miércoles, 5 de agosto de 2009

La isla de Calipso

Me apeé en la estación de autobuses de San Sebastián. Era una Noche de fines de Verano. El aire era tibio. Corría un viento fresco. Fui con mi mochila hasta una esquina y allí me quedé parado, esperando. Al cabo de diez minutos, mi amigo Agapentes apareció en la otra acera. Hermano, me dijo. Luego cruzó la pista y me dio un fuerte abrazo. Puta madre, hermanito, al fin te vuelvo a ver, a los años, qué emoción, carajo, decía. Yo también lo abrazaba fuerte. El abrazo duró casi un minuto. Al separarnos, observé a mi amigo. Grueso, algo panzón, más bajo que yo, la cabeza rapada, los ojos inquietos, la nariz ancha, casi de boxeador, la boca de payaso, no había cambiado gran cosa desde la última vez que nos vimos. ¿Cómo estás hermanito?, me preguntó. Bien, bien, le respondí, cómo estás tú. Bien también, tengo que contarte un montón de cosas. Sí, quiero que me cuentes todo lo que te ha pasado durante este tiempo. Sí, te voy a contar, vamos a tomar unas cervezas. Fuimos hasta un pub, entramos, nos sentamos en unos sillones. ¿Qué quieres tomar? ¿Una cerveza está bien?, me preguntó Agapentes. Sí, perfecto, le dije. Él se puso de pie y fue a pedir las cervezas a la barra. No recordaba hacía cuánto tiempo que no veía a mi amigo. Cuatro años, tal vez.
Agapentes era un amigo de mi barrio de Maranga, en Lima. Nos conocimos en el parque fumando marihuana, a los veintiún años. Él era conocido por haber estado preso en los Estados Unidos por tráfico de heroína. Un abogado muy sagaz había logrado que lo deportaran y que de ese modo no cumpliera la larga condena que le habían impuesto. En Lima, nadie sabía lo que hacía, pero se rumoreaba que andaba metido en negocios turbios. Cuando le preguntaban de qué vivía, él decía que su madre, que vivía en Alemania, le enviaba dinero todos los meses. De su padre nunca hablaba. Nunca faltaba a las fumetas que se realizaban en el parque. En ellas participábamos los miembros de una generación degenerada y violenta, como éramos los muchachos vagos o semivagos de mi barrio nacidos entre el 77 y el 79. En aquel tiempo yo estudiaba Periodismo en la Bausate y Meza. Agapentes se dedicaba a supuestos negocios turbios. Lucho estudiaba Hotelería y Turismo en Cenfotur y vendía coca y marihuana. Rogelio vendía coca y no hacía nada más que eso. El gordo André vagaba y fumaba marihuana y jalaba coca. Alex estudiaba Administración en la Richi y en sus ratos libres iba al parque a fumar, Coti se cachueleaba y fumaba marihuana y jalaba coca. Los demás también estudiaban y le pegaban a la droga o no hacían más que darle a la maría y/o a la coca. Éramos unos muchachos intoxicados. A Agapentes lo vi seguido durante un año.Luego desapareció, súbitamente. Algunos decían que se había ido a Europa a chambear, y otros decían que se había ido a Alemania a vivir con su mamá. Apareció al cabo de tres años. Ya no volvió al parque, sino que fue directamente a mi casa para pedirme un favor. Sucedía que yo era- y aún soy- judoka, y él era- y aún es- boxeador. Entonces estaba interesado en aprender algo de Judo. Me pidió que por favor le diera clases. Yo accedí gustoso y me convertí en su profesor de Judo. En aquel tiempo, se estaba comenzando a poner de moda el Vale Todo, y en las peleas que la gente expectaba eran los judokas y los luchadores los que generalmente vencían. Por eso mucha gente quería aprender a pelear cuerpo a cuerpo. Agapentes era parte de esa