miércoles, 9 de diciembre de 2009

El gato blanco

Tenía dieciocho años y no me atrevía a entrar a aquella habitación. Sin embargo, aquel día había decidido entrar. Tenía la llave, y estaba resuelto a abrir la puerta cerrada durante tanto tiempo. Sabía que entrar me haría daño, pero quería hacerlo. Necesitaba hacerlo. Cuando abrí la puerta sentí un olor a polvo, a ropa de mamá y a meados de gato. Entré. Cerré la puerta. Me quedé parado mirando la habitación. No había ni un mueble. El piso estaba cubierto de polvo. A mi lado derecho estaba el clóset, abierto y lleno de ropa vieja, apolillada. Recordé cómo era antes esa habitación. Volví a instalar la cama de dos plazas, la mesa de noche, la cómoda. Volví a ver a mi madre en su habitación, peinándose o empolvándose la cara, sentada en su cama, mirándose en un espejo de mano. La volví a ver tendida de costado en su cama, reposando, o leyendo una revista. Me volví a ver a mí jugando con mis dos hermanos menores, saltando desde la cama hasta la cómoda, o metiéndonos en el clóset a contarnos historias. Había habido vida en aquella habitación. Daba pena verla ahora desnuda, vacía, escueta. Me senté en el suelo. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Hacía tres años que mis padres se habían separado. Mi mamá se había ido a vivir a una casa en Monterrico con mis dos hermanos menores y yo me había quedado con mi papá en la casa de Maranga. La habitación que había sido de mi mamá era francamente deprimente. Ya estaba pensando en salir cuando de pronto oí un ruido en la ventana. Miré. Charles asomaba la cabeza por la parte rota de la ventana. Me miró y se detuvo. Al reconocerme, maulló y entró a la habitación. Fue hacia donde yo estaba. Lo acaricié. Empezó a ronronear. Charles era un gato albino, gordo y traumado. Nos lo había regalado tía Natalia, pues su gata había tenido crías. Cuando Charles llegó a la casa yo tenía catorce años. Todos le profesamos un cariño inmediato. Era realmente enternecedor, todo chiquito y blanco y suave. Mi mamá dormía con él, y lo cuidaba como si fuera un hijo más. Mis hermanos y yo lo hacíamos jugar, y mi papá lo acariciaba cada vez que lo veía. Nuestro buen perro "Champ", un labrador color caramelo, era tan manso que dejaba a Charles pasearse por el jardín con toda libertad.
Pasó el tiempo y Charles creció. El ser que más amaba era mi mamá. Dormía con ella, iba al baño con ella, la esperaba mientras ella se duchaba, estaba con ella mientras ella se vestía, se tendía en su regazo mientras ella se maquillaba, desayunaba con ella. Cuando ella se iba al trabajo , él se quedaba mirándola a través del ventanal de la sala. A mí y a mis hermanos ese apego a mi mamá nos comenzó a resultar odioso. Fue por aquellos tiempos cuando, jugando a la pelota en el jardín, rompimos parte del vidrio de la ventana del cuarto de mi mamá. Mi mamá iba a cambiar el vidrio al día siguiente, pero olvidó su propósito cuando se dio cuenta que Charles podía usar esa parte rota como entrada. Efectivamente, en la madrugada, cuando mi mamá ya había cerrado la puerta de su cuarto, Charles, de regreso de sus andanzas noctívagas, entraba a la habitación por esa parte rota de la ventana. Y dormía con quien él creía que era su madre.
Debo aclarar que mi mamá siempre durmió sola en esa habitación. A mi papá le gustaba dormir solo, y nunca se avino a dormir con mi mamá. Eso era extraño para mí, que veía, en las casas de mis amigos, una sola cama para los padres de éstos. Mi papá tenía un cuarto en el primer piso y ahí dormía. Siempre fue así, desde que tuve uso de razón.
Acabada la digresión, prosigo.
Charles pasaba tanto tiempo con mi mamá que incluso olía a ella. Cuando mis hermanos y yo salimos de vacaciones, nos quedábamos con el gato todo el día. Este imbécil huele igual que mamá, decía yo. Sí, ese gato imbécil, decía mi hermano Julio. Vamos a bañarlo para que se le quite ese olor, proponía mi hermano Fernando. Un día estábamos especialmente coléricos y decidimos darle a Charles una lección. Este imbécil cree que es hijo de mamá, ahora a va a ver, decía yo. ¡Vamos a torturarlo!, exclamaba mi hermano Julio. Sí, vamos a la sala de torturas, indicaba yo. Entramos al cuarto de mi mamá, cerramos la puerta y comenzamos a torturar a Charles. Le dábamos palmazos, le jalábamos la cola, lo pateábamos. El pobre animal no sabía qué hacer, sólo gritaba y trataba de huir. Sin embargo, nosotros éramos chiquillos muy crueles y no lo dejábamos escapar. Recuerdo que en los peores momentos, se orinaba. Cuando eso sucedía, nos poníamos muy furiosos y yo lo cogía de la cola, le daba varias vueltas y lo arrojaba contra la pared. El regreso de mi mamá a casa debía ser algo maravilloso para Charles. Ya no se separaba de ella hasta el día siguiente. Nosotros lo torturamos durante un buen tiempo, hasta que él comenzó a ocultarse. Se ocultaba desde que mi mamá se iba hasta que regresaba. Entre los brazos de ella seguramente se sentía protegido, seguro, redimido.
Cuando mi mamá y mi papá comenzaron a discutir con asiduidad, a nosotros se nos pasó la cólera que nos inspiraba Charles. Nos dimos cuenta que habíamos sido injustos, y que existían cosas más graves que un gato que amaba a su ama. Después de cada discusión, mi mamá se iba a su habitación con Charles cargado, y allí permanecía abrazada a él, llorando. La mala relación de mis padres nos afectó a mis hermanos y a mí en gran manera. Una vez vi a Charles en el patio, disfrutando del Sol de un día primaveral. Sin que se diera cuenta, me acerqué a él y lo cargué. Me miró asustado. Yo lo acaricié y le pedí perdón por haber sido tan malo con él, por haberle pegado. Desde aquel día Charles dejó de ocultarse. Mis hermanos también lo acariciaban y también se habían arrepentido de haberlo maltratado.
Un buen día, mi mamá se fue de la casa junto con mis hermanos. Se llevó su cama, su mesa de noche, su ropa, sus cosméticos, su cómoda. Dejó su cuarto vacío. A mí me dijo que se iba un día antes. A mi papá no le dijo nada. Todo fue inesperado, intempestivo. Recuerdo que esa noche oí que Charles maullaba de una manera muy extraña en el cuarto de mi mamá. Su maullido parecía un llanto de niño. Pobre Charles. Lo imagino llegando al cuarto de mi mamá, contento y anheloso; lo imagino entrando y buscando a mi mamá. Mira a todos lados y no ve ni a mi mamá ni al mobiliario de la habitación. El pobre se habrá llenado de desconcierto, de angustia, de pena, de desesperación. Seguro que todas las noches volvía al cuarto esperando encontrar a quien él consideraba su madre. Y no encontraba a nadie.
Después que mi mamá se fue, Charles fue entrando a esa etapa vagabunda, errátil, techera, a la que entran todos los gatos en algún momento. Se ausentaba durante semanas, pero siempre volvía y pasaba unos días conmigo y con mi papá. Luego se volvía a ir. Al cuarto de mi mamá creo que iba todos los días, quizá esperando encontrarla.
Charles seguía ronroneando mientras yo lo acariciaba. Me sentí terriblemente unido a él. Los dos extrañábamos a mamá.

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