domingo, 1 de noviembre de 2009

El padre del hijo

Tendida en su cama, se tocaba la barriga. Ya la tenía algo tumefacta, y eso le causaba cierto asombro y cierta desazón. Eran cuatro meses de embarazo solitario y anheloso. Pensaba, como de costumbre, en el padre de su hijo nonato. Hubiera querido tenerlo cerca, hubiera deseado que él le tocase la barriga. Sin embargo, ni siquiera lo conocía. No lo conocía, y lo echaba en falta. No lo conocía, y lo echaba de menos. Era extraño. Su madre y su tía Lola, con quienes vivía, ya le habían dicho que estaba loca, que desear la presencia del padre de su hijo era algo espantoso e inadmisible. Carmen, ese hombre te hizo daño, no seas tonta, le decía su madre. Carmen, estás confundida, no has debido dejar de ir al psicólogo, necesitas ayuda, le decía su tía Lola. Andrea, su mejor amiga, insistía en que un aborto hubiera sido lo mejor. Así se hubiese librado de un embarazo no deseado y del recuerdo tortuoso de un desconocido. A pesar de todo lo que le decían, Carmen seguía enamorada del padre de su hijo, y conservaba la lancinante esperanza de volverlo a ver. Era absurdo, pero ella estaba segura de que él aparecería algún día en su casa, o en la vuelta de cualquier esquina. Se tocaba la barriga, y pensaba en su soledad y en la soledad del feto. ¿Dónde estaba el padre de su hijo? ¿Dónde estaba su amado, ese hombre tan viril y tan sombrío que la había dejado embarazada?
Cuando se aburría de estar en su casa tocándose la barriga, Carmen salía a caminar. Nunca avisaba a nadie, simplemente se iba. Era Otoño, y las hojas secas se desprendían de los árboles y se amontonaban en las calles. Al ver los árboles pelados, flacos, inermes, una sensación de desolación invadía a Carmen. Se imaginaba que ella era un árbol sin follaje, muriéndose de frío y de soledad. También pensaba que su hijo sería una hoja seca arrastrada inevitablemente por un viento ciego e inclemente. Sólo su amado desconocido podría salvarlos.
Carmen tenía veinte años y vivía en Salamanca. Vivía en la calle Villamayor con su madre y con su tía Lola. Su padre la había abandonado cuando era una recién nacida. Estudiaba Humanidades en la universidad, y le encantaba leer y releer a los poetas del siglo de oro español y a los poetas malditos de Francia. Era alta y flaca. Su cabello era negro y rizado, sus ojos eran marrones y grandes, su nariz era algo chata, sus labios eran rojos y carnosos y tenía un hoyuelo en la barbilla. Tenía los senos grandes y el culo respingón. Le molestaba tener los senos grandes. Le parecía que no correspondían a su cuerpo esmirriado. Además, llamaba mucho la atención. Eso no le gustaba. Por qué tendré las tetas tan grandes, se preguntaba, por qué seré tan deforme. Su mejor amiga, Andrea, le decía que ya quisiera ella tener esas tetas, que no tenía por qué acomplejarse. También tengo el culo un poco grande, soy una deforme, se quejaba Carmen. Andrea le decía que se dejara de tonterías, que era una mujer muy guapa y que su cuerpo no era nada deforme. Carmen no creía lo que le decía su amiga, así que seguía con sus complejos.
