miércoles, 4 de noviembre de 2009

El bar de la cebolla

Era una tarde de Invierno. Bajo el Cielo sucio y álbido, fumando un cigarrillo, me esperaba tío Raúl. Yo lo vi desde La Colmena y aceleré el paso. Hacía frío. Hendiendo el aire de cristal percudido llegué hasta donde estaba tío Raúl. Tío, le dije. ¡Sobrino!, exclamó él. Nos abrazamos. Hacía un buen tiempo que no nos veíamos. Después de abrazarnos nos quedamos mirando un rato. Yo reconocía la frente amplia, la calvicie incipiente, los ojos marrones, tristones, la nariz entre delgada y gruesa, el bigote espeso y bermejo, la boca fruncida, el cuerpo grueso y enhiesto de mi tío. Éramos casi de la misma estatura. Qué gusto verte sobrino, cómo te ha ido allá en España. Bien, tío, felizmente. Cuántos años has estado allá, dos ¿no? Sí tío. ¿Y has venido a quedarte o vas a regresar? Voy a regresar, sólo he venido de vacaciones. Ah ya, está bien, carajo, si puedes quédate allá, acá no hay nada que hacer, el país está jodido. Guardamos silencio. Y qué tal es la universidad de Salamanca, sobrino. Buena, muy buena. Me imagino, aprovecha caracho, cuántos años te faltan para terminar. Tres. Aprovecha, estudia duro, aprovecha la oportunidad que te han dado. Sí, tío. Guardamos silencio otra vez. Al cabo de un rato, tío Raúl me dijo Quiero que conozcas un lugar muy especial, pero todavía no debe estar abierto, vamos a dar una vuelta y después vamos. Ya tío, asentí.
Nos adentramos por Jirón de la Unión. La gente iba y venía, embarulladamente, varios muchachos repatían propaganda de sex shops y de lugares donde se hacían tatuajes. Un hombre bajito, macizo, cholito, voceaba El manual del pendejo, compre el Manual del pendejo, y llévese de regalo el Manual del recontrapendejo. Llevaba varios manuales bajo el brazo y mostraba uno, manteniéndolo en alto y agitándolo. Ese huevón debe estar llenándose de plata, acá en Lima ser pendejo es imprescindible, a los huevones los pisotean, me dijo tío Raúl. Pensé que tenía razón. En Lima todos querían ser pendejos. La pendejada era algo inveterado en la conciencia de todo limeño. La gente compraba sus manuales del pendejo, y se llevaba de regalo el manual del recontrapendejo. Quise decirle a mi tío que yo odiaba a los pendejos, que yo era un huevón y que no me importaba serlo, que la pendejada era como un brillo en los ojos de la gente canalla. Pasamos por la iglesia de la Merced. Una mujeres nos ofrecieron estampas religiosas. No vayas a recibir nada de eso, me dijo mi tío, después te lo cobran, esas son unas pendejas. Seguimos andando. Cómo ves a nuestra ciudad, me preguntó tío Raúl. La veo mejor que antes, le respondí. Sí, está mejor, pero no está bien, esta ciudad nunca estará bien. Por qué, tío. Porque hay demasiada miseria en ella. Mientras andábamos, pensé en mi estado. Yo padecía una fuerte depresión, pero no le decía nada a nadie. No me interesaba concluir los estudios en España, ni me importaba estar estudiando en una de las mejores universidades del mundo. Una desazón más grande que yo me invadía, una terrible inquietud no me dejaba en paz. Me consideraba un desgraciado, un desgraciado de nacimiento. No era feliz, y buscaba como loco algo que ignoraba pero que me haría feliz. Estaba jodido, no sabía qué me pasaba. Sentía mucha Angustia. Tenía miedo. Quería dejarlo todo e iniciar una nueva vida. Quería...No sabía qué quería...
