sábado, 6 de febrero de 2010

Plazo para un escritor

Desde niño supo que quería ser escritor. Comenzó a escribir a muy temprana edad, y sólo era feliz escribiendo. No era como los demás niños. Él casi no jugaba, y tendía a aislarse. Le gustaba pensar e imaginar cosas. Le gustaba escribir lejos del bullicio. Era fiel a su vocación. También leía mucho. Paraba metido en su cuarto o en la biblioteca del colegio, leyendo vorazmente. Sus profesores notaron que tenía un don, y hablaron con sus padres sobre ello. Su padre opinó que había que dejarlo desarrollarse como escritor; su madre era de la opinión de alejarlo todo lo posible de los libros y de los cuadernos, pues un escritor era siempre un bicho raro y además casi nunca ganaba plata suficiente para vivir. Durante toda la época del colegio, escribió cuentos y poemas que guardaba o que entregaba a sus profesores cuando éstos dejaban como tarea presentar alguna creación literaria. Nunca ganó un premio, nunca le publicaron nada. Su padre se mostraba orgulloso de tener un hijo con un don tan peregrino, pero no lo ayudaba a abrirse camino como escritor, más bien hacía gala de una sorprendente desidia. Su madre intentaba persuadirlo para que ya no escribiera. Le decía que escribir era algo antinatural, puesto que lo alejaba de los demás y lo convertía en un ser solitario, cuando lo normal era que el hombre fuese un ser social. Él hubiera querido dejar de escribir para complacer a su madre, pero le resultaba imposible. Escribir era para él algo fatal. Era como si estuviera condenado a escribir. Y cuán dulce le resultaba aquella condena...Era hijo único y, aunque tendía a aislarse, no le faltaban amigos. Sin embargo, cuando lo invitaban a alguna fiesta de cumpleaños, prefería no ir y quedarse escribiendo en su cuarto. Para su madre, él era un ser extraño, desconocido, lejano. No le parecía un chico normal. Alguna vez había leído los textos que escribía, y le habían parecido raros, trágicos, maduros. Hablaban de las pasiones humanas con una terrible lucidez. Resultaba traumático para ella enfrentarse a la visión tan precoz que su hijo tenía de los asuntos humanos. A veces siento que no es mi hijo, pensaba, llena de terror.
Cuando él estaba en primero de media, sus padres se separaron. Su padre se fue de la casa, vivió un tiempo en un departamento de san Isidro, y luego se marchó a los Estados Unidos. Cada mes le enviaba algo de dinero. Su madre tenía un novio. Él lo sabía porque una tarde, desde su ventana, la había visto llegar en un Mercedes negro que conducía un tipo calvo y entrado en años. Ambos se habían bajado del auto y se habían despedido con un beso en la boca. A él, ver eso le había afectado mucho. Reaccionó escribiendo más. Escribía todo el día, frenéticamente, sin descanso. Escribía para no sufrir. Su madre nunca le presentó al tipo calvo del Mercedes. Pasaron los años y salió del colegio. Su madre le preguntó ¿Ahora qué vas a hacer, Agustín? Escribir, le respondió él. Pero tienes que estudiar alguna carrera en la universidad, señaló su madre. Voy a descansar un año, dijo Agustín. Le fue concedido el año sabático. Se propuso escribir cuentos, poemas, novelas, ensayos, y publicar. Gozaba de una libertad inédita. Ya no tenía que preocuparse del colegio. Ahora sólo se dedicaría a escribir. Publicaría y se haría conocido. Sería un escritor ilustre, reconocido. Y le demostraría a su madre que un hombre podía vivir perfectamente de la pluma. Agustín vivía en Maranga, en la calle x. Pasaba casi todo el día encerrado en su cuarto, escribiendo. La empleada se encargaba de servirle el desayuno y el almuerzo. Al atardecer su mamá llegaba de trabajar. Casi no conversaban. Cenaban juntos y apenas cruzaban palabra. Una tarde, la empleada golpeó la puerta del cuarto de Agustín tres veces. Sí, qué pasa, dijo Agustín. Lo busca su amigo Lucho, dijo la empleada, sin entrar. Agustín pensó en decirle a la empleada que lo negara, pero, pensándolo bien, no le haría mal conversar con un amigo. A Lucho lo conocía desde que eran unos