miércoles, 17 de febrero de 2010

El ex compañero

Hace unos días me encontré con un ex compañero de clase. Fue un encuentro peculiar, doloroso e inolvidable. Fue el viernes en la tarde, en el bar del hotel Bolívar. Yo había estado escribiendo durante casi todo el día, así que decidí ir a tomarme un pisco sour y a relajarme un poco. Hacía bastante calor. Este verano me parece que es uno de los más fuertes que los limeños hemos vivido. Ocupé una mesa en la terraza y pedí un pisco sour. Mientras esperaba, miraba a la gente y a los carros que pasaban por la avenida La Colmena. Se oían los cascados rugidos de los motores y los graves graznidos de los claxones. De rato en rato pasaba un viento fresco. Un mozo me llevó mi pisco sour. Le di las gracias y levanté la copa. Tenía muchas ganas de tomar un pisco sour. Di un buen sorbo. El sabor amargo, ácido y dulzón me alegró el ánimo. Sentí el calor de la bebida por todo el cuerpo. Me relajé y me repantigué. Olvidé con gusto mi trabajo. Dejé de pensar en argumentos, personajes y situaciones. Me sentí muy bien. Me acabé el pisco sour con relativa prontitud. Pedí otro. Estaba contento y sosegado. Cuando comenzaba a atardecer y cuando yo ya iba por el tercer pisco sour, alguien gritó mi nombre desde adentro. ¡Alberto! Miré hacia adentro y vi a un hombre que me hacía señas con la mano derecha. Como soy miope, no lo distinguí. ¡Alberto!, volvió a gritar. Luego comenzó a avanzar hacia donde yo estaba. Me puse de pie. El tipo llegó a mi mesa y, muy sonriente, me dijo Alberto, qué gusto de verte, y qué sorpresa encontrarte, hace años que no nos vemos. Yo no atiné a decir nada y seguí parado, mirando extrañado a aquel personaje. No sabía quién era. No me reconoces, ¿no?, me dijo. No, en realidad no..., fue lo único que pude decirle. Soy Toño Acosta, del colegio, estuvimos en el mismo salón, me dijo. ¿Toño Acosta?, interrogué. Ese hombre no podía ser Toño Acosta. Toño Acosta era el compañero más admirado de clase. Era el más guapo, el que sacaba mejores notas, el que mejor jugaba fútbol y fulbito, el que más le gustaba a las chicas, el que mejor se trompeaba. Sólo se trompeó una vez, cuando estábamos en tercero de secundaria. Su rival fue un negro de quinto, al que le decían "El Gorila." Toño lo venció fácilmente, y nunca más se volvió a trompear con nadie, pues todos le cogieron respeto. Era rubio, tenía los ojos verdes y su cuerpo era atlético. Estuvo con varias chicas de clase y de otros años. Parecía un actor de cine. El hombre que estaba frente a mí era de mi misma estatura, estaba casi completamente calvo y el poco pelo que tenía era cano. Además de eso, tenía arrugas en la frente, patas de gallo y grandes ojeras. Le faltaban varias muelas, estaba bastante panzón y vestía con desaliño. Ese hombre no podía ser Toño Acosta. En todo caso, lo único que no había cambiado en él eran los ojos verdes. Toño..., le dije, qué sorpresa. Dame un abrazo, carajo, me dijo él, y me abrazó con fuerza. Yo también lo abracé. Le olían los sobacos. Cuando nos separamos, Toño me dijo He leído tus novelas, y he visto las entrevistas que te han hecho en la televisión. Felicitaciones, pues, hermano, finalmente llegaste a ser el escritor que quisiste ser desde niño. Me acuerdo que en primaria ya escribías. Gracias, le dije, tú estudiaste Derecho, ¿no? Sí, pero no terminé, me largué de la universidad cuando estaba en sexto ciclo. ¿Y te casaste? ¿Tienes hijos?, le pregunté. Sí, me casé a los treinta, y tengo un hijo y una hija; mi hijo tiene ocho y mi hija tiene seis. ¿Tú te casaste? No, no, me quedé soltero. Todavía puedes casarte, apenas tenemos treintainueve. Toño rió. Pensé que no le convenía reírse, ya que se le notaba la carencia de las muelas. El próximo año cumplo cuarenta, carajo, me dijo, estoy asustado. Yo también cumplo cuarenta el año que viene, le dije. ¿Y no te da miedo? No, no, para nada. Te mantienes bien, no aparentas tu edad. Tú también te mantienes bien, mentí con descaro. ¿Has venido solo?, me preguntó. Sí, tenía ganas de tomar un pisco sour. Yo he venido con unos amigos, a hablar sobre un proyecto de trabajo. Cuando termine, vengo para acá, para tomarnos un pisco sour juntos. Ah ya, está bien, yo todavía me voy a quedar un buen rato. Ya pues, dentro de un rato regreso. De acuerdo.
