domingo, 13 de diciembre de 2009

El padre Xavier

Era el año 2000, año jubilar en el que todos los católicos buscaban la indulgencia plenaria. Yo tenía veintidós años y se me había encendido el espíritu religioso. Quería ser sacerdote y salvar mi alma. En aquel tiempo estudiaba Periodismo, pero estaba pensando en dejar la carrera para dedicarme al servicio religioso. Había sido aspirante franciscano, pero me había retirado del aspirantado porque algo dentro de mí me empujaba a buscar otra cosa. Corría el mes de Agosto. Yo me había inscrito en un seminario sobre la Eucaristía que se realizaba en un colegio de Pueblo Libre, cerca al Queirolo. Las jornadas duraban de seis a nueve de la noche. El primer día que fui, durante el descanso, mientras leía el libro de san Juan en mi Biblia Nácar-Colunga de tapas rojas, alguien se sentó a mi lado. Yo percibí la presencia, pero seguí leyendo. Leía el pasaje en el que Jesús decía "Yo soy el pan de vida,""El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él"etc. ¿Lees a san Juan?, me preguntó el que se había sentado a mi lado. Lo miré. Era un tipo flaco de casi treinta años, de cabello corto, ojos oblicuos, nariz grande y aguileña, boca delgada, dientes grandes, y que vestía como seminarista. Sí, leo a san Juan, le dije. Buena lectura, me dijo él. Yo me quedé callado. ¿Perteneces a alguna congregación?, me preguntó. No, ¿y tú? Yo pertenezco a una congregación que se llama Misioneros de la Eucaristía. ¿Y quién es el fundador? Yo. Ah, qué interesante, ¿eres sacerdote? Sí. Yo quisiera ser sacerdote. Puedes serlo, por medio de la gracia de Dios. Lo sé. ¿Cómo te llamas? Alfonso. Mucho gusto, Alfonso, yo me llamo Xavier. Mucho gusto, Xavier. Aquel día Xavier y yo nos conocimos y conversamos mucho. Al día siguiente nos volvimos a ver. Xavier me contó que había pertenecido a la Orden de los dominicos, pero que se había marchado por ciertas discrepancias con el superior. También me dijo que trabajaba en un colegio religioso de mujeres. Yo le conté que estudiaba Periodismo, pero que estaba a punto de abandonar la carrera por motivos religiosos. Él me dijo que si yo quería podía pertenecer a su congregación. Yo le dije que sería un honor, que estaría encantado. ¿Y cuántos son en la congregación?, le pregunté. Sólo yo, me respondió él. Guardé silencio. La congregación recién la he fundado, me dijo Xavier, tiene poco tiempo de vida. Me encantará pertenecer a tu congregación, le dije. Él se mostró contento. Luego me dijo que si yo quería podía dar clases en el colegio en el que él enseñaba. ¿Clases de qué ?, le pregunté. Sólo tendrías que hablar de temas como la fe, la resurrección de Cristo, el hogar cristiano, la asignatura se llama educación pastoral. Yo le dije que daría esas clases con mucho gusto. Cuando, al cabo de una semana, el seminario terminó, Xavier y yo ya éramos buenos amigos.
Fui al colegio en el que Xavier enseñaba un Lunes por la mañana. El colegio estaba entre la avenida Brasil y el coliseo Chamochumbi. Xavier me salió a recibir. Juntos entramos al despacho de la directora, una clarisa un tanto subida de peso que también era superiora del convento que quedaba al lado del colegio. Xavier me presentó. La directora me hizo varias preguntas sobre mis estudios y mi credo. Le caí bien y me regaló un rosario que a ella le había dado el Padre Pío. Me dijo que podía empezar a dar clases cuando quisiera. Al día siguiente di mi primera clase a las alumnas de segundo de secundaria. Les hablé de la fe, y les cité a san Pablo, a san Agustín, a Unamuno. Definitivamente, me equivoqué. Yo les di una clase que estaba bien para universitarios, pero no para chicas de trece o catorce años. También les di clase a las chicas de quinto de secundaria. Ese día, al salir del colegio, en lo que más pensaba era en las chicas a las que les había dado clase. Varias de ellas eran muy guapas, y yo, que era un libidinoso, no había dejado de notarlo. Aleja de mí toda tentación, Dios mío, susurraba yo mientras pensaba en las chiquillas de segundo y de quinto de secundaria. Al día siguiente también fui a dar clase. Esa vez, Xavier y yo salimos juntos. Él usaba una camisa negra con cuello clerical. La gente, por la calle, lo miraba con gran respeto. Te invito a almorzar a mi casa, me dijo. Yo acepté la invitación. Su casa estaba por el chifa Brasil. Era una casa de un solo piso, con una cocina , un comedor, un baño y una habitación espaciosa en la que dormían Xavier, su padre y su madre. Xavier me presentó a sus padres. Su madre era baja, y tenía cara de mala. Era narizona y dientona, y había sido profesora. En ese entonces ya estaba jubilada. El padre de Xavier había sido militar y también estaba jubilado. Era alto, y tenía cara de buena gente. Sus ojos eran pequeños y su nariz y su boca parecían la nariz y la boca de un payaso. Conversé bastante con los padres de Xavier. Ellos me atendieron bastante bien.