adolescentes. Dejó lo que estaba escribiendo y fue a recibir a su amigo. Puta madre, qué es de tu vida, brother, le dijo Lucho en cuanto lo vio. Se dieron un abrazo. Luis era flaco, de estatura mediana, y tenía la cabeza rapada. ¿Estás estudiando algo?, le preguntó a Agustín. No, me he tomado el año, ahora sólo me dedico a escribir. Puta, qué lechero, yo estoy estudiando Hotelería y Turismo. Yo espero hacerme conocido como escritor y no estudiar nada. Puta madre, a lo mejor la haces. Sí, eso espero, si no me cago. Vine a buscarte porque hace tiempo que no te veía, pues. Gracias, yo pensaba en ir a tu casa algún día. Sí, huevón, mucho ibas a ir. Ambos rieron. Vamos un rato a la Apacheta, propuso Lucho. Vamos, dijo Agustín. Fueron al parque de la Apacheta. Como era Verano y hacía calor, se quitaron el polo. Se sentaron en la tribuna, entre las dos canchas de fulbito. Lucho sacó un troncho. ¿Le damos curso?, le preguntó a Agustín, mirándolo sonriente. Bueno, dijo Agustín. Lucho prendió el troncho y comenzó a fumar. Se tragó el humo y tosió con virulencia. Le pasó el bate a Agustín. Éste dio una larga calada y tragó el humo caliente y amargo. No era la primera vez que fumaba. Una vez, cuando estaba en quinto de media, había fumado con Lucho en la azotea de éste. Había fumado mucho y le había dado la muerte chica. Estoy vendiendo yerba, le dijo Lucho. Agustín guardó silencio. De ahí saco para mis gastos, así no le pido plata a mi vieja, continuó Lucho. Llegaron cuatro tipos. Agustín sólo conocía a uno. Se llamaba Roberto, tenía la misma edad que él y Lucho-dieciocho-y se dedicaba a vender coca y marihuana. Era grueso, más alto que bajo, tenía los ojos oblicuos y el pelo hirsuto. Los otros tres eran vagos que consumían drogas. Roberto saludó con afecto a Lucho y a Agustín. Qué hay, les dijo, ¿fumando un batecito? Agustín le pasó el troncho mientras tosía. Roberto le dio tres caladas bien largas y se lo pasó a Lucho. Llegó un tipo más. Era alto, corpulento, tenía el cabello bien corto, sus ojos eran medio rasgados,su nariz era fina y sus labios eran delgados. Habla, Néstor, le dijo Roberto. Néstor le dio la mano a Roberto y luego abrazó a Agustín. ¡Agustín! ¡Qué gusto de verte carajo!, dijo. ¿Qué ha sido de tu vida? Me estoy dedicando a escribir, le dijo Agustín. Qué bien, a ti siempre te ha gustado escribir. Uno de los vagos que acompañaban a Roberto armó un troncho. Se lo fueron pasando de mano en mano. Agustín fumó con ganas. Se sentía contento y despreocupado. ¿Alguien tiene algo de menta?, preguntó Néstor. Yo tengo, dijo uno de los vagos que acompañaban a Roberto. Invita pues, le dijo Néstor. El vago sacó un paquetito y lo abrió. La coca brilló bajo el Sol. Néstor cogió un pellizco y se lo metió por la fosa derecha. Tosió. Está buena, dijo. Pasó un buen rato. Agustín estaba completamente fumado. Vamos a mi jato, le dijo Lucho. Vamos, asintió Agustín. Se despidieron de Roberto y de los tres vagos. Cuando iban a despedirse de Néstor, éste les preguntó ¿Qué? ¿Adónde van? A mi jato, le respondió Lucho. Vamos pues, le dijo Néstor. Bueno, vamos, asintió Lucho. Los tres se fueron hasta Pío XII. Allí estaba la casa de Lucho. Entraron y subieron a la azotea. Allí Lucho tenía su cuarto. Pasaron. Agustín y Néstor se sentaron en el suelo. Lucho abrió su armario y sacó una gran bolsa llena de marihuana. Los tres se rieron. Ganya de la buena, dijo Lucho. Se hizo un troncho y fumaron. Agustín se sentía fumadísimo. Lucho volvió a abrir el armario y sacó una bolsa llena de coca. Me olvidé de decirte que también estoy vendiendo menta, le dijo a Agustín. Asu, oye, a ver invita, dijo Néstor. Lucho sacó un poco de coca y la puso sobre una mesita. Néstor sacó su DNI y se sirvió e inhaló. Tosió. Agustín se rió. Eres un coquerazo, le dijo a Néstor. Lucho preparó otro troncho y salieron a fumar a la azotea. Estuvieron allí hasta que anocheció. Ya me quito, dijo Néstor. Yo también me quito, dijo Agustín. Se despidieron de Lucho y salieron juntos. Se hicieron compañía hasta la Apacheta. Allí se separaron.
