laberinto
Y a estar perdido sin razón alguna
Sin causa alguna
Las gaviotas rasan las ondas de plata
Un navegante plantado en la orilla fuma un cigarrillo
Oyendo las fábulas del Mar
Desoyendo las advertencias del Destino
Vivir es derivar
Y cada episodio inesperado es un encuentro
Hay que creer en algo, incluso en las inexistencias,
para hacer llevadera la navegación

martes, 17 de noviembre de 2009

Olvido

Despertó. Lo primero que vio fue una luz intensa, blanca, que provenía de una lámpara colocada justo encima de él. Un olor aséptico flotaba en el aire. Pudo darse cuenta de que estaba en una clínica o en un hospital, tendido en una camilla. Pensó que había sufrido algún accidente. Tal vez la movilidad había chocado y él había salido herido. Trató de recordar. No pudo. El pasado era un montón de tinieblas. Había perdido la memoria. Luchó por acordarse. Su lucha era inútil. No podía saber qué había pasado. Imágenes andrajosas aparecían y desaparecían. Se veía en el colegio, dando vueltas por el patio con Álvaro, el que conducía la movilidad. También se veía subiendo unas gradas, dirigiéndose a la entrada de un edificio. Le dolía la cabeza. Todo lo veía borroso. Recordó a un doctor colocándole el tabique desviado. Se tocó la nariz. La tenía enyesada. Recordó que, a la salida del colegio, caminaba aturdido y veía a su hermano menor que le preguntaba ¿Qué te ha pasado? Trató de incorporarse. Una mujer vestida de blanco- sin duda una enfermera- le puso una mano en el pecho e hizo que se volviera a echar. Otra mujer se acercó a él y le dijo Tranquilo, descansa. No la podía distinguir bien, pero reconoció su voz. Era tía Aurora. ¿Qué ha pasado?, preguntó él. Nada, papito, descansa, le dijo tía Aurora. ¿Cómo está mi tío Luis?, preguntó él. Tía Aurora se turbó un poco y luego le dijo Está bien, no te preocupes. Él se fijó en un hombre gordo que estaba cerca a su tía. Era tío Ernesto. Recordó, de pronto, que tía Aurora hacía tiempo que se había divorciado de tío Luis y se había casado con tío Ernesto. Decidió quedarse callado y esperar. Tal vez se acordaría de todo después de un rato. Fue quedándose dormido. Una densa oscuridad lo envolvió. Le pareció que lo metían a una tumba. No luchó más con el olvido. Lentamente, se quedó dormido.
Volvió a despertar al cabo de un tiempo impreciso. Estaba echado en una cama cuyas sábanas olían a clínica o a hospital. Se hallaba en una habitación oscura, solo. No se acordaba de nada, ni siquiera de su nombre. Sólo sabía que existía. Su memoria no se acordaba del olvido. No había imágenes en su mente. Se sintió totalmente solo, pero sin echar de menos a nadie. Nada lo turbaba, ningún recuerdo lo asaltaba. Nada le importaba. Sólo tenía conciencia de su existencia, nada más. Era una sensación placentera. Solamente era. No tenía vida. Todo lo que había compuesto su vida estaba olvidado. Lo invadió un sopor irresistible. Fue quedándose dormido. Sin acordarse que no se acordaba de lo que le había sucedido, se entregó a un sueño oscuro, denso, silencioso.
Cuando despertó, las luces de la habitación estaban encendidas. Un hombre con una bata blanca se hallaba a los pies de la cama. Hola, dijo. Hola, respondió él. Soy el doctor Ramírez, vengo a hacerte unas cuantas preguntas. Él se quedó callado, sin saber qué hacer. No tenía ganas de responder preguntas. Sólo quería seguir durmiendo. ¿Cómo te llamas?, le preguntó el doctor. Él se quedó pensando. No se acordaba de su nombre. Hizo un esfuerzo. Recordó. Me llamo Pedro, respondió. ¿Cuál es tu primer apellido?, preguntó el doctor. Él volvió a esforzarse y volvió a recordar. Vencejo, dijo. Muy bien, te llamas Pedro Vencejo, dijo el doctor. ¿Cuál es tu segundo apellido? Otra vez un esfuerzo y un recuerdo. Duarte. Muy bien, eres Pedro Vencejo Duarte. ¿Y cuántos años tienes? Tampoco recordaba su edad. Nuevamente se esforzó por recordar, hasta que su edad se le reveló. Tengo catorce años, respondió. Muy bien, dijo el doctor, ¿y cuándo es tu cumpleaños? No me acuerdo, creo que el ocho de Diciembre, respondió Pedro. ¿Y cómo se llama tu papá?, preguntó el doctor. No se acordaba del nombre de su papá. No te esfuerces mucho, le dijo el doctor, pero trata de recordar, si no puedes no hay problema. Pedro, después de hurgar en su lastimada memoria, recordó el nombre de su padre. Se lo dijo al doctor. Éste siguió con las preguntas, y Pedro siguió respondiendo a duras penas. ¿Cómo se llama tu mamá? ¿En qué trabaja tu papá? ¿En qué trabaja tu mamá? ¿Tienes hermanos? ¿Cuántos hermanos tienes? ¿Dónde vives? ¿Dónde estudias? Acabado el cuestionario, el doctor le recomendó a Pedro que descansara, apagó la luz y se fue. Pedro no se quedó en paz. Intentaba recordar, infructuosamente, lo que le había pasado, lo que lo había hecho parar en esa clínica u hospital. Sólo recordó un fuerte golpe en la nariz, nada más. Agotado por el esfuerzo, volvió a quedarse dormido.