Por aquel tiempo, llegó a Lima un enviado papal. Él iba a oficiar misas masivas y a otorgar la indulgencia plenaria. Xavier me avisó y fuimos a verlo al centro de Lima, donde lo exhibirían al público en una procesión. Lo llevaron en andas por casi todo el centro. Yo me fijaba mucho en él. Era corpulento, cargado de espaldas, tenía la cabeza cana y su cara era roja. Mientras lo transportaban, él iba rezando el rosario. Una banda tocaba, y los sahumadores esparcían el incienso. Yo me sentí bien. Se lo dije a Xavier. Deja que esa sensación de bienestar fluya, no la pienses, me dijo. Al día siguiente, el enviado papal oficiaría su primera misa masiva. Ese día, fui muy temprano a la casa de Xavier. Él me entregó una camisa negra con cuello clerical recién planchada. Se lo agradecí y me la puse. Luego nos fuimos al Campo de Marte, donde se celebraría la misa. Ésta fue larga y cansina. Cuando acabó, Xavier y yo nos fuimos a almorzar a un chifa.
Con las camisas con cuello clerical entrábamos a donde queríamos. Entrábamos a las misas masivas sin hacer cola, entrábamos a la Catedral a escuchar conciertos de música clásica, entrábamos a museos. Cuando murió Vargas Alzamora entramos a sus exequias. Xavier abrazó fuerte al padre Martín Sánchez, dándole el pésame. También le besó el anillo a Cipriani. Yo no se lo besé, se me pasó. Las camisas que usábamos eran como prerrogativas. ¿Pero Xavier era sacerdote de verdad? ¿Y acaso yo era sacerdote para usar una camisa así? Preocupado, le pregunté a Xavier ¿A ti te han ordenado sacerdote? No, todavía, me dijo, pero eso es lo de menos. Yo no creía que eso fuera lo de menos, pero seguí firme en mi andadura religiosa.
En el colegio, Xavier había decidido que yo me quedara con las chicas de segundo. Ellas y yo nos hicimos buenos amigos. En mis clases ellas escribían sus preguntas en un trozo de papel que luego me alcanzaban. Las preguntas podían ser de cualquier índole, y en los papelitos no se debía poner el nombre de la alumna. Las preguntas sobre sexo menudeaban. Yo las respondía sin rebozo. Fuera de clase, algunas chicas se me acercaban y me contaban sus cosas. Una chica me contó que tenía una amiga lesbiana que la acosaba constantemente, otra chica me dijo que había perdido su virginidad y que se sentía sucia, y otras chicas se me acercaban para contarme cosas de ese estilo. Yo les hablaba y las aliviaba, quitándoles ante todo cualquier tipo de Remordimiento. Luego, cuando estaba a solas, pensaba en lo que me contaban, y me lo imaginaba todo, y me excitaba terriblemente, y me sentía un sucio e infame pecador. Yo le había prometido a Dios que no me masturbaría ni tendría pensamientos lujuriosos por el resto de mis días. Y trataba de cumplir con el Señor.
