miércoles, 16 de diciembre de 2009

Diamante hallado en una cabeza

La Angustia y la depresión me han alejado de los prójimos
Me han hecho tan diferente entre los muertos
Hace mucho que no me reconozco
Y no sé cuál será mi lugar
Nunca sé dónde estar
Un diamante se incrustó en mi frente
Y vi cómo lo oscuro se encendía
Vi parques de llama
Puertos de hielo
Ángeles que se mesaban los cabellos
Viejos demonios que violaban con sorna a los ángeles más jóvenes
Bosques donde mi tristeza me perdía
La mano de una deidad, cargada de pastillas, se acercó
Como una patena
Y tragué esas hostias de diversos miligramos
Aprendí a vivir adormecido
Mi vida está tan en el Mundo
Que se aleja peligrosamente de su apariencia
Y se pega a la Realidad de saliva y de semen
Aprendí a pronunciar oraciones pegajosas
Cubiertas de sangre, de lodo, de arcilla
Estoy tan en el Mundo
Tan en su víscera
Que parezco alejado de él
Mi Angustia y mi depresión no tienen causa
Están tan en mí
Que parecen ajenas
Vago por desiertos de amatista
Donde siempre acaece un atardecer
Con encuentros pavorosos
Los monstruos que conozco están hechos a mi medida
El Sol se espeja en mis manos
Acostumbradas a asir el vano viento
La depresión y la Angustia me han alejado de los hombres
Y me han acercado a los dioses
Me han alejado de la amada
Y me han conducido a las bacantes cubiertas de desgracia
Con ellas me entiendo mejor
Mi vida ha sido salvada por la depresión y la Angustia
Por ellas se ha perdido y ha renacido
A través de una ceguera llena de luz
La depresión y la Angustia me han enseñado que nada tiene causa
Ni ellas ni el Mundo ni la vida ni yo
Ni la Soledad que me lleva por los malecones más sombríos
Ando como un poseso
Siguiendo el perfume de la melancolía
Ebrio de depresión y de Angustia
Causándome
Dando vueltas alrededor de una caricia que mata
Tomando el veneno ingénito de la vida
Para seguir perdido
Para ser mi propia causa

Feliz Navidad

Faltaba poco para llegar a Lima. A través de la ventanilla del avión, Alfonso miraba las nubes enormes, blancas, acolchadas. Pensaba en cómo sería caer desde esa altura. Le daba vértigo, pero también sentía cierta liberación. Caer desde esa altura sería delicioso,blando, deleitoso. Habría tiempo para pensar, incluso hasta para reflexionar mientras se caía. Sintió demasiado vértigo, así que dejó de mirar por la ventanilla. Reclinó la cabeza en el espaldar del asiento. Cerró los ojos. No había podido dormir en todo el viaje, a pesar de haberse atiborrado de pastillas para dormir. Ya quería llegar a Lima. Le hacía mucha ilusión ir a pasar la Navidad a su casa. Hacía dos años que la pasaba fuera, en España. Recordó cómo la había pasado el año anterior. Se había quedado en Salamanca, donde estudiaba. Había comprado dos bolsas de paella congelada y una botella de dos litros de Coca Cola. Había salido a caminar en la Noche. Se había preparado la cena. Había tomado muchos ansiolíticos y había fumado mucha marihuana. Finalmente, había recibido las doce a solas. Se había dicho Feliz Navidad, y había recordado las Navidades de antaño, aquellas que pasaba en compañía de su familia. Recibió las llamadas de su madre, de su padre, de su abuela, de sus hermanos. Cenó. Bebió Coca Cola. Fumó marihuana. Tuvo Nostalgia. Sintió su Soledad. La Navidad anterior a esa la había pasado en Barcelona, con su amigo Sansón Arbizu y su familia. Ahora, después de dos años, la pasaría con los suyos. Estaba alegre, tanto, que había dejado de sentir la desazón que venía sintiendo desde hacía un mes poco más o menos. Pensó en su malestar. De un momento a otro había sentido una terrible Angustia. Sentía que se ahogaba, que estaba solo en medio de una pesadilla. Poco a poco había ido deprimiéndose. Una depresión de gran magnitud lo aplastaba. No comía, no tenía ganas de hacer nada, ni siquiera de leer y de escribir sus cuentos y sus poemas. Sólo fumaba marihuana y tomaba antidepresivos y antipsicóticos que no lo aliviaban, sino que, todo lo contrario, lo hacían sentirse mucho peor. Pero los tomaba porque el psiquiatra que lo había examinado en Lima hacía cuatro meses se los había recetado. Había bajado de peso, diez o quince kilos. Se pasaba los días tirado en su cama, pensando en lo que le pasaba. No podía dormir. El insomnio lo atenazaba. Tenía miedo, pero no sabía de qué. Tenía los nervios de punta. Sentía que se le moría el alma. No sabía a quién acudir. No sabía a quién pedir ayuda. La Angustia y la depresión lo devoraban silenciosamente. Se hallaba desesperado, flébil, atormentado. Su mente no funcionaba bien. Su pene estaba muerto. No se le encendía la libido. No se le erectaba el miembro. Era un muerto en vida. Su vida era lúgubre. Sin embargo, al subir al avión se había reanimado. Estaba alegre e ilusionado. Le parecía haberse convertido en un hombre nuevo.
Mientras el avión aterrizaba, Alfonso miraba el Mar y los botes de los pescadores. El Sol iba ocultándose poco a poco. Qué grato era estar otra vez en Lima. Al concluir el aterrizaje la mayoría de los pasajeros aplaudió. Era día veinticuatro, vísperas de Navidad. Toda la gente parecía estar contenta. Después de pasar por migraciones, Alfonso recogió su maleta y salió. Buscó a sus familiares con la mirada, pero no los encontró. Fue hacia los teléfonos públicos. Quiso llamar a su casa, pero no tenía monedas de su país. Decidió esperar. Al cabo de un cuarto de hora, vio llegar a su papá. Se abrazaron. Al separarse, su papá le dijo Estás flaco. Sí, he bajado de peso, dijo él. Mientras conversaban llegó su novia. Se abrazaron y se besaron. Luego salieron. Hacía calor. Alfonso vio cómo sus dos hermanos y su amigo Claudio se aproximaban a donde él estaba. Se encontraron. Hubo más abrazos. Mamá no vino porque se quedó arreglando la casa, dijo Fernando, el hermano menor de Alfonso. Se quedó en la casa, pero nos prestó el carro, acotó Julio, el segundo hermano de Alfonso. El papá de éste dijo que él iría en combi. Como no se llevaba bien con la mamá de sus hijos, prefería no subir a su carro. Alfonso, sus hermanos, su novia y Claudio fueron hasta donde estaba el carro, acomodaron la maleta en el maletero y se subieron. Fernando manejó. El Sol anaranjado iba ocultándose. Alfonso estaba feliz. Propuso ir a La Punta antes de ir a casa, en Maranga. Fernando se desvió. Alfonso abrió la ventanilla y dejó que el viento lo cacheteara. Cuando llegaron a La Punta compraron cerveza en una tienda y luego fueron a estacionarse frente a una playa. El Sol ya se había acostado. Bajaron del carro y comenzaron a beber. Conversaron bastante. Se fueron cuando comenzó a anochecer. Al llegar a casa, Alfonso acarició a sus dos perras en el jardín. Luego entró a la sala. Allí encontró a su mamá, sumida en mil ajetreos. La abrazó fuerte y la besó varias veces. La casa estaba hermosa. Su mamá la había decorado con buen gusto y profusión. Saludó también a su abuela, que lloró de emoción al verlo. Luego subió a su habitación acompañado por su novia. Cuando estuvieron solos, a puerta cerrada, se abrazaron y se besaron. Alfonso padeció una dura erección. Se bajó la bragueta y se sacó el pene, yerto y resurrecto. Alzó el vestido de su novia, le bajó las bragas y se lo metió con fuerza. Se tendieron en el suelo. Pasados unos minutos, ambos se corrieron. Alfonso se sintió feliz. La Angustia y la depresión habían quedado atrás. Satisfecho, se fue a duchar. Se sintió aún mejor cuando estuvo duchado y con ropa limpia. Acompañó a su novia al paradero y la embarcó en un taxi. Al volver a su casa, su hermano Fernando le propuso ir a pasear en el carro de mamá. Alfonso accedió. Ya era de Noche. Se fueron primero a "El Pollón" de la avenida del Ejército. Allí comieron un par de sánguches de pollo y bebieron una jarra de chicha. Conversaron. Estuvieron contentos. Después subieron al carro y fueron hasta la iglesia Corazón de María. Fernando se estacionó. Alfonso salió del carro. La gente salía de la iglesia. Alfonso entró y contempló los ornamentos del templo. Al salir, se encontró con Fernando y juntos volvieron al carro. Retornaron a Maranga. Alfonso le dijo a Fernando que fuera a casa de un amigo llamado Cristian para comprarle marihuana. Fueron a la casa del amigo y le compraron diez soles de yerba. Poco rato después, estaban estacionados a un lado del Parque de las Piletas. Alfonso se hizo un porro y comenzó a fumar. Fernando no quiso dar ni una calada. Cuando Alfonso terminó de fumar fueron a la casa de unos amigos. Estos amigos eran tres hermanos llamados Gabriel, Ernesto y Daniel. Tenían una hermana llamada Fabiola con la que Alfonso había tenido un breve idilio. Tocaron el timbre. Ernesto fue quien abrió. Saludó a Alfonso y a Fernando efusivamente y los hizo pasar. En la sala estaban Gabriel, Daniel, Fabiola, los padres de éstos, un señor con pinta de extranjero y una chica con pinta de extranjera. Alfonso y Fernando saludaron. Daniel les presentó al señor y a la chica con pinta de extranjeros. Eran su futuro suegro y su futura esposa, y ambos eran ingleses. Daniel hacía cinco años que vivía en Europa y había ido a pasar la Navidad con su familia. Alfonso estuvo muy hablador. Le dijo a Daniel que no le había escrito porque quería estar tan bien como él para hacerlo; también dijo que era un honor estar donde estaba y que se alegraba mucho de ver a sus amigos. Ernesto les alcanzó un par de copas. Alfonso propuso un brindis por la futura boda de Daniel y todos brindaron y bebieron. Faltaba poco para las doce. Alfonso y Fernando se despidieron de todos y se fueron a su casa.
Sentados a la mesa, Alfonso y su familia esperaban a que fueran las doce. Cuando el reloj marcó la hora esperada, hubo abrazos y besos. Después de los saludos y de los parabienes, llegó la cena. Mientras la mamá de Alfonso servía la comida, éste se comenzó a sentir terriblemente solo, deprimido y angustiado. Tuvo ganas de decirle a su familia que se sentía mal. Estuvo a punto de pedirles ayuda, de pedirles auxilio. La euforia ya se le había pasado, y ahora volvía a sentir la terrible Angustia y la depresión horrenda, pesadillesca, que había sentido en Salamanca. No sabía qué hacer. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar la palabra Auxilio.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Enfermedad mental

"Cuando me paro a contemplar mi estado"
-Garcilaso de la Vega-

Cuando me paro a contemplar mi estado
Padezco mareos amarillos
Veo mirlos desalados, muertos, desplumados
La cabeza de la Esfinge me aplasta
Deshago guirnaldas de crisantemos
Me doy cuenta que sé muy poco de mí
No sé nada del que creo que soy
No sé cómo estoy
Porque no me aquieto
La inquietud me arrastra por los prados
Me lleva por calles y plazas
Hace que roce a gente que ignoro y que me ignora
Estoy disperso, enfermo, mohíno,
Envilecido, deprimido, vagaroso,
Grisáceo, desesperado, angustiado
Pero en realidad no sé cómo estoy
Soy el que ignoro ser
Cada Noche encuentro un hermoso brazo en la orilla
En cada Alborada hallo una sombra temblorosa al pie de la alameda
Del Crepúsculo me viene una música vaga
Y estoy muerto de tanto vivir
Y estoy vivo de tanto morir
Los estorninos vuelan en bandadas mientras el tañer de las campanas se oscurece
La Noche nace en mi pecho
Y, en la oscuridad, sigo andando al borde de los más terribles abismos mentales