Despertó en la misma habitación, en su tiempo sin horas. Alguien le tenía suavemente asida la mano izquierda. Volteó y vio a su mamá. La habitación se hallaba en penumbra. Mamá, dijo Pedro. Hola, hijito, le dijo su mamá que, sentada en una silla, lo acompañaba. ¿Qué pasó?, le preguntó Pedro. No lo sé bien, hijo, ¿tú no te acuerdas? No, mamá. Álvaro y tus hermanos me han dicho que te pegaron en el colegio. No me acuerdo. ¿No te acuerdas de nada? No. Bueno, de algunas cosas sí me acuerdo. Álvaro dice que te dieron un golpe en la nariz y que cuando él te dijo que lo llevaras al baño para que te ayudara a lavarte, tú lo hiciste dar vueltas por el patio. Algo de eso me acuerdo. Después de lavarte, te trajeron acá. ¿Dónde estoy? En la clínica Tezza. ¿Qué me han hecho en la nariz? Te han colocado bien el tabique que estaba desviado y te han puesto yeso. ¿Y mi papá? Ya va a venir. Pedro se adormeció un poco y cuando estaba en la duermevela oyó unos pasos apresurados, largos, que se aproximaban por el pasillo desierto. Eran los pasos de su papá. Ahí está tu papá, le dijo su madre. Al poco rato, su papá entró a la habitación y lo primero que hizo fue inclinarse, abrazarlo y darle un beso en la mejilla. Luego cogió una silla y la llevó hasta el lado derecho de la cama. Se sentó y asió la mano derecha de Pedro. ¿Qué pasó, hijo?, le preguntó. No sé, papá, no me acuerdo. Está bien, hijo, descansa. Pedro se fue adormeciendo, flanqueado por su madre y su padre, que le tenían asidas la mano izquierda y derecha, respectivamente.
Al volver a despertarse, vio a su papá y a su mamá conversando con el doctor a los pies de la cama. Ha sufrido un traumatismo encefalo craneano, decía el doctor, tiene que permanecer en observación. ¿Y cuándo se va a acordar de lo que le ha pasado?, preguntó su mamá. Eso es sólo cuestión de tiempo, respondió el doctor. Pedro volvió a quedarse dormido. Al despertar, notó que su papá y su mamá seguían sentados a los lados de la cama, asiéndole las manos. La habitación continuaba en penumbra, con la luz apagada. Pedro cerró los ojos y pensó que se estaba bien así, olvidado de casi todo y acompañado por sus padres. ¿Ves lo que has ocasionado?, le dijo su mamá a su papá. ¿Qué he ocasionado?, preguntó su papá, molesto. Siempre le dijiste a Pedro que debía hacerse respetar en el colegio, que nunca debía dudar en pelearse si alguien quería abusar de él. Sí, siempre se lo dije, ¿tiene algo de malo? Claro que sí, en lugar de decirle que no se metiera en líos, le decías eso, y ahora mira cómo está, le han pegado por hacerse el valiente, y es tu culpa. Mira, no me vengas con eso ahora, si le pegaron habrá sido porque él no se dejó tratar mal. Parece que le han pegado entre varios. Seguro que sí, seguro que uno solo no podía con él. Eres un idiota. No me insultes, maldita sea. Vete a la mierda. Tú vete a la mierda. Cuando Pedro escuchó discutir a sus padres, recordó que éstos estaban separados y que se llevaban muy mal. Decidió dormirse y refugiarse en el olvido. Prefería no saber nada de sus padres, nada de lo que había pasado, nada del colegio. Se quedó dormido asiendo las manos de sus padres.
Al día siguiente despertó por la mañana. Ya se sentía mejor. Su madre permanecía sentada a su lado izquierdo y le sonrió cuando él la miró. Su padre hablaba por teléfono. Sí, hermano, sigo aquí en la clínica. Sí, ha amanecido mejor. Sí, sí... No, parece que le han hecho caragamontón y le han golpeado la cabeza, por eso no se acuerda de casi nada. Sí, hermano, yo te llamo cualquier cosa. Después de colgar, su padre se inclinó y le dio un beso en la mejilla. ¿Cómo te sientes?, le preguntó. Mejor, papá, respondió Pedro. ¿Te acuerdas de algo más? Sí, me acuerdo que el jueves yo le pegué a un chico de cuarto de media. ¿Por qué le pegaste? Porque me mentó la madre. ¿Y no te acuerdas quién te pegó a ti? No. Parece que han sido varios. Seguro que se dieron cuenta que uno solo no podía contigo. Eso está bien. Hay que hacerse respetar. ¿Sabes qué día es hoy? Sí, Sábado. ¿Ves? Ya te vas acordando de las cosas.
