sábado, 14 de noviembre de 2009

Sara, mi vida

Es una tarde de Otoño. Estoy en mi habitación, sin nada que hacer, a solas conmigo. Antes de recluirme he salido a caminar y he visto, bajo el Cielo desteñido y poblado por algunas nubes amontonadas y taciturnas, los tilos deshojados de la calle Úrsulas y el serojo arrastrado por el viento. Mi ánimo es otoñal, Sara querida, y necesito hablarte aunque no estés. Hace diez años que no te veo, pero te sigo amando como antes, enfermizamente. Necesito contarte lo que pasó conmigo, lo que me convirtió en un hombre diferente, irreconocible. Ya no soy el que conociste, y quiero que sepas por qué, tú debes saberlo, tú eres la única persona a la que le puedo narrar todo lo acaecido, porque lamentablemente aún te amo, aunque quisiera no amarte en absoluto. Te conocí una tarde de Primavera, en la universidad san Marcos. Te vi en el coliseo. Tú salías del salón donde estaban los casilleros y yo justo entraba. Nos miramos, nos rozamos, podría decir que nos reconocimos. Sí, Sara querida, nuestras almas se conocían desde antes, desde antes de la vida, y en ese momento se identificaron, se reconocieron. Al menos yo creo que fue así. Necesito creerlo. Yo iba al coliseo de san Marcos a practicar Judo y a levantar pesas. Tú ibas a hacer atletismo y a entrenar en el gimnasio. Éramos muy jóvenes y hermosos. Después de verte, de cruzarme contigo en aquel salón, le hablé de ti a un amigo. Este amigo te conocía y me dijo que si yo quería él podía presentarnos. Y yo claro que quería que nos presentara, claro que quería conocerte. Así que después de que ambos terminamos de entrenar, al salir de las duchas, este amigo nos presentó. Sara, él es Alfonso. Alfonso, ella es Sara. Nos dimos un beso en la mejilla y nos quedamos mirando un rato. Te contemplé, fascinado. Tus ojos grandes, curiosos, tu nariz fina, tus labios carnosos, tu cabello castaño oscuro, tus senos grandes y firmes, tu cintura estrecha, tu cadera redondeada, tus muslos y tus piernas de atleta, me impresionaron sobremanera. Eras tan bella, Sara querida. Salimos de la universidad junto con nuestro amigo. Tú me preguntaste qué hacía y yo te dije que era poeta. Tú me pediste que te escribiera un poema. Yo accedí y te dije que en una semana te daría el poema. Tú te alegraste bastante. Te pregunté qué estudiabas. Negocios internacionales, me respondiste. Hablamos de otras cosas que ya no recuerdo y nuestro amigo y yo te acompañamos al paradero. Cuando tu micro se detuvo un poco más allá de donde estábamos esperándolo y corriste hacia él, pude apreciar tus glúteos respingones. Eras perfecta, Sara, eras casi una diosa. Desde ese día, te deseé y te amé.