Llegamos a la Plaza de Armas. Nos sentamos en un banco. Mi tío encendió un cigarrillo y me ofreció otro a mí. No gracias tío, no fumo, le dije. Miré la Catedral, el Palacio de gobierno, la Municipalidad, la cumbre grisácea del cerro san Cristóbal. Comenzaba a anochecer. El Cielo se había puesto violáceo. Desde el cerro, se aproximaba una bruma rojiza, lentamente. Cuando termines los estudios, ¿qué vas a hacer?, me preguntó tío Raúl. No sé, tío, le respondí. ¿No te gustaría quedarte allá? No sé, tío. Mira, acá la cosa está jodida, no hay trabajo, y los que tienen trabajo no están contentos, Lima está jodida, el Perú está jodido. Guardé silencio. Pensé que el que estaba jodido era yo. Llevamos años y años esperando que la cosa mejore, pero nada, no pasa nada, es como esperar a que Perú vaya al Mundial. No perdemos la esperanza, y esa esperanza es la que nos caga. Seguí en silencio. Ya sé que te puedo parecer un amargado, sobrino, pero si hubieras vivido lo mismo que yo me comprenderías. Llevo más de treinta años trabajando en el banco, y siempre creí que con mi trabajo ayudaría a que el país avance. Pero caray, en algún momento me di cuenta que eso de trabajar para que el país avance era una gran mentira. La verdad es que un grupo de gente poderosa e hija de puta se enriquece con mi trabajo y con el de otros, esa es la verdad. A veces uno se siente como en un lugar alquilado, y hay que pagar el alquiler. Se supone que Lima es mi ciudad, que el Perú es mi país, se supone... Pero puta madre, a la larga uno se da cuenta que Lima y el Perú tienen sus dueños y que uno es un inquilino más. Es increíble la cantidad de fuerza que puede perder uno en esta ciudad de mierda, es increíble cómo uno puede perder la alegría y la ilusión en este país. Si quieres joderte, sé honrado. Así son las cosas... Seguí callado. Ya había anochecido y las farolas se habían encendido. Disculpa si te digo todo esto, sobrino, me dijo mi tío, pero es que quiero que entiendas que tú estás en una posición privilegiada. Allá en Europa todo es diferente. Allá es más difícil cagarse. Yo pensé en lo cagado que estaba, estudiando en Europa y todo, padeciendo una maldita depresión, hundido en un vertiginoso extravío. Me pregunté si Lima y el Perú ya me habían cagado antes de irme a Europa...Bueno, sobrino, vamos, ya deben haber abierto. Nos pusimos de pie y nos alejamos por Jirón de la Unión.
Llegamos a la cuadra x de la calle Belén. Nos detuvimos ante una vieja puerta. Mi tío tocó el timbre. Al cabo de un rato, un hombre de unos cincuenta años, bajo y cenceño, nos abrió. Hola Lalito, lo saludó mi tío. Hola Raúl, le dijo el hombre. Se dieron la mano.Te presento a Alfonso, mi sobrino, le dijo mi tío a Lalito, señalándome. Ah, mucho gusto, Alfonso, me dijo Lalito. Mucho gusto, le dije . Nos dimos la mano. Pasen, pasen, nos dijo Lalito, y se hizo a un lado para que pudiéramos entrar. Traspusimos el dintel de la puerta. Bajamos por una escalera hasta un sótano. Éste era de madera y de forma rectangular. Algunos faroles que colgaban del techo lo iluminaban tenuemente. Había viejas mesas en derredor. Al lado derecho había un escenario con un piano. Tío Raúl y yo ocupamos una de las mesas. La mesa de nuestra izquierda estaba ocupada por tres hombres de unos cuarenta años, medio desharrapados, que hablaban en voz baja. La mesa de nuestra derecha la ocupaba una pareja silenciosa que se cogía de la mano y que miraba los faroles. La mesa de enfrente estaba ocupada por dos hombres de unos treintaitantos