Antes del mediodía, los padres de Pedro se marcharon. Cuando Pedro se vio solo, se incorporó, bajó de la cama, se calzó las sandalias y fue al baño. Allí se miró al espejo. Estaba horrible. Tenía la nariz hinchadísima, cubierta por un vendaje, y sus ojos estaban desorbitados. Trató de recordar lo que había pasado frente al espejo. Le dolía la cabeza cuando intentaba recordar, así que cejó en sus intentos y salió del baño. Se acercó al ventanal, descorrió la cortina y vio el patio de la clínica. Era un día soleado de Primavera. Los enfermos paseaban entre los parterres. A los que iban en silla de ruedas, los empujaban las enfermeras, despaciosamente, paseándolos. Pedro tuvo ganas de salir. Se sentó en el borde de la cama y se quedó pensando. Recordó que había una chica de la cual estaba enamorado. Ella también estaba enamorada de él, y debía estar muy preocupada. Pedro se acercó al teléfono, marcó un número y esperó. Al cabo de un rato, ella contestó. ¿Aló? Aló, Brenda. Sí, Pedro. Sí, soy yo. ¿Cómo estás? Estoy en la clínica Tezza, internado. ¿Qué te pasó? ¿Tú no viste nada? No, sólo me contaron que te pegaron, pero no me dijeron quién. Cuando te peleaste ya yo estaba en la movilidad. Ah, ya. Pero no te preocupes, estoy mejor. Yo te voy a ir a visitar. ¿Cuándo? Hoy en la tarde. Ya, te espero. Ya, yo voy de todas maneras. Te esperaré. Okey, un besito, y cúidate. Un beso para ti también, te espero. Al colgar, Pedro se sintió contento. Brenda lo visitaría. Se verían y conversarían largo rato, y tal vez hasta se darían un beso, eso ya dependía de él, de que venciera su timidez.
Como a las tres de la tarde, los padres de Pedro ya habían vuelto. ¿Te dieron de comer?, preguntó la madre al muchacho. Sí, mamá. ¿Y te gustó? Sí. Al poco rato, llegó un amigo de Pedro llamado David. Era de estatura mediana para su edad, tenía el cabello lacio y rubio, los ojos verdes, la nariz delgada y la boca fina. Saludó a los padres de Pedro y luego a Pedro. ¿Cómo estás?, le preguntó. Bien, respondió Pedro. Casi lo noqueas al negro. ¿A cuál negro? Al negro Gonzáles, el de quinto. No me acuerdo. ¿Tú sabes lo que pasó?, le preguntó el padre de Pedro a David. Sí, señor, yo vi todo. A ver cuéntame. El jueves Pedro le había pegado a uno de cuarto al que le dicen Choza, y el viernes a la hora de salida se le acercó el negro Gonzáles, un negrazo gordo que ha repetido y que ya tiene dieciocho años, y le dijo que por qué le había pegado a Choza; Pedro no le respondió y le dio la espalda. Creo que Pedro estaba triste porque a la hora de recreo los habían llamado a él y a Choza a la dirección y los habían suspendido por pelearse en la calle a la hora de salida. Cuando Pedro le dio la espalda al negro, el negro le pateó la mochila. Entonces Pedro volteó y le dio un puñetazo en la cara que casi lo tumba al negro. El negro le respondió con un puñete en la nariz. De ahí se trenzaron y la gente los separó. El huachimán los llevó a la dirección. Yo los seguí. La mamá del negro, que trabaja en el colegio, se enteró y fue corriendo a la dirección. Pedro y el negro discutieron. La mamá del negro estaba en medio de ellos. Pedro le mentó la madre al negro y el negro le tiró un puñetazo en la cara. La parte de atrás de la cabeza de Pedro se golpeó con la puerta de la dirección. Sonó horrible. Pedro quiso pegarle al negro, pero el auxiliar lo agarró. De allí vino el de la movilidad y se lo llevó a Pedro. Al oír la versión de David. Pedro recordó algo de lo sucedido. Miró la cara de su padre, y supo que estaba molesto. David se quedó un par de horas y luego se fue a su casa. Pedro esperaba a Brenda anhelosamente, pero ella no aparecía. Sonó el teléfono. El padre de Pedro contestó. Sí...Hola, hermano, cómo estás...Sí, él está mejor, pero pucha ha sido uno solo el que lo ha dejado así. Debería darle verguenza, se ha dejado pegar por uno solo... Sí, tú ven cuando quieras...¿Te lo paso?... Ah, ya, ya, hermano, entonces mañana te esperamos... Sí, yo le voy a decir, no te preocupes... Ya, chao, hermano, cúidate, chao, chao. Después de colgar, el padre de Pedro dijo a su hijo Mañana viene a visitarte tu tío Antonio. Apenas terminó de decir eso, se fue. Pedro quedó desconcertado, pero ya conocía a su papá. Estaba molesto porque le había pegado un solo muchacho. Él hubiera preferido que le pegaran entre varios. No le cabía en la cabeza que a su hijo lo hubiera dejado tan mal parado uno solo. No le hagas caso a tu papá, hijo, le dijo a Pedro su mamá. Pedro no dijo nada y recordó que él era un chico problema en el colegio. Se portaba mal en clase, fastidiaba a varios de sus condiscípulos, buscaba pelea a los demás, especialmente a los que eran mayores que él, sólo para mostrar su coraje. A ese chico Choza, por ejemplo, le había pegado sólo porque le caía mal. Y por pegarle, el negro Gonzáles lo había dejado sin memoria. Pensó que se lo merecía. Bien hecho, pensaba, bien hecho. Pasó una hora. La mamá de Pedro tuvo que salir a hacer unas diligencias. Pedro se quedó solo. Pensaba en Brenda. Aún no llegaba. Llamó por teléfono a su casa y le contestó su mamá, diciéndole que Brenda había salido. Pedro se imaginó que estaría en camino. Esperó y esperó. El Sol se acostó. Se hizo de Noche. Y Brenda no llegaba. Pedro deseó olvidarla para siempre. Poco antes de que concluyera el horario de visitas, llegó la madre de Pedro. Se iba a quedar a dormir con su hijo. ¿Cómo te sientes, Pedrito? Bien, mamá, no te preocupes. Pero Pedro no se sentía bien. Le dolía la cabeza y le molestaba estar en la clínica por haber recibido un buen golpe del negro Gonzáles. Además de eso, le dolía la ausencia de Brenda, su promesa fallida, y su propia y tonta credulidad. Se recostó en la cama, cerró los ojos y deseó sumirse en ese olvido delicioso, tan lejos de todo.