Me senté y pedí otro pisco sour. Lo necesitaba. Ver a Toño Acosta me había chocado. Tenía treintainueve años y parecía un viejo acabado. ¿Qué le habría pasado? ¿Por qué se había descuidado tanto? No quería compararme, pero yo, a su lado, parecía un jovenzuelo. Además de no estar casado, corría y levantaba pesas todas las mañanas. Por eso se me veía en buen estado. Sin embargo, ni el estar casado ni la falta de ejercicio podían haber estragado tanto a Toño Acosta. Qué mierda le habría pasado, me preguntaba. Llegó mi cuarto pisco sour. Bebí con avidez.
En la Noche, cuando ya yo no sabía cuántos pisco sour llevaba bebidos, Toño Acosta se acercó a mi mesa. ¿Se puede?, me preguntó sonriente. Claro, claro, le dije, siéntate por favor, Toño. Él se sentó frente a mí. Llamó al mozo y le pidió dos pisco sours. Yo ya andaba medio borracho. ¿Ves a alguien de clase?, me preguntó Toño. No, hace años que no veo a nadie, le respondí. Yo a quien veo a veces es al chato Micky. Ah, ese chato, fumonazo, ¿no? Toño rió y asintió. Sí, ese chato no puede con su vicio. Nos llevaron los pisco sour. Toño levantó su copa y dijo Bueno, salud por el reencuentro. Salud, dije yo. Entrechocamos las copas y bebimos. ¿Y por qué no te has casado?, me preguntó Toño. No sé, quizá por mi excesiva tendencia al aislamiento. Pero tendrás tus chicas, ¿no? Eres un escritor conocido, debes de tener muchas admiradoras. Bueno, nunca faltan amigas para salir a tomar algo. Para salir a tomar algo y algo más, ¿no? Bueno, sí. Reímos. ¿A ti cómo te va con tu esposa?, le pregunté a Toño. Ahí va la cosa, tenemos nuestras diferencias, pero seguimos juntos. Nos queremos. ¿Y le eres fiel? Toño rió. Bueno, a veces vengo por acá, por Cailloma, y echo una canita al aire, o me voy a Las Cucardas. Reímos. ¿Y en qué estás trabajando?, le pregunté a Toño. Por ahora, sólo tengo algunos cachuelos. Poca cosa. La situación está jodida, carajo. Nos acabamos los pisco sour. Yo llamé al mozo y pedí dos más. Toño y yo, ya borrachos, nos pusimos a hablar de la época del colegio. Le recordé cómo era él antes, cómo todos lo admirábamos, cómo todos queríamos ser como él. Él me hizo recordar varias anécdotas, y los apodos de los compañeros y de los profesores. Nos desternillamos de risa. Convinimos en que lo daríamos todo por volver una vez más al colegio. Mientras hablábamos me dieron ganas de ir al baño. Voy al baño, le dije a Toño. Me puse de pie y sentí toda la borrachera que llevaba encima. Fui al baño, oriné, me lavé la cara, me miré al espejo-tenía una cara de borracho tremenda-, y regresé a nuestra mesa. Toño ya había pedido dos pisco sour más. Tomamos estos y nos vamos, le dije, ya estoy bastante borracho. Ya, no hay problema, me dijo él. Bebimos en silencio. Yo pago los dos primeros que te invité, me dijo Toño, estoy misio. No te preocupes, le dije, yo invito. Volteé para llamar al mozo. Cuando lo vi, le pedí la cuenta usando mi mano izquierda como una hoja y mi mano derecha como un lapicero que escribía. Al voltear, vi a Toño cabizbajo, sollozando. Toño, ¿qué te pasa?, le pregunté. No me quiero ir, me dijo él. ¿Pero por qué lloras? Por que no quiero regresar a mi casa. ¿Y por qué no quieres regresar a tu casa? Por que allí mi esposa me trata mal. ¿Por qué? ¿Qué te dice? Toño me miró a los