La vida de Agustín cambió. Leía y escribía en las mañanas y después de almuerzo. En las tardes Lucho iba a buscarlo y salían juntos. Iban a la Apacheta. Allí se encontraban con Roberto y con los vagos cocainómanos y fumaban marihuana. Después se iban a la casa de Lucho y seguían fumando. Néstor solía acompañarlos. Casi sin darse cuenta, Agustín se convirtió en un vago más del barrio adicto a la marihuana. Una tarde, en el cuarto de Lucho, probó coca por primera vez. Le gustó sentirse inquieto, extrovertido, taquicárdico, duro. Comenzó a coquearse dos o tres veces por semana. Sin embargo, no descuidaba su quehacer literario. Aunque pensaba que si se abstenía de fumar con Lucho todas las tardes, tendría más tiempo para escribir. Los fines de semana bebía, fumaba y se coqueaba con Néstor y con Lucho en el cuarto de éste. Mantuvo ese ritmo de vida hasta después de cumplir los diecinueve años. Ya había presentado sus escritos a algunos concursos y no había tenido suerte en ninguno. Su madre ni siquiera sospechaba que su hijo era un vago adicto a la coca y a la marihuana. Una tarde de Otoño, después de haber inhalado mucha coca en el cuarto de Lucho, se sintió muy mal. La vista se le oscurecía y el corazón le latía velozmente, como si fuera a estallarle. Pensó que se moría. No le dijo nada a su amigo. Esperó a que el malestar se le pasara. Desde aquel día dejó la coca. Lo que no pudo dejar fue la marihuana. Le gustaba mucho y lo ponía contento. Una tarde de Invierno, al volver a su casa, vio el Mercedes del novio de su madre aparcado junto a su casa. Cuando llegó a la puerta pudo ver a su madre y al hombre calvo y entrado en años besándose en el interior del auto. Su madre llegó a verlo. Él entró a su casa, se encerró en su cuarto, y lloró lleno de pena y de cólera. Nunca habló con su madre sobre lo sucedido.
Agustín era un escritor, un vago y un marihuanómano. Su vida consistía en escribir, vagar y fumar. Ya iba a cumplir veinte años y aún no había ganado ningún concurso ni había publicado nada. Pensaba que su madre estaría muy feliz con su fracaso, pues le estaría probando que era muy difícil vivir como escritor. Aun así, él seguía escribiendo y enviando sus escritos a diversos concursos y editoriales. El éxito no lo acompañaba. Continuaba siendo un desconocido, un vago más del barrio donde vivía.
Cuando cumplió veinte años, su madre se encerró con él en la biblioteca y le dijo Agustín, ya tienes veinte años, yo te di permiso para que descansaras un año, y has descansado dos. Sé que lo que más quieres en la vida es ser escritor. Tú ya sabes que yo no estoy de acuerdo con el oficio que has elegido, y que pienso que lo mejor para ti es que estudies en la universidad.
Mamá, yo no he elegido ese oficio, ese oficio me eligió a mí, no sé cómo explicártelo, le dijo Agustín a su madre, yo no quiero estudiar en la universidad, yo quiero escribir y convertirme en un escritor conocido. Agustín, han pasado dos años y no has ganado ningún concurso ni te han publicado nada. No creas que eso me hace feliz. Yo quiero proponerte algo. Te daré un año más para que escribas y logres alcanzar el reconocimiento. Te alquilaré un cuarto, lejos de aquí, para que tus amigos no te interrumpan y para que puedas dedicarte de lleno a la Literatura. Pero eso sí, si no logras que tu obra se publique y que te reconozcan como escritor, estudiarás en la universidad. ¿Te parece un trato justo? Sí, mamá, asintió Agustín.
Unos días después de la conversación que tuvo con su madre, Agustín se mudó. Ocupó un cuarto en el segundo piso de una espaciosa casa ubicada en la cuadra x de la avenida del Ejército. Se llevó sus libros, sus cuadernos y el colchón de su cama. El cuarto era cuadrado, pequeño y amarillo. Tenía un baño y un ropero, y el suelo estaba enmoquetado. La madre de Agustín compró para su hijo un pequeño escritorio, una silla, un armario para los libros, una sartén eléctrica, un friobar y una olla arrocera. Agustín no quiso llevar ni radio, ni televisor, ni computadora. No quería que nada lo distrajera de su trabajo literario. Tampoco quiso llevar el armazón de su cama. Le bastaba con el colchón que había colocado en el suelo. Cuando terminó de instalarse comenzó con su nueva vida. Era Verano. Se despertaba a las diez de la mañana, salía a caminar por el malecón y por los parques de los acantilados, se quedaba mirando el Mar largo rato, tomaba apuntes en una libreta que siempre llevaba consigo. Luego regresaba a su cuarto, fumaba marihuana, escribía hasta la hora de almuerzo; se preparaba algo o salía a comer a algún restaurante. Después seguía escribiendo hasta el atardecer. Salía a contemplar el Crepúsculo. Al volver, fumaba marihuana nuevamente y se ponía a leer hasta la hora de cenar. Acabada la cena, fumaba hasta que le daba sueño. Vivió así durante un mes y medio. A la mitad del Verano su vida cambió. Se levantaba al mediodía, fumaba, desayunaba algo y se iba a la playa. Regresaba en la tarde, almorzaba tardíamente, volvía a fumar marihuana y se ponía a escribir. En la Noche leía. Trabajaba contra el tiempo, pues sabía que el próximo Verano se le acababa el plazo que su madre le había dado. Aun así, muchas veces perdía el tiempo. Se quedaba echado en su colchón, pensando en nada, o se dedicaba a espiar a los inquilinos a través de la ventana de su baño. En otras ocasiones, fumaba tanta marihuana, que se quedaba como sumido en un nirvana artificial. También se masturbaba a diario, hasta tres veces al día.