El padre Xavier

Era el año 2000, año jubilar en el que todos los católicos buscaban la indulgencia plenaria. Yo tenía veintidós años y se me había encendido el espíritu religioso. Quería ser sacerdote y salvar mi alma. En aquel tiempo estudiaba Periodismo, pero estaba pensando en dejar la carrera para dedicarme al servicio religioso. Había sido aspirante franciscano, pero me había retirado del aspirantado porque algo dentro de mí me empujaba a buscar otra cosa. Corría el mes de Agosto. Yo me había inscrito en un seminario sobre la Eucaristía que se realizaba en un colegio de Pueblo Libre, cerca al Queirolo. Las jornadas duraban de seis a nueve de la noche. El primer día que fui, durante el descanso, mientras leía el libro de san Juan en mi Biblia Nácar-Colunga de tapas rojas, alguien se sentó a mi lado. Yo percibí la presencia, pero seguí leyendo. Leía el pasaje en el que Jesús decía "Yo soy el pan de vida,""El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él"etc. ¿Lees a san Juan?, me preguntó el que se había sentado a mi lado. Lo miré. Era un tipo flaco de casi treinta años, de cabello corto, ojos oblicuos, nariz grande y aguileña, boca delgada, dientes grandes, y que vestía como seminarista. Sí, leo a san Juan, le dije. Buena lectura, me dijo él. Yo me quedé callado. ¿Perteneces a alguna congregación?, me preguntó. No, ¿y tú? Yo pertenezco a una congregación que se llama Misioneros de la Eucaristía. ¿Y quién es el fundador? Yo. Ah, qué interesante, ¿eres sacerdote? Sí. Yo quisiera ser sacerdote. Puedes serlo, por medio de la gracia de Dios. Lo sé. ¿Cómo te llamas? Alfonso. Mucho gusto, Alfonso, yo me llamo Xavier. Mucho gusto, Xavier. Aquel día Xavier y yo nos conocimos y conversamos mucho. Al día siguiente nos volvimos a ver. Xavier me contó que había pertenecido a la Orden de los dominicos, pero que se había marchado por ciertas discrepancias con el superior. También me dijo que trabajaba en un colegio religioso de mujeres. Yo le conté que estudiaba Periodismo, pero que estaba a punto de abandonar la carrera por motivos religiosos. Él me dijo que si yo quería podía pertenecer a su congregación. Yo le dije que sería un honor, que estaría encantado. ¿Y cuántos son en la congregación?, le pregunté. Sólo yo, me respondió él. Guardé silencio. La congregación recién la he fundado, me dijo Xavier, tiene poco tiempo de vida. Me encantará pertenecer a tu congregación, le dije. Él se mostró contento. Luego me dijo que si yo quería podía dar clases en el colegio en el que él enseñaba. ¿Clases de qué ?, le pregunté. Sólo tendrías que hablar de temas como la fe, la resurrección de Cristo, el hogar cristiano, la asignatura se llama educación pastoral. Yo le dije que daría esas clases con mucho gusto. Cuando, al cabo de una semana, el seminario terminó, Xavier y yo ya éramos buenos amigos.
Fui al colegio en el que Xavier enseñaba un Lunes por la mañana. El colegio estaba entre la avenida Brasil y el coliseo Chamochumbi. Xavier me salió a recibir. Juntos entramos al despacho de la directora, una clarisa un tanto subida de peso que también era superiora del convento que quedaba al lado del colegio. Xavier me presentó. La directora me hizo varias preguntas sobre mis estudios y mi credo. Le caí bien y me regaló un rosario que a ella le había dado el Padre Pío. Me dijo que podía empezar a dar clases cuando quisiera. Al día siguiente di mi primera clase a las alumnas de segundo de secundaria. Les hablé de la fe, y les cité a san Pablo, a san Agustín, a Unamuno. Definitivamente, me equivoqué. Yo les di una clase que estaba bien para universitarios, pero no para chicas de trece o catorce años. También les di clase a las chicas de quinto de secundaria. Ese día, al salir del colegio, en lo que más pensaba era en las chicas a las que les había dado clase. Varias de ellas eran muy guapas, y yo, que era un libidinoso, no había dejado de notarlo. Aleja de mí toda tentación, Dios mío, susurraba yo mientras pensaba en las chiquillas de segundo y de quinto de secundaria. Al día siguiente también fui a dar clase. Esa vez, Xavier y yo salimos juntos. Él usaba una camisa negra con cuello clerical. La gente, por la calle, lo miraba con gran respeto. Te invito a almorzar a mi casa, me dijo. Yo acepté la invitación. Su casa estaba por el chifa Brasil. Era una casa de un solo piso, con una cocina , un comedor, un baño y una habitación espaciosa en la que dormían Xavier, su padre y su madre. Xavier me presentó a sus padres. Su madre era baja, y tenía cara de mala. Era narizona y dientona, y había sido profesora. En ese entonces ya estaba jubilada. El padre de Xavier había sido militar y también estaba jubilado. Era alto, y tenía cara de buena gente. Sus ojos eran pequeños y su nariz y su boca parecían la nariz y la boca de un payaso. Conversé bastante con los padres de Xavier. Ellos me atendieron bastante bien.
Por aquel tiempo, llegó a Lima un enviado papal. Él iba a oficiar misas masivas y a otorgar la indulgencia plenaria. Xavier me avisó y fuimos a verlo al centro de Lima, donde lo exhibirían al público en una procesión. Lo llevaron en andas por casi todo el centro. Yo me fijaba mucho en él. Era corpulento, cargado de espaldas, tenía la cabeza cana y su cara era roja. Mientras lo transportaban, él iba rezando el rosario. Una banda tocaba, y los sahumadores esparcían el incienso. Yo me sentí bien. Se lo dije a Xavier. Deja que esa sensación de bienestar fluya, no la pienses, me dijo. Al día siguiente, el enviado papal oficiaría su primera misa masiva. Ese día, fui muy temprano a la casa de Xavier. Él me entregó una camisa negra con cuello clerical recién planchada. Se lo agradecí y me la puse. Luego nos fuimos al Campo de Marte, donde se celebraría la misa. Ésta fue larga y cansina. Cuando acabó, Xavier y yo nos fuimos a almorzar a un chifa.
Con las camisas con cuello clerical entrábamos a donde queríamos. Entrábamos a las misas masivas sin hacer cola, entrábamos a la Catedral a escuchar conciertos de música clásica, entrábamos a museos. Cuando murió Vargas Alzamora entramos a sus exequias. Xavier abrazó fuerte al padre Martín Sánchez, dándole el pésame. También le besó el anillo a Cipriani. Yo no se lo besé, se me pasó. Las camisas que usábamos eran como prerrogativas. ¿Pero Xavier era sacerdote de verdad? ¿Y acaso yo era sacerdote para usar una camisa así? Preocupado, le pregunté a Xavier ¿A ti te han ordenado sacerdote? No, todavía, me dijo, pero eso es lo de menos. Yo no creía que eso fuera lo de menos, pero seguí firme en mi andadura religiosa.
En el colegio, Xavier había decidido que yo me quedara con las chicas de segundo. Ellas y yo nos hicimos buenos amigos. En mis clases ellas escribían sus preguntas en un trozo de papel que luego me alcanzaban. Las preguntas podían ser de cualquier índole, y en los papelitos no se debía poner el nombre de la alumna. Las preguntas sobre sexo menudeaban. Yo las respondía sin rebozo. Fuera de clase, algunas chicas se me acercaban y me contaban sus cosas. Una chica me contó que tenía una amiga lesbiana que la acosaba constantemente, otra chica me dijo que había perdido su virginidad y que se sentía sucia, y otras chicas se me acercaban para contarme cosas de ese estilo. Yo les hablaba y las aliviaba, quitándoles ante todo cualquier tipo de Remordimiento. Luego, cuando estaba a solas, pensaba en lo que me contaban, y me lo imaginaba todo, y me excitaba terriblemente, y me sentía un sucio e infame pecador. Yo le había prometido a Dios que no me masturbaría ni tendría pensamientos lujuriosos por el resto de mis días. Y trataba de cumplir con el Señor.
Mi amistad con Xavier parecía fortalecerse. Él insistía en que yo debía mantenerme casto. Yo le aseguraba que así permanecería. Juntos, dábamos largos paseos al atardecer. Íbamos a Barranco,íbamos al malecón de Miraflores, íbamos al malecón de san Miguel, dábamos vueltas por Magdalena y por san Isidro. Yo ya casi no iba a estudiar. Llegó la Primavera. Un día, Xavier hizo algo que me disgustó sobremanera. Él y yo bajábamos del segundo piso. De pronto, él se detuvo al escuchar la bulla que provenía de los salones. Me dijo que lo esperara y subió. Cuando estaba por llegar al salón de segundo de media, una chica cerró la puerta con fuerza. Xavier pensó que le habían cerrado la puerta en la cara. Abrió la puerta y llamó a la chica que la había cerrado. Ella salió y él la condujo hasta donde yo estaba. Allí le dijo ¿Qué crees que has hecho? ¿Te parece bonito? ¿No te das cuenta que has hecho una estupidez? ¿Y sabes cómo se les dice a las que hacen estupideces? ¿Por qué hiciste eso? ¡Te debería dar verguenza! ¡Eres una insensata! A la chica se le llenaron los ojos de lágrimas. Xavier la estaba humillando como mejor podía. Desde el salón de segundo, las chicas miraban a su compañera. ¡La próxima vez voy a hacer que te boten del colegio! ¡No voy a parar hasta que te echen de aquí!, decía Xavier. A la chica se le salieron las lágrimas. Yo quería decirle a Xavier que parara, que ya era suficiente ensañamiento con la pobre chiquilla. Pero me quedé callado. ¡La próxima vez que hagas esa estupidez hago que te pongan de patitas en la calle! ¡Así que ya sabes! ¡Ahora lárgate! La chica se fue, llorando. Al día siguiente, mis alumnas me reprocharon el no haber hecho nada para ayudar a su compañera. Yo les pedí disculpas.
Un fin de semana, Xavier y yo salimos de paseo. Nos fuimos a Chosica y desde allí seguimos hasta Barbablanca, en Huarochirí. Allí había un lugar llamado Villa Natalia, al cual accedimos pagando tres soles cada uno. Fuimos a la orilla del río. Era un día espléndido. El Cielo era celeste y el Sol rutilaba. Varias colinas rodeaban el valle. Se respiraba aire puro. Me saqué el polo y el pantalón y me quedé en calzoncillos. Xavier hizo lo mismo. Nos metimos al río. Allí Xavier se sacó el calzoncillo y me lo mostró, sonriente. Cuando salimos del agua, nos sentamos sobre una gran piedra. Nos pusimos a conversar, y el tema de la masturbación salió a flote. ¿Cómo fue la primera vez que te masturbaste?, me preguntó Xavier. Yo comencé a masturbarme desde muy pequeño, le dije, me tocaba mucho, habían muchas cosas que me excitaban. Mientras hablaba, me fijé en Xavier. Tenía los muslos juntos y las piernas torcidas, reprimiendo una erección. Lo que yo le contaba lo excitaba. Pensé que podía ser homosexual. Le dije que prefería hablar de otro tema y dejamos lo de la masturbación a un lado. Al atardecer, comimos lo que Xavier había llevado. Arroz con pollo hecho por él mismo. Estaba rico. Xavier cocinaba bien.
Dejé de usar la camisa clerical. Yo no era cura, por lo tanto no tenía por qué usarla. Mi relación con Xavier comenzó a tornarse conflictiva. Él insistía en conversar sobre la congregación y yo le decía que no había nada que hablar sobre eso, ya que la congregación, realmente, no existía. Xavier había inventado una congregación, y se había inventado a él mismo, al padre Xavier. Le gustaba que en el colegio le dijeran padre; le gustaba que lo trataran como si fuera un sacerdote, no siéndolo en absoluto. Recuerdo que una vez discutimos en el parque del Faro, en Miraflores. Él me decía que mi fe estaba flaqueando, y yo le decía que él estaba engañanado a los demás. Después de la discusión, nos calmamos y nos dimos un abrazo. Él me dijo que me amaba como se ama a un amigo, y yo le dije que también lo amaba.
El día x de Octubre era cumpleaños de Xavier. Él decidió irse a Chosica conmigo un día antes para recibir las doce. Al día siguiente, sus padres, su hermana y su sobrino irían a encontrarnos allí. Fuimos, pues, a Chosica. Llegamos en la Noche. Nos hospedamos en un hotel y, a eso de las once, salimos a caminar. Fuimos por el Parque Central, nos acercamos al Cristo blanco, bajamos al mercado. Finalmente, entramos a un restaurante. Antes de comenzar a cenar, fui al baño y me tomé seis diazepam de diez miligramos-en aquel tiempo, me había vuelto un adicto a los ansiolíticos, ya que mi vida religiosa estaba llena de asperezas y de privaciones. Mientras cenábamos, las pastillas hicieron su efecto. Me sentí relajado, ebrio, contento. En medio de la cena, dieron las doce. Felicité y abracé a Xavier. Después de cenar, volvimos al hotel. Yo me quedé dormido con rapidez, ya que estaba dopado. Al día siguiente, por la mañana, me despertaron unas cosquillas en la espalda. Estaba tendido de costado. No me moví. Las cosquillas continuaban. Me concentré en la sensación. Era la boca de Xavier, que me rozaba la espalda. Este es maricón, pensé, puta madre. Me moví un poco. Oí sollozar a Xavier. Sus lágrimas mojaron mi espalda. Sufre porque sabe que lo nuestro es imposible, pensé. Sentí pena por mi amigo. Imaginé su sufrimiento. Estaba enamorado de mí, y apenas podía permitirse rozar mi espalda con sus labios. Me moví. Él se apartó de mí. ¿Te molesta que haya venido a tu cama?, me preguntó. No, le dije. Preferí hacerme el tonto antes que hablar sobre lo que había pasado. Ese día la pasamos bien con los padres, la hermana y el sobrino de Xavier.
Enseñé en el colegio hasta Noviembre. Luego salí. Volví a masturbarme. Se me quitaron las ganas de ser cura. Todo había sido una veleidad. Un día, al salir de la universidad donde estudiaba Periodismo, llamé a Xavier y le dije que yo dejaba de pertenecer a la congregación. Todo es mentira, le dije, tú no eres sacerdote, yo tampoco soy sacerdote, y la congregación no es oficial. Yo seguiré haciendo mi vida de laico. Xavier se desesperaba y me decía que teníamos que hablar, que no me apresurara. Yo le dije que ya tenía las cosas bien claras, y que no tenía nada más que decirle. Un día fue a buscarme a la universidad. Nos fuimos a un parque a conversar. Tú engañas a la gente, Xavier, le dije, les haces creer que eres sacerdote, haces que te llamen padre, y no eres ningún cura. No puedes seguir mintiendo así. Yo lo sé, hermano, me dijo, por eso ya no uso la camisa con cuello clerical, y ya he presentado mi renuncia al colegio. No abandones la congregación, ya he hablado con un sacerdote para que la haga oficial. Yo ya no tengo el fervor religioso que tenía, le dije, ya no quiero ser sacerdote, quiero buscar mi propia verdad libremente, por otro camino. Pero hermano, no me abandones, por favor, piénsalo. Después de decirme eso, se arrodilló ante mí y me dijo Perdóname si te he fallado. Hey, por favor, no hagas eso, le dije, y lo ayudé a levantarse. No me dejes, me dijo con un hilo de voz. Yo seguiré siendo tu amigo, le dije. Gracias, hermano, gracias, me dijo él.
En Diciembre, un día antes de mi cumpleaños, Xavier me llamó y me invitó a salir. Fuimos a Chaclacayo, de Noche. Xavier llevaba una caja de vino tinto en una mochila. Nos sentamos en la banca de un parque solitario, y comenzamos a beber. La pasamos muy bien. Bebimos, conversamos, reímos. La cosa no pudo estar mejor. Sin embargo, después de aquella ocasión, yo preferí evitar a Xavier. Cuando me llamaba yo le decía a quien hubiese contestado que no estaba, y cuando me buscaba me hacía negar. Poco antes de Navidad, me dejó un sobre con cuarenta soles. Ese era mi pago por meses de enseñanza en el colegio. La víspera de Navidad, me fui a comprar libros a Amazonas y después me fui a tomar cerveza al Cordano. De pronto, Xavier apareció. Yo había olvidado que un día antes habíamos hablado por teléfono y habíamos quedado en encontrarnos en el Cordano a las dos. Recuerdo que conversamos, bebimos, y no tocamos para nada el tema de la congregación. Nos despedimos en la avenida Abancay y nos deseamos una feliz Navidad. Nunca más volví a ver a Xavier.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Circe