Antes de quedar embarazada, le dijo a su madre que quería pasar el Verano en París, en casa de su tía Amalia. A su madre le pareció una buena idea, así que accedió. Carmen, muy contenta, partió a París con sus libros de Rimbaud, Baudelaire y Corbière. Sabía un poco de francés, pues estaba estudiando el idioma. En París se instaló en casa de su tía Amalia, en Saint Sulpice. Tía Amalia vivía con su marido. El hijo de ambos, llamado Andrés, estudiaba en Inglaterra. Carmen fue muy bien tratada por sus tíos. Apenas llegó, se dedicó a recorrer París. Salía de casa de sus tíos en la mañana y regresaba en la Noche. Le encantaba vagar por las orillas del Sena, con sus libros de Rimbaud, Baudelaire y Corbière bajo el brazo. Se detenía a leerlos a cada rato. Le gustaba andar sola por la ciudad desconocida que poco a poco iba descubriendo. Pasaron dos semanas. Una noche, a Carmen se le ocurrió quedarse en la calle hasta tarde. Serían las doce de la medianoche. Carmen fue a las Tullerías y anduvo por los jardines umbríos y solitarios. La Luna rielaba en el Cielo pavonado. Mientras andaba por un jardín laberíntico, Carmen sintió que alguien respiraba agitadamente detrás suyo. Volteó y pudo ver la silueta de un hombre alto y atlético. Éste la empujó con fuerza. Carmen cayó de espaldas en el césped. Sus libros rodaron lejos de ella. Cuando trató de incorporarse, el hombre se le abalanzó y la cogió de las muñecas. Carmen lo pateó varias veces. El hombre le dio una bofetada. Ella quedó paralizada por un momento, pero luego volvió a patear a su agresor. Éste le dio un golpe con el puño derecho en el ojo izquierdo. Carmen quedó aturdida. Ni ella ni el hombre hablaban, sólo respiraban agitadamente. El hombre continuaba asiendo a Carmen de las muñecas. Ella forcejeó todo lo que pudo, pero la fuerza del hombre era superior a la suya. Exhausta, se dio por vencida. El hombre la quedó mirando. Ella también lo miró. La luz de la Luna le iluminaba el rostro. Tenía facciones delicadas, parecidas a las de una estatua renacentista. Carmen permanecía quieta, observándolo. Él le cogió las muñecas con la mano izquierda y con la derecha comenzó a acariciarle el rostro. Carmen se estremecía bajo ese tacto tembloroso. El hombre le tocó los senos. Los acarició largo rato, luego los estrujó con fuerza. Subió la camiseta de Carmen, le arrancó el sostén y besó y sorbió sus pezones. Carmen estaba como paralizada. No podía moverse. El hombre se irguió y se sacó la camiseta. La luz de la Luna encendió su torso. Era musculoso, delicado, apolíneo. Carmen miró bien a su agresor. La cara ovalada, el pelo muy corto, los ojos pequeños, sin sombra de maldad, la nariz aquilina, la boca chica. Y el torso, ese torso tan armonioso. El hombre era joven, tendría veintitantos años. Y no parecía malo. Más bien parecía asustado, espantado de lo que estaba haciendo. Carmen sintió que iba a desmayarse. El hombre se bajó el pantalón y los calzoncillos y posó su pene erecto en el vientre de ella. Era un pene largo, fuerte, grueso, un pene íntegro, con toda su fuerza acumulada. El hombre llevó las manos de Carmen hacia su sexo e hizo que lo tocara. Carmen sintió la dureza de ese falo. El hombre le bajó el short y las bragas y se lo metió con gran ímpetu. Carmen dejó escapar un gemido. El hombre la miró a los ojos y comenzó a moverse. Carmen gemía. La luz de la Luna revelaba el rostro del hombre. Éste parecía sufrir terriblemente. Se movió durante un buen rato y luego se vino dentro de Carmen. Soltó un grito mirando a la Luna. Carmen no pudo evitarlo y también se vino. El hombre lo notó y la miró con asombro. Luego se puso de pie, se subió los calzoncillos y el pantalón y se fue corriendo. Carmen se quedó tendida en el césped sin saber si habían pasado horas o minutos.
Al llegar a casa de su tía, Carmen fue directamente a su habitación y se echó en la cama. No tenía ganas de llorar, ni se sentía asustada por lo que había pasado. Todo había sido extraño y repentino. Le quedaba, eso sí, el dolor de los golpes que había recibido. Poco a poco, se fue sintiendo abatida. No sabía qué hacer. No sabía si sentirse ultrajada. Recordaba al hombre que la había penetrado y sólo sentía curiosidad. Curiosidad por saber quién era. Curiosidad por saber qué hacía. Curiosidad por saber cómo era su vida. No le había parecido un rufián, un sucio criminal, sino un joven asustado, excitado y decidido. No le había desagradado el acto, no, más bien le había gustado. Ella no era virgen, había hecho el amor con los tres novios que había tenido, y ninguno se había portado como el hombre sombrío de las Tullerías. Él la había acariciado, temblando, él la había penetrado con su pene recio y musculoso, él la había hecho correrse. Nunca la habían poseído así. Decidió no contarle nada a su tía Amalia.