domingo, 15 de noviembre de 2009

La Soledad del amor

Por las sendas me acompaña Soledad la Buena
Alguna vez me acompañaste tú
Tan efímera
Los cuervos pasean por la rosaleda
Existo y no pienso
Vida exaltada en las tumbas etruscas
Tus senos cretenses eran grandes y serenos
Te he perdido
Como se pierde la bendición de algún dios
Horizonte de aullidos
Cada vez más lejano
Me he perdido
Por buscarte por donde ya no me querías
Tu beso era una flor bañada de rocío
Tímido y delicado
Tiresias bebe la sangre que vertí en el hoyo
He descendido al Hades
Para agotar mi Esperanza
Salón de jaspe
Cuando tú andabas conmigo los dioses existían
La desesperación me conduce por galerías de mármol
Por jardines colgantes
Mordiéndome las manos para no gritar
En mi noche oscura espero el Alba
Tú eres el Alba
Amada Amada por qué me has abandonado
Tu aliento se mezclaba con el del Mar
Tus ojos contenían mi Angustia
Y mi tristeza
Las desvanecían
Y me mostrabas beato a quien te amaba
Me salvabas de mí
Un demonio sumerio aparece en mis sueños
Tus brazos se tendían como ríos
Tus muslos se bifurcaban como arroyos
Fuego violeta
De nada sirvieron las ofrendas
Las aras cubiertas de sangre inocente
Tus rezos ininteligibles para mí
Los ermitaños que guardan en sus pechos escuálidos
una fábula de amor
Testas de Gorgonas
Yo sé lo que es el amor
Una creación desesperada
El mejor invento para no quedarse solo
Me he liberado del amor
Aunque te ame
Soledad la Buena es mi única compañera
de Destino
Anda conmigo y no me deja solo nunca

sábado, 14 de noviembre de 2009

Sara, mi vida

Es una tarde de Otoño. Estoy en mi habitación, sin nada que hacer, a solas conmigo. Antes de recluirme he salido a caminar y he visto, bajo el Cielo desteñido y poblado por algunas nubes amontonadas y taciturnas, los tilos deshojados de la calle Úrsulas y el serojo arrastrado por el viento. Mi ánimo es otoñal, Sara querida, y necesito hablarte aunque no estés. Hace diez años que no te veo, pero te sigo amando como antes, enfermizamente. Necesito contarte lo que pasó conmigo, lo que me convirtió en un hombre diferente, irreconocible. Ya no soy el que conociste, y quiero que sepas por qué, tú debes saberlo, tú eres la única persona a la que le puedo narrar todo lo acaecido, porque lamentablemente aún te amo, aunque quisiera no amarte en absoluto. Te conocí una tarde de Primavera, en la universidad san Marcos. Te vi en el coliseo. Tú salías del salón donde estaban los casilleros y yo justo entraba. Nos miramos, nos rozamos, podría decir que nos reconocimos. Sí, Sara querida, nuestras almas se conocían desde antes, desde antes de la vida, y en ese momento se identificaron, se reconocieron. Al menos yo creo que fue así. Necesito creerlo. Yo iba al coliseo de san Marcos a practicar Judo y a levantar pesas. Tú ibas a hacer atletismo y a entrenar en el gimnasio. Éramos muy jóvenes y hermosos. Después de verte, de cruzarme contigo en aquel salón, le hablé de ti a un amigo. Este amigo te conocía y me dijo que si yo quería él podía presentarnos. Y yo claro que quería que nos presentara, claro que quería conocerte. Así que después de que ambos terminamos de entrenar, al salir de las duchas, este amigo nos presentó. Sara, él es Alfonso. Alfonso, ella es Sara. Nos dimos un beso en la mejilla y nos quedamos mirando un rato. Te contemplé, fascinado. Tus ojos grandes, curiosos, tu nariz fina, tus labios carnosos, tu cabello castaño oscuro, tus senos grandes y firmes, tu cintura estrecha, tu cadera redondeada, tus muslos y tus piernas de atleta, me impresionaron sobremanera. Eras tan bella, Sara querida. Salimos de la universidad junto con nuestro amigo. Tú me preguntaste qué hacía y yo te dije que era poeta. Tú me pediste que te escribiera un poema. Yo accedí y te dije que en una semana te daría el poema. Tú te alegraste bastante. Te pregunté qué estudiabas. Negocios internacionales, me respondiste. Hablamos de otras cosas que ya no recuerdo y nuestro amigo y yo te acompañamos al paradero. Cuando tu micro se detuvo un poco más allá de donde estábamos esperándolo y corriste hacia él, pude apreciar tus glúteos respingones. Eras perfecta, Sara, eras casi una diosa. Desde ese día, te deseé y te amé.
