jueves, 3 de diciembre de 2009

Perro semihundido

La mirada del perro era suplicante, desvalida y tierna. Estaba hundido hasta el cuello en una arena morada con matices anaranjados. Dirigía la vista hacia un Cielo naranja y ocre, o más bien hacia una mancha donde se insinuaba una extraña forma indefinible. El resto del espacio era también anaranjado. Era una escena inquietante. Era un perro que se hundía en la arena y que esperaba, con mirada implorante, que alguien lo sacara de allí. La pintura inspiraba desolación, orfandad. El perro estaba absolutamente solo y sin embargo parecía estar mirando a alguien. Era el "Perro semihundido", de Goya. José lo contemplaba por primera vez en su vida, sinceramente impactado. No se cansaba de verlo desde todos los ángulos. Perdió la noción del tiempo mientras lo admiraba. Estuvo largo rato frente a la pintura. Cuando se fue, le temblaba todo el cuerpo y no podía respirar bien. Ya no vio más pinturas, sino que salió directamente del museo. En el Paseo del Prado le dio un ataque de Angustia. Sentía que se ahogaba. Tuvo que detenerse y tranquilizarse. No podía quitarse de la mente la pintura de Goya que había visto.
El desamparo de aquel perro era un desamparo humano. ¿Pero por qué me impactó tanto? ¿Por qué me ha dado tanta Angustia? Si hubiera venido antes no me habría pasado esto. Antes yo era un hombre a quien le gustaba su vida. Vine a Madrid a los veintiocho años. Visité el Prado, pero no vi al perro, o si lo vi ni siquiera le presté atención. Y es que mi estado de vida era otro. Al llegar aquí, comencé a trabajar en la redacción de un periódico. Hice amigos con gran facilidad. Tuve una novia. Me parecía que no me podía ir mejor. Extrañaba a mi familia, pero sin gran tristeza. Sabía que podía ir a verlos a Perú cuando quisiera. Me iba bien en mi trabajo. Me gustaba mucho trabajar en la redacción. Ese había sido mi sueño de toda la vida: trabajar en una redacción. Podría decir que con mi novia, mis amigos y mi trabajo era un hombre feliz. Hasta que, poco después de cumplir treinta años, todo comenzó a cambiar. Me daban depresiones sin causa, padecía ataques de Angustia que tampoco tenían causa, sentía una desazón permanente. Era como si el alma se me hubiese caído. La felicidad o el contento que sentía se hizo trizas. Soporté todo lo que pude, hasta que fue demasiado. Entonces dejé a mi novia, dejé el trabajo, dejé de frecuentar a los amigos. Pasaba los días encerrado en mi cuarto. Poco a poco el dinero se me fue acabando. Cuando ya no tuve ni un céntimo, tuve que pedirle dinero a mis padres. Les dije que había dejado de trabajar porque esperaba un trabajo mejor en otro periódico. Ellos creyeron lo que yo les decía, y me enviaron dinero desde Perú. Ahora tengo treintaiún años y me lo siguen enviando. He tenido que decirles que la cosa está mala y que no hay trabajo, cosa que en cierta medida es verdad. Una tarde me fui a pasear al Retiro y, mientras se ponía el Sol, escuché una voz a mis espaldas que me decía Vas a ser un desgraciado. Volteé, alarmado, y no vi a nadie. Sentí un escalofrío. Recuerdo que era Primavera. Seguí de pie, mirando los jardines y el Sol bermejo que se ocultaba, esmaltando frondas y ramajes. De pronto, volví a oír la voz Vas a ser un desgraciado. Volteé nuevamente y otra vez no vi a nadie. Desde aquel día empecé a escuchar voces dentro de mí. Esas voces me insultaban, me hablaban de cosas absurdas, me indisponían conmigo. La depresión aumentó. Andaba deprimido casi todo el tiempo. Y los ataques de Angustia se multiplicaron. A cada rato sentía que me ahogaba, y tenía ganas de gritar o de echar a correr en los momentos más inesperados. También me dio insomnio. Me era absolutamente imposible dormir. No dormía ni de Noche ni de día. Pensé que me iba a volver loco. Decidí ir al psiquiatra. Le conté todo lo que me pasaba. Él me dijo que no había podido llegar a un