A salvo de la razón
Felizmente hechizado
Fui un simple animal que andaba a cuatro patas
Fornicando con adolescentes rijosas
Ya no tuve culpa
Ya no era culpable
Aunque matara a un hombre y bebiera su sangre tibia
Fui convertido en un lobo gris, vagaroso, taciturno
Aullaba todas las noches
Amando a la Luna
El hombre es un mal animal
A mí la hechicera me libró de mi humanidad
En su palacio de mármol
Pasábamos el día comiendo y bebiendo
Y en las noches copulábamos
Mi tristeza era irracional
Me gustaban las cuevas
Y los prados
Me gustaba beber el agua de los ríos
Lo único bueno que tiene el hombre es su parte animal
Aspiraba el perfume de las flores hasta estornudar
No me preocupaba la Muerte
No sabía qué era la Muerte
Y tampoco sabía qué era la vida
Sólo vivía
Oh animalidad
Oh Beatitud
Era una más de las bestias que vivían con la hechicera
Constantemente le agradecía la metamorfosis
Lamiendo sus manos blancas, suaves, sabias
Sin embargo, la bienaventuranza se acabó
Después de no mucho tiempo
Cuando llegó Odiseo
Y nos rescató

El gato blanco

Tenía dieciocho años y no me atrevía a entrar a aquella habitación. Sin embargo, aquel día había decidido entrar. Tenía la llave, y estaba resuelto a abrir la puerta cerrada durante tanto tiempo. Sabía que entrar me haría daño, pero quería hacerlo. Necesitaba hacerlo. Cuando abrí la puerta sentí un olor a polvo, a ropa de mamá y a meados de gato. Entré. Cerré la puerta. Me quedé parado mirando la habitación. No había ni un mueble. El piso estaba cubierto de polvo. A mi lado derecho estaba el clóset, abierto y lleno de ropa vieja, apolillada. Recordé cómo era antes esa habitación. Volví a instalar la cama de dos plazas, la mesa de noche, la cómoda. Volví a ver a mi madre en su habitación, peinándose o empolvándose la cara, sentada en su cama, mirándose en un espejo de mano. La volví a ver tendida de costado en su cama, reposando, o leyendo una revista. Me volví a ver a mí jugando con mis dos hermanos menores, saltando desde la cama hasta la cómoda, o metiéndonos en el clóset a contarnos historias. Había habido vida en aquella habitación. Daba pena verla ahora desnuda, vacía, escueta. Me senté en el suelo. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Hacía tres años que mis padres se habían separado. Mi mamá se había ido a vivir a una casa en Monterrico con mis dos hermanos menores y yo me había quedado con mi papá en la casa de Maranga. La habitación que había sido de mi mamá era francamente deprimente. Ya estaba pensando en salir cuando de pronto oí un ruido en la ventana. Miré. Charles asomaba la cabeza por la parte rota de la ventana. Me miró y se detuvo. Al reconocerme, maulló y entró a la habitación. Fue hacia donde yo estaba. Lo acaricié. Empezó a ronronear. Charles era un gato albino, gordo y traumado. Nos lo había regalado tía Natalia, pues su gata había tenido crías. Cuando Charles llegó a la casa yo tenía catorce años. Todos le profesamos un cariño inmediato. Era realmente enternecedor, todo chiquito y blanco y suave. Mi mamá dormía con él, y lo cuidaba como si fuera un hijo más. Mis hermanos y yo lo hacíamos jugar, y mi papá lo acariciaba cada vez que lo veía. Nuestro buen perro "Champ", un labrador color caramelo, era tan manso que dejaba a Charles pasearse por el jardín con toda libertad.
Pasó el tiempo y Charles creció. El ser que más amaba era mi mamá. Dormía con ella, iba al baño con ella, la esperaba mientras ella se duchaba, estaba con ella mientras ella se vestía, se tendía en su regazo mientras ella se maquillaba, desayunaba con ella. Cuando ella se iba al trabajo , él se quedaba mirándola a través del ventanal de la sala. A mí y a mis hermanos ese apego a mi mamá nos comenzó a resultar odioso. Fue por aquellos tiempos cuando, jugando a la pelota en el jardín, rompimos parte del vidrio de la ventana del cuarto de mi mamá. Mi mamá iba a cambiar el vidrio al día siguiente, pero olvidó su propósito cuando se dio cuenta que Charles podía usar esa parte rota como entrada. Efectivamente, en la madrugada, cuando mi mamá ya había cerrado la puerta de su cuarto, Charles, de regreso de sus andanzas noctívagas, entraba a la habitación por esa parte rota de la ventana. Y dormía con quien él creía que era su madre.
Debo aclarar que mi mamá siempre durmió sola en esa habitación. A mi papá le gustaba dormir solo, y nunca se avino a dormir con mi mamá. Eso era extraño para mí, que veía, en las casas de mis amigos, una sola cama para los padres de éstos. Mi papá tenía un cuarto en el primer piso y ahí dormía. Siempre fue así, desde que tuve uso de razón.
Acabada la digresión, prosigo.
Charles pasaba tanto tiempo con mi mamá que incluso olía a ella. Cuando mis hermanos y yo salimos de vacaciones, nos quedábamos con el gato todo el día. Este imbécil huele igual que mamá, decía yo. Sí, ese gato imbécil, decía mi hermano Julio. Vamos a bañarlo para que se le quite ese olor, proponía mi hermano Fernando. Un día estábamos especialmente coléricos y decidimos darle a Charles una lección. Este imbécil cree que es hijo de mamá, ahora a va a ver, decía yo. ¡Vamos a torturarlo!, exclamaba mi hermano Julio. Sí, vamos a la sala de torturas, indicaba yo. Entramos al cuarto de mi mamá, cerramos la puerta y comenzamos a torturar a Charles. Le dábamos palmazos, le jalábamos la cola, lo pateábamos. El pobre animal no sabía qué hacer, sólo gritaba y trataba de huir. Sin embargo, nosotros éramos chiquillos muy crueles y no lo dejábamos escapar. Recuerdo que en los peores momentos, se orinaba. Cuando eso sucedía, nos poníamos muy furiosos y yo lo cogía de la cola, le daba varias vueltas y lo arrojaba contra la pared. El regreso de mi mamá a casa debía ser algo maravilloso para Charles. Ya no se separaba de ella hasta el día siguiente. Nosotros lo torturamos durante un buen tiempo, hasta que él comenzó a ocultarse. Se ocultaba desde que mi mamá se iba hasta que regresaba. Entre los brazos de ella seguramente se sentía protegido, seguro, redimido.
Cuando mi mamá y mi papá comenzaron a discutir con asiduidad, a nosotros se nos pasó la cólera que nos inspiraba Charles. Nos dimos cuenta que habíamos sido injustos, y que existían cosas más graves que un gato que amaba a su ama. Después de cada discusión, mi mamá se iba a su habitación con Charles cargado, y allí permanecía abrazada a él, llorando. La mala relación de mis padres nos afectó a mis hermanos y a mí en gran manera. Una vez vi a Charles en el patio, disfrutando del Sol de un día primaveral. Sin que se diera cuenta, me acerqué a él y lo cargué. Me miró asustado. Yo lo acaricié y le pedí perdón por haber sido tan malo con él, por haberle pegado. Desde aquel día Charles dejó de ocultarse. Mis hermanos también lo acariciaban y también se habían arrepentido de haberlo maltratado.
Un buen día, mi mamá se fue de la casa junto con mis hermanos. Se llevó su cama, su mesa de noche, su ropa, sus cosméticos, su cómoda. Dejó su cuarto vacío. A mí me dijo que se iba un día antes. A mi papá no le dijo nada. Todo fue inesperado, intempestivo. Recuerdo que esa noche oí que Charles maullaba de una manera muy extraña en el cuarto de mi mamá. Su maullido parecía un llanto de niño. Pobre Charles. Lo imagino llegando al cuarto de mi mamá, contento y anheloso; lo imagino entrando y buscando a mi mamá. Mira a todos lados y no ve ni a mi mamá ni al mobiliario de la habitación. El pobre se habrá llenado de desconcierto, de angustia, de pena, de desesperación. Seguro que todas las noches volvía al cuarto esperando encontrar a quien él consideraba su madre. Y no encontraba a nadie.
Después que mi mamá se fue, Charles fue entrando a esa etapa vagabunda, errátil, techera, a la que entran todos los gatos en algún momento. Se ausentaba durante semanas, pero siempre volvía y pasaba unos días conmigo y con mi papá. Luego se volvía a ir. Al cuarto de mi mamá creo que iba todos los días, quizá esperando encontrarla.
Charles seguía ronroneando mientras yo lo acariciaba. Me sentí terriblemente unido a él. Los dos extrañábamos a mamá.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Tu canto en llamas

Floresta de Silencio
Al Alba de blanco aliento
Cuando haber despertado es algo grato al fin
Al cabo de la Noche oscura
De la Noche de afuera y de la Noche de adentro
Mudo, el rocío canta
Andando por el prado recién despierto
Entre los bostezos de la yerba
Y el fresco silbo del aura
Con el misterio de ser de nuevo
Tú también eres otra vez
Congregas las alondras
Y haces temblar a los álamos
Tu aliento se mezcla con el de las rosas
Tu canto es infinito como el Cielo
Eterno como el Mar
Tibio como el resuello de las vacas
Si algo me sostiene
Es tu canto en llamas
Tu canto encendido entre los árboles
Incandescente en la orilla
Dulce sobre las flores
En tu canto están el Cielo y el Infierno
Lo mortal y lo inmortal
Lo finito y lo infinito
En tu simple canto de todas las mañanas
En el canto que me susurras cuando despierto y me tiendo en tu regazo