ojos. Sus ojos verdes estaban enrojecidos por el llanto, y me pareció que eran los mismos ojos del niño que él alguna vez había sido. Mírame bien, Alberto, me dijo, ya te habrás dado cuenta de que mi pinta está hasta las huevas. Parezco un viejo, y apenas tengo treintainueve años. Ni yo mismo sé qué me pasó. Cuando me casé aún era un hombre guapo, bien parado. Pero conforme fue pasando el tiempo, me fue creciendo la guata, me fueron saliendo arrugas, y se me fueron cayendo las muelas. Sé que estoy horrible. ¡Estoy horrible, conchesumadre! Tranquilo, Toño. El mozo llegó con la cuenta. Discúlpeme, todavía no voy a pagar, le dije, tráigame dos pisco sour más. De acuerdo, señor, me dijo el mozo, y se fue. Gracias, me dijo Toño. No hay nada que agradecer, le dije. En mi casa, cada vez que llego borracho, mi esposa me dice que soy un fracasado, que no he hecho nada bueno en la vida, que he descuidado mi aspecto y que soy un viejo horrible. No le hagas caso cuando te diga eso. Cómo no le voy a hacer caso, si tiene toda la razón. No creo que la tenga, Toño. Sí la tiene, Alberto, durante todo este tiempo no me he cuidado. Soy un alcohólico, mi esposa ha querido internarme en esos sanatorios de mierda donde te quitan la adicción al alcohol, pero yo no he querido ir. Soy un fracasado, no tengo profesión, no tengo trabajo, sólo de vez en cuando me salen algunos cachuelos, y todo lo que gano me lo tomo. He descuidado mi aspecto. Cuando me miro en el espejo, no me reconozco. Mi vida es una mierda... Toño rompió en llanto. Toño, tranquilo, le dije, mi vida también es una mierda, y no por eso me pongo a llorar. No, tu vida no es una mierda, tú eres un escritor famoso. ¿Y crees que por eso mi vida no es una mierda? Mi vida es solitaria, y muchas veces deseo que aparezca una mujer en mi camino, para vivir con ella y para que todo no sea tan miserable. Porque me siento un miserable, Toño, un miserable que tiene que escribir para olvidarse de su miseria. Mi vida es todo un fracaso. Escribir es sólo una necesidad. Necesito escribir para olvidarme de muchas cosas. El mozo llegó con los dos pisco sour. Toño levantó su copa, y me dijo Salud por nuestras vidas. Entrechocamos las copas y bebimos. Volvimos a hablar de los tiempos pasados, y reímos mucho.
Nos quedamos hasta que nos avisaron que ya iban a cerrar. Pagué y salimos trastabillando. Una vez en la calle, le dije a Toño Bueno, Toño, ya tenemos que irnos, otro día la seguimos. No, no, yo no quiero volver a mi casa. Tienes que volver, yo te pago el taxi. ¿Me puedes prestar cincuenta soles? Yo de ahí te los pago. Sí, claro, yo te presto, pero prométeme que te vas a ir a tu casa a dormir. Ya, sí, yo te lo prometo. Paré un taxi, y Toño habló con el chofer. Luego se acercó a mí y me dio un fuerte abrazo. Yo también lo abracé fuerte. Me cobra diez soles , me dijo. Yo le di sesenta. Gracias, me dijo Toño, y se subió al taxi. El carro se alejó por la avenida La Colmena. Yo estaba seguro de que Toño no se iba a ir a su casa. Seguramente se iba a ir a algún bar a seguir tomando. Sentí pena por él. Y me pareció que el que se iba en ese taxi que yo aún podía divisar era el Toño del colegio, el Toño al que todos admirábamos y que parecía un actor de cine.

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