Al cabo de una semana, nos volvimos a ver en el coliseo. Te entregué el poema y tú lo recibiste muy contenta. Después de entrenar y de ducharnos, salimos juntos de la universidad. Tú me preguntaste por qué no estudiaba. Yo te respondí que porque sólo quería dedicarme a la poesía. Hablamos bastante ese día. Cuando nos hartamos de conversar, te acompañé al paradero y esperé a que te subieras a tu micro y a que éste se alejara. Al día siguiente me llamaste y me agradeciste el haberte escrito el poema. Me dijiste que te había encantado. Yo aproveché para concertar una cita. Tú me dijiste que podíamos vernos en tu facultad, dentro de cuatro días, en la noche. Convenimos en ello y nos vimos el día acordado. En la cafetería de tu facultad, nos contamos nuestras vidas y pasamos un rato muy agradable. Recuerdo que nos reímos mucho. Cómo quisiera reírme ahora contigo, Sara querida, cómo quisiera oír nuestras risas mezcladas, dichosas, armónicas. Antes de separarnos, te propuse salir un fin de semana. A ti te pareció una buena idea, así que quedamos en salir ese mismo fin de semana. Fuimos a un pub de la Marina. Tú tenías un suéter escotado que me enloquecía. Me contaste que estabas enamorada de un chico mayor que tú que era médico. Tú tenías dieciocho y él treintaidós. Me hiciste mucho daño, Sara. Me sentí un pobre huevón. Yo creía que me amabas. Pero yo tenía veinte años y no treintaidós. Y era un poeta y no un médico. Aun así, no me di por vencido. Después de salir del pub fuimos a plaza san Miguel. Todo estaba cerrado, pues ya era tarde-las once o las doce de la noche, no me acuerdo. Nos sentamos en una banca y yo te declaré mi amor. Recuerdo que la Luna rielaba, entera, en el Cielo negro y azuloso. Después de mi declaración amatoria, te pedí un beso. Tímidamente, juntamos nuestras bocas. Fue un beso corto e incompleto. Tú te alejaste y me dijiste que no podías, que estabas enamorada de ese chico. Yo te pregunté si no te gustaba, si me hallabas feo o desagradable. Tú me dijiste que no, que simplemente estabas prendada de ese médico de treintaidós años. También me advertiste que, con el tiempo, podías enamorarte de mí. Me diste una esperanza, una maldita esperanza. No sabes cuánto odio la esperanza, Sara querida. Esa noche, tus padres te recogieron en su auto. Me los presentaste. Fueron muy amables conmigo, tanto, que quisieron llevarme a mi casa. Yo no acepté. Nos despedimos y cada uno se fue por su lado.
El fin de semana siguiente volvimos a salir. Te llevé al Munich,un bar en el centro de Lima. Te encantó el lugar. Tú bebiste sangría y yo cerveza. Ambos bebimos en abundancia. Fuimos felices, poseídos por una santa embriaguez. Yo ni siquiera intenté besarte, y eso me pesó después. Creo que aún me pesa. Debí haberte besado. Después de esa ocasión, comenzamos a frecuentar el Munich. Luego, comenzamos a vernos más espaciadamente. Tú tenías que estudiar y no podías estar saliendo a cada rato. Yo me volvía cada vez más bohemio. Salía casi todas las noches, y te añoraba. Comencé a fumar marihuana. Cuando salíamos, yo iba totalmente marihuaneado, pero no te decía nada. Tú sospechabas algo, aunque nunca me recriminaste nada. Pasaba el tiempo. Nos veíamos cada vez menos. Yo comencé a inhalar cocaína. Cuando íbamos al Munich, yo llevaba mi paco de coca y me lo jalaba en el baño. Tú nunca te diste cuenta. Yo encontraba en mis vicios- la cocaína, la marihuana-, un refugio para mis tristezas. Padecía tristezas que te comentaba, tristezas que parecían haber nacido conmigo, y tristezas propiciadas por mi condición de vida-mis padres eran separados, yo no estudiaba y no sabía qué hacer además de escribir poemas, estaba enamorado de ti y tú no correspondías a mi amor. Las drogas amainaban esas tristezas, esas melancolías. Tú eras mi recodo de pureza, mi diosa inmaculada. En ti hallaba reposo y belleza, y también tormento. No dejaba de escribirte poemas. Tú me decías que era un buen poeta, que escribía muy bien y que alcanzaría la gloria y la fama algún día. Yo te creía. También me decías que querías verme feliz, que yo era un hombre muy triste. Yo te decía que algún día sería feliz, junto a ti. Nunca me había enamorado de alguien como me enamoré de ti. Eras mi primer principio, mi causa última. Eras mi amada. Cuando salía con mis amigos de bohemia y fumaba marihuana