Mi amistad con Xavier parecía fortalecerse. Él insistía en que yo debía mantenerme casto. Yo le aseguraba que así permanecería. Juntos, dábamos largos paseos al atardecer. Íbamos a Barranco,íbamos al malecón de Miraflores, íbamos al malecón de san Miguel, dábamos vueltas por Magdalena y por san Isidro. Yo ya casi no iba a estudiar. Llegó la Primavera. Un día, Xavier hizo algo que me disgustó sobremanera. Él y yo bajábamos del segundo piso. De pronto, él se detuvo al escuchar la bulla que provenía de los salones. Me dijo que lo esperara y subió. Cuando estaba por llegar al salón de segundo de media, una chica cerró la puerta con fuerza. Xavier pensó que le habían cerrado la puerta en la cara. Abrió la puerta y llamó a la chica que la había cerrado. Ella salió y él la condujo hasta donde yo estaba. Allí le dijo ¿Qué crees que has hecho? ¿Te parece bonito? ¿No te das cuenta que has hecho una estupidez? ¿Y sabes cómo se les dice a las que hacen estupideces? ¿Por qué hiciste eso? ¡Te debería dar verguenza! ¡Eres una insensata! A la chica se le llenaron los ojos de lágrimas. Xavier la estaba humillando como mejor podía. Desde el salón de segundo, las chicas miraban a su compañera. ¡La próxima vez voy a hacer que te boten del colegio! ¡No voy a parar hasta que te echen de aquí!, decía Xavier. A la chica se le salieron las lágrimas. Yo quería decirle a Xavier que parara, que ya era suficiente ensañamiento con la pobre chiquilla. Pero me quedé callado. ¡La próxima vez que hagas esa estupidez hago que te pongan de patitas en la calle! ¡Así que ya sabes! ¡Ahora lárgate! La chica se fue, llorando. Al día siguiente, mis alumnas me reprocharon el no haber hecho nada para ayudar a su compañera. Yo les pedí disculpas.
Un fin de semana, Xavier y yo salimos de paseo. Nos fuimos a Chosica y desde allí seguimos hasta Barbablanca, en Huarochirí. Allí había un lugar llamado Villa Natalia, al cual accedimos pagando tres soles cada uno. Fuimos a la orilla del río. Era un día espléndido. El Cielo era celeste y el Sol rutilaba. Varias colinas rodeaban el valle. Se respiraba aire puro. Me saqué el polo y el pantalón y me quedé en calzoncillos. Xavier hizo lo mismo. Nos metimos al río. Allí Xavier se sacó el calzoncillo y me lo mostró, sonriente. Cuando salimos del agua, nos sentamos sobre una gran piedra. Nos pusimos a conversar, y el tema de la masturbación salió a flote. ¿Cómo fue la primera vez que te masturbaste?, me preguntó Xavier. Yo comencé a masturbarme desde muy pequeño, le dije, me tocaba mucho, habían muchas cosas que me excitaban. Mientras hablaba, me fijé en Xavier. Tenía los muslos juntos y las piernas torcidas, reprimiendo una erección. Lo que yo le contaba lo excitaba. Pensé que podía ser homosexual. Le dije que prefería hablar de otro tema y dejamos lo de la masturbación a un lado. Al atardecer, comimos lo que Xavier había llevado. Arroz con pollo hecho por él mismo. Estaba rico. Xavier cocinaba bien.
Dejé de usar la camisa clerical. Yo no era cura, por lo tanto no tenía por qué usarla. Mi relación con Xavier comenzó a tornarse conflictiva. Él insistía en conversar sobre la congregación y yo le decía que no había nada que hablar sobre eso, ya que la congregación, realmente, no existía. Xavier había inventado una congregación, y se había inventado a él mismo, al padre Xavier. Le gustaba que en el colegio le dijeran padre; le gustaba que lo trataran como si fuera un sacerdote, no siéndolo en absoluto. Recuerdo que una vez discutimos en el parque del Faro, en Miraflores. Él me decía que mi fe estaba flaqueando, y yo le decía que él estaba engañanado a los demás. Después de la discusión, nos calmamos y nos dimos un abrazo. Él me dijo que me amaba como se ama a un amigo, y yo le dije que también lo amaba.
