martes, 10 de noviembre de 2009

Un día de playa

Era un Sábado de Verano. No faltaba mucho para el mediodía. Pedro llegó a la playa Cantolao junto con su mamá y sus dos hermanos. Se apostaron cerca del Yacht Club. La playa estaba llena de gente. Mientras su mamá tendía las toallas, Pedro se entretenía mirando el Mar plateado, de pequeñas olas sosegadas, el Cielo celeste poblado por algunos cirros, los yates amontonados, los buques grises, semicubiertos por la bruma, los bañistas que retozaban en el agua, los botes que los pescadores acercaban a la orilla diciendo Paseo paseo. Mamá ¿vamos a pasear en bote?, preguntó Pedro. Sí, hijo, pero cuando venga tu papá, le respondió su mamá. ¿Y a qué hora va a venir mi papá? Dijo que venía al mediodía. ¿Y falta mucho para el mediodía? No, no falta mucho. Pedro se sentó en una de las toallas y vio cómo su mamá desnudaba a su hermano menor, Álvaro, hasta dejarlo en trusa de baño. Pedro tenía diez años, su segundo hermano tenía ocho y Álvaro tenía tres. Su mamá no llegaba a los cuarenta. Los plañidos de las gaviotas se confundían con las cornetas de los heladeros. Algunas de ellas se posaban en la orilla o en la roqueda. Pedro veía cómo su mamá cubría el cuerpecito de Álvaro con bloqueador solar. Al acabar, también cubrió con protector solar el cuerpo de Jorge, el segundo hermano. Y, finalmente, hizo lo mismo con él. Los tres hijos quedaron listos para hacer lo que quisieran. Jorge y Álvaro se pusieron a buscar cangrejos diminutos entre las piedras. Pedro se quedó sentado mirando el Mar. Su mamá se puso de pie y se sacó el vestido. Quedó en bikini. Su cuerpo era juvenil, blanco, armonioso. Era delgada, de cintura estrecha y de caderas curvilíneas. Sus senos eran grandes, redondos, turgentes. El aliento del Sol encendía su cabello rubio y rizado. Pedro la admiraba, pensando que tenía la mamá más hermosa del mundo. Le parecía una diosa bajo el Sol. Se sorprendió mucho cuando notó que tres hombres treintañeros que estaban a unos cinco metros cerca de ella, también la miraban. Sintió una inmensa cólera. Sólo él podía gozar de la visión del cuerpo de su mamá. Ésta se sentó y, mirando a Pedro con sus ojos verdes, le pidió que le pusiera bloqueador. Pedro así lo hizo, sin dejar de mandarles furiosas miradas a esos tres mirones. Ellos se reían de él y seguían mirando a su mamá. Si mi papá estuviera aquí no la mirarían, pensó Pedro. Terminó de echarle bloqueador a su mamá y se quedó sentado en la toalla. Los treintañeros seguían mirando. Pedro notó que tenían los ojos clavados en los senos de su mamá, que descansaba sobre la toalla, tendida boca arriba. Sólo dejaron de mirar cuando apareció un vendedor ambulante de cerveza. Ellos lo llamaron y compraron cerveza. Pedro bajó a la orilla y se metió al Mar. El agua estaba muy fría. Pedro nadó un rato y luego salió del agua. Cuando llegó adonde estaba su mamá, se llevó una ingrata sorpresa. Su mamá estaba sentada y uno de los treintañeros conversaba con ella en cuclillas. Lo odió de inmediato. Al verlo, el treintañero se turbó un poco. Bueno, ya regreso, dijo. Ya, dijo la mamá de Pedro. Si mi papá estuviera aquí ni se acercarían, pensó Pedro. Mi papá es fuerte y les pegaría. Ahora que venga le voy a decir que esos tres han estado mirando a mi mamá y que uno de ellos se ha acercado a ella. Los treintañeros conversaban y bebían cerveza y de rato en rato miraban a la mamá de Pedro. Éste se tendió en la toalla y miró el Sol fijamente. Grumos violeta aparecieron entre él y el astro. Cerró los ojos. Esperó. Su papá llegaría en cualquier momento. Pasó un buen rato. Mamá, ¿ya va a llegar mi papá? Seguro que sí, Pedrito, ya es más de mediodía. Pedro volvió a bajar a la orilla. Se metió nuevamente al Mar. Nadó un poco. Volvió a donde estaba su mamá. El mismo treintañero de marras estaba acuclillado junto a ella, con una botella de cerveza en la mano izquierda y con un vaso de plástico en la derecha. La mamá de Pedro parecía declinar una invitación. Seguro le quieren dar cerveza, pensó Pedro. Se sentó al lado de su mamá y miró con odio al treintañero. Éste dijo Bueno, entonces cuando pase un vendedor te invito una gaseosa. Bueno, gracias, le dijo la mamá de Pedro. Mamá, ¿y mi papá?, preguntó Pedro. No sé, hijo, dijo que venía al mediodía. Pedro notó que su mamá estaba incómoda y algo molesta. Seguro que está así porque mi papá no viene, pensó el niño, y se fue a jugar con sus hermanos. Cogió un baldecito que era de Álvaro y bajó a la orilla y lo llenó de agua. Luego volvió con él adonde su hermano y se lo dio. El tiempo pasaba. Pedro volteó a ver a su mamá. Estaba echada boca abajo, con la parte superior del bikini desabrochada. Los treintañeros le miraban el culo. Pedro sintió un cosquilleo en el vientre y un ardor en el estómago. Si mi papá estuviera aquí no le mirarían el poto, pensó. A los treintañeros parecía no importarles Pedro. Ellos miraban no más, con una expresión rara, como de perros cansados, en la cara. Pedro se acercó a su mamá y le preguntó Mamá, ¿qué le habrá pasado a mi papá? Nada, hijo, nada, qué le va a pasar. Lo que pasa es que a tu papá no le importamos. Se olvida de nosotros. ¿Y va a venir? No sé, hijo, creo que no. Pedro se quedó sentado junto a su mamá y recordó que hacía unos días ella le había dicho a tía Ana que sospechaba que Roberto-el padre de Pedro- tenía otra mujer. También recordó que el fin de semana pasado habían ido a la playa Redondo y que su mamá le había pedido a su papá que pasara más tiempo con ellos. Su papá le había prometido que así lo haría. Sin embargo, el Martes habían ido al cine sin él. Él había dicho que iba a ir, pero no se había aparecido. Pedro suspiró. Su papá no iba a llegar. Y esos tipos seguirían mirándole el poto y las tetas a su mamá.
Pasó un heladero. Los treintañeros lo llamaron y hablaron un rato con él. El heladero se acercó a la mamá de Pedro y le ofreció un helado. Los jóvenes de allá invitan, dijo señalando a los mirones. La mamá de Pedro les hizo un gesto de agradecimiento. Luego llamó a sus hijos y les dijo que escogieran un helado. Jorge escogió uno de limón y Álvaro uno de fresa. Pedro dijo que no quería, que no tenía ganas de helado. Su mamá y sus hermanos se quedaron con sus helados y el heladero se fue. Si mi papá estuviera aquí, nos compraría los helados, pensó Pedro. Luego miró a los treintañeros. Éstos, con ojos codiciosos, veían cómo la mamá de Pedro sorbía su helado.

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