Un día, vio una cucaracha que salía del ropero. Cogió uno de sus zapatos y la mató. Fue hacia el ropero, lo abrió, y un montón de cucarachas salieron corriendo. Mató todas las que pudo. Revisó todos los rincones del cuarto y halló cucarachas por doquier. Pensó que no las podría matar a todas, así que tendría que convivir con ellas.
Una Noche, mientras fumaba un troncho, oyó que alguien golpeaba la puerta del primer piso. Ya era tarde y ninguno de los inqulinos salía a abrir. Decidió salir él. Fue por el pasillo oscuro, bajó por las escaleras y abrió la puerta. Quien golpeaba era una inquilina que vivía en uno de los cuartos del tercer piso. Él ya la había visto un día, mientras espiaba a través de la ventana de su baño. La inquilina era de estatura mediana, de cuerpo bien proporcionado, de cara redonda, ojos oblicuos, nariz algo ancha, boca chica y cabello castaño rojizo. Llevaba una falda blanca con flores estampadas. Ay, disculpa, le dijo a Agustín, me olvidé las llaves. No te preocupes, le dijo Agustín, no hay problema, otro día me abrirás tú. Subieron juntos. De verdad muchas gracias, decía la inquilina. Cuando llegaron a la puerta del cuarto de Agustín, éste le preguntó a la inquilina ¿Cómo te llamas? Fabiana, respondió ella, ¿y tú? Agustín. Gracias por abrirme la puerta, Agustín. De nada. Cuando Agustín se disponía a entrar a su cuarto, Fabiana le preguntó ¿Tienes tiempo para conversar o ya te vas a dormir? Tengo tiempo, todavía no voy a dormir, respondió él. ¿Podemos conversar un rato? Es que vengo algo mortificada. Claro, pasa. Agustín dejó que Fabiana pasara a su cuarto. Después pasó él. Disculpa el desorden, le dijo. Cerró la puerta. Puedes sentarte en el colchón, Fabiana. Ah ya, gracias. Ella se sentó en el colchón. Agustín se sentó a su lado. Cogió el cenicero, donde estaba el troncho que había dejado a medio fumar. ¿Te importa si fumo?, le preguntó a Fabiana. No, no, fuma no más, le dijo ella. Agustín encendió el troncho y comenzó a fumar. ¿Tú quieres?, le preguntó a Fabiana. No, gracias, le dijo ella. ¿No fumas? Fumo a veces, pero ahora no tengo ganas. Dijiste que estabas algo mortificada, la yerba te puede ayudar. Tienes razón, invítame. Agustín le pasó el troncho a Fabiana. Ella le dio una calada. Tosió. Está rica, dijo. Agustín se rió. ¿Por qué estás mortificada?, le preguntó. Ah, es cierto, lo que pasa es que yo hago danza moderna, y hoy estuve ensayando, y tuve un problema con un compañero. ¿Qué problema? Tonterías, prefiero no hablar de eso. Pensé que querías hablar de ello. Ya no, ahora estoy más relajada y quiero olvidarme de eso. La verdad es que todo el día de hoy he estado muy melancólica. ¿Y por qué has estado melancólica? A veces me pongo así, a veces me parece que mi amor a la vida es inútil. ¿Amas la vida? Sí ¿por qué? ¿tú no? No mucho. Yo amo la vida, pero a veces se me presenta tan amarga que me pregunto si vale la pena amarla. Entiendo tu aflicción. Yo soy una mujer alegre, pero a veces me pongo muy melancólica. Ponerse melancólico a veces es algo muy lógico. Callaron. Fabiana fumó un poco más y le pasó el troncho a Agustín. Éste fumó lo que quedaba. ¿A qué te dedicas?, le preguntó Fabiana. Soy escritor. Ah, qué paja, ¿y de eso vives? Bueno, podría decirse que sí. ¿Cómo así? No te entiendo. No me hagas mucho caso. Soy escritor y por el momento puedo vivir escribiendo. ¿Has publicado algo? No. Nada. Pero voy a publicar antes que pase un año. ¿Cuántos años tienes? Veinte. Eres recontrajoven. ¿Tú cuántos tienes? Veinticinco. Y haces danza moderna, ¿no? También hago teatro. Ah, qué interesante. Una cucaracha pasó cerca a los pies de Fabiana. Ésta se sobresaltó y recogió los pies. Las cucarachas ya estaban aquí cuando vine, le dijo Agustín. ¿Y no las matas? Sí. Pero a veces les perdono la vida. Además no puedo matarlas a todas. Fabiana se rió. Estuvieron conversando hasta bien entrada la madrugada. Cuando Fabiana ya se iba a levantar para irse, Agustín la cogió del brazo izquierdo y la atrajo hacia sí. Le dio un beso en la boca. Fabiana también lo besó. Cuando pasó un buen rato se echó en el colchón. Agustín quedó sobre ella. Le sacó el vestido. Él se sacó la ropa. Ella se quitó la ropa interior. Agustín la besó y la lamió por todo el cuerpo. Luego le frotó el pene yerto en la vagina. Finalmente se lo metió con fuerza. Ella soltó un gemido. Él comenzó a moverse hacia atrás y hacia adelante. Al cabo de un rato, ella le enroscó las piernas alrededor de la cintura. Lo apretó fuertemente. Lo hizo eyacular.