Al cabo de una semana, nos volvimos a ver en el coliseo. Te entregué el poema y tú lo recibiste muy contenta. Después de entrenar y de ducharnos, salimos juntos de la universidad. Tú me preguntaste por qué no estudiaba. Yo te respondí que porque sólo quería dedicarme a la poesía. Hablamos bastante ese día. Cuando nos hartamos de conversar, te acompañé al paradero y esperé a que te subieras a tu micro y a que éste se alejara. Al día siguiente me llamaste y me agradeciste el haberte escrito el poema. Me dijiste que te había encantado. Yo aproveché para concertar una cita. Tú me dijiste que podíamos vernos en tu facultad, dentro de cuatro días, en la noche. Convenimos en ello y nos vimos el día acordado. En la cafetería de tu facultad, nos contamos nuestras vidas y pasamos un rato muy agradable. Recuerdo que nos reímos mucho. Cómo quisiera reírme ahora contigo, Sara querida, cómo quisiera oír nuestras risas mezcladas, dichosas, armónicas. Antes de separarnos, te propuse salir un fin de semana. A ti te pareció una buena idea, así que quedamos en salir ese mismo fin de semana. Fuimos a un pub de la Marina. Tú tenías un suéter escotado que me enloquecía. Me contaste que estabas enamorada de un chico mayor que tú que era médico. Tú tenías dieciocho y él treintaidós. Me hiciste mucho daño, Sara. Me sentí un pobre huevón. Yo creía que me amabas. Pero yo tenía veinte años y no treintaidós. Y era un poeta y no un médico. Aun así, no me di por vencido. Después de salir del pub fuimos a plaza san Miguel. Todo estaba cerrado, pues ya era tarde-las once o las doce de la noche, no me acuerdo. Nos sentamos en una banca y yo te declaré mi amor. Recuerdo que la Luna rielaba, entera, en el Cielo negro y azuloso. Después de mi declaración amatoria, te pedí un beso. Tímidamente, juntamos nuestras bocas. Fue un beso corto e incompleto. Tú te alejaste y me dijiste que no podías, que estabas enamorada de ese chico. Yo te pregunté si no te gustaba, si me hallabas feo o desagradable. Tú me dijiste que no, que simplemente estabas prendada de ese médico de treintaidós años. También me advertiste que, con el tiempo, podías enamorarte de mí. Me diste una esperanza, una maldita esperanza. No sabes cuánto odio la esperanza, Sara querida. Esa noche, tus padres te recogieron en su auto. Me los presentaste. Fueron muy amables conmigo, tanto, que quisieron llevarme a mi casa. Yo no acepté. Nos despedimos y cada uno se fue por su lado.
El fin de semana siguiente volvimos a salir. Te llevé al Munich,un bar en el centro de Lima. Te encantó el lugar. Tú bebiste sangría y yo cerveza. Ambos bebimos en abundancia. Fuimos felices, poseídos por una santa embriaguez. Yo ni siquiera intenté besarte, y eso me pesó después. Creo que aún me pesa. Debí haberte besado. Después de esa ocasión, comenzamos a frecuentar el Munich. Luego, comenzamos a vernos más espaciadamente. Tú tenías que estudiar y no podías estar saliendo a cada rato. Yo me volvía cada vez más bohemio. Salía casi todas las noches, y te añoraba. Comencé a fumar marihuana. Cuando salíamos, yo iba totalmente marihuaneado, pero no te decía nada. Tú sospechabas algo, aunque nunca me recriminaste nada. Pasaba el tiempo. Nos veíamos cada vez menos. Yo comencé a inhalar cocaína. Cuando íbamos al Munich, yo llevaba mi paco de coca y me lo jalaba en el baño. Tú nunca te diste cuenta. Yo encontraba en mis vicios- la cocaína, la marihuana-, un refugio para mis tristezas. Padecía tristezas que te comentaba, tristezas que parecían haber nacido conmigo, y tristezas propiciadas por mi condición de vida-mis padres eran separados, yo no estudiaba y no sabía qué hacer además de escribir poemas, estaba enamorado de ti y tú no correspondías a mi amor. Las drogas amainaban esas tristezas, esas melancolías. Tú eras mi recodo de pureza, mi diosa inmaculada. En ti hallaba reposo y belleza, y también tormento. No dejaba de escribirte poemas. Tú me decías que era un buen poeta, que escribía muy bien y que alcanzaría la gloria y la fama algún día. Yo te creía. También me decías que querías verme feliz, que yo era un hombre muy triste. Yo te decía que algún día sería feliz, junto a ti. Nunca me había enamorado de alguien como me enamoré de ti. Eras mi primer principio, mi causa última. Eras mi amada. Cuando salía con mis amigos de bohemia y fumaba marihuana y jalaba coca hasta hartarme, pensaba en ti. Me autodestruía en tu nombre. Tú eras la única que podía salvarme de mí, de mis excesos. Una Noche, en san Marcos, me preguntaste si yo fumaba marihuana. Te dije que sí. No podía mentirte, a ti no, Sara, a ti no. También me preguntaste por la coca. Y, claro,tampoco pude engañarte. Te dije que fumaba marihuana y que jalaba coca. Tú me hiciste prometerte que ya no lo haría. Te lo prometí, y no cumplí con mi promesa, Sara querida. No pude. Los vicios me ayudaban a vivir como ni siquiera tú me ayudabas. Recuerdo la última vez que salimos. Fuimos al Munich y me jalé dos pacos de coca sin que tú te dieras cuenta. Esa Noche me dijiste que te daba pena verme tan melancólico, pero que me comprendías, los poetas eran así, era inevitable, ya que poseían una sensibilidad especial, más delicada que la de los demás. Yo asentía, todo coqueado. Te dije que eras mi amada, que conocerte me hacía muy feliz, pero que no podía vencer mis tristezas porque la felicidad, para mí, consistía en ser tu pareja. Tú me acariciabas el pelo, que en aquel tiempo llevaba largo, y me mirabas con ternura. Eres mi poeta, me dijiste. Y yo te dije que sí, que era tu poeta, que era tu siervo, que haría todo lo que me pidieras. Nos vimos por última vez una Noche de Invierno, al cabo de dos años de peregrina amistad. Recuerdo que hablamos de poesía quechua y de nuestras vidas. Nos despedimos como si nos fuéramos a volver a ver al cabo de poco tiempo. Y han pasado ya diez años desde aquella noche invernal, Sara querida, diez años que para mí han ido pendiente abajo, diez años sin verte, diez años.