Mujer en azotea

Eran las dos de la mañana y no podía dormir. Salió a la azotea y fue hasta el pretil. Allí se apoyó y miró los tejados, las luces de los postes, los cerros negros a lo lejos. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Dio una profunda calada. Al echar el humo, miró al Cielo estrellado. Hacía bastante frío, a pesar de que era Primavera. En Lima sólo existen dos estaciones, pensó ella, el Verano y el Invierno, nada más. Dio otra calada al cigarrillo. Ah María, estás jodida, se dijo, quieres regresar a tu casa y no puedes. De pronto se sintió terriblemente triste. Volvió a su cuarto diminuto y se sentó en el borde de la cama. Hincó los codos en los muslos, y apoyó la mandíbula entre las manos. Pensó en sus hijos, a quienes no veía hacía varios días. Pensaba en ellos con una tristeza inútil. Le vinieron los calores. Se sintió sofocada y malhumorada. Maldita menopausia, pensó. Volvió a salir a la azotea.
María tenía cuarentaicinco años y era madre de tres hijos. El mayor tenía veintidós años, el segundo tenía veinte y el tercero tenía quince. Los tres vivían con su papá. El tercero estudiaba en el colegio, el segundo tocaba la batería en una banda de rock y el primero se dedicaba a escribir poesía. María hubiese querido que sus dos primeros hijos estudiaran en la universidad. Había hablado con ellos varias veces sobre eso, pero ellos continuaban haciendo lo que les gustaba, sin importarles un ardite la universidad. Hacía seis años que María se había separado de su esposo. Se había ido de la casa familiar, ubicada en Maranga, con sus dos hijos menores. Su esposo se había quedado con su hijo mayor. María y sus dos hijos menores se fueron a vivir a una casa en Monterrico. Allí estuvieron dos años. Luego se marcharon a otra casa en Monterrico, donde vivieron otros dos años. Al cabo de esos dos años, María conoció a un tipo llamado Fermín en una reunión en la casa de una amiga. Fermín era policía, y había luchado contra los terroristas en las zonas rojas. Una vez, durante un enfrentamiento, una granada estalló muy cerca de él y le destruyó la parte derecha de la cara. Fujimori, presidente en aquel entonces, había hecho que lo operaran y que le reconstruyeran el lado deshecho de la cara. Después de la operación, Fermín volvió a lucir la misma cara de antes. Fujimori lo había condecorado. María y Fermín se atrajeron mutuamente. Poco tiempo después de conocerse se hicieron novios. María se enamoró ciegamente y decidió dejar a sus hijos e irse a vivir con Fermín. Habló con sus hijos y les dijo que ya no tenía plata para seguir viviendo donde vivían, y que lo mejor era que ellos se fueran a vivir a casa de su papá. Así lo hicieron, y María se fue a vivir con Fermín a Pueblo Libre, a un cuarto que estaba en la azotea de una casa donde se alquilaban habitaciones. Su vida con Fermín fue disoluta. Bebía con él casi todos los días, a cualquier hora. Fermín inhalaba cocaína, y siempre le preguntaba a María si quería un poco. Ella nunca quería. Fermín la golpeó en más de una ocasión. Cuando sus hijos la vieron un día con un ojo morado, y le preguntaron qué le había pasado, ella dijo que se había caído. Sus hijos le creyeron. María les había presentado a Fermín. Sus dos hijos mayores lo habían aceptado como pareja de su madre, pero el menor no lo había aceptado de ninguna manera, más bien lo había odiado con todas sus fuerzas. Cuando cumplieron un año de convivencia, María se cansó de Fermín. Dejó de amarlo de un día a otro, así de simple, y le dijo que se iba a vivir a otro lado. Fermín le suplicó que no se fuera, incluso le lloró, pero ella siguió firme en su propósito. Hubiera querido volver a la casa de Maranga, pero su esposo, que estaba enterado de todo lo que pasaba, le tenía prohibida la entrada. Así, María decidió irse a la casa de su hermano Andrés, en Surco. Allí la recibieron con los brazos abiertos y le dieron un cuarto en la azotea. Voy de azotea en azotea, había llegado a pensar María. Su hermano Andrés, mayor que ella, vivía con su esposa Alicia, con su hijo José, que era autista y que tenía treinta años, y con su hijo Andrés, que tenía veintiocho y que estudiaba Ingeniería civil en la universidad. Fermín había ido a buscar a María varias veces, pero ella se había hecho negar. Al cabo de dos meses, la madre de Fermín llamó a la casa del hermano de María y pidió hablar con ella. Cuando María se puso al habla, la madre de Fermín le dijo que su hijo había intentado suicidarse tomando calmantes. María le dijo a la madre que iría a ver a Fermín, pero no lo hizo. No quería saber nada de él. Sólo quería rehacer su vida, encontrar un trabajo, volver a vivir con sus hijos.
Ya eran las tres de la mañana. María seguía sentada en el borde de su cama, pensando. Le daba miedo la vejez. Con frecuencia se sentía deprimida, y no le hallaba ningún sentido a su vida. Ella atribuía eso a la menopausia. Salió nuevamente a la azotea y encendió otro cigarrillo. Oyó el rugido de una moto. Era su hermano Andrés, que llegaba de comprar cerveza, seguro. Para comprobarlo, fue hacia la escalera de caracol y aguzó el oído. Oyó pasos en la cocina y, al cabo de un rato, el sonido de una botella de cerveza al abrirse. Bebe para no matarse, pensó. Y era cierto. Años atrás, su hermano había intentado matarse cortándose las venas. Lo llevaron a un hospital psiquiátrico y allí lo aliviaron bastante. Le recetaron pastillas que debía tomar durante toda su vida, pero él las dejó al poco tiempo de haber vuelto a su casa, y las reemplazó con cerveza. Cada vez que se deprimía, se iba a comprar cerveza y bebía solo, escuchando a Gardel y hablando solo. Así vivía desahogadamente. Loco de mierda, pensó María. Volvió a su cuarto y abrió un cajón de la mesa de noche. Allí habían papeles y trocitos de un billete de cien soles. Había sido José, que andaba de arriba para abajo con unas tijeras, cortando todo papel o billete que encontraba. Chico de mierda, pensó María. Cerró el cajón y se sentó en el borde de la cama. Le volvieron los calores. Se agitó la chompa. Pensó en lo sola que estaba. Sintió una gran desolación. Consideró su estado. Se vio desde fuera de sí misma, completamente sola, lejos de sus hijos, en un cuartucho de azotea, recluida, abandonada. Ya no soy joven, se dijo. La menopausia ya la atenazaba. Ya padecía sus síntomas. Se estaba haciendo vieja. Envejecer así, a solas, en un cuarto de azotea, pensó. Le temía a la vejez, y le temía a la soledad. Pero justamente estaba sola y vieja. Una lágrima resbaló por su mejilla. Consideró que lo que le pasaba era justo. Estoy recibiendo un castigo, se dijo. Se sintió muy deprimida, como en tantas otras ocasiones. Salió del cuarto y dio vueltas por la azotea, fumando. Miró al Cielo. Se sintió sola y asustada. Sin embargo, se dijo que no acabaría sola, que volvería a vivir con sus hijos, y que encontraría a alguien que la quisiera. Se apoyó en el pretil, se limpió las lágrimas, arrojó el cigarrillo y lo pisó.

jueves, 3 de diciembre de 2009

El hilo mortal

El claro de Luna sobre el Mar
El húmedo grito de las olas
La inexplicable tristeza de ser
Cuán sencillo es mirar las estrellas
Y sentir el peso del Destino en la espalda
Probablemente toda cara sea una careta
Y nadie haya visto de verdad a los hombres
Los espejos negros del río reflejan el Caos
Los árboles guardan los aullidos de los hombreslobo en sus frondas
En el templo de los centauros Quirón anuncia una nueva edad de oro
Apocalipsis de bolsillo que todo el mundo lleva
Para combatir la cordura
Morir al pie de una flor
Extrañando al Hogar
Morirse sin morir
Una casita entre los abetos
Para vivir sin vivir
Sólo necesito esta clase de días
En los que todo sabe a lágrima y a enojo
Cuando era joven no me dolían las flores marchitas
Ahora cada una de ellas es un hincón
Ha pasado el Tiempo y he sido aporreado por la vida
Al andar por las calles nocturnas
Percibo que algo se está yendo
Y que algo está viniendo
Como las mujeres de los pescadores que esperan
A quienes se van a pelear con el Mar
Así alguien podría esperarme cuando
Salgo a pelear con la Noche
Cuando voy, mortal y sucinto, a perderme entre los faroles
Sólo son fieles la estrella y la Muerte
Y el hombre que le es fiel a la Muerte
Aunque no quiera
Alguna vez ya no estaré en esta terraza
Y mi paso habrá sido una vislumbre apenas
Hay algo más que morir en el acto de morir
No sé bien qué dejaré
Además del Mar, de los collados, de los ríos
Quizá me deje a mí también
El hombre medita entre los juncos
Mientras cantan los grillos
Y considera su Fatalidad
Su raro y efímero papel en la Comedia
Qué más decir sino que me comería las manos considerando este querer y no poder
Decir la vida mortal y breve
Qué hacer sino sentarme a callar o a ulular lo que me pasa
Y lo que pasa
Y ver cómo las Parcas embellecen
Y cómo me van bañando con su rocío
Hasta que llegue el día más elocuente
Hasta que se rompa el hilo

Perro semihundido

La mirada del perro era suplicante, desvalida y tierna. Estaba hundido hasta el cuello en una arena morada con matices anaranjados. Dirigía la vista hacia un Cielo naranja y ocre, o más bien hacia una mancha donde se insinuaba una extraña forma indefinible. El resto del espacio era también anaranjado. Era una escena inquietante. Era un perro que se hundía en la arena y que esperaba, con mirada implorante, que alguien lo sacara de allí. La pintura inspiraba desolación, orfandad. El perro estaba absolutamente solo y sin embargo parecía estar mirando a alguien. Era el "Perro semihundido", de Goya. José lo contemplaba por primera vez en su vida, sinceramente impactado. No se cansaba de verlo desde todos los ángulos. Perdió la noción del tiempo mientras lo admiraba. Estuvo largo rato frente a la pintura. Cuando se fue, le temblaba todo el cuerpo y no podía respirar bien. Ya no vio más pinturas, sino que salió directamente del museo. En el Paseo del Prado le dio un ataque de Angustia. Sentía que se ahogaba. Tuvo que detenerse y tranquilizarse. No podía quitarse de la mente la pintura de Goya que había visto.
El desamparo de aquel perro era un desamparo humano. ¿Pero por qué me impactó tanto? ¿Por qué me ha dado tanta Angustia? Si hubiera venido antes no me habría pasado esto. Antes yo era un hombre a quien le gustaba su vida. Vine a Madrid a los veintiocho años. Visité el Prado, pero no vi al perro, o si lo vi ni siquiera le presté atención. Y es que mi estado de vida era otro. Al llegar aquí, comencé a trabajar en la redacción de un periódico. Hice amigos con gran facilidad. Tuve una novia. Me parecía que no me podía ir mejor. Extrañaba a mi familia, pero sin gran tristeza. Sabía que podía ir a verlos a Perú cuando quisiera. Me iba bien en mi trabajo. Me gustaba mucho trabajar en la redacción. Ese había sido mi sueño de toda la vida: trabajar en una redacción. Podría decir que con mi novia, mis amigos y mi trabajo era un hombre feliz. Hasta que, poco después de cumplir treinta años, todo comenzó a cambiar. Me daban depresiones sin causa, padecía ataques de Angustia que tampoco tenían causa, sentía una desazón permanente. Era como si el alma se me hubiese caído. La felicidad o el contento que sentía se hizo trizas. Soporté todo lo que pude, hasta que fue demasiado. Entonces dejé a mi novia, dejé el trabajo, dejé de frecuentar a los amigos. Pasaba los días encerrado en mi cuarto. Poco a poco el dinero se me fue acabando. Cuando ya no tuve ni un céntimo, tuve que pedirle dinero a mis padres. Les dije que había dejado de trabajar porque esperaba un trabajo mejor en otro periódico. Ellos creyeron lo que yo les decía, y me enviaron dinero desde Perú. Ahora tengo treintaiún años y me lo siguen enviando. He tenido que decirles que la cosa está mala y que no hay trabajo, cosa que en cierta medida es verdad. Una tarde me fui a pasear al Retiro y, mientras se ponía el Sol, escuché una voz a mis espaldas que me decía Vas a ser un desgraciado. Volteé, alarmado, y no vi a nadie. Sentí un escalofrío. Recuerdo que era Primavera. Seguí de pie, mirando los jardines y el Sol bermejo que se ocultaba, esmaltando frondas y ramajes. De pronto, volví a oír la voz Vas a ser un desgraciado. Volteé nuevamente y otra vez no vi a nadie. Desde aquel día empecé a escuchar voces dentro de mí. Esas voces me insultaban, me hablaban de cosas absurdas, me indisponían conmigo. La depresión aumentó. Andaba deprimido casi todo el tiempo. Y los ataques de Angustia se multiplicaron. A cada rato sentía que me ahogaba, y tenía ganas de gritar o de echar a correr en los momentos más inesperados. También me dio insomnio. Me era absolutamente imposible dormir. No dormía ni de Noche ni de día. Pensé que me iba a volver loco. Decidí ir al psiquiatra. Le conté todo lo que me pasaba. Él me dijo que no había podido llegar a un diagnóstico, pero me recetó un montón de pastillas que hasta hoy tomo. Ahora soy lo contrario de lo que era cuando me consideraba un hombre afortunado. Soy mi antónimo. Sigo escuchando las voces que me incordian a cada rato, diciéndome que soy un desgraciado, que la mala fortuna me persigue, que no debo quererme. Me sigo sintiendo deprimido. Menos que antes, claro, pero en el fondo me siento deprimido siempre. Además de eso estoy gordo, y para colmo padezco de disfunción eréctil. El psiquiatra dice que ambas cosas, la gordura y la disfunción, son efecto de las pastillas que tomo. Por cierto, las pastillas que tomo también las compro con un dinero extra que me envían mis padres. Ya ni me acuerdo qué les inventé para que me enviaran el dinero. La mujer que fue mi novia, Natalia, me llama de vez en cuando y me dice que podríamos quedar en vernos algún día, pero yo prefiero que no nos encontremos, no quiero que vea lo gordo que estoy, y tampoco quiero que note mis ataques de Angustia, o que vea que me he convertido en un pobre diablo incapaz de sostener una conversación de un minuto. Los amigos de antaño también me llaman. Me dicen que podríamos ir a tomar una copa, como antes, y yo les digo que estoy muy ocupado escribiendo una novela, lo cual es totalmente falso. Y en realidad a mí me gustaría salir con los amigos y echar una o varias copas, pero el ánimo no me deja, y las pastillas tampoco. Así que paso mi vida recluido en mi cuarto, y sólo salgo para vagar sin rumbo por las calles diurnas o nocturnas de Madrid.
José cruzó la pista y se adentró por la calle de Las Huertas. Allí entró a un bar, se acercó a la barra y pidió una Coca Cola. Seguía pensando en el perro semihundido que había pintado el Sordo genial. Las manos le temblaban. No podía respirar bien. Sacó un pequeño tubo de plástico del bolsillo de su pantalón. Lo abrió y vertió una pastilla en la palma de su mano. Se la tomó con un sorbo de Coca Cola.
Ese pobre perro. Ese maldito perro que me ha crispado los nervios. Ese Sordo magnífico que ha logrado algo que sólo intuyo. Ese perro soy yo. Estoy hundido como ese perro, y espero inútilmente que alguien me salve. Estoy condenado a hundirme por completo. Me he ido hundiendo poco a poco y la arena ya me llega al cuello. Es difícil que me salve. Mi mirada suplicante no encuentra a nadie que lo pueda hacer. Si Natalia y mis amigos se enteraran de lo que me pasa, sin duda intentarían sacarme del arenal en el que yazgo. Pero ellos no pueden ayudarme. Estoy seguro que no pueden... Lo que me pasa es demasiado fuerte. Mi hundimiento es fatal.
Bajo el Cielo encapotado del Otoño, José caminaba por la Gran Vía. La pastilla ya había hecho efecto y se encontraba más tranquilo. Aún pensaba en el perro, pero lo hacía con más calma. Mientras andaba, recordó que al terminar con Natalia se iba de putas con gran regularidad. Una Noche, se quedó dormido junto a la puta y, al despertar, se sintió terriblemente solo y asustado. Esa sensación de Soledad y de miedo aún lo acompañaba. Pensó en el perro. Oyó sus gañidos.
El perro representa la condición humana. Todo hombre está como el perro, solo y medio hundido, esperando vanamente que alguien lo salve. Todos crean, con sus ojos implorantes, una imagen que representa a su salvador. Sin embargo, ese salvador es un invento. No existe. Cada uno se hunde a solas.
José siguió andando por la Gran Vía. Sacó otra pastilla y se la tomó.
El perro aún puede salvarse. Lo sé. Ahora lo sé. En lugar de quedarse quieto y esperar a ese salvador que nunca llegará, puede agitarse, rascar la arena, hozar en ella, y ladrar, ladrar, ladrar mucho. Aunque no salga, se hundirá dignamente. Habrá luchado. Y su lucha valdrá algo aunque sólo sea ante él mismo.
Cuando llegó a la Plaza Mayor, José se detuvo un momento. Oyó un ladrido a sus espaldas. Cuando volteó no vio a ningún perro.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Dionisíaco