gente. Empezamos a entrenar en el parque Maria Reiche, con vista al Mar. Entrenábamos los Sábados en la mañana, hasta el mediodía. Al mediodía íbamos al departamento que Agapentes tenía en san Isidro, cerca al Golf, y bebíamos jugos con aminoácidos que él había traído de Europa. Porque efectivamente había estado viviendo ahí, de país en país. Me contó que había caído preso en Italia, por tráfico de estupefacientes. Antes de caer preso, había estado en Alemania con su mamá, luego en Holanda, después en Francia, y finalmente en Italia. Con su mamá no había podido vivir. Decía que ella no se preocupaba por él. Otro abogado sagaz le había salvado el pellejo en Italia, logrando que saliera muchísimo antes de cumplir la condena. Yo no sabía qué hacía en Lima, sólo sabía que vivía, según él, de sus ahorros, y del poco, también según él, dinero que le enviaba su mamá. Corrían los consabidos rumores de que andaba metido en cosas turbias. Algunos decían que se dedicaba a robarle a los turistas. Se decía que trabaja con un tipo apodado Robin, que era todo un cerebro. Decían que él se hacía amigo de los turistas y luego de elaborar un plan con horarios de entrada y de salida de sus foráneos amigos, mandaba a sus secuaces a que atracaran al forastero en su propia habitación, con él presente, para no levantar sospechas. Uno de esos secuaces sería Agapentes. Yo no lo juzgaba ni le hacía muchas preguntas. Pasados los años me confesó que si había sido secuaz de Robin. Entrenamos seguido un año, luego Agapentes viajó al Norte con su perro Alexandro, y se quedó por allí medio año. Cuando regresó volvió a buscarme, y volvimos a entrenar juntos. Pasó otro año y volvió a desaparecer. Cuando reapareció, al cabo de unos meses, era el dueño de una inmensa casa en Pueblo Libre. Su mamá se la había comprado. Pero eso es para mantenerme satisfecho, en realidad no se preocupa por mí, decía Agapentes. En aquel tiempo yo me había cambiado de universidad y estudiaba Filosofía. A Agapentes le encantaba que yo le hablara de la Filosofía. Nos reuníamos intermitentemente. Él, pasados unos meses puso un gimnasio de Vale Todo en su casa. Yo nunca fui a entrenar allá. Pasó un año más o menos y Agapentes volvió a desaparecer. Al cabo de unos meses, me llamó para decirme que estaba preso en Holanda, y que le habían dado un año por golpear salvajemente a un holandés. Por entonces, yo había dejado de estudiar Filosofía y sólo me dedicaba a vagar, a escribir poemas y a fumar marihuana. Cuando cumplí los veintiocho participé en un concurso de becas y me gané una beca para ir a completar mis estudios de Periodismo en Salamanca, España. Viajé, me dediqué a estudiar, a escribir poemas y a fumar marihuana. Me acostumbré a vivir en la bella Salamanca. Hice una nueva vida. Eso sí, había dejado una novia llamada Lía en Perú y la extrañaba mucho, muchísimo. Una madrugada de principios de Setiembre, casi a los nueve meses de haber llegado, mi móvil sonó. Contesté.Una voz ácida, pilla y socarrona me dijo Hola hermanito, cómo estás. ¡Agapentes!, exclamé. Dónde estás. En San Sebastián. ¡Coño! ¡Estás acá en España! ¿y cómo coño conseguiste mi número? Llamé a tu casa y tu hermano Benjamín me lo dio. ¡Puta madre! ¡Qué increíble! ¡Sí, hermanito! ¡Tenemos que vernos! Claro, claro. ¿Tú qué haces aquí, hermanito? Estudio Periodismo, ¿y tú? Eso no se puede decir por teléfono, hermanito, ya te contaré en persona. Ya, ya, ¿cuándo voy? Vente el fin de semana. Ya. Perfecto.