No sé por qué dejamos de vernos. Nos llamábamos por teléfono, pero ya no hablábamos de vernos, ya no salíamos. Más adelante, incluso, dejamos de llamarnos. Yo seguía autodestruyéndome en tu nombre, fumando yerba y jalando coca. También seguía escribiéndote poemas. En año nuevo estuve a punto de morir por sobredosis de cocaína. Así que, por el susto que pasé, dejé la coca. Al año siguiente de nuestra separación comencé a estudiar Periodismo en la Bausate y Meza. A la mitad de ese año, se me encendió la vocación religiosa. Dejé la marihuana y me hice aspirante franciscano. Quería ser sacerdote y dedicar mi vida a Dios. Abandoné el aspirantado después de no mucho tiempo. En un seminario sobre la Eucaristía conocí a un tipo que decía ser cura y fundador de una congregación llamada Misioneros de la Eucaristía. Nos hicimos amigos y él me ofreció trabajar con él en un colegio de mujeres. Accedí y comencé a trabajar en ese colegio. No duré mucho, pues descubrí que ese tipo no era ni cura ni fundador de ninguna congregación. Era un farsante. Lo abandoné y me hice aspirante claretiano. Después de algunas conversaciones, los misioneros me dijeron que lo mejor para mí era permanecer en el mundo. Les hice caso. Dejé el Periodismo y me matriculé, sin decir nada a nadie, en la Facultad de Teología pontificia y civil de Lima. Mis padres se enojaron un poco conmigo, pero aceptaron mi decisión. Así que comencé a estudiar Filosofía. Siempre pensaba en ti, Sara querida, pero ya no te llamaba. No sé por qué. Estudié Filosofía durante tres años. Luego dejé la carrera. Volví a fumar marihuana y me dediqué a vagar y a escribir poesía. Aún te escribía, Sara, aún te dedicaba mi obra entera. Pasó el tiempo. Dejé la casa de mis padres y me fui a vivir a un cuarto en la avenida del Ejército, alquilado por mi mamá. Allí pasaba el tiempo escribiendo y recordándote. Solía dar largos paseos por el malecón, mirando el Mar amplísimo e imaginando que tú y yo nos reencontrábamos en alguno de los parques de los acantilados. Había decidido, hace tiempo, dedicarte mi vida. Yo era un mantenido, y no me avergonzaba. Me parecía que lo único que hacía era aceptar mi Destino. Desde que habíamos dejado de vernos, yo había tenido idilios con algunas mujeres. Estos idilios eran breves, tuertos, fugaces. No podía estar mucho tiempo con una chica porque sentía que te traicionaba. Ahora pienso que hubiera sido muy fácil llamarte por teléfono e invitarte a salir y proponerte una relación, pero no lo hice. Y no sé por qué no lo hice. En aquel tiempo siquiera vivíamos en la misma ciudad, ahora que estamos tan lejos el uno del otro me arrepiento de no haberlo hecho, me arrepiento de veras, Sara querida.
Ahora que lo pienso bien, sí te llamé algunas veces para conversar contigo, para saber de ti, pero sentí que ya no era lo mismo y dejé de llamarte definitivamente. Dejé de llamarte, pero no dejé de esperarte. Estaba seguro que algún día nos encontraríamos en la calle. Confiaba ciegamente en el Destino, o en el azar. A veces se me ocurría preguntarme si aún eras virgen- tú me confesaste que eras virgen a los dieciocho años, y poco antes de dejar de vernos me dijiste que aún lo eras- o si ya te habrían desvirgado. Te imaginaba haciendo el amor con algún chico, jadeando y gimiendo, temblando de placer. Y me sentía enfermo cada vez que imaginaba eso. Siguió pasando el tiempo. Un día, inesperadamente, un ex condiscípulo de la Bausate y Meza se puso en contacto conmigo y me pidió que escribiera para su revista. Accedí y empecé a escribir para su revista. Casi al mismo tiempo, un tío me llamó y me dijo que necesitaba que le echara una mano en un gimnasio que recién había abierto en Chorrillos, justo en la Curva. Decidí ayudarlo y me convertí en instructor de un gimnasio. No me pagaban mal. Lo de la revista era ad honorem.Por aquel tiempo, te escribí un mail. Me contestaste muy emocionada. Nos prometimos un reencuentro. Luego nos olvidamos de nuestra promesa. En el gimnasio conocí a una chiquilla de dieciséis años llamada Lía. Ya yo tenía veintiocho. Deseé a esa chiquilla y le hice creer que la amaba. Un día la invité a salir. Nos encontramos una mañana en la avenida Pardo, frente a la embajada del Brasil. Terminamos haciendo el amor en mi cuarto. Poco a poco me fui enamorando de ella. Hasta que terminamos siendo enamorados.