y jalaba coca hasta hartarme, pensaba en ti. Me autodestruía en tu nombre. Tú eras la única que podía salvarme de mí, de mis excesos. Una Noche, en san Marcos, me preguntaste si yo fumaba marihuana. Te dije que sí. No podía mentirte, a ti no, Sara, a ti no. También me preguntaste por la coca. Y, claro,tampoco pude engañarte. Te dije que fumaba marihuana y que jalaba coca. Tú me hiciste prometerte que ya no lo haría. Te lo prometí, y no cumplí con mi promesa, Sara querida. No pude. Los vicios me ayudaban a vivir como ni siquiera tú me ayudabas. Recuerdo la última vez que salimos. Fuimos al Munich y me jalé dos pacos de coca sin que tú te dieras cuenta. Esa Noche me dijiste que te daba pena verme tan melancólico, pero que me comprendías, los poetas eran así, era inevitable, ya que poseían una sensibilidad especial, más delicada que la de los demás. Yo asentía, todo coqueado. Te dije que eras mi amada, que conocerte me hacía muy feliz, pero que no podía vencer mis tristezas porque la felicidad, para mí, consistía en ser tu pareja. Tú me acariciabas el pelo, que en aquel tiempo llevaba largo, y me mirabas con ternura. Eres mi poeta, me dijiste. Y yo te dije que sí, que era tu poeta, que era tu siervo, que haría todo lo que me pidieras. Nos vimos por última vez una Noche de Invierno, al cabo de dos años de peregrina amistad. Recuerdo que hablamos de poesía quechua y de nuestras vidas. Nos despedimos como si nos fuéramos a volver a ver al cabo de poco tiempo. Y han pasado ya diez años desde aquella noche invernal, Sara querida, diez años que para mí han ido pendiente abajo, diez años sin verte, diez años.
No sé por qué dejamos de vernos. Nos llamábamos por teléfono, pero ya no hablábamos de vernos, ya no salíamos. Más adelante, incluso, dejamos de llamarnos. Yo seguía autodestruyéndome en tu nombre, fumando yerba y jalando coca. También seguía escribiéndote poemas. En año nuevo estuve a punto de morir por sobredosis de cocaína. Así que, por el susto que pasé, dejé la coca. Al año siguiente de nuestra separación comencé a estudiar Periodismo en la Bausate y Meza. A la mitad de ese año, se me encendió la vocación religiosa. Dejé la marihuana y me hice aspirante franciscano. Quería ser sacerdote y dedicar mi vida a Dios. Abandoné el aspirantado después de no mucho tiempo. En un seminario sobre la Eucaristía conocí a un tipo que decía ser cura y fundador de una congregación llamada Misioneros de la Eucaristía. Nos hicimos amigos y él me ofreció trabajar con él en un colegio de mujeres. Accedí y comencé a trabajar en ese colegio. No duré mucho, pues descubrí que ese tipo no era ni cura ni fundador de ninguna congregación. Era un farsante. Lo abandoné y me hice aspirante claretiano. Después de algunas conversaciones, los misioneros me dijeron que lo mejor para mí era permanecer en el mundo. Les hice caso. Dejé el Periodismo y me matriculé, sin decir nada a nadie, en la Facultad de Teología pontificia y civil de Lima. Mis padres se enojaron un poco conmigo, pero aceptaron mi decisión. Así que comencé a estudiar Filosofía. Siempre pensaba en ti, Sara querida, pero ya no te llamaba. No sé por qué. Estudié Filosofía durante tres años. Luego dejé la carrera. Volví a fumar marihuana y me dediqué a vagar y a escribir poesía. Aún te escribía, Sara, aún te dedicaba mi obra entera. Pasó el tiempo. Dejé la casa de mis padres y me fui a vivir a un cuarto en la avenida del Ejército, alquilado por mi mamá. Allí pasaba el tiempo escribiendo y recordándote. Solía dar largos paseos por el malecón, mirando el Mar amplísimo e imaginando que tú y yo nos reencontrábamos en alguno de los parques de los acantilados. Había decidido, hace tiempo, dedicarte mi vida. Yo era un mantenido, y no me avergonzaba. Me parecía que lo único que hacía era aceptar mi Destino. Desde que habíamos dejado de vernos, yo había tenido idilios con algunas mujeres. Estos idilios eran breves, tuertos, fugaces. No podía estar mucho tiempo con una chica porque sentía que te traicionaba. Ahora pienso que hubiera sido muy fácil llamarte por teléfono e invitarte a salir y proponerte una relación, pero no lo hice. Y no sé por qué no lo hice. En aquel tiempo siquiera vivíamos en la misma ciudad, ahora que estamos tan lejos el uno del otro me arrepiento de no haberlo hecho, me arrepiento de veras, Sara querida.
