sábado, 20 de febrero de 2010

Berenice

Tenía catorce años, estaba en segundo de secundaria y odiaba el colegio al que mis padres me habían cambiado. Extrañaba a mis antiguos compañeros, no terminaba de adaptarme e ir a clases era un suplicio. Sin embargo, verla a ella me alegraba el ánimo. Verla durante las clases, fijarme en cada uno de sus gestos y ademanes. Desde que entré al aula por primera vez la vi y me llené de amor. Se llamaba Berenice. Su cabello era rubio, sus ojos eran verdes, su nariz era pequeña y fina, sus labios eran gruesos, y tenía la piel muy blanca. Su cuerpo era el de una adolescente en flor. Yo iba al colegio sólo para verla. No me atrevía a hablarle, ya que mi timidez era excesiva, pero me bastaba con mirarla durante todo el tiempo que pasaba en clases.
Mi colegio estaba en Monterrico, frente al Hipódromo, y yo vivía en Maranga, así que tenía que levantarme muy temprano para esperar a la movilidad. Lo único que me daba fuerzas para levantarme tan temprano era la esperanza de ver a Berenice. Poco a poco fui ganando amistades. Mis primeros amigos fueron el chino Chinén, el negro Castillo y Foquito el gringo Stewart. Con ellos conversaba mucho, pero nunca les manifesté mi amor por Berenice. Porque la amaba, en realidad la amaba. Ella andaba con sus amigas, y relumbraba entre ellas. Era una buena alumna. Yo era un mal alumno. No prestaba atención en las clases, conversaba con mis amigos mientras el profesor daba la lección, sacaba malas notas. Había algunas chicas que despertaban mi libido. Una de ellas era Mariana, "La Lechuza." En mi casa me masturbaba pensando en ella. La deseaba. Me la imaginaba desnuda, o haciendo el amor conmigo. Con Berenice era diferente. Hubiera sido incapaz de masturbarme pensando en ella. Su imagen era sacra. La amaba platónicamente, y la adoraba como si fuera una diosa. Apenas me atrevía a imaginarla besándome. Bajé mucho de peso desde que me enamoré de ella. Anhelaba conocerla, hablarle, confesarle mi amor, pero no me atrevía a acercarme a ella. Eso me consumía.
El tiempo fue pasando. Yo seguía odiando el colegio y amando a Berenice. Llegó la Primavera y el profesor de Geografía nos asignó un trabajo grupal. Los grupos tenían que armarlos los mismos alumnos. El trabajo consistía en dar una exposición sobre un país determinado. Teníamos dos semanas para hacerlo. Foquito el gringo Stewart era amigo de Mariana "La Lechuza."Entre los dos formaron el grupo. Éste estuvo conformado por ellos, por el chino Chinén, por el negro Castillo, por Berenice y por mí. Di gracias al Cielo por estar en el mismo grupo con Berenice. La primera reunión de grupo se realizó en la casa de Mariana "La Lechuza." Vivía en La Molina, en una casa bastante amplia. Sus padres tenían mucha plata. En aquella reunión decidimos que el país sobre el que íbamos a exponer sería Japón. En aquel tiempo, teníamos un presidente de ascendencia japonesa, así que hablar sobre Japón resultaría atinado. Durante la reunión, yo estuve sentado todo el rato al lado de Berenice. Me embriagué con su perfume, y la amé más que nunca. Pero no me atreví a hablarle. Al cabo de unos pocos días, se realizó una segunda reunión. Fue en casa de Berenice. Vivía en Chacarilla. Su casa era muy grande y vivía con sus padres y con un hermano que era menor que ella. En aquella reunión se asignaron los temas que íbamos a tratar a cada uno de los integrantes del grupo. Berenice y yo hablaríamos sobre Kyoto, la antigua capital del Japón. Quedamos en reunirnos los dos solos al día siguiente. Así, pues, al día siguiente volví a su casa. Sentados ante el escritorio de la