años, vestidos con terno, y por tres mujeres de veintitantos que llevaban vestidos de oficina. Hablaban de rato en rato, muy despacio. A su lado izquierdo, había una mesa más pequeña que ocupaba un hombre de unos sesenta años, sumido en sus cavilaciones. Aquí quería traerte, sobrino, me dijo mi tío. Nunca había venido, le dije. Es que muy poca gente conoce este lugar. ¿Cómo se llama? No tiene nombre, pero le dicen el bar de la cebolla. ¿Por qué? Ya verás. De pronto, el hombre de sesentaitantos años que cavilaba se acercó a nosotros. Raúl, saludó a mi tío. Rafael, le dijo mi tío, qué gusto verte, hermanito. Nos presentó enseguida e invitó a Rafael a sentarse con nosotros. ¿Es la primera vez que traes a tu sobrino? Sí. ¿No sabe nada de lo que se hace acá? No, no sabe nada. Este lugar se abrió allá por el ochentaisiete o por el ochentaiocho, durante el gobierno de Alan, me dijo Rafael. Sí, asintió mi tío, en ese tiempo venía mucha gente. Acá se venía y se viene para hacer una catarsis, y para librarse de la mala situación del país. Cuando la gente deje de venir aquí significará que el país ha salido del lodazal en el que se encuentra desde hace años. En la época de Fujimori también venía mucha gente, dijo Rafael. Sí, y en la de Toledo también, señaló mi tío. ¿Y cómo hacen la catarsis?, pregunté. Eso ya lo verás, me dijo mi tío. Ahora todo está cagado, dijo Rafael, Caballo Loco se rodea de gente pusilánime, un grupito de gente estúpida se encarga de gobernar el país, es una verguenza. Sí, dijo mi tío, y yo no sé qué va a pasar más adelante. Ya no falta mucho para las elecciones, y la gente es capaz de elegir al desaptado ese de Humala. La gente está mal de la cabeza, dijo Rafael, la gente tiene miedo...A mí me da mucha cólera y mucha impotencia todo lo que pasa, dijo mi tío, por ejemplo es una pena que aún haya gente que defienda a Fujimori. Sí, conchasumadre, cómo puede ser, dijo Rafael. Y nosotros no podemos hacer nada para que la cosa cambie, dijo mi tío. Es cierto, puta madre, asintió Rafael. Dos hombres, uno gordo y otro flaco, aparecieron en el escenario. El flaco llevaba un violín. El gordo se sentó ante el piano. En un determinado momento, ambos comenzaron a tocar. La música que hacían era muy triste. Todos los asistentes guardamos silencio. El gordo y el flaco estuvieron tocando un cuarto de hora. Cuando salieron del escenario, todos aplaudimos. Ahora es el momento de la catarsis, me susurró Rafael. Lalito apareció en el escenario. Iba vestido con terno- cuando nos recibió llevaba ropa sport-, y sostenía un plato con la mano derecha. En el plato había una cebolla y un cuchillo. Buenas noches, dijo, todos sabemos para qué venimos acá. Venimos para alejarnos un momento de todo lo que nos mata allá afuera. Venimos para desatar nuestra amargura, para aliviar nuestra impotencia. Nuestro país está enfermo, está herido de muerte, y nosotros sufrimos por él. Amamos a nuestro país y quisiéramos hacer algo por él, pero no nos dejan. Pues bien, aquí podemos sacar toda nuestra rabia, toda nuestra desazón, todo nuestro desespero por la situación del país que tanto amamos. Espero disfruten de esta velada. Muy buenas noches. Dicho eso, Lalito peló la cebolla y luego la cortó en rodajas con el cuchillo. Hecho eso, bajó del escenario, se acercó a la mesa de los dos hombres que iban medio desharrapados y les entregó el plato con las rodajas de cebolla, quedándose él con el cuchillo. Acto seguido, se fue hacia el escenario, subió a él y desapareció por el lado izquierdo. El hombre que había recibido el plato lo colocó en la mesa y se inclinó sobre él. Su nariz casi tocaba las rodajas. Inhaló con fuerza varias veces y volvió a erguirse. El otro hombre hizo lo mismo. Inmediatamente pasó el plato a la pareja. Ésta hizo lo mismo y pasó el plato a los dos hombres con terno y a las tres oficinistas. Los dos hombres medio desharrapados comenzaron a lagrimear. En ese momento, el gordo y el flaco salieron al escenario y comenzaron a tocar sus instrumentos. Hacían una música tristísima. Los dos hombres medio desharrapados sollozaron. Yo no dejaba de mirarlos. La pareja también empezó a sollozar. El plato llegó a nuestra mesa. Tienes que aspirar el olor de la cebolla, me dijo tío Raúl. Sólo eso. Aspiré con fuerza el olor ácido y salado de la cebolla. Luego le alcancé el plato a mi tío. Éste también aspiró y le alcanzó el plato a Rafael. Al cabo de un rato, todos en el sótano llorábamos. Yo me sentía avergonzado, así que fui al baño a lavarme la cara. Cuando salí, vi que todos lloraban a gritos. Nunca había visto llorar a mi tío. Se le veía tan patético. Los dos hombres medio desharrapados lloraban desconsoladamente. La pareja lloraba abrazada. Los dos hombres de terno y las tres oficinistas lloraban en diversas posturas. Rafael lloraba con los codos apoyados en la mesa y con la cabeza entre las manos. Pensé que lloraban de rabia, pena e impotencia. Pensé que lloraban porque el Perú estaba jodido, porque Lima siempre sería un lugar horrible, porque en la marcha de los acontecimientos sólo participaba y seguría participando una élite mezquina. Pensé que lloraban por amor al país. Pensé que acaso lloraban por civismo. Yo no podía entrar al misterio evidente de su llanto, así que lloré por mí, por mi confusión, por mi Angustia, por mi no saber qué hacer. Lloré de pie frente a la mesa que ocupaban mi tío y Rafael. Lloré por nada. Por esa nada que me destrozaba y que me hacía sufrir por dentro. Lloré por ser un huevón que jamás entendería a los pendejos. Lloré por ser un huevón entre millones de pendejos. Lloré por lo que era, un ser sin explicación, sin causa. Los demás lloraban políticamente. Lloraban por el gobierno ochentero de Alan, tan traumático; lloraban por la dictadura de Fujimori, tan conchuda; lloraban por tener como candidato a un ignaro cretino como Humala; lloraban por el gobierno chonguero de Toledo; lloraban por la época del terrorismo, por la época del Doc...Lloraban por no haber podido hacer nada por el país. Lloraban.
Cuando tío Raúl, Rafael y yo salimos del bar de la cebolla, el Cielo estaba violáceo. Una bruma rojiza poblaba la calle. Todo había terminado al cesar el efecto del llanto. Al calmarnos, habíamos dejado un billete de diez soles- yo no dejé nada, tío Raúl pagó por mí- en la mesa y nos habíamos retirado. Me sentía muy aliviado. Se notaba que tío Raúl y Rafael también estaban muy aliviados. Incluso parecían contentos. Me ha dado hambre, dijo tío Raúl. A mí también, dijo Rafael. ¿Y, sobrino? ¿Qué tal?, me preguntó mi tío. Bien, todo bien, le respondí. ¿Quieres ir a comer algo? Sí, tío, a mí también me ha dado hambre. Enfilamos la calle y nos alejamos a través de la bruma.

2 comentarios:

  1. Muy Bueno, vi todo el cuento en mi cabeza, excelente, muy interesante ese bar.

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  2. interesante cuento me gusto mucho, y lo que me causo gracia fue la venta de ese tipo de manuales que vendia ese joven en el centro de lima!

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