El día x de Octubre era cumpleaños de Xavier. Él decidió irse a Chosica conmigo un día antes para recibir las doce. Al día siguiente, sus padres, su hermana y su sobrino irían a encontrarnos allí. Fuimos, pues, a Chosica. Llegamos en la Noche. Nos hospedamos en un hotel y, a eso de las once, salimos a caminar. Fuimos por el Parque Central, nos acercamos al Cristo blanco, bajamos al mercado. Finalmente, entramos a un restaurante. Antes de comenzar a cenar, fui al baño y me tomé seis diazepam de diez miligramos-en aquel tiempo, me había vuelto un adicto a los ansiolíticos, ya que mi vida religiosa estaba llena de asperezas y de privaciones. Mientras cenábamos, las pastillas hicieron su efecto. Me sentí relajado, ebrio, contento. En medio de la cena, dieron las doce. Felicité y abracé a Xavier. Después de cenar, volvimos al hotel. Yo me quedé dormido con rapidez, ya que estaba dopado. Al día siguiente, por la mañana, me despertaron unas cosquillas en la espalda. Estaba tendido de costado. No me moví. Las cosquillas continuaban. Me concentré en la sensación. Era la boca de Xavier, que me rozaba la espalda. Este es maricón, pensé, puta madre. Me moví un poco. Oí sollozar a Xavier. Sus lágrimas mojaron mi espalda. Sufre porque sabe que lo nuestro es imposible, pensé. Sentí pena por mi amigo. Imaginé su sufrimiento. Estaba enamorado de mí, y apenas podía permitirse rozar mi espalda con sus labios. Me moví. Él se apartó de mí. ¿Te molesta que haya venido a tu cama?, me preguntó. No, le dije. Preferí hacerme el tonto antes que hablar sobre lo que había pasado. Ese día la pasamos bien con los padres, la hermana y el sobrino de Xavier.
Enseñé en el colegio hasta Noviembre. Luego salí. Volví a masturbarme. Se me quitaron las ganas de ser cura. Todo había sido una veleidad. Un día, al salir de la universidad donde estudiaba Periodismo, llamé a Xavier y le dije que yo dejaba de pertenecer a la congregación. Todo es mentira, le dije, tú no eres sacerdote, yo tampoco soy sacerdote, y la congregación no es oficial. Yo seguiré haciendo mi vida de laico. Xavier se desesperaba y me decía que teníamos que hablar, que no me apresurara. Yo le dije que ya tenía las cosas bien claras, y que no tenía nada más que decirle. Un día fue a buscarme a la universidad. Nos fuimos a un parque a conversar. Tú engañas a la gente, Xavier, le dije, les haces creer que eres sacerdote, haces que te llamen padre, y no eres ningún cura. No puedes seguir mintiendo así. Yo lo sé, hermano, me dijo, por eso ya no uso la camisa con cuello clerical, y ya he presentado mi renuncia al colegio. No abandones la congregación, ya he hablado con un sacerdote para que la haga oficial. Yo ya no tengo el fervor religioso que tenía, le dije, ya no quiero ser sacerdote, quiero buscar mi propia verdad libremente, por otro camino. Pero hermano, no me abandones, por favor, piénsalo. Después de decirme eso, se arrodilló ante mí y me dijo Perdóname si te he fallado. Hey, por favor, no hagas eso, le dije, y lo ayudé a levantarse. No me dejes, me dijo con un hilo de voz. Yo seguiré siendo tu amigo, le dije. Gracias, hermano, gracias, me dijo él.
En Diciembre, un día antes de mi cumpleaños, Xavier me llamó y me invitó a salir. Fuimos a Chaclacayo, de Noche. Xavier llevaba una caja de vino tinto en una mochila. Nos sentamos en la banca de un parque solitario, y comenzamos a beber. La pasamos muy bien. Bebimos, conversamos, reímos. La cosa no pudo estar mejor. Sin embargo, después de aquella ocasión, yo preferí evitar a Xavier. Cuando me llamaba yo le decía a quien hubiese contestado que no estaba, y cuando me buscaba me hacía negar. Poco antes de Navidad, me dejó un sobre con cuarenta soles. Ese era mi pago por meses de enseñanza en el colegio. La víspera de Navidad, me fui a comprar libros a Amazonas y después me fui a tomar cerveza al Cordano. De pronto, Xavier apareció. Yo había olvidado que un día antes habíamos hablado por teléfono y habíamos quedado en encontrarnos en el Cordano a las dos. Recuerdo que conversamos, bebimos, y no tocamos para nada el tema de la congregación. Nos despedimos en la avenida Abancay y nos deseamos una feliz Navidad. Nunca más volví a ver a Xavier.

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