Desde esa ocasión, Fabiana iba todas las noches a visitar a Agustín. Conversaban, fumaban, hacían el amor. Una Noche, cuando conversaban desnudos, tendidos en el colchón, Fabiana le dijo a Agustín Tengo una amiga a la que le he hablado bastante de ti, quiere conocerte, ¿puedo traerla mañana? Sí, claro, le dijo Agustín, tráela no más. Ella se llama Flor, hace danza moderna conmigo, y también le gusta la poesía. ¿Escribe poemas? Nunca me los ha mostrado, pero dice que sí.
Al día siguiente, en la tarde, Agustín trataba de escribir un poema, pero no le salía nada. Tenía la costumbre de escribir a mano. Después tipeaba e imprimía lo escrito en alguna cabina de internet. Intentaba crear un poema, pero sólo le salían versos deformes, tullidos, que tachaba con el lapicero. Cuando se hallaba en aquel trance, alguien golpeó su puerta. Siguió con el conato de poema, ignorando los golpes en la puerta. Escribió un verso. Lo leyó y le pareció pésimo. Lo tachó. Volvieron a golpear la puerta. Se puso de pie. Fue hacia la puerta. Abrió. Era Fabiana con una amiga. La amiga era bajita, de cuerpo atlético, tenía los ojos grandes y verdes, la nariz respingada y los labios carnosos. Vestía un polo y un jean ceñido. Hola, Agustín, saludó Fabiana. Hola, saludó Agustín. Ella es Flor, dijo Fabiana señalando a su amiga. Agustín la saludó y le dio un beso en la mejilla. Pasen, dijo luego. Las dos amigas pasaron. Flor se acercó al armario y al escritorio. Tienes bastantes libros, le dijo a Agustín. Luego, mirando la hoja donde estaba el conato de poema, preguntó ¿Tienes problemas con la inspiración? Sí, le dijo Agustín, mi principal problema es que creo que no existe. ¿De verdad crees eso? A veces, a veces sostengo su existencia a pesar de todo, todo es cuestión de ánimo. ¿Escribes poemas? Escribo poemas, cuentos, novelas, ensayos... ¿Y has publicado algo? Este año voy a publicar. ¿Quiénes son tus poetas favoritos? Tengo muchos poetas favoritos. Dime algunos. A ver, me gustan los poetas griegos, los poetas latinos, me gusta Dante, me gusta Juan de la Cruz, me gustan Quevedo y Góngora, me gustan Li po y Basho, me gusta Holderlin, me gustan Baudelaire y Rimbaud, me gustan Breton y Éluard, me gustan Vallejo, Martín Adán y César Moro...Y otros más. Has leído bastante para ser tan joven. Es que supe desde niño que quería ser escritor.¿Tú escribes poemas? Sí, a veces, pero no se los he mostrado a nadie. ¿Y qué poetas te gustan? Me gustan los poetas del siglo de oro español, los románticos ingleses y los surrealistas franceses. Tienes buen gusto. He traído algo, dijo Fabiana, y mostró una bolsa. ¿Qué es?, le preguntó Agustín. Fabiana sacó una botella de whisky. ¿Tienes hielo?, le preguntó a Agustín. Sí, sí tengo,le respondió él. ¿Y vasos? Por ahí tengo unos. Creo que están encima del friobar. Mientras Agustín y Flor conversaban, Fabiana servía whisky en unos vasos en los que había puesto algunos cubitos de hielo. Fabiana me ha dicho que fumas marihuana, le dijo Flor a Agustín. Bueno, sí fumo. ¿Tienes? Sí ¿por qué? ¿quieres? Sí, me gustaría fumar. Agustín abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó una bolsa de marihuana. La abrió, cogió un poco de yerba y la volvió a cerrar. También sacó papel de liar del mismo cajón. Preparó un troncho bastante grande. Sentado en su colchón, fumó con Fabiana y Flor. Cuando terminaron, comenzaron a beber. Mientras bebían, Flor le pidió a Agustín que preparara otro troncho. Agustín así lo hizo y volvieron a fumar. Flor se embriagó pronto. Bebieron bastante