La embriaguez que nos redime
Bajo el Cielo que de pronto adquiere la faz de la Esperanza
Las risas que ascienden con toda su tristeza
Los tigres de Baco
Las ménades frenéticas danzando a un lado del Tiempo
Lo único que le pedimos a las deidades es que existan
Que por favor existan
Brindamos por las múltiples verdades
Mientras las canéforas exultantes esparcen sus flores
Nuestro corazón está débil
Pero el vino de Sileno lo fortalece
Y esa sabiduría que brota del delirio
En lo profundo del bosque, a la vera de un arroyo
Desde la mañana hasta la Noche
Somos bendecidos por una santa ebriedad
Hemos nacido para morir
Y necesitamos evadirnos
Somos tan puros como los sátiros y los faunos
Buscamos un dios que nos haga inmortales
Olvidamos nuestra letal mortalidad admirando la Belleza
Pero no somos bellos
Estamos estragados por la vida
Somos grotescos
Sabemos que el porvenir no existe
Y que el presente a cada rato es abolido
Sólo existe el instante
Un latigazo en el lomo de una quimera
Somos microcaos que se buscan desesperadamente
Y que no acaban nunca de encontrarse
Si he de morir que sea en la orilla del Mar
Frente a las olas
Evohé Evohé
Huimos de lo serio y lo solemne
Hallamos lo cómico que tiene la vida
Ese vano huir de la propia condición
Esa borrachera solitaria
Para seguir siendo lo que somos
Sabemos que el Destino es inevitable
Y nos adormecemos en el bosque
O en la sombría pieza en que meditamos
Tenemos fe por instinto
Somos microcaos embriagados
Que quieren sólo existir, ya no vivir
Evohé Evohé
Nuestra inspiración es la panza de Baco
Y los faunos delirantes tendidos en el calvero
Buscamos olvidarnos para trascendernos
Somos hijos de nuestra propia embriaguez