Mi madre, que veía que ya me acercaba a los treinta y que no había acabado ninguna carrera, me ayudó a conseguirme una beca de estudios. Si lo deseaba, yo podía irme a estudiar a España. Tú, Sara, sabes que siempre quise viajar a España. Ya te imaginarás que no desperdicié la oportunidad y me fui a estudiar a Salamanca. Al comienzo, extrañaba mucho a mi familia y a Lía, pero luego me acostumbré y me consideré el hombre más dichoso del mundo. A veces me parecía haberte olvidado, pero me bastaba con hurgar en mi memoria para encontrarte en su superficie. Aún te amaba, con toda el alma. Lo de Lía tenía su explicación. De no haber viajado a España, yo la hubiera dejado, como a todas las otras, pero como viajé la relación fue sobreestimada. Viajé mucho por España, ese país contradictorio y angustioso, conociendo todo lo que podía, andando por Castilla la Vieja, por Castilla la Nueva, por Extremadura, por Andalucía, por el norte, por el Levante...Y seguí escribiéndote poemas, Sara, seguí escribiéndote poemas que luego le enviaba a Lía. Al cabo de un año y medio volví a Perú por tres meses. Te hubiera buscado, Sara, pero Lía me absorbió todo lo que pudo, de una manera egoísta y enfermiza. Ahora trato de no repudiarla, pero creo que se merece todo mi repudio por lo que hizo. Quiso que yo estuviera sólo con ella, y no le importó que dejara de ver a mi familia, a mis amigos, a ti, Sara querida. En Salamanca yo había padecido insomnios demenciales. Incluso había tenido que ir a Urgencias para que me examinaran. Sólo dormía gracias a las Diazepam que me enviaba mi hermano desde Lima. A propósito, yo me volví adicto a los ansiolíticos desde que te conocí. Como te decía, en Salamanca había padecido insomnios terribles. Así que en Lima aproveché para que el médico me viera. El médico me examinó y me recomendó ir al psiquiatra. Fui al psiquiatra y me diagnosticaron Depresión mayor y Trastorno obsesivo compulsivo. Me recetó unas pastillas- ansiolíticos, antipsicóticos y antidepresivos- que empecé a tomar. Gracias a ese diagnóstico pude entender por qué casi siempre andaba deprimido, acoquinado, melancólico. En Lima, fuera de lo de Lía, la pasé bastante bien. Anduve con mis hermanos, con mis amigos, y fumé mucha marihuana. Eso sí, te eché mucho de menos, y me causó mucha pena no poder verte. Cuando volví a Salamanca, seguí estudiando y tomando las pastillas que había empezado a tomar en Lima. Aparte de eso, fumé bastante marihuana. Ni me imaginaba lo que se avecinaba. Pasados un par de meses, comencé a sentirme muy deprimido. No sabía por qué, ya que yo tomaba antidepresivos. Cada día estaba peor. No tenía ganas de hacer nada. Poco a poco me fui hundiendo en un pozo oscuro y lóbrego. Dejé de leer, dejé de escribir, asistía a clase a duras penas. No dormía. Cuando volví a Lima, en Navidad, había bajado más de diez kilos. La noche de Navidad, después de la cena, me fui con mis dos hermanos a la casa de un amigo. Allí bebí en abundancia y fumé marihuana. Me acosté en la mañana. No pude dormir. Me sentía terriblemente deprimido y tenía miedo, no sabía de qué. Mi madre me llevó al psiquiatra, el doctor Gamaliel. Éste no pudo explicarse el motivo de mi depresión. Sin embargo, me recetó grandes cantidades de antidepresivos y de ansiolíticos. Salí de la depresión después de una semana. Me sentía eufórico, con reales ganas de vivir y de gozar la vida. Volví a fumar marihuana. Pasados cinco días desde mi recuperación, volví a caer en una depresión monstruosa. Volví donde el doctor Gamaliel y le conté que había fumado. Él me dijo que el haber fumado era sin duda la causa de mi depresión. El cannabis se mezclaba con las pastillas y provocaba una colisión. Me recetó nuevas y masivas dosis de antidepresivos, antipsicóticos y ansiolíticos. Pasé el peor Verano de mi vida en Lima. Lía no me ayudaba en absoluto, más bien me agobiaba con sus exigencias. Mis padres y mis hermanos sí me ayudaron mucho con su tolerancia y su paciencia. Me recuperé en un mes. Pasé otro mes allá en Lima y volví a Salamanca.