Estábamos juntos de nuevo, tomando cerveza en un pub de San Sebastián. Hicimos un brindis bastante emocionado, y conversamos mucho.Agapentes me dijo que al salir de la prisión en Italia se había trasladado a Valencia, España. Allí tenía un amigo cuyo padre era narcotraficante y dueño de un restaurante. Era un colombiano, grandazo y panzón, un gordazo de mierda, me decía Agapentes. Éste comenzó a trabajar en el restaurante como ayudante de cocina. Estuvo así unos meses, pero luego el dueño le hizo una proposición. Muéveme un paquete de coca y te doy quinientos euros, le dijo. Y Agapentes comenzó a trabajar para él. El gordo maltrataba a su mujer y un día a Agapentes se le ocurrió intervenir en uno de .los pleitos e increpar al gordo. El gordo lo mandó a la mierda y Agapentes se marchó de la habitación matrimonial a la que se había atrevido a entrar. Pasados unos días, el gordo le dijo a Agapentes Tienes cojones, eso se respeta. Te doy unos kilitos de coca, tú los mueves y luego me los pagas. qué te parece. Agapentes accedió y se trasladó a San Sebastián, donde en aquel tiempo se dedicaba a la venta de cocaína. De eso vivía. Sus actividades eran dos, vender coca y follar putas. Y ahí estaba, viviendo libremente, aunque siempre se cuidaba las espaldas, no fuera a ser que la pasma lo cogiera. Los policías son huevones acá, me decía mi amigo. ¿Y sigues fumando yerba?, le pregunté. Hermanito, no me ha faltado marihuana desde que llegué a España, me respondió. Ahora tenemos que fumarnos un Marley.
Salimos del pub. Llovía finamente. Tomamos un taxi con rumbo al Barrio Antiguo, donde vivía Agapentes. En el taxi seguimos conversando, contándonos cosas, recordando a amigos del barrio. Finalmente, llegamos al Barrio Antiguo, a la calle x. Era un edifico viejo y pringoso. Agapentes vivía en el cuarto piso. Subimos en el ascensor. Llegamos al piso. Agapentes abrió la puerta. Entramos. La madera crujía bajo nuestros pies. Olía a ropa vieja. Agapentes me dijo que vivía con una pareja de marroquíes, con otra de bolivianos, y con un francés llamado Didié. Entramos a su cuarto, situado al final del oscuro pasillo. Lo primero que llamó mi atención fue un pomo grande lleno de marihuana colocado sobre una mesa. Uau, exclamé. No te falta yerba, ¿no? La habitación era ancha y espaciosa. Tenía una cama grande de dos plazas, un armario, una mesa, y una mesita sobre la que reposaban el televisor y el DVD. Agapentes cerró la puerta cuidadosamente y me dijo Te voy a mostrar mis instrumentos de trabajo, hermanito. Sacó una maleta de viaje de debajo de la cama, la colocó sobre ésta y la abrió. Estaba llena de ropa. Agapentes cogió unos calcetines enrollados y los desenrolló. Metió la mano en un calcetín, y sacó un grueso fajo de billetes de quinientos euros. Luego metió la mano en el otro calcetín y sacó otro fajo. Esto es sólo una parte de lo que tengo, hermanito, me dijo. Todo por mi chamba. Sacó de la parte de abajo de la maleta dos bolsas de coca. Ésta es de allá, acá la pateo y la vendo a un precio altísimo. Me la mandan en las pastas dentales o en guantes de box, me dijo mi amigo. A continuación se hizo un tremendo porro y puso múisca de Bob Marley en el DVD. Me comenzó a entrar el mono. Agapentes encendió el porro, dio una larga calada y me lo pasó. Yo le di una calada profunda y ansiosa- hacía tres meses que no fumaba-, y me relajé y alegré por completo. Estaba feliz de ver a mi amigo, estaba feliz de estar en San Sebastián, estaba feliz por nada. Estaba drogado y feliz. ¿Tienes hembrita, hermanito?, me preguntó Agapentes. Sí, le dije. ¿Dónde, allá o acá? Allá. Y la quieres mucho. Sí, la amo.