Tía Doris

Mis abuelos maternos se llamaron Manuel y Natalia, y tuvieron cinco hijos. Estos hijos son mi tío Manuel, mi tío Andrés, mi tía Natalia, mi tía Doris y mi madre. Es de tía Doris de quien quiero hablar. En una reunión familiar, ya hace años, ella me pidió que algún día escribiera sobre su vida. Después de meditarlo mucho, he decidido hacerlo. Lo normal hubiera sido esperar a que ella falleciera, pero como lo más probable es que yo fallezca primero- es un presentimiento, un prurito de Fatalidad-, emprendo ahora la tarea de escribir la historia de su vida. Una historia azarosa, enfermiza e incompleta. Empiezo.
La infancia de tía Doris trascurrió en una vieja quinta de Jesús María. Allí jugó, allí creció, allí soñó. Allí también comenzó a tener problemas de autoestima y a sentirse desgraciada. Mi abuela, cuando salía, le encomendaba a tío Andrés el cuidado de tía Doris y de mi madre, que sólo se llevaban meses de diferencia. Al quedarse los tres solos, tío Andrés hacía jugar a sus hermanas. A lo que más jugaban era a las peleas. Tía Doris y mi madre se trenzaban en el colchón de la cama de los abuelos y tío José las animaba. Eso divertía a las pequeñas hermanas. Sin embargo, a tío Andrés un día se le ocurrió enseñarle a sus hermanas a ver la hora. Las hizo sentarse en la mesa de la cocina y les señaló el reloj de pared. Les mostró cómo funcionaban las agujas y les explicó cómo los números representaban otros números. Después les puso una hora cualquiera y le preguntó primero a mi madre ¿Qué hora es? Las seis y media, respondía mi madre. Y tío Andrés la felicitaba. Luego cambiaba la hora y le preguntaba a tía Doris ¿Qué hora es? Y tía Doris miraba el reloj, trataba de recordar lo que tío Andrés les había explicado, fijaba la vista en las agujas, y no atinaba a responder nada. ¿Cómo? ¿No puedes decirme qué hora es?, le decía tío Andrés. Volvía a explicarle cómo se veía la hora, y volvía a poner el reloj en una hora determinada y tornaba a preguntarle a tía Doris ¿Qué hora es? Tía Doris miraba el reloj, se concentraba, trataba de ver la hora, y le resultaba imposible. Entonces se ponía nerviosa y se le llenaban los ojos de lágrimas. Tío Andrés le decía ¡Qué bruta eres carajo! Y tía Doris se ponía a llorar. Aprendió a mirar la hora mucho después, cuando ya era casi una adolescente. Al mirar las agujas del reloj pensaba que si no lograba saber qué hora era una voz le diría ¡Qué bruta eres carajo! Tía Doris aún tiembla y traspira cuando alguien le pregunta qué hora es. Y, en su niñez, cuando alguien le decía bruta se ponía a llorar.
En su adolescencia, a los dieciséis años, ya parecía una mujer de veinte. Era endiablademente guapa. Tenía el cabello castaño claro, los ojos grandes y marrones, la nariz fina y respingada, la boca chica y los dientes delanteros grandes y un poco salidos. Sus piel era dorada, sus senos eran grandes, su cintura era sumamente estrecha, sus caderas eran anchas, sus glúteos eran prominentes y sus piernas parecían las de una atleta. Iba al colegio, pero era una pésima estudiante. Ella misma creía que era bruta y que no podía con los estudios. A esa edad, a los dieciséis, tuvo su primer enamorado. Se llamaba Paolo y era un chico bien. Tenía dieciocho años. Todos los días iba a visitar a tía Doris en su auto. Con el permiso del abuelo Manuel se iban a dar una vuelta por Jesús María. Regresaban no muy tarde y se despedían con un beso en la boca, dulce y prolongado. Tía Doris también perdió la virginidad en aquel tiempo. No fue con Paolo. Fue con Alberto, el novio de tía Natalia. Alberto era un tipo libidinoso, salaz, rijoso, y le gustaban, además de tía Natalia, tía Doris y mi madre. Él ya era un adulto, y se andaba tirando a todas las mujeres que conocía. Era astuto, así que tía Natalia nunca se enteraba de sus bellaquerías. Cuando tía Natalia cumplió no sé cuántos años-veinte o más-, se celebró una fiesta en la casa de la quinta. Asistió mucha gente, fueron incluso los vecinos. Alberto estuvo atrás de tía Doris casi todo el tiempo. Tía Doris también bebía, y estaba un tanto picada. Hubo un momento en que desapareció de la fiesta. Alberto, que andaba pendiente de ella, fue a ver si estaba en su habitación. Efectivamente, tía Doris estaba allí, hablando por teléfono con Paolo, su enamorado. Alberto se quedó de pie en el umbral de la habitación. Cuando tía Doris colgó el teléfono, él se le acercó. ¿Con quién hablabas? ¿Con tu enamorado? Sí, ¿y tú qué haces aquí, Alberto? ¿Sabes que estás guapísima? Eres la más bonita de las tres. Ay, no fastidies. No, en serio, eres mejor que tus hermanas. Si tú lo dices. ¿Ya has hecho el amor con tu enamorado? Oye, cómo dices eso. Si él se demora mucho en hacerlo contigo, yo me le voy a adelantar. Tía Doris rió. Ya no fastidies, le dijo a Alberto. Éste le rodeó la cintura con ambos brazos y la besó. Tía Doris no opuso resistencia. También lo besó. Se tendieron en la cama y Alberto le sacó el vestido a tía Doris. La desfloró ahí mismo. Tía Doris no le dijo nada a tía Natalia. Guardó para siempre el secreto. Tampoco le dijo nada a Paolo. Más bien le propuso hacer el amor un día. Lo hicieron en el auto, y tía Doris pudo comparar a Paolo y a Alberto. La comparación le pareció grotesca. Cuando terminó con Paolo, se sumió en una profunda depresión. Lloraba toda la Noche abrazando la almohada y meciéndose de atrás para adelante. Mi mamá la veía y la oía, y padecía su pena inconsolable. Le espantaba ver tanta tristeza. Tía Doris no dormía y se iba al colegio sin lavarse la cara y sin peinarse. Cuando regresaba a la casa junto con mi mamá se iba directo a su cuarto a seguir llorando. Ni siquiera comía. Mi abuela le habló varias veces, pero tía Doris continuaba sumida en la depresión. En las mañanas, mi mamá la veía toda ojerosa, mustia y desgreñada, y le preguntaba si ya se sentía mejor. Tía Doris le respondía que no estaba bien, que seguía mal. Lo cierto es que salió de la depresión al cabo de unas semanas.
Tío Manuel era el mayor de los hermanos, y era marino. Siempre estaba viajando por la costa del Perú, cumpliendo con diversos trabajos que le encomendaban. Tía Doris había decidido dejar el colegio, y mis abuelos no sabían qué hacer con ella. A tío Manuel se le ocurrió llevársela consigo a Tumbes. Tía Doris viajó entusiasmada. En Tumbes tío Manuel tenía asignada una casa. Le dijo a tía Doris que en esa casa vivirían los dos por un tiempo. Como tío Manuel trabajaba todo el día, tía Doris pudo conocer Tumbes sola y tranquila. A los pocos días conoció a un grupo de chicos y de chicas que paraban en la playa cantando, tocando la guitarra, conversando, bebiendo y fumando marihuana. Tía Doris se unió a ellos. En poco tiempo aprendió a tocar la guitarra. Tocaba y cantaba muy bien. También fumó marihuana por primera vez. Se llevaba muy bien con los chicos y las chicas que había conocido. Le encantaba Tumbes. Todos los días contemplaba el Mar y las puestas de Sol. Desde aquel momento lo que más amó tía Doris fueron el Mar y la puesta de Sol. Le escribía cartas todos los días a los abuelos y a mi mamá. Les decía que estaba bien, que era feliz, que quería quedarse en Tumbes para siempre. Días inolvidables fueron aquellos de Tumbes. Por las noches, después de cenar con tío Manuel, tía Doris volvía a la playa, donde la esperaban sus amigos, y se sentaba con ellos alrededor de una fogata. Ella cogía la guitarra y tocaba y cantaba. Pensó en convertirse en cantante. Después de dos meses tío Manuel le dijo que tenían que volver a Lima. A tía Doris sólo le quedó volver y quedarse con el gratísimo recuerdo de su estancia en Tumbes. Consideraba que allí había pasado los días más hermosos de su vida.
De vuelta en Lima, tía Doris se halló desubicada. No sabía qué hacer. No le apetecía terminar el colegio, y tampoco le apetecía trabajar. Se dedicó a cantar y a tocar la guitarra todo el día. Como tío Manuel vio que le gustaba la música la empezó a llevar a peñas. Tía Doris ya tenía dieciocho años, así que podía ingresar tranquilamente a los locales. Mi mamá también iba a las peñas. Fue en una peña donde tía Doris conoció al cantante Pedro Vázquez, un negro gordo, talentoso y desatinado. Ambos tuvieron un idilio, pero muy breve. Pedro Vázquez, sin embargo, quedó prendado de tía Doris para toda la vida. Ella era su amor ideal. A tía Doris le encantaba el ambiente de las peñas. Se sabía todos los valses y en su casa los cantaba mientras tocaba la guitarra. Amaba las composiciones de Chabuca Granda, de Felipe Pinglo, de César Miró... Fue en una peña donde conoció a Armando, un amigo de tío Manuel. Armando era bajito- era más bajo que tía Doris-, y llevaba bigote. También cantaba valses con una voz que parecía bendecida. Tía Doris se enamoró inmediatamente de él. Él también se enamoró de ella. Una Noche, mientras bailaban en una peña, Armando le declaró su amor a tía Doris. Ella le dijo que también lo amaba. Se dieron un beso e iniciaron una relación. Se casaron después de un año. Para ese entonces, la familia ya se había mudado a Bellavista, a una casa bastante espaciosa que el abuelo Manuel había comprado con sus ahorros, producto de su esfuerzo y de su sudor como empleado de una fábrica de cerveza ubicada en el Callao. En la casa ya sólo vivían los abuelos, tío Andrés con su esposa y sus dos hijos, tía Doris y mi madre. Tío Manuel y tía Natalia se habían ido con su nueva familia. Tío Armando era abogado, y trabajaba para una empresa minera del centro del país. Tenía que viajar constantemente a La Oroya, donde se hallaba la sede principal de la empresa. Cuando se iba, tía Doris le lavaba el auto llorando. Aunque los viajes duraban sólo tres o cuatro días ella se sentía sola, triste, íngrima, y extrañaba a tío Armando como si éste hubiera muerto. Cuando él volvía, tía Doris era la mujer más feliz del mundo. Aun así, padecía celos imaginarios. Pensaba que quizá tío Armando la estaba engañando con otra. No sabía por qué, tío Armando no le daba motivo, pero ella padecía esos celos, y se sentía mal. Un día le dijo a tío Armando que quería ir a La Oroya con él. Él aceptó. En La Oroya ocuparon un pequeño bungallow. Cuando tío Armando se iba a trabajar, tía Doris se metía al ropero y allí esperaba. Al volver tío Armando, ella corría un poco la puerta del ropero y miraba a su esposo a través de la rendija. Se quedaba así, espiándolo, hasta que él volvía a salir. Quería estar segura de que no tenía a otra. Ella sabía que lo que hacía era absurdo, pero no podía evitarlo. En las Noches, cuando salía a caminar con tío Armando, miraba las cumbres nevadas de las montañas plateadas, y le decía a su esposo No me dejes, Armando, por favor nunca me dejes. Nunca te dejaré, le decía tío Armando, eres lo que más amo en la vida.
A los veintitrés años, tía Doris tuvo una hija a la que le puso el nombre de María. Después de unos meses nací yo, y tía Doris fue mi madrina. Poco antes de que la pequeña María cumpliese un año, el abuelo Manuel falleció. Pasaron algunos años. El Tiempo fue maltratando la relación de tía Doris y de tío Armando. A veces, ella quería salir a divertirse a una peña, y él no tenía ganas, prefería quedarse leyendo un libro o viendo la televisión. Entonces ella se enojaba y le decía a tío Armando que era un huevón, un aburrido de mierda, un tremendo cojudo. Tío Armando, que nunca usaba palabras malsonantes, se indignaba y le decía a tía Doris que estaba obrando de forma incorrecta, que recapacitara. Tía Doris se metía al baño y ahí se quedaba llorando. Cuando se calmaba, salía y le pedía perdón a tío Armando. Éste la perdonaba y ambos se abrazaban y se quedaban así, unidos, largo rato.
Cuando tía Doris se enojaba era un demonio. No respetaba a nadie cuando se le revolvía la bilis. Una tarde de Invierno, la abuela Natalia le reprochaba el que hubiese discutido con tío Armando- habían discutido el día anterior, a causa de los celos imaginarios de mi tía-, y le decía que no estaba llevando bien su matrimonio. Tía Doris la mandó a la mierda y la denostó varias veces, totalmente fuera de sí. Luego se subió al auto que tío Armando le había comprado y se fue de la casa haciendo chirriar las llantas. La abuela Natalia se quedó sola con María y decidió llevarla a la casa en que nosotros vivíamos, en Maranga. Nos habíamos mudado un año atrás. La abuela Natalia llegó sintiéndose mal. Cortó un poco de ruda del jardín y la echó en una olla donde hervía el agua. Mi prima María, mi hermano Julio y yo le pedíamos que nos cuente un cuento. Ella nos dijo que iba a descansar, y que al despertar nos contaría varios cuentos. Se echó en la cama de mi madre y se quedó dormida. Nosotros nos pusimos a jugar en el armario. Al cabo de unos diez minutos oímos como un ronquido. Salimos del armario. Era la abuela quien roncaba. Nos reímos, pues creímos que bromeaba. Intentamos despertarla, pero seguía emitiendo ese sonido. Nos asustamos. La abuela parecía que se estaba ahogando. Llamamos a mi abuela paterna y a las sirvientas. Le está dando un infarto, exclamó mi abuela paterna. Se llamó a los vecinos, al médico que vivía cerca de la casa, pero no se pudo hacer nada. La abuela Natalia había muerto. Tía Doris lloró amargamente abrazando el cadáver de su madre. Siempre se sintió culpable de su muerte.
El Tiempo siguió estragando la relación de tía Doris y de tío Armando. Tía Doris quería salir, ir a las peñas, cantar y bailar, y vivir, en fin , la vida, y tío Armando lo que quería era llevar una vida tranquila, recogida, reposada, al lado de la mujer que amaba. Para él ya había pasado el tiempo de las peñas y de las juergas nocturnas. Era inevitable que discutieran, y era inevitable que tía Doris se convirtiera en un demonio al discutir. Al cabo de cada discusión, ella lloraba a solas en el baño, y trataba de entender lo que le pasaba. Nunca lograba sacar nada en limpio. En aquel entonces, mi papá y mi mamá organizaban pequeñas reuniones en la casa de Maranga los fines de semana. Tía Doris comenzó a asistir, pero sola, sin tío Armando. Entre los asistentes, había un dentista llamado Ernesto y un vendedor de pollos al por mayor llamado Rogelio. Cuando mi tía apareció un día en la reunión, ambos quedaron prendados de ella. Ernesto el dentista era un hombre ya maduro, muy educado, de ojos algo tristones, y Rogelio el pollero era aún joven, vulgar, gordo y bigotudo. Fue el dentista quien comenzó a cortejar a mi tía. El pollero, que había hecho fortuna con su negocio, sacaba fajos de dólares y se los mostraba al dentista diciéndole Esto es lo que manda, huevón. En cada reunión, ambos pretendientes se disputaban la aceptación de tía Doris. Acabó venciendo Rogelio, a quien en Magdalena, de donde él era, lo conocían como"Pollo Gordo." A mi tía la conquistó su alegría, su sinverguencería, su vulgaridad. En una de las reuniones terminaron besándose frente a todos. El pobre dentista no volvió a asistir a ninguna reunión más. Tía Doris se encontraba todos los fines de semana con "Pollo Gordo"en mi casa. Recuerdo que una vez los vi sentados en el jardín, conversando y besándose, en actitud idílica. Mi papá sintió que aquello le remordía la conciencia. Sintió que estaba promoviendo una infidelidad. No pudiendo aguantar más, llamó a tío Armando y le contó todo. Tío Armando fue a mi casa a recoger a María, pues ese fin de semana mi tía la había llevado y se había quedado a dormir con nosotros. Recuerdo que apenas María salió tío Armando la abrazó muy fuerte y dejó escapar unas lágrimas. Después habló con mi papá, se despidió de María y se fue.
En la casa de Bellavista ya sólo vivían tía Doris, tío Armando y María. Tío Armando, después de conversar mucho con tía Doris, decidió que lo mejor era el divorcio. La casa se vendió y cada uno de los hermanos recibió su parte. Tío Armando se mudó a un departamento en Miraflores, y tía Doris se fue a un departamento de Magdalena con María. "Pollo Gordo" iba a verla, pero aún no formalizaban su relación. Los fines de semana y aun algunos días lectivos, tía Doris dejaba dormida a María y se iba a alguna peña. Allí bebía, cantaba , bailaba, se olvidaba de todo. En una de esas escapadas se volvió a encontrar con Pedro Vázquez. Se saludaron efusivamente y se contaron sus vidas. Pedro Vázquez le dijo a mi tía que sentía mucho lo de su separación, y que ahí estaba él para ayudarla en todo lo que fuera necesario. Mi tía le agradeció. Ambos se quedaron bebiendo hasta el amanecer. Pedro Vázquez llevó a mi tía a su departamento. Se despidieron y quedaron en verse en unos días. Efectivamente, volvieron a verse. Pedro Vázquez le presentó algunas cantantes famosas a mi tía. Mientras él cantaba mi tía se quedaba conversando con alguna de estas cantantes. Bebían y al final la cantante le proponía acostarse con ella. Tía Doris le decía que no gracias, y la cantante entendía y no fregaba más. Eso le pasó a mi tía con más de una cantante criolla.
En aquel tiempo, tía Doris se sentía confundida y extrañaba mucho a tío Armando, el hombre de su vida. Todo se había hecho cenizas entre ellos. Ella no se explicaba cómo era posible. Le sorprendía no haber llorado tanto como esperaba. Sin embargo, tenía una herida interna, y le dolía muchísimo. Solo que no podía gritar. Algo se lo impedía. Quizá era la confusión, la ilusión, la vorágine. No sabía qué iba a ser de su vida. María le preocupaba sobremanera. Ella no entendía bien qué era lo que había pasado, y tía Doris tenía que explicárselo con el mayor de los cuidados.
Un día de Verano, "Pollo Gordo" fue a buscar a tía Doris a su departamento. Cuando ella le abrió la puerta, se quedaron mirando un buen rato. Luego "Pollo Gordo" abrazó a tía Doris y la besó en la boca. Al separarse le dijo Quiero que vivas conmigo. Tía Doris sonrió y abrazó y besó a "Pollo Gordo."
"Pollo Gordo" se había mandado a hacer una casa en La Molina, cerca de La Planicie, y ya estaba terminada. Fue con tía Doris a verla. Apenas entraron "Pollo Gordo" le dijo a mi tía Bienvenida a tu casa. Era una casa muy grande y muy bonita. Tenía tres pisos, una habitación matrimonial con jacuzzi, una terraza, una piscina, una sauna, un salón de billar, varios dormitorios...Tía Doris quedó deslumbrada. Se fue a vivir con "Pollo Gordo." A María la tenía una semana ella y otra semana tío Armando. Con "Pollo Gordo" tía Doris llevó un nuevo modo de vida. Encerrados en la suntuosa casa, escuchaban música, bebían, cantaban, bailaban, se divertían a cualquier hora de cualquier día. Un día, "Pollo Gordo" sacó un paco inmenso de coca y lo puso sobre la mesita de la sala, entre una botella de Jhonnie Walker etiqueta negra y otra de Coca Cola. ¿Tú consumes eso?, le preguntó tía Doris. Sí, respondió "Pollo Gordo", y no quiero que haya secretos entre nosotros. ¿Quieres? No sé, nunca la he probado. Prueba un poquito. "Pollo Gordo" sacó una tarjeta, recogió un montón de coca con uno de los extremos y aspiró. Luego volvió a recoger otro montón de coca y se la metió por la otra fosa. Le ofreció un poco a tía Doris. Ella aspiró y sintió inmediatamente el picor en la fosa, el golpe en las sienes, el amargor en el paladar. Después sintió que el corazón le latía más rápido y que el cerebro le funcionaba a mil por hora. Le pidió más a "Pollo Gordo."Éste hizo unas rayas y ambos jalaron con un billete de cien dólares.
Desde entonces la vida de tía Doris se convirtió en una juerga continua. Todos los días escuchaba música, cantaba y tocaba su guitarra, bebía whisky y jalaba coca. Se pasaba días enteros sin dormir, conversando con "Pollo Gordo" y haciendo el amor con él. Poco a poco se fue enganchando en el vicio de la coca. Ya no recogía a María, sino que la dejaba con tío Armando. Un día le preguntó a "Pollo Gordo" ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cuándo nos vamos a casar? "Pollo Gordo", muy turbado, le dijo que él no pensaba en casarse. Tía Doris guardó silencio. Pasó el tiempo. Un día "Pollo Gordo" le dijo a tía Doris que necesitaba tiempo para pensar, que estaba confundido. Tía Doris, que para variar estaba jalando coca y tomando whisky, le dijo Qué quieres decir con eso. ¿Quieres que me vaya? Sólo tendrías que irte un tiempo, dijo "Pollo Gordo", luego regresarás. ¡Oye mierda! ¡Quién chucha te crees que soy yo! ¿Crees que puedes jugar conmigo de esa forma? ¡Ni pienses que me voy a ir de aquí, maricón de mierda, conchatumadre! "Pollo Gordo" se fue sin decir palabra. Nunca había visto así a tía Doris. Al día siguiente volvió a acercársele y le dijo Doris, por favor, te lo pido con todo amor, dame un tiempo para pensar. Lo necesito. ¡Tú dijiste que esta casa era mía! ¡Ahora te jodes! ¿Crees que no sé que te quieres deshacer de mí? ¡Mentiroso! ¡Eres un mentiroso hijo de puta! Tía Doris rompió en llanto. "Pollo Gordo" intentó abrazarla. ¡Suéltame mierda!, le gritó ella, y lo apartó con las manos. Si quieres quédate, pero yo me voy, le dijo "Pollo Gordo." Y se fue. Tía Doris se quedó llorando y jalando coca. Se quedó encerrada, sin salir siquiera al jardín, durante una semana. No dormía y casi no comía. Sólo jalaba coca. Cuando oyó entrar a "Pollo Gordo" en su auto, fue corriendo hasta el armario de la habitación matrimonial y sacó una escopeta. "Pollo Gordo" se la había mostrado y le había advertido que estaba cargada. ¡Doris! ¡Doris! Ella no contestaba. ¡Doris! ¡Doris! Siguió sin contestar. Luego oyó subir a "Pollo Gordo." Cuando entró en la habitación, le apuntó con el arma. ¡Te voy a matar, mierda!, exclamó. ¡Puta madre Doris! ¡Tranquila! ¡Arrodíllate o te mato! ¡Pero Doris! ¡Por favor! ¡Arrodíllate! "Pollo Gordo" se arrodilló. Tía Doris comenzó a llorar. ¡Yo te quiero!, decía, ¡por qué no quieres vivir conmigo! Doris, cálmate, vamos a hablar, le dijo "Pollo Gordo." No, no tenemos nada de qué hablar. Te voy a matar y después me voy a matar yo. Tía Doris se acercó a "Pollo Gordo" sin dejar de apuntarle a la cabeza. Lo quedó mirando un buen rato. Después le dijo Vete, vete de aquí. "Pollo Gordo" se puso de pie y se fue casi corriendo.
Nadie podía sacar a tía Doris de la casa de La Molina. Ella se había atrincherado allí. Jalaba coca y mantenía cerca la escopeta. Mi papá, que era buen amigo suyo, se atrevió a entrar en la casa con las llaves que le había dado "Pollo Gordo."Cuando tía Doris lo vio comenzó a llorar, diciendo ¡Por qué no me quiere! ¡Por qué no me quiere! Mi papá la abrazó y le habló por un largo rato. Finalmente, salieron juntos de la casa.
Tía Doris fue a un sanatorio para poder dejar la coca. Cuando terminó el tratamiento se fue a los Estados Unidos, a trabajar allá. Cuando pasaron casi dos años, "Pollo Gordo" la fue a buscar, le propuso matrimonio, y la llevó de nuevo al Perú. Toda la familia asistió a la boda, que se realizó en la casa de La Molina. Meses después, tía Doris dio a luz un hijo al que le pusieron el nombre de Lucas. Unos años después mi prima María quedó embarazada. Tenía diecisiete años, así que su embarazo fue motivo de escándalo en la familia. No obstante, todos la apoyaron y dio a luz un hijo al que le puso el nombre de Arturo. Durante todo ese tiempo, tía Doris y "Pollo Gordo" se habían llevado bien, amándose y compartiendo sus vidas, más unidos que nunca por el hijo que habían tenido. Sin embargo, tía Doris fue descubriendo los múltiples defectos que tenía "Pollo Gordo." Así que comenzó a discutir con él, y a tratarlo mal. También volvió a consumir cocaína. En su fuero interno se preguntaba cómo diablos había podido enamorarse de un hombre tan vulgar, tan mezquino, tan desagradable. Poco a poco la relación de ambos se fue convirtiendo en un infierno. Llegaron a irse a las manos. Se perdieron el respeto. Pero todo fluctuaba. A veces tía Doris recordaba al "Pollo Gordo" del que ella se había enamorado, y lo volvía a ver en ese hombre al que ahora frecuentemente insultaba, y se daba cuenta que aún había amor en ella. Era confuso.
Un día tía Doris se sintió mal y fue al médico. Éste, después de examinarla, le dijo que debía dejar la coca lo antes posible, pues tenía un problema en el corazón a causa de su consumo. Dejó la coca y empezó a tomar unas pastillas para el corazón. Según el médico, debía tomarlas para siempre. También fue al psiquiatra. Éste la oyó y le mandó tomar antidepresivos y ansiolíticos.
Pasaron los años. La relación de tía Doris y de "Pollo Gordo" era inestable. A veces estaban bien, a veces estaban mal. Desde hacía bastante tiempo, solían alquilar, en Verano, una casa en la playa. Allí mi tía era feliz. Allí se sentía completa, con el Mar y con la puesta de Sol. Nosotros siempre íbamos de visita y la pasábamos muy bien. En una de esas casa de veraneo, "Pollo Gordo" y mi tía nos dijeron que habían decidido irse a vivir a los Estados Unidos con Lucas. Nos dio un poco de pena, pero también nos pareció positivo. Las cosas las hicieron rápido. Vendieron la casa, "Pollo Gordo" dejó su negocio en manos de sus hermanas, y se marcharon. Al cabo de un mes volvieron. Tía Doris y Lucas no habían logrado acostumbrarse a la vida de allá. Compraron una casa en Lima y retomaron su vida en esa bella y horrible ciudad.
Actualmente, tía Doris vive su solitaria vida de casada. Ya tiene más de cincuenta años, y se pasa los días pensando, tomando sus pastillas, leyendo algún libro o alguna revista, y preguntándose en qué momento su vida se jodió.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Alondra de fuego al Alba

