domingo, 6 de diciembre de 2009

Mujer en azotea

Eran las dos de la mañana y no podía dormir. Salió a la azotea y fue hasta el pretil. Allí se apoyó y miró los tejados, las luces de los postes, los cerros negros a lo lejos. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Dio una profunda calada. Al echar el humo, miró al Cielo estrellado. Hacía bastante frío, a pesar de que era Primavera. En Lima sólo existen dos estaciones, pensó ella, el Verano y el Invierno, nada más. Dio otra calada al cigarrillo. Ah María, estás jodida, se dijo, quieres regresar a tu casa y no puedes. De pronto se sintió terriblemente triste. Volvió a su cuarto diminuto y se sentó en el borde de la cama. Hincó los codos en los muslos, y apoyó la mandíbula entre las manos. Pensó en sus hijos, a quienes no veía hacía varios días. Pensaba en ellos con una tristeza inútil. Le vinieron los calores. Se sintió sofocada y malhumorada. Maldita menopausia, pensó. Volvió a salir a la azotea.
María tenía cuarentaicinco años y era madre de tres hijos. El mayor tenía veintidós años, el segundo tenía veinte y el tercero tenía quince. Los tres vivían con su papá. El tercero estudiaba en el colegio, el segundo tocaba la batería en una banda de rock y el primero se dedicaba a escribir poesía. María hubiese querido que sus dos primeros hijos estudiaran en la universidad. Había hablado con ellos varias veces sobre eso, pero ellos continuaban haciendo lo que les gustaba, sin importarles un ardite la universidad. Hacía seis años que María se había separado de su esposo. Se había ido de la casa familiar, ubicada en Maranga, con sus dos hijos menores. Su esposo se había quedado con su hijo mayor. María y sus dos hijos menores se fueron a vivir a una casa en Monterrico. Allí estuvieron dos años. Luego se marcharon a otra casa en Monterrico, donde vivieron otros dos años. Al cabo de esos dos años, María conoció a un tipo llamado Fermín en una reunión en la casa de una amiga. Fermín era policía, y había luchado contra los terroristas en las zonas rojas. Una vez, durante un enfrentamiento, una granada estalló muy cerca de él y le destruyó la parte derecha de la cara. Fujimori, presidente en aquel entonces, había hecho que lo operaran y que le reconstruyeran el lado deshecho de la cara. Después de la operación, Fermín volvió a lucir la misma cara de antes. Fujimori lo había condecorado. María y Fermín se atrajeron mutuamente. Poco tiempo después de conocerse se hicieron novios. María se enamoró ciegamente y decidió dejar a sus hijos e irse a vivir con Fermín. Habló con sus hijos y les dijo que ya no tenía plata para seguir viviendo donde vivían, y que lo mejor era que ellos se fueran a vivir a casa de su papá. Así lo hicieron, y María se fue a vivir con Fermín a Pueblo Libre, a un cuarto que estaba en la azotea de una casa donde se alquilaban habitaciones. Su vida con Fermín fue disoluta. Bebía con él casi todos los días, a cualquier hora. Fermín inhalaba cocaína, y siempre le preguntaba a María si quería un poco. Ella nunca quería. Fermín la golpeó en más de una ocasión. Cuando sus hijos la vieron un día con un ojo morado, y le preguntaron qué le había pasado, ella dijo que se había caído. Sus hijos le creyeron. María les había presentado a Fermín. Sus dos hijos mayores lo habían aceptado como pareja de su madre, pero el menor no lo había aceptado de ninguna manera, más bien lo había odiado con todas sus fuerzas. Cuando cumplieron un año de convivencia, María se cansó de Fermín. Dejó de amarlo de un día a otro, así de simple, y le dijo que se iba a vivir a otro lado. Fermín le suplicó que no se fuera, incluso le lloró, pero ella siguió firme en su propósito. Hubiera querido volver a la casa de Maranga, pero su esposo, que estaba enterado de todo lo que pasaba, le tenía prohibida la entrada. Así, María decidió irse a la casa de su hermano Andrés, en Surco. Allí la recibieron con los brazos abiertos y le dieron un cuarto en la azotea. Voy de azotea en azotea, había llegado a pensar María. Su hermano Andrés, mayor que ella, vivía con su esposa Alicia, con su hijo José, que era autista y que tenía treinta años, y con su hijo Andrés, que tenía veintiocho y que estudiaba Ingeniería civil en la universidad. Fermín había ido a buscar a María varias veces, pero ella se había hecho negar. Al cabo de dos meses, la madre de Fermín llamó a la casa del hermano de María y pidió hablar con ella. Cuando María se puso al habla, la madre de Fermín le dijo que su hijo había intentado suicidarse tomando calmantes. María le dijo a la madre que iría a ver a Fermín, pero no lo hizo. No quería saber nada de él. Sólo quería rehacer su vida, encontrar un trabajo, volver a vivir con sus hijos.
Ya eran las tres de la mañana. María seguía sentada en el borde de su cama, pensando. Le daba miedo la vejez. Con frecuencia se sentía deprimida, y no le hallaba ningún sentido a su vida. Ella atribuía eso a la menopausia. Salió nuevamente a la azotea y encendió otro cigarrillo. Oyó el rugido de una moto. Era su hermano Andrés, que llegaba de comprar cerveza, seguro. Para comprobarlo, fue hacia la escalera de caracol y aguzó el oído. Oyó pasos en la cocina y, al cabo de un rato, el sonido de una botella de cerveza al abrirse. Bebe para no matarse, pensó. Y era cierto. Años atrás, su hermano había intentado matarse cortándose las venas. Lo llevaron a un hospital psiquiátrico y allí lo aliviaron bastante. Le recetaron pastillas que debía tomar durante toda su vida, pero él las dejó al poco tiempo de haber vuelto a su casa, y las reemplazó con cerveza. Cada vez que se deprimía, se iba a comprar cerveza y bebía solo, escuchando a Gardel y hablando solo. Así vivía desahogadamente. Loco de mierda, pensó María. Volvió a su cuarto y abrió un cajón de la mesa de noche. Allí habían papeles y trocitos de un billete de cien soles. Había sido José, que andaba de arriba para abajo con unas tijeras, cortando todo papel o billete que encontraba. Chico de mierda, pensó María. Cerró el cajón y se sentó en el borde de la cama. Le volvieron los calores. Se agitó la chompa. Pensó en lo sola que estaba. Sintió una gran desolación. Consideró su estado. Se vio desde fuera de sí misma, completamente sola, lejos de sus hijos, en un cuartucho de azotea, recluida, abandonada. Ya no soy joven, se dijo. La menopausia ya la atenazaba. Ya padecía sus síntomas. Se estaba haciendo vieja. Envejecer así, a solas, en un cuarto de azotea, pensó. Le temía a la vejez, y le temía a la soledad. Pero justamente estaba sola y vieja. Una lágrima resbaló por su mejilla. Consideró que lo que le pasaba era justo. Estoy recibiendo un castigo, se dijo. Se sintió muy deprimida, como en tantas otras ocasiones. Salió del cuarto y dio vueltas por la azotea, fumando. Miró al Cielo. Se sintió sola y asustada. Sin embargo, se dijo que no acabaría sola, que volvería a vivir con sus hijos, y que encontraría a alguien que la quisiera. Se apoyó en el pretil, se limpió las lágrimas, arrojó el cigarrillo y lo pisó.

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