y fumaron dos tronchos más. En un momento inesperado, Flor se puso de pie y dijo Tengo ganas de bailar. Estoy borracha y estonaza. No tengo radio, le dijo Agustín. No importa, yo me imagino la música y bailo. De niña hacía eso, imaginaba la música y bailaba. Flor comenzó a bailar. Se movía grácilmente, con gran flexibilidad. Movía la cabeza, los hombros, el pecho, la cintura, la cadera, los brazos, las piernas. Fabiana, que también estaba algo borracha y bastante drogada, se puso de pie y acompañó a Flor en su danza. Ambas se movían al son de una música silenciosa. Agustín las contemplaba, sentado en su colchón. Ellas se atraían y danzaban rozándose. Empezaron a excitarse. Fabiana se puso de espaldas a Flor y ésta la rodeó con los brazos y le acarició los senos. Luego la besó en el cuello. Fabiana volteó un poco la cabeza y se dieron un beso en la boca. Agustín se excitó. Las dos chicas se pusieron frente a frente y volvieron a besarse. Después, sin dejar de danzar, se fueron quitando la ropa. Agustín las miraba, embelesado. Cuando quedaron desnudas, fueron hacia él. Lo desnudaron. Se acostaron los tres, hasta quedar agotados.
Fabiana y Flor se convirtieron en visitantes asiduas del cuarto de Agustín. Iban casi todos los días y fumaban, bebían y se acostaban. A Agustín le quedaba muy poco tiempo para leer y escribir. Pensó que se estaba distrayendo mucho de su labor. Acabado el Verano, dejó de abrirle la puerta a sus amantes y amigas. Una tarde de Otoño se encontró con Fabiana en la puerta de la casa. Ella le dijo que lo buscaban y que nunca estaba. Él le confesó que sí estaba pero que no les abría la puerta porque tenía que escribir. Lo lamento mucho, dijo. Qué egoísta eres, le dijo Fabiana. Tengo que escribir, repuso Agustín. ¿Y no te queda tiempo para estar con nosotras? No, en realidad no. No te entiendo, Agustín. Es muy sencillo, tengo que escribir, ya te dije, no puedo estar perdiendo el tiempo. Ah, o sea que con nosotras perdías el tiempo. No sé qué decirte, Fabiana. Mira, mejor no digas nada, quédate tranquilo que ya nunca más voy a golpear tu puerta de mierda.
Durante el Otoño Agustín trabajó intensamente. Escribió mucho. Envió varios trabajos a distintos concursos. Leyó bastante. Le parecía estar pasando por un muy buen momento. Llegado el Invierno, las cosas cambiaron. Agustín perdió fuerza e inspiración. A veces se pasaba todo el día tirado en su colchón, fumando. El Invierno lo deprimía muchísimo. Para combatir esa depresión salía a pasear, pero el Cielo gris, la brisa fría y la neblina lo desazonaban. Sólo la contemplación del Mar lo hacía olvidarse de todo. Un día se le ocurrió revisar sus escritos. Eran cuatro novelas, treinta cuentos, cincuenta poemas y un ensayo en ciernes. Hizo pedazos tres novelas, veinte cuentos, cuarenta poemas y el ensayo. Se consideró un mal escritor. Su trabajo le parecía despreciable. Cayó en una etapa de sequía. No podía escribir nada. Por más que lo intentaba, no podía. Una tarde, al volver de dar un paseo, encontró una computadora en su escritorio. Sobre ella había una nota que decía Para que trabajes mejor-Tu mamá. Agustín encendió la computadora. Vio que tenía internet. Desde aquella ocasión se pasaba los días mirando páginas porno y chateando con amigos y amigas que no veía desde hacía mucho tiempo. Una Noche, alguien llamó a su puerta. No fue a abrir, temiendo que fuese Fabiana. Siguieron llamando. Se oyó una voz desde fuera que dijo Agustín. Agustín, extrañado, se paró- estaba sentado ante el escritorio, viendo una