Despierto a destiempo para seguir marchando al Paraíso inventado
Todo son eriales y espinosos campos de sombra y luz mortecina
Otoño frío sopla el viento Se inclina el Cielo álbido
Cansado de palabras Cansado de silencios
Me paro a contemplar mi estado
Y me pierdo entre ondulantes nebulosas
Lluvia de párpados Alondra de fuego al Alba
Venus matutina blanca y grácil
Bendice la Aurora al marino
En los interminables viajes sin causa
Temblor del aire puro Dulces lecciones del violento rocío
Temblor del plumaje de los cuervos Temblor de las rosas
Al paso del viento apátrida
Temblor del ser
Al paso del Tiempo De la Eternidad
Ajeno a las labores de los hombres
Me tiendo en la yacija y me entrego a las vislumbres
Repleto de antidepresivos realizo mi marcha tullida
La mente enferma aguarda el advenimiento de una iluminación
O de un Crepúsculo bermejo
Furor de las olas
Cónclave deísta de deidades
Zapatos rotos bajo el Cielo
Heridas entre los dedos del pie derecho
Y ninguna iluminación
Ningún atisbo de misterio glorioso
Lo real es el dolor de los pies
En esta marcha mentida, vana, idealista
Que no lleva a ninguna parte
Que da vueltas mientras la Noche y el día
Permanecen indiferentes
Me he dado cuenta de que cada uno crea su tránsito
De que cada cual, en medio de la marcha, toma a solas su café