Al día siguiente, cuando tía Amalia le preguntó qué le había pasado en el ojo y en la mejilla izquierdos, Carmen le dijo que habían tratado de violarla en las Tullerías, pero que felizmente había escapado. Tía Amalia, muy preocupada, le dijo que no debía quedarse en la calle hasta tan tarde, si no ya veía lo que podía pasarle. Carmen le dijo que ya no saldría tanto y que llegaría temprano a casa. Tía Amalia le puso hielo en la mejilla y en el ojo, y luego le aplicó unas cremas. Ese día Carmen salió pero regresó temprano a casa. Al día siguiente, despertó abatida, llena de una tristeza inútil. Se sentía culpable. Le estaba ocultando algo a su tía. Además, en lugar de sentirse afligida por lo que le había pasado, se sentía fascinada por el hombre aquel de las Tullerías. Se pasó todo el día en cama. Al día siguiente fue igual, y así durante dos semanas. Cuando tía Amalia le preguntaba qué le pasaba, ella le respondía que se sentía indispuesta. Tía Amalia le decía que seguramente estaba asustada por lo que le había pasado en las Tullerías. Su madre la llamaba desde Salamanca y le decía que era normal que estuviera asustada, pero que tenía que sobreponerse. A Carmen le parecía estarse burlando de todo, incluso de la vida. Al cabo de esas dos semanas, volvió a salir. Su rutina cambió. Sólo salía por las tardes. Se iba andando hasta Saint-German-des-Prés, allí ocupaba una mesa en la terraza de Les Deux Magots y se quedaba mirando a la gente que pasaba sin ningún interés. Cuando anochecía, volvía a casa de su tía. Muchas veces le daban ganas de ir a las Tullerías, pero refrenaba ese deseo. Así pasó un mes y comenzó a sentirse rara. No había menstruado cuando le tocaba hacerlo, y le daban náuseas y mareos. Decidió hacerse un furtivo examen de embarazo. Salió positivo. Lo aceptó con estoicismo y con algo de miedo. Esa misma noche fue a las Tullerías a buscar al padre de su hijo. No lo encontró. No le dijo nada a su tía. No pensó en abortar. Todas las noches soñaba con el hombre de las Tullerías, con el padre de su hijo. Lo veía caminando solo, de Noche, por las Tullerías. Ella trataba de alcanzarlo, con la barriga inmensa, pero él no la veía y continuaba su camino.
Grávida, Carmen consideraba su estado. Albergaba en su vientre a una criatura que no era sólo de ella, sino también de un desconocido al que, poco a poco, iba amando. Ese desconocido estaba dentro de ella, latiendo con todo su vigor. La criatura que esperaba, en cierto modo, era él. Él estaba presente en ella, su simiente iba creciendo cada día. Y ella no podía evitar amarlo, evocarlo, anhelarlo. Lo necesitaba a su lado. El ser que habitaba en su vientre los unía fuertemente. No le guardaba ningún rencor al desconocido. Tampoco lo odiaba. De algún modo, lo comprendía. Era extraño, pero estaba enamorada de él. Lo había idealizado. Él era su amado, su amante desconocido. Siempre soñaba con él. Lo veía solo en medio de la Noche, con el torso desnudo iluminado por la Luna. También lo veía acercarse a ella con los pantalones bajados, con el pene erecto, parecido al de un súcubo. Sus ojos pequeños la miraban con timidez, incluso con algo de miedo. Ella lo esperaba en algún rincón de su sueño, muriéndose de ganas de hacer el amor con él. Creo que me estoy volviendo loca, pensaba al considerar sus sueños. Sentía angustia e impotencia. Amaba a alguien de cuya existencia no sabía nada. Ni siquiera sabía cómo encontrarlo. Tal vez lo había perdido desde el principio. Quizá el Azar no los volvería a juntar nunca más. ¿Él pensará en mí?, se preguntaba Carmen. No creo que me haya olvidado. Debe acordarse de mí. Tal vez también está enamorado...Sí, probablemente piensa en mí. O tal vez anda a la zaga de otras mujeres por las noches, pensando sólo en saciar su deseo. Estoy segura de que ese hombre sufre. Sí, debe sufrir mucho, lo presiento... Cómo me gustaría decirle que no sufra por lo que me hizo. Cómo me gustaría decirle que es el padre del hijo que espero, y que estoy enamorada de él. Y qué feliz sería si, después de encontarnos algún día, él me dijera que estuvo esperando ese encuentro todo el tiempo, completamente enamorado de mí...