página porno en la computadora-y fue a abrir. Cuando abrió vio a un tipo de su misma estatura, gordo, de cara redonda, ojos verdes, nariz ancha, boca grande y cabello castaño. Fernando, le dijo. Agustín, cómo estás. Ahí, viviendo, pasa, pasa. Se dieron un abrazo. Fernando entró al cuarto. Agustín cerró la puerta. Luego le alcanzó a Fernando la silla del escritorio. Él se sentó en su colchón. ¿Cómo supiste dónde vivía?, le preguntó a su amigo. Fui a tu jato y tu mamá me dio la dirección. Mi mamá no le da la dirección a ninguno de mis amigos, sólo a ti; te considera un chico ejemplar porque estudias Arquitectura en la Católica. Fernando se rió. Luego le preguntó a Agustín ¿Tú todavía no quieres estudiar nada? No. Yo sólo quiero ser escritor. ¿Y qué estás escribiendo? Por ahora nada. Estoy en etapa de sequía. ¿Y te pasas todo el día metido en este cuarto? Por ahora sí. ¿Y qué haces? Miro páginas porno en internet, chateo, fumo marihuana... No la pasas tan mal, entonces. Los dos amigos rieron. ¿No quieres tomar un par de chelas?, le preguntó Fernando a Agustín. Bueno, respondió éste. Salieron a comprar a la tienda de enfrente. Luego volvieron al cuarto. Mientras bebían, Agustín le dijo a Fernando Mi mamá me ha puesto un plazo. Me ha dicho que si en un año no logro publicar nada y no logro ser reconocido como escritor, tendré que estudiar en la universidad. ¿Y cómo te va con eso de publicar y de ser reconocido? Mal, bastante mal. No he logrado ganar ningún premio y no he conseguido que me publiquen nada. En la universidad hay alguien que te puede ayudar. ¿Quién? Es el director del Departamento de Humanidades. Es el profesor más antiguo de la universidad y es todo un humanista. Puedes llevarle tus escritos y decirle que quieres publicar. Él ya te dirá qué es lo que tienes que hacer. Es un buen dato, iré a verlo. ¿Cómo se llama? Juan Carlos García. Iré a verlo. Sí, sería bueno que fueras a verlo. ¿Te apetece un batecito? Bueno.
Poco antes de terminar el Invierno, Agustín logró escribir un poema una tarde triste después de dar un paseo. Se sintió restablecido. Tal vez la sequía había terminado. Aun así, continuaba mirando páginas porno en internet y chateando con sus conocidos. Decidió arreglar eso. Decidió seguir mirando páginas porno, pero con moderación. Y decidió ya no chatear. Poco a poco volvió a escribir con gran tesón, usando la computadora que su madre le había regalado. Incluso fue a ver al profesor Juan Carlos García. Era un anciano de buen porte, alto, de ojos grises, y usaba bigote. Agustín le dijo que era escritor, que aún no había publicado nada y que deseaba hacerlo. A continuación le alcanzó algunos de sus cuentos y poemas. El profesor los leyó ahí mismo. Al terminar la lectura no dio su opinión, pero le dijo a Agustín que podía contactarlo con un editor. Escribió algo en un papel, luego puso el papel en un sobre, y en el sobre escribió un nombre y un número de teléfono. Es un editor joven que publica a jóvenes, le dijo a Agustín, llámalo y ponte de acuerdo con él, y cuando lo veas dale esta carta. Agustín le agradeció mucho al profesor y se retiró. Llamó al joven editor y quedaron en encontrarse en la Alianza Francesa de Miraflores a las siete de la tarde. El encuentro fue breve. El editor tendría unos treinta años y era grueso y de estatura mediana. Tenía el cabello hirsuto, usaba gafas, y llevaba una barba de cuatro días. Agustín le entregó un poemario y unos cuentos que había reunido para que formaran un volumen. El joven editor le dijo que lo llamaría.