martes, 24 de noviembre de 2009

El hermano menor

Su primer amor fue la primera novia de su hermano mayor. Ella se llamaba Helena y él nunca la hubiera conocido si sus padres no se hubieran separado. A causa de dicha separación, él se había mudado con su madre a un condominio en Monterrico, y su hermano mayor se había quedado con su padre en la vieja casa de san Miguel. Tenía diez años cuando se mudó. Era Verano. En el condominio pronto se hizo amigo de las dos hermanas que vivían en la casa de al lado. Se llamaban Lola y Lupe, y tenían once y nueve años, respectivamente. Por medio de ellas conoció a los otros niños del condominio. Jugaba con ellos a las escondidas, a la pelota, y a las chapadas. También se reunían en la casa de alguno de ellos para jugar Nintendo. Un día, Helena apareció con Lola y con Lupe. Tenía catorce años, y era prima de las dos chiquillas. Había llegado de Guadalupe para pasar el Verano en Lima. Cuando él la vio, quedó instantáneamente enamorado. Nunca había visto a una chica tan hermosa. Tenía la piel dorada y los ojos de color verdemiel. Su nariz era pequeña y fina, algo respingada; sus labios eran carnosos, su cabello era castaño y ondulado, sus senos eran bastante grandes para su edad, su cintura era estrecha y elástica, y sus piernas eran torneadas. Lola los presentó. Helena, él es Javier. Javier, ella es Helena. Se saludaron con un beso en la mejilla. Javier era más bajo que Helena, y eso lo hizo sentirse ridículo. Le dio la impresión de que ella era inalcanzable para él. Helena jugaba con los niños como si fuera una niña más. No se percataba de que Javier estaba terriblemente enamorado de ella. Le gustaba mucho y la amaba sin medida, aunque no pudiese definir lo que sentía por ella. Helena se vestía ligeramente, con polos y shorts cortitos, y con sandalias. A Javier se le paraba cada vez que la veía. No podía reprimir su deseo. En su cuarto se masturbaba precozmente imaginándola con sus polos abultados por sus senos y con sus shorts tan cortos que casi mostraban parte de sus glúteos. Pensaba en ella todo el día, y casi toda la noche. Amaba estar a su lado. Ella lo trataba con un cariño especial, le parecía un niño encantador. Además, reconocía que de grande iba a ser bastante atractivo. A Javier le encantaba el dulce y quejumbroso acento norteño de Helena. Ella lo quería y a veces lo fastidiaba diciéndole Qué guapo eres o Cuando seas grande vas a ser mi novio. Javier se ruborizaba, pero después, cuando estaba a solas, esas cosas que Helena le decía eran su refrigerio favorito. Se llenaba de ilusión y su amor se encendía más y más, con todo el fresco fuego que podía tener el corazón de un niño de diez años. Cada vez se masturbaba menos pensando en ella. El pene ya no se le paraba tanto cuando la veía con sus polos y sus shorts chiquitos. Lo que más quería era estar a su lado, aun sin mirarle las tetas, aun sin verle las piernas. Quería gozar de su compañía. Con eso le bastaba. Comprendió que estaba enamorado sin remedio. Y ella, Helena, jugaba y conversaba con él a diario, sabiendo perfectamente que la amaba.
Fernando, el hermano mayor de Javier, iba casi todos los fines de semana a visitar a su mamá y a su hermano menor. Tenía diecisiete años y era un adolescente taciturno, fuerte y perturbado. Hacía mucho deporte y escribía poemas. La separación de sus padres lo había afectado mucho, y se había operado en él un cambio interno. Paraba solo, sentía una melancolía constante, tenía pesadillas, padecía insomnio y fuertes dolores de cabeza. Un fin de semana fue al condominio y se cruzó con Helena. La belleza de la muchacha lo noqueó. Sus ojos le imprimieron una mirada indeleble. Esa noche no pudo dormir pensando en ella. Quería muchísimo a su hermano menor. Cada vez que lo veía le daba mil abrazos y mil besos, y jugaba con él. Javier también lo quería mucho. Ambos se echaban mucho de menos. Desde que Fernando vio a Helena comenzó a ir al condominio con mayor asiduidad. La espiaba desde la ventana del cuarto de su madre, que estaba en el segundo piso. Hacía a un lado la cortina y la esculcaba a través de la ventana. Mientras la miraba se masturbaba. Ella le parecía una mujer hermosa, inquietante y codiciable.
Una tarde, Fernando llegó a la puerta de la casa de su madre y encontró allí a Helena. Hola, la saludó. Hola, le dijo ella, venía a buscar a Javiercito. Ah, no sé si está, ahora entro y me fijo. Ah ya, muchas gracias. Fernando entró a la casa. No encontró ni a Javier ni a su madre. Seguramente habían salido juntos. Salió de la casa y le dijo a Helena No está. Debe haberse ido con mi mamá. Ah ya, ¿tú eres su hermano?, le preguntó Helena. Sí, soy su hermano mayor, respondió Fernando. Yo soy Helena, soy amiga de Javiercito. Ah, mucho gusto, yo soy Fernando. Se dieron un beso en la mejilla. Aquella vez se quedaron conversando hasta que anocheció. Fernando se sintió enamorado de esa chica. Además de hermosa era inteligente y divertida. Comenzó a buscarla con cierta frecuencia. Siempre conversaban largamente. Fernando se enamoraba más y más. Con el tiempo llegó a perder el apetito y a pensar únicamente en Helena. Estaba enfermo de amor. Un día no pudo más, venció su timidez y se le declaró a Helena. Ella aceptó ser su enamorada. Se besaron. Fue un beso largo y desenfrenado. Fernando nunca había tenido enamorada, así que el estar con Helena era una experiencia nueva para él. Ella era su primera novia.
Cuando Javier se enteró de que Helena y Fernando estaban juntos, se desazonó muchísimo. Se encerró en su cuarto a llorar varias horas. Lloró todo lo que pudo y luego odió a Helena. También odió a Fernando. Él le había quitado a la mujer que le gustaba. Su propio hermano lo traicionaba. Además, él la había visto primero. Dejó de hablarle a Helena. Cuando se cruzaba con ella ni siquiera la miraba. Era un niño profundamente resentido. Helena le contó a Javier lo sucedido. Él no sabía que Javier había estado enamorado de ella. Pensó en hablar con su hermano, pero luego decidió dejar las cosas así. Cuando estaban juntos, Fernando y Javier conversaban, pero ya no se abrazaban ni se besaban. Pasó el tiempo. Fernando y Helena seguían juntos. No se acostaban, pero se besaban y se tocaban mucho. Por las mañanas iban a la azotea de la casa de Helena a conversar y a tomar Sol. Por las tardes daban un paseo por los alrededores, y en la Noche volvían a la azotea, a besarse y a decirse cosas de enamorados bajo el Cielo azulado y lleno de estrellas. Fernando le escribía poemas a Helena todos los días, y se los daba. Ella, al leerlos, se sentía sumamente arrobada. Al terminar el Verano, Helena tuvo que marcharse a Guadalupe. Fernando se despidió de ella con un abrazo y un largo beso un día antes de que se fuera. Javier no se despidió de ella. Así de firme era su rencor.
Ya habían pasado catorce años desde aquello. Ahora, Javier tenía veinticuatro años y trabajaba en una empresa hotelera. Helena tenía veintiocho años y después de haber estudiado Ciencias de la Comunicación trabajaba de visitadora médica. Fernando tenía treintaiún años y hacía su doctorado en España. Un día, Javier se encontró con Lola y ésta le dio su correo. Poco tiempo después, hablando por el msn, Javier le preguntó a Lola por Helena. Lola le dijo que su prima estaba en Lima, que había decidido quedarse a vivir allí, y que allí trabajaba y vivía con ella. Lupe se había ido a los Estados Unidos. Javier agregó a Helena a su lista de contactos. En cierta ocasión habló con ella. Él había olvidado su rencor y sólo recordaba a la bella amiga que había tenido. También recordaba lo mucho que la había deseado y que la había amado. Hablaron de eso, bromeando. En algún momento, Helena le preguntó a Javier por Fernando. Javier le dijo que estaba haciendo su doctorado en España. Helena se alegró bastante. Quedaron en verse y en salir un día de esos.
Al cabo de dos años de ausencia, Fernando regresó al Perú para pasar la Navidad con su familia. Todos los que lo vieron lo vieron mal. Parecía un hombre trastornado. Tenía la mirada perdida y parecía estar ensimismado. De España habían llegado algunas noticias. Gente que conocía a la familia de Fernando decía que éste no estaba bien, que se le había desatado una fuerte depresión, que se estaba volviendo loco, que se hallaba atormentado por sus propios demonios. Lo que en realidad sucedía era que Fernando padecía una enfermedad mental que con el tiempo se le había desencadenado. Eso le dijo el psiquiatra al que fue a ver. No podía darle un diagnóstico definitivo, pero de que estaba enfermo estaba enfermo. Comenzó a tomar ansiolíticos, antidepresivos y antipsicóticos. Sólo le contó lo que tenía a su padre, a su madre y a Javier.
Está muy cambiado. Me duele verlo así. Parece que sufre. Cuando se fue parecía un tipo normal. Ahora lo veo desmedrado, absorto, descuidado. Parece otro. Su mirada no es la misma. Parece que mira más allá de lo perceptible. Toma pastillas, pero lo hace con enojo. Entiendo que él no quiera estar así. No sale a visitar a ningún amigo ni a ningún familiar. Según él, no quiere que lo vean así. Él se sabe enfermo. Cómo me gustaría ayudarlo. Pero no sé cómo.
Fernando salía a pasear solo. Andaba sin rumbo por las calles del Centro de Lima, o se iba al malecón de Miraflores a mirar el Mar. El resto del tiempo lo pasaba recluido en su casa de san Miguel. Javier también vivía en san Miguel. Se había mudado hacía varios años, cuando su mamá decidió irse a vivir con su pareja.
Hoy Fernando quería usar la computadora y se sentó frente a ella. Yo había dejado el msn abierto. Él vio conectada a Helena. Se sobresaltó y me preguntó ¿Es la Helena que yo conozco? Sí, le dije. Él se puso a hablar con ella. Hacía tiempo que no lo veía tan contento. Al terminar de hablar con ella, me dijo que habían quedado en verse mañana. Por un momento la mirada de mi hermano recuperó algo de su antigua viveza. Creo que aún ama a Helena.
Hoy volví a ver a Helena. ¡Después de catorce años! Ya no vive en Monterrico. Ahora vive en san Miguel, cerca al coliseo Chamochumbi, en el jirón Leoncio Prado, en el quinto piso de un edificio. Lola me abrió la puerta. Ya está hecha toda una señorita. Me saludó afecuosamente y me dijo que Helena se estaba duchando. Yo le dije que no se preocupara, que esperaría. Entonces Lola me dijo que tenía que hacer y se despidió de mí con un beso en la mejilla y con un abrazo cariñoso. Me senté en el sofá. No me sentía bien. Me dolía la cabeza y tenía ansiedad. Traté de calmarme. Al entrar a la sala, Helena me dio la espalda y miró hacia el espejo del comedor. Mientras me veía allí, reflejado, me dijo Fernando. Yo me puse de pie. Fui hacia ella y nos abrazamos. Yo me sentía un poco torpe y bastante nervioso. Helena me dijo que me sentara, que me sintiera en mi casa. Ambos nos sentamos y nos hicimos preguntas y nos dimos respuestas. Al cabo de un par de horas salimos a caminar. Estamos en Verano, y Helena se sigue vistiendo ligeramente, como antaño. También sigue con su delicioso dejo norteño. Anduvimos por el malecón de san Miguel, bajo el Sol que derramaba vaharadas desde el Cielo celeste y algo nuboso. Yo no me cansaba de mirar el Mar, el horizonte brumoso, y los basurales a orillas del océano. Fuimos también por el Boulevard Bertolotto. Allí nos sentamos en un parque a conversar. El vozarrón del Mar ascendía por los barrancos. Yo le conté a Helena lo de mi enfermedad mental. Le dije que por eso estaba raro. Ella me dijo que no me preocupara, que ella entendía. Yo le recordé nuestro idilio e intenté besarla. Ella no se dejó. Me dijo que no quería que las cosas marcharan de esa manera. También me dijo que tenía un novio, pero que habían dejado la relación por el momento. Yo le dije que aún la amaba, que no había podido olvidarla en todo este tiempo. Su ojos verdemiel me sonreían todo el tiempo. ¡Cuánto he extrañado esos ojos! ¡Y cuánto los amo! Después de asolearnos un rato en el boulevard, volvimos a su departamento. Allí ella me invitó a almorzar. Después del almuerzo hicimos sobremesa, ella y yo solos y juntos. Intenté besarla otra vez, pero no se dejó. Antes de irme le repetí que la amaba. Nos despedimos. Le prometí que volvería.
Hoy lo he vuelto a ver. Después de catorce años. Está tan cambiado. Parece otro. Yo me hice la tonta, pero es imposible no notar que algo anda mal en él. Su mirada está perdida, y casi no sonríe. Tiene una enfermedad mental y el psiquiatra le ha recetado varias pastillas. Como soy visitadora médica he buscado información sobre esas pastillas en catálogos de internet. Son pastillas muy fuertes, no sé por qué le han mandado tanta medicación. Me ha dicho que me ama, y ha intentado besarme dos veces. Yo no me he dejado besar. Y no sé si lo amo. Lo amé, sí, y mucho, pero de eso hace ya mucho tiempo. Me sigue gustando, aunque lo veo descuidado; está un poco gordo y me parece que ya no hace deporte, como antes, como cuando nos amábamos. Ojalá se recupere pronto.
Fernando no volvió a visitar a Helena. Su enfermedad recrudeció y le dio una depresión que lo postró. No tenía ganas de salir ni de ver a nadie. Sus padres y Javier, su hermano menor, se mostraban muy preocupados. Al salir de la crisis depresiva ya había pasado un buen tiempo, y tenía que volver a España. Se despidió de Helena por teléfono y le prometió que volvería a verla.
No sé cuándo volveré. Me he despedido de Helena por teléfono. Sinceramente lamento mucho no haberla podido ver más en todo este tiempo. De mis padres y de Javier me he despedido con un fuerte abrazo. Tengo miedo. Tengo miedo de mí, de lo que pueda ser capaz de hacer. De lo que pueda ser capaz de hacerme. Una tarde caminaba por los acantilados del malecón de Miraflores y se me ocurrió arrojarme al vacío. Fue una idea lúgubre, dulce y tentadora. Me sentí perfectamente capaz de arrojarme. Pero algo dentro de mí me disuadió de hacerlo. Pienso en el suicidio con frecuencia. Mi mente no está bien. Helena hubiera podido salvarme. Si hubiera vuelto conmigo yo sería un hombre feliz. La he amado durante todo este tiempo, con todas mis fuerzas. Fue mi primera novia, y me gustaría que fuese la última. Pero qué le voy a hacer, yo no mando en su voluntad. Sólo espero volver a verla.
Una tarde de Marzo, Javier paseaba por el Olivar. Su trabajo quedaba por ahí, y él había salido más temprano ese día. Mientras caminaba entre los olivos, pudo ver a una mujer que iba en sentido contrario al suyo. Cuando estuvieron cerca, ambos se reconocieron. ¡Javiercito! ¡Helena! Se abrazaron. Ahora Javier era más alto que Helena y no se sintió para nada ridículo. Cuánto has crecido, Javiercito. Tú estás igual de hermosa. Qué alegría verte, ¿qué haces por aquí? Trabajo por aquí cerca, ¿y tú? ¿qué haces por aquí? Soy visitadora médica, creo que te lo comenté por el messenger, y hoy me tocó venir por esta zona. Ah ya. ¿Ya te vas a tu casa? Sí, pero si quieres te acompaño. Ah ya, perfecto. Helena y Javier fueron hasta Conquistadores conversando. Allí tomaron el mismo micro hasta Sucre. En el paradero quedaron en encontrarse al cabo de tres días, para comer un helado y conversar.
Hoy he visto a Helena. Está tan hermosa como siempre. Hemos quedado en volver a vernos. Es increíble cómo ella me sigue gustando. Es inevitable que piense en Fernando. Él también la ama, y quiere volver a estar con ella. Sin embargo, ella me gusta mucho, muchísimo. He sido feliz al estar con ella. Su presencia es divina. Quizá podamos ser amigos. Así yo no traicionaría a mi hermano...
Hoy he visto a Javiercito. Está hecho todo un hombre. Qué guapo que está. Me ha gustado mucho verlo. Me ha dicho que estoy tan hermosa como siempre. Soy mayor que él, pero quizá eso no importe mucho. Yo sabía que Javiercito iba a ser un chico atractivo, pero nunca me imaginé que tanto. Hemos quedado en vernos dentro de tres días. No puedo dejar de pensar en Fernando. A él no le gustaría que Javiercito y yo salgamos juntos. Pero no tiene nada de malo salir en plan de amigos, a conversar y a acordarnos de las cosas. Confío en que no habrá ningún problema.
Helena y Javier fueron a una heladería de plaza san Miguel. Comieron helados y conversaron mucho. Recordaron sobre todo aquel Verano en el condominio. Se rieron bastante. De Plaza san Miguel pasaron a un pub de la Marina. Allí bebieron cerveza. Cuando estuvieron picados, Javier le dijo a Helena Yo estaba enamorado de ti, y tú me traicionaste. Ay, Javiercito, dijo Helena, eras una criatura. Era una criatura, pero te amaba. Está bien, perdóname. Ahora ya soy grande, Helena, y puedo hacerte lo que antes no te podía hacer. ¿Qué es lo que puedes hacer? Puedo hacerte el amor hasta que me digas que ya no puedes más. ¡Javiercito! ¿Qué estás diciendo? Javier se acercó a Helena y la besó en la boca. Ella correspondió al beso. Cuando se separaron, Javier le dijo a Helena Vamos a un lugar más íntimo. Fueron a un hostal de la Universitaria. Apenas estuvieron en la habitación, Javiercito cogió a Helena de la cintura y la besó. Luego la tendió en la cama, la desnudó toscamente y le besó todo el cuerpo. La acariciaba y la besaba, mientras ella se movía sinuosamente. Después se desnudó y se quedó de pie frente a ella, con el pene erecto. Lo tienes grande, le dijo Helena. Él se tendió sobre ella y se la metió con todas sus fuerzas. Ella soltó un gritillo. Javier se movía hacia adelante y hacia atrás a una gran velocidad. Helena se corrió dos veces antes de que él eyaculara sobre sus senos. Estuvieron haciéndolo hasta el amanecer.
Estoy saliendo con Helena. Podría decirse que es mi novia, aunque no hemos hablado mucho de eso. Pienso constantemente en Fernando. A él le entristecería mucho enterarse de lo mío con Helena. Salimos dos o tres veces a la semana, comemos, bebemos, y hacemos el amor como locos. He pensado en decírselo a Fernando, pero no sé... Aparte que él hace tiempo que no escribe, ni llama, ni deja un mail. Es como si se lo hubiera tragado la tierra.
Esto es excitante. Salir con un hombre joven que me desea... Cada vez que me hace el amor me siento renacida. Y pensar que antes era un chiquillo que se moría por mí, un niño que jugaba conmigo cuando yo tenía catorce años. Pienso en Fernando, él es la sombra que se mece sobre nosotros. Voy a decirle a Javier que le cuente todo, es lo mejor. Así podremos estar tranquilos. No sé qué somos. No sé si somos enamorados, ya que no hemos hablado de eso. Pero lo cierto es que hay algo entre nosotros.
No puedo seguir viviendo así. Es indigno. Es demasiado duro. No puedo aguantar más. Mi mente está herida de muerte. Paso los días aplanado por la depresión, sin poder hacer nada. En las noches no duermo, y cuando me acuesto me dan espasmos. Trato de escribir poemas, pero no puedo. No veo qué hay más allá de mi nariz. Estoy angustiado. Las pastillas que tomo no me alivian. El psiquiatra al que voy sólo me dice que hay que tener paciencia. Yo me cansé. Yo hasta aquí no más llego. Escribiré unas cartas y acabaré con todo esto de una vez.
Fue su padre quien le dio la noticia a Javier. Fernando se había suicidado el día anterior arrojándose del último piso del edificio en el que vivía. Javier no supo qué hacer. No sabía si llorar, gritar, correr... ¿Por qué su hermano se había suicidado? No podía ser por lo de él y Helena, no, claro que no. Ellos podían estar tranquilos. Subió a su cuarto y dio vueltas por el recinto, sin atinar a nada.
Hoy vino en la Noche. Lo vi raro. Me dijo que quería estar a solas conmigo. Fuimos a un hostal. Allí él me dijo lo que había pasado. Rompió en llanto. Lloraba como un niño, pobrecito. Yo también lloré, pobre Fernando. Javiercito se desnudó y yo hice lo mismo. Él me pidió que no hiciéramos nada. Me dijo que sólo quería acostarse en mi regazo. Yo le dije que no se preocupara, que tenía todo mi regazo para él solo. Ahora mismo lo tengo aquí, tendido, completamente dormido, con los párpados hinchados de tanto llorar. Yo no puedo dormir, y aprovecho para rezarle a la Virgen de Guadalupe, pidiéndole por el descanso eterno de Fernando.