Una tarde, poco antes de que anocheciera, Carmen tomaba una limonada en la terraza de Les Deux Magots. Se hallaba aburrida y deprimida. Veía pasar la gente con tedio e indiferencia. Cuando él pasó, ella quedó atónita, sin saber qué hacer. Lo vio alejarse por la acera, y permaneció inmóvil en su silla. Era él. El desconocido de las Tullerías. Carmen se puso de pie y fue tras él. Lo siguió apresuradamente hasta una boca del metro. Él bajó por ahí. Ella hizo lo mismo. Fueron por las galerías. Él caminaba con rapidez y soltura. Llegaron a un andén justo cuando el metro se detenía y abría sus puertas. Él entró a un vagón. Ella hizo lo mismo. Él se fue a un extremo del vagón y se quedó allí, semioculto por la gente. Ella se quedó en el otro extremo, mirándolo. El corazón le latía frenéticamente. El metro avanzaba, traqueteando y resoplando. Pasaron tres estaciones y llegaron a Chatelet. Allí, el desconocido se bajó rápidamente. Carmen también lo hizo. Ambos fueron por las galerías. Carmen se mantenía lo suficientemente alejada de él. Llegaron a un andén. El desconocido comenzó a caminar de un lado para otro. Parecía inquieto. Carmen se quedó en un rincón, observándolo. El metro llegó. El desconocido subió a un vagón. Carmen subió después de él. Cada uno se apostó en un extremo del vagón. El desconocido no se había percatado de que Carmen lo seguía. Cuando el metro se detuvo en la estación de Palais Royal- Musée de Louvre, el desconocido se apeó. Carmen hizo lo mismo. Ambos anduvieron con celeridad. Carmen decidió correr para alcanzar a su amado de una vez por todas. Era el padre de su hijo y lo tenía tan cerca. Corrió y acortó la distancia que lo separaba de él. Sin darse cuenta, chocó con un grupo de gente que salía por una galería y que iba en sentido contrario. Cayó al suelo. Se golpeó la cabeza. Se desmayó. Cuando la despertaron, lo primero que hizo fue incorporarse y buscar a su amado con la mirada. No había ni rastro de él. Lo había perdido.
Volvió a Salamanca a tiempo para matricularse en la universidad. Un día les dijo a su madre y a su tía Lola que necesitaba hablar con ellas. Estoy embarazada, les dijo. Y les contó lo que había sucedido. También les dijo que estaba enamorada de aquel joven que la había embarazado, y que estaba decidida a tener al hijo que esperaba. No derramó ni una sola lágrima. Su madre y su tía Lola quedaron estupefactas. No supieron qué decir hasta que pasó un buen rato. Estás enferma, le dijeron a Carmen. No sabes lo que dices. Por qué no hablaste antes. Eres una insensata. Cómo puedes estar enamorada de un violador. Te han jodido la vida. No puedes tener ese hijo. Carmen las escuchó y luego les dijo que ella ya era mayor de edad y que podía decidir qué hacer. Voy a tener a mi hijo, y siempre estaré enamorada de su padre, sostuvo. Lo mismo le dijo a su mejor amiga, Andrea. Ésta le recomendaba abortar y dejarse de gilipolleces. Pero cómo me puedes decir que estás enamorada de un violador, tía, le decía. Estás tonta o qué. Te vas a joder la vida por culpa de un enfermo. Carmen se dio cuenta que nadie la entendía. Ni ella misma se entendía. Por recomendación de su madre y de su tía comenzó a ir al psicólogo. Sólo asistió a unas cuantas sesiones. Luego dejó de ir.
Es Invierno. Carmen ya tiene seis meses de embarazo. Su barriga está enorme y los senos le han crecido un montón. Ahora tengo unas tetas gigantescas, qué asco, se dice a menudo. Ha dejado de estudiar y ahora sólo trata de procurarse un buen embarazo. Se ha resignado a no ver nunca más al padre de su hijo. Todos los días sale a caminar. Cuando pasa por la Plaza Mayor, se queda mirando largo rato a algunos hombres que se parecen al desconocido de las Tullerías. Sabe que no está bien de la cabeza. El Invierno es triste. El Cielo es blanco y gris y hace mucho frío. Carmen se siente sola, terriblemente sola. Y piensa que la criatura que mora en su vientre también está sola, muy sola. A veces le vienen unas ganas inmensas de llorar, pero no puede romper en llanto. Su tristeza no tiene lágrimas, ni consuelo. Algún día será una madre solitaria y le dirá a su hijo que su padre fue un dios hermoso que la fecundó en las Tullerías, una Noche de Verano, bajo el claro de Luna.

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