Llegó la Primavera. Agustín estaba angustiado. No había ganado ni quedado finalista en ninguno de los concursos a los que había enviado sus trabajos, y el joven editor no lo había llamado. Su producción literaria fue aumentando. Escribía todos los días y se sentía dichoso. Pensó que sería maravilloso escribir sin tener la necesidad de publicar. Escribir por escribir, he ahí la dicha, pensaba. Pero él tenía que publicar. Si no lo hacía, tendría que dejar de escribir. Además, el deseo de ser un escritor reconocido no lo había abandonado. Pensaba que la dicha también consistía en escibir y ser reconocido por ello. ¿Por qué para él era tan difícil lograr eso? A veces se sentía un desdichado. A veces pensaba que su destino no era ser un gran escritor. Una Noche, poco antes de terminar la Primavera, salió a la calle y fue a una farmacia. Allí se compró treinta diazepam. Ni siquiera le pidieron receta médica. Después fue a una tienda y compró una petaca de ron. Ya en su cuarto, se tomó las treinta pastillas y se fumó un bate. Ya fumado y sumamente relajado, se puso a tomar. Cuando ya iba por la mitad de la petaca, alguien llamó a su puerta. No hay nadie, dijo. Agustín, soy yo, dijo el que llamaba. Agustín reconoció la voz de Fernando. Se acercó a la puerta y le dijo Fernando, no te puedo abrir. Por qué, qué pasa, preguntó Fernando. Porque me estoy autodestruyendo. Pero qué dices, ¿estás loco?, yo sólo he venido a tomar unas chelas contigo. Tengo algo de ron, ¿quieres? Sí, bueno. Agustín abrió la puerta. Fernando entró, todo desconcertado. Agustín le dio la espalda y fue, trastabillando, hacia su colchón. Allí se sentó y bebió un trago de ron. ¿Por qué estás tan raro? ¿Has bebido mucho?, le preguntó Fernando. He fracasado, respondió, la Esperanza se acabó para mí. Maldita Esperanza. La Esperanza es una maldición de los dioses, Fernando, ¿nunca has pensado en eso? ¿Por qué me dices eso? Porque tú eres un buen amigo y siempre estás dispuesto a escuchar. ¿Qué te pasa, Agustín? Estás más que borracho. El tiempo se me va a acabar y yo no lograré ser un escritor reconocido. Ah , es eso, se te va acabar el plazo. Sí, querido amigo, y yo prefiero abandonar este gran teatro antes que renunciar a la literatura. Agustín, ¿qué has hecho? Tengo dentro de mí treinta diazepam y media petaca de ron. ¡Puta madre, Agustín, qué mierda has hecho!,¡cómo se te ocurre.! Fernando fue hacia Agustín y trató de levantarlo pasándole los brazos bajo los sobacos. Agustín se zafó y se puso de pie. ¡No te metas en mi vida!, vociferó. Dio unos pasos y cayó al suelo. Luego se levantó y se apoyó en la pared. Fernando fue hacia él y le dio un puñetazo en la barbilla con todas sus fuerzas. Agustín cayó, sin conocimiento. Fernando lo levantó como pudo, se puso detrás suyo y le rodeó el vientre con ambos brazos. De esa manera lo llevó al baño, lo puso frente al váter y le presionó el vientre con fuerza. Agustín vomitó. Fernando le presionó el vientre todas las veces que fue necesario. Finalmente, lo llevó a su colchón y ahí lo dejó dormido. Él se sentó en la silla del escritorio y desde allí veló el sueño de su amigo. Al día siguiente, Agustín despertó pasado el mediodía. Vio a Fernando, que dormía sentado en la silla. Trató de recordar lo que había pasado, pero no pudo. Fernando despertó. ¿Qué pasó?, le preguntó Agustín. Eres un huevón, quisiste dormirte para siempre. Sí, eso quería, no sé qué hago aquí. Hice que vomitaras toda la mierda que te habías metido. ¿Se supone que tengo que agradecértelo? Se supone, pero no lo hagas, no estás bien de la cabeza. Puedo intentar hacerlo otra vez. Hazlo si quieres, ya no creo que aparezca a aguarte la fiesta. Bueno, me voy. Fernando se puso de pie, abrió la puerta de la habitación y se fue.
Llegó el Verano. Agustín no volvió a intentar suicidarse porque consideró que seguir vivo ya era una especie de suicidio. Pasó los últimos días que le quedaban de plazo escribiendo. El día que se cumplió el plazo, revisó todo lo que había escrito. Lo rompió todo y salió a pasear. Fue hasta Pardo, y desde allí anduvo hasta el parque Kennedy. Se sentía mareado. Le dieron ganas de tomar agua. Cruzó hasta Diagonal y vio a su madre sentada en la terraza de un café. Estaba con su novio de hace años, aquel tipo calvo y entrado en años que tenía un Mercedes. Al verlos juntos tuvo ganas de acercarse y de presentarse. No entendía por qué su madre no le hablaba de su noviazgo. Supuso que era por miedo. Miedo a los celos de su hijo. En ese momento, Agustín no se sintió celoso. Pensaba que si su madre y aquel hombre habían durado tanto tiempo juntos era porque de verdad se querían. Aun así, prefirió no acercarse.
Al día siguiente, en la mañana, Agustín esperaba a su madre sentado en la silla del escritorio. Cuando llamaron a la puerta, abrió de inmediato. Hizo pasar a su madre. Se quedaron parados frente a frente. No lo conseguí, dijo Agustín. Ya lo sé, dijo su madre, y lo siento. Gracias por el plazo, mamá. Después de decir eso, Agustín volvió a sentarse en la silla. Bueno, mañana te ayudaré a hacer la mudanza, le dijo su madre, y se fue.
Agustín entró a la universidad a estudiar Derecho y nunca más escribió.

1 comentario:

  1. Buena la historia. Hasta me he reído. Los diálogos, los personajes y la cuenta atrás me han gustado. La cuenta atrás la hace aun mejor, más rápida hacia la autodestrucción. No se llega a provocar la muerte pero muere de todas formas, un gran final.

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