Ahora, Sara querida, me atiende un psiquiatra aquí en Salamanca y sigo tomando pastillas. Paso casi todo el día sedado. Con frecuencia tengo ataques de ansiedad. A veces me muero por fumarme un porro, pero el psiquiatra me lo ha prohibido categóricamente. La mayor parte del tiempo me siento melancólico. Estoy gordo y panzón, porque esas pastillas de mierda que tomo, y que son carísimas, me hacen engordar. He perdido la alegría y la ilusión. Suena algo rosa, pero es así. Pienso en el suicidio con frecuencia. Me parece que es más digno morir que llevar una vida así. Mi libido ha disminuido. Cuando veo a una chica guapa en la calle me excito y se me enciende la lujuria, pero mi pene no se erecta, no responde. No tengo ganas de hacer ejercicio, me he abandonado por completo. Estoy tan feo, Sara querida. El psiquiatra dice que tengo una enfermedad mental. Así que, por lo tanto, soy un enfermo mental. Fíjate en lo que me he convertido, Sara, es terrible. Con frecuencia me pregunto por qué me pasó esto. ¿Castigo divino, vudú, karma? Aún tengo problemas de sueño. A veces no puedo dormir en las noches y concilio el sueño ya de madrugada y me despierto a las cinco o a las seis de la tarde. Soy un tipo triste, Sara, un hombre malhadado. Creo que estoy maldito. Esta vida no es la vida en la que yo creía. Ya ni siquiera tengo ganas de viajar. Estoy cansado, y hay mucha confusión dentro de mí. Por cierto, terminé con Lía. Ella entró a mi correo- tenía y tiene la clave-, y encontró un mail que yo te había escrito. Se enojó mucho y terminamos. Así está bien. Yo ya no la quería. Tú, Sara, te has casado. Te has casado... Me lo comunicaste por mail. Ya te he perdido. Y tú ya habrás perdido la virginidad. Tu esposo, ese gringo alto y robusto- he visto la foto que me mandaste, aquella en la que aparecen juntos-, te habrá metido la verga sin piedad, hasta hacerte aullar de placer. Y tú se la habrás mamado, y te habrá gustado hacerlo, seguramente. Ahora mismo te imagino debajo de él, subiendo y bajando, agitándosete las tetas. También imagino al gringo eyaculándote en el pecho, o en la cara, o en los muslos. Yo fui un huevón contigo, Sara, fui demasiado bueno, demasiado puro. Debí haberte mostrado al varón que era, debí haberte besado a la fuerza, debí haberte apretado contra mí, contra mi pene erecto. Ahora ya no podría hacer eso, mi pene está mustio, alicaído, moribundo. Y, pensándolo bien, soy muy joven para estar tan jodido. Apenas tengo treintaidós años. Me has dicho que te irás a los Estados Unidos con tu esposo, que es de allá. Y yo creo que ya no te veré. Creo que ya no te veré nunca más. Siempre estuve enamorado de ti y siempre quise casarme contigo. Pero ya ves, el Destino es el más poderoso de todos los dioses. Tú me escribes, me dices cosas lindas, pero ignoras todo lo que recién ahora me he decidido a contarte. Yo aquí en Salamanca sigo estudiando sin muchas ganas y sigo andando a la deriva. Lucho contra todo lo que está dentro de mí, y resisto. Resisto mi estado, mi condición de vida, mi hado. No sé si llegaré a curarme algún día, pero sí sé que prefiero vivir mi vida de antes y no esta vida que ahora llevo a cuestas, renqueando, ahogándome de Angustia. Hace tanto que no me río... Llevo una vida solitaria. No salgo con nadie, ni siquiera con mis amigos. No voy de fiesta, ya que no puedo beber en gran cantidad. Y, además, no me interesa salir. Sigo escribiendo, eso sí, sin descanso, dedicándote mis poemas, dejándome arrebatar por el numen. No hay peor guerra que la que se realiza en el reino de uno mismo. Yo vivo mi guerra, y entreveo la muerte al final del camino, que no es tan largo. Creo que no me queda mucho por vivir, Sara, por eso te escribo, para que sepas qué me pasó y qué hice ante eso que me pasó. Yo nací con la enfermedad mental que padezco. Y la desperté con mis excesos. La vida es sufrimiento, dicen los budistas. Creo que esa es la verdad que poseo, creo que es mi única verdad. He tomado muchas pastillas, Sara, Risperidona, Resotyl, Seroxat, Venlafaxina, Invega, Rocoz, Rivotril..., y creo que ya estoy mellado. Las pastillas también son drogas, y yo las uso como tales. Siempre me dijiste que yo era autodestructivo. Y tenías y tienes razón, porque ahora busco procurarme paraísos artificiales con las pastillas, paraísos artificiales que no duran mucho, pero que adormecen mi Angustia. No soy un buen hombre, Sara, si pudiera te raptaría y te llevaría lejos de ese gringo pingón- al menos me parece que lo es-, y me dedicaría a cuidarte. Pero estoy lejos, estoy enfermo, y no me queda mucho tiempo como para dedicarme a hacer sandeces. Espero que seas feliz en tu matrimonio. Yo sé que nunca me casaré y que nunca dejaré de estar enfermo. Te amo, Sara, y te extraño un montón. No creo que nos veamos nunca más, sé que después de leer esto te sentirás muy decepcionada, pero qué le vamos a hacer.
Es Otoño, y ya es de madrugada. No sé si pueda dormir. Quizá me quede despierto hasta el amanecer, no sé. He escrito durante horas, y durante horas he estado recordando a Sara. Sé que le he hecho daño contándole lo que le he contado, pero era necesario hacerlo, era necesario para reunir un poco más mis fragmentos, ya que estoy disperso, como un tiesto hecho pedazos.