¿Entonces tendrías alguna dificultad en tiarte a una o dos putitas?. No sé, creo que sí.Ya lo hablamos después. Ya, hermanito, ya. Fumamos como cuatro porros seguidos. Alguien llamó a la puerta. ¿Quién es?, preguntó Agapentes. Soy yo, Didié, se escuchó desde afuera. Agapentes abrió la puerta. Entró Didié, un francés grueso, bajito, de cara ancha, ojos verdes, nariz muy ancha y boca grande. Parecía tener unos treintaicinco años. Tenía la cara dura del coquero asiduo. Agapentes nos presentó. Cruzamos algunas palabras en español. Luego Didié, que era cheff, y que trabajaba en uno de los mejores restaurantes de san Sebastián, le dijo a Agapentes En la cocina está la comida. Agapentes me éxplicó que Didié estaba enganchado a la coca, y que le cambiaba coca por comida de primera en abundancia. Agapentes, merced a ese trueque, se alimentaba como un marqués. Fuimos a cenar a la cocina. Didié había llevado entrecot, milanesas, solomillo, pescado , jamón de pata negra... Comimos un montón. Fumamos para hacer la digestión. Vimos algunos videos de Vale Todo en el DVD. Y después nos alistamos para salir. Salimos como a la una de la mañana. Tomamos un taxi y nos fuimos hasta una estación gasolinera. Allí Agapentes compró cerveza en lata. Luego el taxi nos llevó a una calle en el Antiguo. Allí, al pie de un edificio, nos fumamos un porrito y luego comenzamos a tomar. Agapentes recibía constantes llamadas telefónicas. Eran los clientes. Agapentes quedaba con ellos y ellos pasaban por la calle donde estábamos y Agapentes daba la coca y ellos el dinero. Pasaron las horas. Ya estábamos borrachos. Agapentes me propuso ir a un piso de putas. Yo acepté. Si no quieres no cachas, hermanito, pero tienes que verlas, me decía mi amigo. Entramos al piso. Nos recibió la madama, una brasilera baja, cuerpona y joven. Agapentes la saludó muy cariñosamente, así que yo pensé que debían conocerse bastante. Mi amigo me presentó a la madama. Se llamaba Viviana. Agapentes la llamaba Vivi. Fumamos un porro. Después Agapentes sacó una bolsita de coca, la abrió, vació un poco del contenido e hizo dos líneas pequeñas, blancas y brillantes. ¿Una rayiña?, le dijo a Vivi. Ésta cogió un billete de cien euros que le dio Agapentes, lo enrolló y aspiró una línea con el orificio derecho y otra línea con el orificio izquierdo. Se puso conversadora, muy locuaz. Hablaba de su amante, el dueño de ese piso, su proxeneta, y decía que era un hijo de puta. Agapentes le decía que él iba a alquilar un piso para que ella fuera a regentarlo. Ella se reía y parecía olvidarse de su amante. Vivi, acá mi amigo quiere conocer a las chicas, le dijo en un determinado momento Agapentes. Vivi nos llevó a una pequeña sala. Nos sentamos en dos sillas, y Vivi fue llamando a las chicas. Iban entrando de una en una. Se presentaban y posaban en baby doll para nosotros. Eran cuatro. Se llamaban María, Milagros, Noelia y Diana. María y Milagros eran colombianas, y Noelia y Diana venezolanas.Las cuatro tenían entre diecicoho y diecinueve años. Después de presentarse y de posar se fueron. Hermanito, ¿cuál quieres?, me preguntó Agapentes. No sé... Yo tampoco sé, hermanito. Yo pensaba en Lía, en mi voto y promesa de fidelidad. Pero me había excitado, y estaba lo suficientemente borracho como para olvidarme de mis votos y de mis promesas. Yo quiero a Milagros, me dijo Agapentes. Yo también, le dije yo. Deliberamos un momento. Al final, Agapentes me dijo que lo mejor sería follar dos veces, y que a la segunda vez yo follaría con Milagros. De acuerdo, asentí. Entonces yo escojo a María.