Ahora que lo pienso bien, sí te llamé algunas veces para conversar contigo, para saber de ti, pero sentí que ya no era lo mismo y dejé de llamarte definitivamente. Dejé de llamarte, pero no dejé de esperarte. Estaba seguro que algún día nos encontraríamos en la calle. Confiaba ciegamente en el Destino, o en el azar. A veces se me ocurría preguntarme si aún eras virgen- tú me confesaste que eras virgen a los dieciocho años, y poco antes de dejar de vernos me dijiste que aún lo eras- o si ya te habrían desvirgado. Te imaginaba haciendo el amor con algún chico, jadeando y gimiendo, temblando de placer. Y me sentía enfermo cada vez que imaginaba eso. Siguió pasando el tiempo. Un día, inesperadamente, un ex condiscípulo de la Bausate y Meza se puso en contacto conmigo y me pidió que escribiera para su revista. Accedí y empecé a escribir para su revista. Casi al mismo tiempo, un tío me llamó y me dijo que necesitaba que le echara una mano en un gimnasio que recién había abierto en Chorrillos, justo en la Curva. Decidí ayudarlo y me convertí en instructor de un gimnasio. No me pagaban mal. Lo de la revista era ad honorem.Por aquel tiempo, te escribí un mail. Me contestaste muy emocionada. Nos prometimos un reencuentro. Luego nos olvidamos de nuestra promesa. En el gimnasio conocí a una chiquilla de dieciséis años llamada Lía. Ya yo tenía veintiocho. Deseé a esa chiquilla y le hice creer que la amaba. Un día la invité a salir. Nos encontramos una mañana en la avenida Pardo, frente a la embajada del Brasil. Terminamos haciendo el amor en mi cuarto. Poco a poco me fui enamorando de ella. Hasta que terminamos siendo enamorados.
Mi madre, que veía que ya me acercaba a los treinta y que no había acabado ninguna carrera, me ayudó a conseguirme una beca de estudios. Si lo deseaba, yo podía irme a estudiar a España. Tú, Sara, sabes que siempre quise viajar a España. Ya te imaginarás que no desperdicié la oportunidad y me fui a estudiar a Salamanca. Al comienzo, extrañaba mucho a mi familia y a Lía, pero luego me acostumbré y me consideré el hombre más dichoso del mundo. A veces me parecía haberte olvidado, pero me bastaba con hurgar en mi memoria para encontrarte en su superficie. Aún te amaba, con toda el alma. Lo de Lía tenía su explicación. De no haber viajado a España, yo la hubiera dejado, como a todas las otras, pero como viajé la relación fue sobreestimada. Viajé mucho por España, ese país contradictorio y angustioso, conociendo todo lo que podía, andando por Castilla la Vieja, por Castilla la Nueva, por Extremadura, por Andalucía, por el norte, por el Levante...Y seguí escribiéndote poemas, Sara, seguí escribiéndote poemas que luego le enviaba a Lía. Al cabo de un año y medio volví a Perú por tres meses. Te hubiera buscado, Sara, pero Lía me absorbió todo lo que pudo, de una manera egoísta y enfermiza. Ahora trato de no repudiarla, pero creo que se merece todo mi repudio por lo que hizo. Quiso que yo estuviera sólo con ella, y no le importó que dejara de ver a mi familia, a mis amigos, a ti, Sara querida. En Salamanca yo había padecido insomnios demenciales. Incluso había tenido que ir a Urgencias para que me examinaran. Sólo dormía gracias a las Diazepam que me enviaba mi hermano desde Lima. A propósito, yo me volví adicto a los ansiolíticos desde que te conocí. Como te decía, en Salamanca había padecido insomnios terribles. Así que en Lima aproveché para que el médico me viera. El médico me examinó y me recomendó ir al psiquiatra. Fui al psiquiatra y me diagnosticaron Depresión mayor y Trastorno obsesivo compulsivo. Me recetó unas pastillas- ansiolíticos, antipsicóticos y antidepresivos- que empecé a