biblioteca de la casa, hablamos por primera vez. Hablamos de Kyoto. Cada uno había recogido información de diferentes enciclopedias. Berenice me dijo que le gustaría mucho ir a Kyoto, que lo que había leído sobre la antigua capital del Japón la había fascinado. Yo le dije que a mí también me gustaría mucho ir a Kyoto para ver los templos budistas y shintoístas y los palacios y los jardines más hermosos y famosos del Japón. Había visto fotos que me habían dejado maravillado. Me parecía increíble estar conversando con Berenice. Ambos disfrutábamos de la conversación. La fascinación por Kyoto nos unía. Tuve ganas de decirle a Berenice que quizá algún día viajaríamos juntos, pero no le dije nada. Me quedé hasta tarde en su casa, hablando de Kyoto, de los templos, del colegio, de los compañeros, del Perú, del profesor de Geografía... Al despedirnos, nos dimos un beso en la mejilla. Yo me marché encantado. Al día siguiente, en el colegio, Berenice se acercó a mi carpeta y me dijo que había encontrado en un libro sobre el Japón una foto del Kinkaku-ji o pabellón de oro, de Kyoto. Yo le había hablado de ese pabellón. Ella me dijo que al día siguiente me llevaría el libro para que yo viese la foto. Se lo agradecí mucho.
Yo era un adolescente feliz. La mujer que amaba se estaba haciendo, poco a poco, mi amiga. Confiaba en que el destino nos uniría y en que nos amaríamos durante toda la vida. El día que Berenice iba a llevarme el libro con la foto del Kinkaku-ji llegué contento al colegio. En el salón, ocupé mi carpeta y hasta bromeé con mis amigos. Berenice aún no había llegado. Eché en falta su presencia, ya que ella siempre llegaba al colegio antes que yo. Cuando comenzó la primera clase del día, ella aún no había llegado. Yo miraba su carpeta vacía con algo de tristeza. Su ausencia me afligía. En medio de la clase, entró el tutor. Todos nos pusimos de pie. El tutor nos dijo que nos sentáramos. De pie frente a nosotros, carraspeó un poco y luego dijo Vengo a comunicarles una muy mala noticia. El día de ayer su compañera Berenice Chapman falleció. Un carro la atropelló mientras cruzaba la Panamericana para tomar el micro que la llevaba a su casa. Ahora la están velando en su casa, mañana la van a enterrar en Los Jardines de La Paz de La Molina. Les sugiero a todos que vayan al velatorio y al entierro. Sus padres necesitan saber que sus compañeros la querían. Ahora sean fuertes y sigan con sus clases.
Todos quedamos pasmados. Las chicas comenzaron a llorar. Yo no sabía qué hacer. El profesor suspendió la clase y dijo que lo sentía mucho.
Fui al velorio. Le di el pésame a los padres de Berenice. Me acerqué al féretro y vi a mi amada. Estaba lívida y parecía dormida. Estaba hermosa. Tuve ganas de besarla. También tuve ganas de llorar. Me quedé contemplándola largo rato. Al día siguiente, asistí al entierro. El Cielo estaba gris. Mientras inhumaban a mi amada yo me imaginaba que ella y yo estábamos en Kyoto. Paseábamos entre templos y palacios, y nos deteníamos a mirar el Kinkaku-ji. Berenice llevaba kimono. Estaba preciosa. Esas imaginaciones felices amainaban un poco el sentimiento de desgracia que se albergaba en mi pecho. Porque era en el pecho donde sentía algo pesado y duro de llevar. Por ratos me desesperaba y no sabía qué hacer. Mis compañeras lloraban. Mis compañeros permanecían aparentemente tranquilos. Cuando el entierro terminó todos se fueron, menos yo. Me pareció que me quedaba a solas con mi amada muerta. Me acuclillé y acaricié la lápida. Luego, sin poder aguantar más, rompí en amarguísimo llanto.

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