La habitación era amplia, con una cama de dos plazas. Estaba iluminada por una leve luz violeta, que daba al recinto un aire íntimo y furtivo. Yo estaba esperando a que María llegara. Pensé en Lía una vez más, recordé nuevamente mi promesa de fidelidad. Me consolé diciéndome que se trataba de mi destino, y que lo más práctico sería dejarme llevar por él. María llegó. Llevaba una radio. Hola, me dijo. Hola, la saludé también.Era baja y rolliza. Enchufó la radio y puso baladas en inglés de los ochenta. Se paró frente a mí. Me sacó la camiseta. Me desnudó por completo. Ella también se desnudó. Me abrazó y me acarició los brazos. Sintió mi pene erecto, inquieto, ansioso, entre sus piernas. ¿Hace cuánto que no lo haces?, me preguntó. Hace nueve meses, le respondí. Déjame a mí hacerlo todo, vamos con calma. Efectivamente, procedió con calma. Me tendió en la cama. Me la chupó largo rato.Después se echó boca arriba, a mi lado, y me puso el condón. La penetré con frenesí. No, no, tranquilo, me dijo ella, déjame a mí, que según vas, te puedes correr pronto. Se subió sobre mí, y se movió sabiamente. Sabía cuándo me iba a venir, y hacía un movimiento que me impedía venirme. Era muy buena. En un momento, sentí una fuerza aspersora en su vagina. Se quedó sentada sobre mí, estremeciéndose. Yo eyaculé. Mientras descansábamos, ella me preguntó ¿Te diste cuenta? Sí, le respondí. De qué, a ver. De que te corriste. Sí, me corrí. Tenía ganas. Y soltó una risilla.
Me duché y salí de la habitación. Agapentes ya me esperaba en el salón, con Vivi. Vamos a comprar cerveza, hermanito, me dijo mi amigo. Salimos del edificio y Agapentes me dijo Tú escoge a la que quieras, que los polvos los invito yo. A mí me quieren, porque les invito coca. Compramos muchas latas de cerveza en el grifo y volvimos al piso. Fumamos un porro, Agapentes le invitó otro par de líneas a Vivi, y nos pusimos de nuevo a tomar. Pasado un rato, Agapentes le dijo a Viviana que queríamos follar otra vez. Ella le dijo que folláramos, que no había problema. Agapentes folló con María y yo con Milagros. Ésta era mulata, esbelta, linda, y de lo más melindrosa, cuando le dabas un poco fuerte, te miraba y te decía Ay, más despacio oye. Y tú tenías que tratarla como si fuera una niña.
No me gustó. Volví a ducharme y volví al salón. Allí Vivi jalaba un par de rayas y Agapentes tomaba cerveza y fumaba un porrito. Al verme entrar, me pasó el porro. Le di una calada. Abrí una cerveza y bebí. ¿Repetimos?, me preguntó . Bueno, le dije yo. Entonces yo follé con Noelia y Agapentes folló con Diana. Noelia era negra, alta y tenía cuerpo de pantera. Tuve un buen polvo con ella. Era fuerte y honesta. Se puede saber si una persona es honesta o no acostándose con ella. Agapentes y yo, después del coito, seguimos fumando y tomando. Vivi se metía rayas que Agapentes le preparaba de rato en rato. Nos dieron ganas de follar una vez más. Agapentes lo hizo con Noelia , y yo con Diana. Ésta era zamba, delgada, de cuerpo muy fino. No fue nada del otro mundo. Mientras bebíamos de nuevo en el salón, Agapentes me susurró, Hermanito, yo te recomiendo a Vivi, es una maestra, sabe mucho sexo, mucho sexo. Está bien, me la voy a follar también, pero déjame tomar un par de cervezas más. Bebimos, Vivi siguió jalando, fumamos un porrito más. Agapentes, cuando vio que ya yo me había bebido las dos cervezas, le dijo a Vivi Mi amigo quiere follar contigo. Entramos a la habitación. Vivi era una experta en las artes amatorias. Tuve problemas para correrme. Córrete ya, que ya ha pasado bastante rato, me decía ella. Al final me corrí, pero Vivi medio que se molestó. Quedé muy contento con ella. No sé hasta qué hora nos quedamos en aquel piso de putas, pero en un momento yo perdí la conciencia. Desperté en un colchón, al lado de la cama de Agapentes, a las cuatro de la tarde. La resaca no era tan dura como yo esperaba. Agapentes y yo fumamos, comimos lo que Didié nos había llevado, y salimos a mirar el Mar. Hacía mucho que yo no veía el Mar. Salimos y bajamos hasta Ondarreta. El Cielo era en parte despejado y en parte nuboso. El Mar se agitaba y rompía sus olas en la orilla. Miré por primera vez el Igueldo, la isla de santa Clara y el Urgull. El resuello del Mar llegaba a mis fosas. Corría una brisa fresquísima, saludable. Caminamos un poco por la playa. Luego volvimos al piso. Didié estaba esperando a Agapentes. Le dijo que había llevado una bolsa grande de comida. Agapentes entró a su habitación y al poco rato salió y le dio una bolsita de coca a Didié. Éste puso una cara de beatitud increíble. Después de cenar, salí a caminar por la playa. Agapentes no me acompañó porque tenía que preparar unas bolsitas de coca para los clientes. Andando por la playa, me puse a pensar en lo que había hecho. Yo no había ido a san Sebastián para ir de putas, había ido a ver a mi amigo, a fumar marihuana y a conocer la ciudad. Pensaba que había engañado a Lía, y que ella no se merecía eso. Ella era mi Amada, y al despedirnos yo le había prometido serle fiel. Yo era muy quijotesco en ese aspecto. Me senté en la arena y me afligí
Yo quería ser puro, mantener mi cuerpo intacto para que así Lía me tocara sin hallar ninguna mancha. Volvería como me había ido, bendecido por las caricias de mi Amada. Pero ya no iba a ser así. Ya yo había sido tocado por otras manos, mi cuerpo había sido recorrido por varias lenguas, mi alma corrupta había compartido el goce con otra alma corrupta. La había cagado. Pero ya no lo haría más. Volví al piso de Agapentes, fumamos un porro, me tomé cuatro diazepam para la resaca, y me dormí.
Al día siguiente, desperté a las diez de la mañana. Agapentes también se despertó. Conversamos sobre lo que íbamos a hacer en el día, porque era Lunes y Agapentes tenía que estar despachando coca a todos los consumidores de Donostia, que eran muchos y de cualquier horario. Pedían la droga a cualquier hora. Agapentes tenía que preparar la merca, así que tenía que estar metido en casa. Quedamos en que yo me iría a conocer la ciudad mientras él se quedaba atendiendo su mercancía y sus negocios. Desayunamos. Bebimos un batido vitamínico de esos que le gustaban a Agapentes, fumamos un porro y nos despedimos. Yo salí con mi bloc de notas rojo al día de San Sebastián. Subí por los jardines del Palacio de Miramar. Desde allí miré el Mar de jaspe que iba y venía. El Cielo estaba azul, brillaba el Sol, hacía calor y corría siempre un viento fresco. Me fui por el Paseo de la Concha hasta llegar a la Parte Vieja. Allí caminé por las calles húmedas, visité la iglesia de san Vicente, la basílica de santa María y los bares tradicionales, caros pero exquisitos. Subí por el Monte Urgull hasta el Castillo de la Mota, miré el Mar de plata azul, la isla de santa Clara, el Igueldo. Descendí por entre fresnos y otros árboles variados, fumé un porrito en el Paseo de los Curas. Caminé hacia Ondarreta. Cuando volví al piso de Agapentes, éste me dijo que saldríamos a comer. Fuimos a un restaurante cuyo dueño era amigo de Agapentes. Los dos amigos se encontraron. El dueño era un vasco gordo y peludo. Ese también es coquero, yo le vendo, me dijo Agapentes. Una argentina cuarentona, rubia, algo maltratada por la vida, era la camarera. No recuerdo bien qué pedimos, pero lo que haya sido nos gustó y nos dejó tremedamente saciados. Al salir, tuvimos que fumar un porrito para que nos bajara la comida. Yo aproveché e hice una llamada desde un teléfomo público a Lía. Conversamos. Ella me decía lo de siempre, que me extrañaba y que me amaba; yo le intentaba hablar dulcemente, pero no podía. Ella pensaba que yo era muy seco. Le dije que estaba tranquilo y que no se preocupara. Nos mandamos besos y se acabó. Agapentes y yo subimos a su piso y fumamos. Luego estuvimos viendo videos de Vale Todo con el DVD. Poco antes de que atardeciera salí nuevamente a pasear. Contemplé el Crepúsculo desde la cima del monte Urgull. Me fumé un porro allá arriba. Me sentía contento y dichoso. Pero no tenía cojones para agradecerle mi bienandanza a ningún dios. Eso sí que no. No podía. Volví a casa de Agapentes y él me dijo que esa Noche saldríamos a divertirnos un poco. Fuimos con Didié, que se coqueó antes de salir, a un club de putas que estaba en lo alto de un monte. Hermanito, si se te acercan tú diles que sólo has venido a mirar, me dijo Agapentes. Didié estaba enamorado de una puta de ese club, y había ido con nosotros para buscarla. Subió a los cuartos. Agapentes y yo nos quedamos tomando unas cervezas. Una negra jamaiquina se acercó a hablarme . Yo le dije que sólo había ido a mirar. Ella insistía en que yo accediera a su proposición. Me cobraba no sé cuánto por una mamada especial y una follada. Estuvimos allí cerca de una hora, a mí la jamaiquina no dejó de incordiarme durante todo ese lapso. Salimos . Tomamos un taxi que nos dejó en el Antiguo. Allí nos apeamos y fuimos a un piso de putas. No al mismo de la vez anterior, sino a otro. Cada uno se folló a tres putas. La madama era amiga de Agapentes, y éste le daba, como a Vivi, varias rayitas de coca. Nos quedamos hasta después del Alba con la madama, bebiendo cerveza, fumando marihuana, y jalando coca. Aquella vez sí inhalé un par de rayas. Sentí la fuerza de la coca peruana. Me ardió la nariz, se me erizó la garganta, me hizo toser. Padecí alguna que otra mueca. Bebí bastante. Me acosté con la mami, Agapentes y Didié también lo hicieron. Me desperté a las seis de la tarde, en el colchón que me había procurado Agapentes. Éste también despertó, se hizo un porro, fumamos y preparamos el estómago para comer. Comimos muy bien, la comida que nos había llevado Didié. Al anochecer, fui a la playa, y estuve padeciendo un duro acceso de Remordimiento. Había incumplido mi promesa nuevamente. Le había sido infiel a Lía. Yo creía en el Amor eterno y esas cosas, tan gilipollas era. Creía que yo era Odiseo y que Lía era Penélope. Ella esperándome, y yo añorándola, fielmente. Pero no había podido y ya de en adelante tampoco podría. Estaba como Odiseo en la isla de Calipso.
Esa Noche salimos hasta más temprano, pero igual hubo cerveza, marihuana, coca y putas. Yo me sentía afligido. Me dormí hasta el mediodía y salí a pasear nuevamente por la ciudad. Por la tarde fui a ver la Catedral y a reandar el barrio viejo, junto a las murallas del Urgull, con su piedra erosionada por el hálito del Mar. Al atardecer, fui al Museo Naval y aproveché para andar por el Paseo del Muelle. La gente comía y bebía en los restaurantes, los transeúntes iban reposadamente, como adormecidos y sosegados por la brisa marina. Las embarcaciones cabeceaban en los embarcaderos. Volví hacia el Paseo de la Concha. Pasé junto a un muy hermoso tiovivo y me detuve. Volví sobre mis pasos y me quedé mirando el tiovivo, a los niños que reían con sus padres, o con nadie, dando vueltas. Me cautivó la visión de un carrusel junto al Mar, bajo el Azur. Me fijé en las hermosísimas farolas donostiarras. Bajé a la playa La Concha, me quité las sandalias y caminé descalzo sobre la arena. Saqué un porrito. Me senté frente al Mar y me lo fui fumando lentamente, contemplando el Mar de jaspe, la muralla iluminada del Urgull, la isla de santa Clara... Nació el primer lucero. El Cielo se ennegrecía. Soy como Odiseo en la isla de Calipso, me dije, añoro a Lía, que es mi Penélope, sufro y lloro y me lamento frente al Mar, pero luego vuelvo a la gruta de la ninfa, a las bacanales, a los clubs y a los pisos de putas. Es inevitable. Yo no quiero ser así. Por qué mierda soy así. Soy así contra mi voluntad. Más aun, soy contra mi voluntad. Tengo el Remordimiento fácil, me creo eso de la conciencia limpia y la conciencia sucia. Era demasiado débil para soportar ese mundo del contraste y del choque de las pasiones. Me entregaba a algo que en el fondo quería y no quería. Había ambivalencias y contrastes en mí demasiado fuertes. Sentí ganas de llorar. Hacía lo que no quería.¿O hacía lo que quería y le tenía miedo a esa libertad? Me quedé mirando el Mar, la isla de santa Clara y el Urgull largo rato. Me fumé un porro más porque allí se estaba muy bien. Se hallaba mucha calma, mucho sosiego. Yo anhelaba el sosiego. Lo necesitaba con todas mis fuerzas. Siempre andaba inquieto y empapuciado de preguntas. Cuando llegué al piso de mi amigo, éste me invitó un porro y un jugo de melón con aminoácidos de esos que a él le gustaban. Después de eso nos duchamos, él primero y yo después, fumamos otro porro y cenamos con terrible apetito. Salimos a errar por los clubs y los pisos de putas. Cada uno se acostó con cuatro putas esa vez. Agapentes y yo gozábamos. A veces, yo me paraba a pensar en él, y lo consideraba un chico aventurero, loco, azaroso. Era muy generoso conmigo, además él me pagaba todo. Al comienzo me sentí raro por comer con plata que provenía del tráfico de drogas, pero después me dije Allá se lo haya cada uno con su pecado, y me alivié. La ciudad me fue atrapando. La marihuana y el puterío también. Cada anochecer pensaba en eso de Odiseo en la isla de Calipso. Mientras Penélope tejía y destejía y esperaba y velaba, Odiseo se acostaba con ninfas de alma corrompida, depravada. Sentía Angustia o me daban ataques de Remordimiento. Caminaba por la Concha y pensaba en lo que estaba haciendo, en la nueva forma que le había dado a mi vida. Algunas Noches, escribía poemas de amor. En ellos hablaba de Lía como de una Penélope, de mí como de un Odiseo atrapado fatalmente por las ninfas de clubs y de pisos, de nuestro amor como de una esencia inmarcesible, de la derrota sentimental de Odiseo, de su terribilísima lujuria. Pensaba, y extrañaba muchísimo a Lía, y le daba vueltas a lo que hacía, deseando saber si era algo bueno o malo. Aunque nadie me crea, no sabía si lo que estaba haciendo era bueno o malo. Tenía Remordimiento, pero por otro lado pensaba que yo estaba actuando según mi naturaleza. El hombre es así, Odiseo es así, tú eres así, me decía. Acepté que yo era un Odiseo atrapado en una isla de Calipso. Todos los días me levantaba antes o poco después del mediodía para irme a pasear con mi bloc de notas por la ciudad, y ascender el Urgull. En la tarde volvía al piso de Agapentes y comíamos lo que Didié nos hubiese llevado. Después fumábamos yerba y veíamos peleas de Vale Todo con el DVD. Al atardecer yo salía a pasear nuevamente. Me iba a la desembocadura del Urumea, o al Paseo Nuevo para ver cómo las olas danzaban violentamente. La gente se dejaba salpicar alegremente por los espumarajos y los escupitajos del romper de las olas. Yo me deleitaba viendo cómo se suicidaban, rompiéndose contra la muralla. Y, ya de Noche, llegaba donde Agapentes, me duchaba, fumaba, cenaba y me alistaba para salir a las grutas de Calipso, a los pisos y bares de las ninfas. Esta Noche la vamos a pasar de puta madre, cachar es bueno, solía decir Agapentes.

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