tomar. Gracias a ese diagnóstico pude entender por qué casi siempre andaba deprimido, acoquinado, melancólico. En Lima, fuera de lo de Lía, la pasé bastante bien. Anduve con mis hermanos, con mis amigos, y fumé mucha marihuana. Eso sí, te eché mucho de menos, y me causó mucha pena no poder verte. Cuando volví a Salamanca, seguí estudiando y tomando las pastillas que había empezado a tomar en Lima. Aparte de eso, fumé bastante marihuana. Ni me imaginaba lo que se avecinaba. Pasados un par de meses, comencé a sentirme muy deprimido. No sabía por qué, ya que yo tomaba antidepresivos. Cada día estaba peor. No tenía ganas de hacer nada. Poco a poco me fui hundiendo en un pozo oscuro y lóbrego. Dejé de leer, dejé de escribir, asistía a clase a duras penas. No dormía. Cuando volví a Lima, en Navidad, había bajado más de diez kilos. La noche de Navidad, después de la cena, me fui con mis dos hermanos a la casa de un amigo. Allí bebí en abundancia y fumé marihuana. Me acosté en la mañana. No pude dormir. Me sentía terriblemente deprimido y tenía miedo, no sabía de qué. Mi madre me llevó al psiquiatra, el doctor Gamaliel. Éste no pudo explicarse el motivo de mi depresión. Sin embargo, me recetó grandes cantidades de antidepresivos y de ansiolíticos. Salí de la depresión después de una semana. Me sentía eufórico, con reales ganas de vivir y de gozar la vida. Volví a fumar marihuana. Pasados cinco días desde mi recuperación, volví a caer en una depresión monstruosa. Volví donde el doctor Gamaliel y le conté que había fumado. Él me dijo que el haber fumado era sin duda la causa de mi depresión. El cannabis se mezclaba con las pastillas y provocaba una colisión. Me recetó nuevas y masivas dosis de antidepresivos, antipsicóticos y ansiolíticos. Pasé el peor Verano de mi vida en Lima. Lía no me ayudaba en absoluto, más bien me agobiaba con sus exigencias. Mis padres y mis hermanos sí me ayudaron mucho con su tolerancia y su paciencia. Me recuperé en un mes. Pasé otro mes allá en Lima y volví a Salamanca.
Ahora, Sara querida, me atiende un psiquiatra aquí en Salamanca y sigo tomando pastillas. Paso casi todo el día sedado. Con frecuencia tengo ataques de ansiedad. A veces me muero por fumarme un porro, pero el psiquiatra me lo ha prohibido categóricamente. La mayor parte del tiempo me siento melancólico. Estoy gordo y panzón, porque esas pastillas de mierda que tomo, y que son carísimas, me hacen engordar. He perdido la alegría y la ilusión. Suena algo rosa, pero es así. Pienso en el suicidio con frecuencia. Me parece que es más digno morir que llevar una vida así. Mi libido ha disminuido. Cuando veo a una chica guapa en la calle me excito y se me enciende la lujuria, pero mi pene no se erecta, no responde. No tengo ganas de hacer ejercicio, me he abandonado por completo. Estoy tan feo, Sara querida. El psiquiatra dice que tengo una enfermedad mental. Así que, por lo tanto, soy un enfermo mental. Fíjate en lo que me he convertido, Sara, es terrible. Con frecuencia me pregunto por qué me pasó esto. ¿Castigo divino, vudú, karma? Aún tengo problemas de sueño. A veces no puedo dormir en las noches y concilio el sueño ya de madrugada y me despierto a las cinco o a las seis de la tarde. Soy un tipo triste, Sara, un hombre malhadado. Creo que estoy maldito. Esta vida no es la vida en la que yo creía. Ya ni siquiera tengo ganas de viajar. Estoy cansado, y hay mucha confusión dentro de mí. Por cierto, terminé con Lía. Ella entró a mi correo- tenía y tiene la clave-, y encontró un mail que yo te había escrito. Se enojó mucho y terminamos. Así está bien. Yo ya no la quería. Tú, Sara, te has casado. Te has casado... Me lo