diagnóstico, pero me recetó un montón de pastillas que hasta hoy tomo. Ahora soy lo contrario de lo que era cuando me consideraba un hombre afortunado. Soy mi antónimo. Sigo escuchando las voces que me incordian a cada rato, diciéndome que soy un desgraciado, que la mala fortuna me persigue, que no debo quererme. Me sigo sintiendo deprimido. Menos que antes, claro, pero en el fondo me siento deprimido siempre. Además de eso estoy gordo, y para colmo padezco de disfunción eréctil. El psiquiatra dice que ambas cosas, la gordura y la disfunción, son efecto de las pastillas que tomo. Por cierto, las pastillas que tomo también las compro con un dinero extra que me envían mis padres. Ya ni me acuerdo qué les inventé para que me enviaran el dinero. La mujer que fue mi novia, Natalia, me llama de vez en cuando y me dice que podríamos quedar en vernos algún día, pero yo prefiero que no nos encontremos, no quiero que vea lo gordo que estoy, y tampoco quiero que note mis ataques de Angustia, o que vea que me he convertido en un pobre diablo incapaz de sostener una conversación de un minuto. Los amigos de antaño también me llaman. Me dicen que podríamos ir a tomar una copa, como antes, y yo les digo que estoy muy ocupado escribiendo una novela, lo cual es totalmente falso. Y en realidad a mí me gustaría salir con los amigos y echar una o varias copas, pero el ánimo no me deja, y las pastillas tampoco. Así que paso mi vida recluido en mi cuarto, y sólo salgo para vagar sin rumbo por las calles diurnas o nocturnas de Madrid.
José cruzó la pista y se adentró por la calle de Las Huertas. Allí entró a un bar, se acercó a la barra y pidió una Coca Cola. Seguía pensando en el perro semihundido que había pintado el Sordo genial. Las manos le temblaban. No podía respirar bien. Sacó un pequeño tubo de plástico del bolsillo de su pantalón. Lo abrió y vertió una pastilla en la palma de su mano. Se la tomó con un sorbo de Coca Cola.
Ese pobre perro. Ese maldito perro que me ha crispado los nervios. Ese Sordo magnífico que ha logrado algo que sólo intuyo. Ese perro soy yo. Estoy hundido como ese perro, y espero inútilmente que alguien me salve. Estoy condenado a hundirme por completo. Me he ido hundiendo poco a poco y la arena ya me llega al cuello. Es difícil que me salve. Mi mirada suplicante no encuentra a nadie que lo pueda hacer. Si Natalia y mis amigos se enteraran de lo que me pasa, sin duda intentarían sacarme del arenal en el que yazgo. Pero ellos no pueden ayudarme. Estoy seguro que no pueden... Lo que me pasa es demasiado fuerte. Mi hundimiento es fatal.
Bajo el Cielo encapotado del Otoño, José caminaba por la Gran Vía. La pastilla ya había hecho efecto y se encontraba más tranquilo. Aún pensaba en el perro, pero lo hacía con más calma. Mientras andaba, recordó que al terminar con Natalia se iba de putas con gran regularidad. Una Noche, se quedó dormido junto a la puta y, al despertar, se sintió terriblemente solo y asustado. Esa sensación de Soledad y de miedo aún lo acompañaba. Pensó en el perro. Oyó sus gañidos.
El perro representa la condición humana. Todo hombre está como el perro, solo y medio hundido, esperando vanamente que alguien lo salve. Todos crean, con sus ojos implorantes, una imagen que representa a su salvador. Sin embargo, ese salvador es un invento. No existe. Cada uno se hunde a solas.
José siguió andando por la Gran Vía. Sacó otra pastilla y se la tomó.
El perro aún puede salvarse. Lo sé. Ahora lo sé. En lugar de quedarse quieto y esperar a ese salvador que nunca llegará, puede agitarse, rascar la arena, hozar en ella, y ladrar, ladrar, ladrar mucho. Aunque no salga, se hundirá dignamente. Habrá luchado. Y su lucha valdrá algo aunque sólo sea ante él mismo.
Cuando llegó a la Plaza Mayor, José se detuvo un momento. Oyó un ladrido a sus espaldas. Cuando volteó no vio a ningún perro.

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