comunicaste por mail. Ya te he perdido. Y tú ya habrás perdido la virginidad. Tu esposo, ese gringo alto y robusto- he visto la foto que me mandaste, aquella en la que aparecen juntos-, te habrá metido la verga sin piedad, hasta hacerte aullar de placer. Y tú se la habrás mamado, y te habrá gustado hacerlo, seguramente. Ahora mismo te imagino debajo de él, subiendo y bajando, agitándosete las tetas. También imagino al gringo eyaculándote en el pecho, o en la cara, o en los muslos. Yo fui un huevón contigo, Sara, fui demasiado bueno, demasiado puro. Debí haberte mostrado al varón que era, debí haberte besado a la fuerza, debí haberte apretado contra mí, contra mi pene erecto. Ahora ya no podría hacer eso, mi pene está mustio, alicaído, moribundo. Y, pensándolo bien, soy muy joven para estar tan jodido. Apenas tengo treintaidós años. Me has dicho que te irás a los Estados Unidos con tu esposo, que es de allá. Y yo creo que ya no te veré. Creo que ya no te veré nunca más. Siempre estuve enamorado de ti y siempre quise casarme contigo. Pero ya ves, el Destino es el más poderoso de todos los dioses. Tú me escribes, me dices cosas lindas, pero ignoras todo lo que recién ahora me he decidido a contarte. Yo aquí en Salamanca sigo estudiando sin muchas ganas y sigo andando a la deriva. Lucho contra todo lo que está dentro de mí, y resisto. Resisto mi estado, mi condición de vida, mi hado. No sé si llegaré a curarme algún día, pero sí sé que prefiero vivir mi vida de antes y no esta vida que ahora llevo a cuestas, renqueando, ahogándome de Angustia. Hace tanto que no me río... Llevo una vida solitaria. No salgo con nadie, ni siquiera con mis amigos. No voy de fiesta, ya que no puedo beber en gran cantidad. Y, además, no me interesa salir. Sigo escribiendo, eso sí, sin descanso, dedicándote mis poemas, dejándome arrebatar por el numen. No hay peor guerra que la que se realiza en el reino de uno mismo. Yo vivo mi guerra, y entreveo la muerte al final del camino, que no es tan largo. Creo que no me queda mucho por vivir, Sara, por eso te escribo, para que sepas qué me pasó y qué hice ante eso que me pasó. Yo nací con la enfermedad mental que padezco. Y la desperté con mis excesos. La vida es sufrimiento, dicen los budistas. Creo que esa es la verdad que poseo, creo que es mi única verdad. He tomado muchas pastillas, Sara, Risperidona, Resotyl, Seroxat, Venlafaxina, Invega, Rocoz, Rivotril..., y creo que ya estoy mellado. Las pastillas también son drogas, y yo las uso como tales. Siempre me dijiste que yo era autodestructivo. Y tenías y tienes razón, porque ahora busco procurarme paraísos artificiales con las pastillas, paraísos artificiales que no duran mucho, pero que adormecen mi Angustia. No soy un buen hombre, Sara, si pudiera te raptaría y te llevaría lejos de ese gringo pingón- al menos me parece que lo es-, y me dedicaría a cuidarte. Pero estoy lejos, estoy enfermo, y no me queda mucho tiempo como para dedicarme a hacer sandeces. Espero que seas feliz en tu matrimonio. Yo sé que nunca me casaré y que nunca dejaré de estar enfermo. Te amo, Sara, y te extraño un montón. No creo que nos veamos nunca más, sé que después de leer esto te sentirás muy decepcionada, pero qué le vamos a hacer.
Es Otoño, y ya es de madrugada. No sé si pueda dormir. Quizá me quede despierto hasta el amanecer, no sé. He escrito durante horas, y durante horas he estado recordando a Sara. Sé que le he hecho daño contándole lo que le he contado, pero era necesario hacerlo, era necesario para reunir un poco más mis fragmentos, ya que estoy disperso, como un tiesto hecho pedazos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario