jueves, 16 de julio de 2009

La hermana de los amigos

El primer recuerdo que tengo de ella es el de una niña al pie de un limonero, una tarde de Verano. Acariciaba y arrancaba las hojas polvorientas y hablaba sola. Era pequeña, blanca y muy linda. Parecía ensimismada y parecía disfrutar de su soledad. Estaba en mi jardín. Yo la miraba a través de mi ventana. Ella era la hermana menor de mi mejor amigo. Tenía seis años. Yo tenía trece. Mirarla me producía un gran deleite. Me parecía una niña solitaria y soñadora y presentía en ella una latente y violenta belleza. Ella estaba en el jardín de mi casa porque su hermano, mi amigo Daniel, la llevaba consigo. Su mamá no le permitía dejarla sola. Aquella tarde habían ido juntos a mi casa, y mientras Daniel jugaba Nintendo conmigo y con mis dos hermanos menores, ella se solazaba en el jardín.Yo me había asomado por la ventana de mi cuarto y había visto la encantadora imagen. Ella se llamaba Fabiola y era la menor de tres hermanos. Los tres eran mis amigos. El mayor se llamaba Gabriel, el segundo Ernesto y el tercero era Daniel.Los cuatro vivían a media cuadra de mi casa. Me quedé mirándola un largo rato, hasta que el Sol empezó a ponerse. La luz crepuscular iluminó sus manos delicadas, chiquitas, armoniosas, mientras acaricaban y arrancaban las hojas, y esmaltó levemente su cabello corto y negro. Fabiola niña al pie del limonero, es el primer recuerdo que tengo de ella.
La hermana de mis amigos era algo demoníaca. A veces su conducta era insoportable. Se portaba de manera engreída y caprichosa. Daniel tenía que ser rudo con ella. Yo sólo la observaba, casi no hablaba con ella. Ella, al principio, jugaba con mi hermano menor, que tenía su misma edad. Llegaron a hacerse buenos amigos, pero un día, a causa del capricho de ella, tuvieron una discusión y no volvieron a hablarse nunca más. Habían atrapado varios caracoles en el jardín, y los habían dividido en partes iguales. Sin embargo, ella quería tener más caracoles, y le pidió uno a mi hermano. Éste se lo dio, pero ella quiso uno más. Mi hermano no quiso dárselo, y ella se enojó y discutieron. La discusión terminó cuando ella le dijo a mi hermano que no le hablaría nunca más. A pesar del incidente, ella siguió yendo a mi casa con Daniel.
Después de haberla visto al pie del limonero, me acostumbré a espiarla. Cada vez que iba a mi casa y se quedaba sola en el jardín, yo la contemplaba desde la ventana de mi cuarto. Ella jugaba con las hojas del limonero, arrancaba algunos geranios, acariciaba las rosas...Yo olvidaba todo al contemplarla. Olvidaba que mis padres estaban separados y que no se querían, olvidaba mi Angustia, olvidaba que era un masturbador impenitente, olvidaba mi soledad...Yo era un adolescente infeliz y atormentado. No tenía muchos amigos y me gustaba andar solo. Padecía una depresión inexplicable y fuertes insomnios. Además, imaginaba cosas que se quedaban largo tiempo dando vueltas en mi cabeza. Imaginaba que me moriría pronto, que mis padres desaparecerían de mi vida, que mis hermanos se pasarían la vida jugando Nintendo para evadirse de su realidad... Imaginaba que después de muerto llegaría a conocer la verdad, que mi mamá tenía un amante, que mi papá tenía una amante, que la masturbación acabaría enloqueciéndome...Imaginaba seres horrendos que me mordisqueaban la cabeza, ángeles demacrados que balbucían palabras ininteligibles, demonios canijos que ululaban junto a mi cama y que no me dejaban dormir...Imaginaba todo eso, pero cuando contemplaba a Fabiola lo olvidaba. Me quedaba embelesado admirándola, largo rato. Esa niña, sin saberlo, aliviaba mi mente adolescente y perturbada.
Pasaron los años y dejé de ver a Fabiola. Continué viendo a sus hermanos, especialmente a Daniel, que seguía siendo mi mejor amigo. Cuando ambos salimos del colegio- teníamos la misma edad-, pensamos seriamente en nuestro porvenir. Daniel quería ser pintor y yo quería ser poeta. Él se matriculó en una academia para prepararse para la universidad. Yo preferí dedicarme a escribir y dejar lo de la universidad para después. Dejamos de vernos. Volvimos a encontrarnos cuando teníamos veinte años, en la tienda del barrio. Nos abrazamos y nos contamos nuestras vidas. Él había ingresado a la Católica, donde estudiaba Arte. Yo no había ingresado a ninguna universidad y seguía escribiendo poesía. Él me dijo que lo visitara al día siguiente, pues quería mostrarme algunos lienzos. Yo le prometí que iría. Al día siguiente, efectivamente, fui a visitarlo. Toqué el timbre. Alguien se asomó por la ventana. Era una adolescente muy hermosa. Me quedé mirándola. Miré su rostro ovalado, sus ojos negros y oblicuos, su nariz larga y fina, su boca delgada, su cabello oscuro. Como estaba apoyada en el alféizar, también pude ver sus senos inclinados, que casi asomaban fuera de la blusa. Quién es, preguntó. ¿Fabiola?, pregunté yo. Sí, me respondió ella. Soy Alfonso, le dije. ¡Ah, Alfonso! ¿Cómo estás? ¿Buscas a Daniel? Sí, busco a Daniel. Espera un ratito, ahorita lo llamo. Quedé impresionado con la transformación de Fabiola. Ya era casi una mujer. Recordé cuando era una niña hablando sola al pie del limonero de mi jardín. Ese día, estuve con Daniel en un cuarto de su azotea que le servía como taller. Allí tenía algunos lienzos que aprecié y sobre los cuales opiné. Desde aquella vez, comenzamos a vernos con frecuencia, casi como antes. Yo iba a su casa y subíamos al taller, y allí, yo veía sus lienzos y él leía mis poemas. Éramos dos artistas que compartían sus obras. Cada vez que iba a buscar a mi amigo, tenía la esperanza de que Fabiola me abriese la puerta. Eso no siempre sucedía, pero cuando sucedía, yo era muy dichoso. Daniel y yo comenzamos a salir por las noches. Íbamos a un bar del centro de Lima llamado el Munich. Allí hablábamos sobre nuestros proyectos artísticos y bebíamos cerveza hasta quedar completamente borrachos. Con el tiempo, fuimos probando otros vicios. Nos aficionamos primero a la marihuana y después a la coca. Pasábamos hasta tres días seguidos bebiendo, fumando yerba y jalando coca. Por supuesto, siempre hablando de nuestros proyectos artísticos. Daniel anhelaba viajar a Francia, y yo ansiaba marchar a España. Soñábamos con ser grandes artistas. Viajaré a Francia y seré un gran pintor, me decía Daniel, todo borracho y coqueado. Y yo, en similar estado, decía que viajaría a España y que sería un gran poeta.
Una tarde fui a buscar a Daniel y Fabiola me abrió la puerta. Estaba alta, esbelta, en flor. La niña del limonero...Cuando le pregunté por su hermano ella me dijo que él no estaba, que había salido. Yo aproveché para conversar un poco con ella. Estaba coqueado, así que hablarle no me fue difícil. Ella se mostró muy amable. Me habló de su colegio, de lo que quería estudiar después, de su vida diaria, de sus hermanos. Yo le contaba mis salidas al Munich con su hermano, omitiendo, claro está, la parte de las drogas. Sólo le decía que nos emborrachábamos y que la pasábamos muy bien. Ella ya tenía quince años y yo ya tenía veintidos. Me alegró sobremanera hablar con ella.
He olvidado mencionar algunos detalles. No he dicho dónde vivíamos Daniel, Fabiola y yo. Vivíamos en Maranga, en la calle x. Y otra cosa más. A los veintiun años yo ingresé a la san Marcos a estudiar Literatura. Se me habían quedado esos datos en el tintero.
A los veinticuatro años, Daniel se marchó a Francia. Fue un merecido premio a su constancia y a su disciplina. Se granjeó una beca y por eso pudo marcharse. Antes de hacerlo, dejó las drogas. No pudimos despedirnos. Meses después de su partida, yo también dejé la coca y la marihuana, pero me hice adicto a los tranquilizantes. Como padecía fuertes insomnios, empecé a consumir Diazepam, cada vez en mayor cantidad. Me relajaban y me permitían dormir. Sin embargo, no sólo tomaba las pastillas en la Noche, sino también en pleno día, para realizar cualquier actividad. Durante un tiempo, llegué a consumir veinte pastillas diarias. Tenía veinticinco años y hacía dos que había dejado san Marcos para entrar a la Facultad de Teología pontificia y civil de Lima a estudiar Filosofía.
Una tarde de Invierno me encontré con Fabiola en el micro. Ella ya tenía dieciocho años y estaba hermosa. Conversamos animadamente y yo le pedí el número de su celular. Ella me lo dio de buena gana. Estaba estudiando para ingresar a la Católica. Antes de que se bajara, yo le prometí que iría a visitarla a su casa uno de esos días. Me sentía especialmente atraído por esa muchacha. Fui a visitarla una tarde. Estaba sola, pues sus padres habían viajado. Conversamos mucho en la puerta de su casa. Incluso nos dedicamos a mirar el triste Cielo invernal y a tratar de identificar el árbol añoso que estaba frente a la puerta. Antes de que sus hermanos Gabriel y Ernesto llegaran yo me marché, no sin antes invitarla a salir dentro de unos días. Al cabo de esos días la llamé y quedamos en encontrarnos cerca de su academia, en la avenida universitaria con la Mar. Allí nos encontramos y le pregunté adónde quería ir. Ella me dijo que adonde yo quisiese. Le propuse ir a Miraflores. Ella aceptó. Yo iba decidido a confesarle algo. Había comprendido que la amaba. Desde que la vi, de niña, al pie del limonero, la había amado. Me atraían su belleza violenta, sus ojos negros y profundos, su voz de miel aguda, su carácter de ángel malhumorado...Pero también la amaba. La amaba fatalmente. Fuimos en una combi hasta la cuadra x de la avenida del Ejército. Allí nos bajamos y caminamos por el malecón. Veíamos el Mar plateado, inmenso y susurrante bajo el Cielo grisiento. Íbamos conversando animadamente. Ella me decía que estaba muy ilusionada por entrar a la Católica a estudiar Educación. Yo le decía que ya estaba aburrido de la universidad y que pensaba dejar los estudios. En realidad, ya lo había hecho. No me había matriculado en el ciclo correspondiente y me estaba gastando el dinero de la matrícula. Llegamos a un parque y nos sentamos a contemplar el Crepúsculo. El Sol anaranjado se iba ocultando en el Mar. Fabiola me preguntó cómo estaba. Estoy amando, le respondí yo. ¿Estás enamorado?, me preguntó ella. Sí, le respondí. ¿De quién? De ti. Acerqué mi cara a la suya para besarla. Ella se apartó y me dijo Espera, déjame asimilar lo que me has dicho. De acuerdo, le dije. Estaba tranquilo, pues me había tomado cuatro Diazepam antes de salir de mi casa. Acabado el Crepúsculo nos pusimos de pie y seguimos andando. Fuimos a Larcomar, paseamos por allí. Luego tomamos un taxi que nos llevó hasta el parque Kenedy. Dimos una vuelta por el parque y luego fuimos al Café Café. Ella pidió un café y yo una manzanilla. Estuvimos conversando hasta eso de las diez. A esa hora emprendimos el camino de regreso a casa. Volvimos en una combi que nos dejó en Faucett con Precursores. Caminamos juntos hasta Chachani. Ella no quería que yo la acompañara a su casa porque temía que sus hermanos nos viesen. Al despedirnos, yo la besé en la boca. Ella correspondió a mi beso. Pasado un rato, cada uno siguió su camino por calles diferentes.
Así comenzó nuestra relación. Yo la amaba, pero ella creo que tenía sus dudas. Salíamos casi todos los días. Íbamos a Miraflores, al Olivar, a La Punta...Yo me gastaba el dinero de la matrícula con ella. ¿Cuándo piensas volver a estudiar?, me preguntaba. No sé, eso me tiene sin cuidado, le respondía. Ella padecía bruscos cambios de ánimo. A veces estaba contenta y de un momento a otro se tornaba triste y sombría. ¿Qué te pasa?, le preguntaba. Nada, me contestaba, visiblemente perturbada. Yo padecía lo mismo. A veces me hallaba deprimido y ella no sabía qué hacer conmigo. A pesar de los Diazepam, yo seguía padeciendo insomnios. Eso me debilitaba y me ponía de mal humor. Fabiola lo notaba y me preguntaba por qué estaba así. Yo no sabía qué responderle. Ella también solía tener dolores de cabeza y dolores de hombros. Yo trataba de aliviarla haciéndole masajes, pero era inútil. Ella también andaba tensa porque pensaba que sus hermanos nos podían descubrir en cualquier momento. Nuestra relación era una relación prohibida. Ella era la hermana menor de mis amigos, y yo, de algún modo, estaba traicionando a los mismos. Qué diría Daniel si se enterara, me decía ella con frecuencia. Yo no le respondía. Sólo la besaba largamente, olvidándome de todo. Una tarde, fui a buscarla a su casa. Estaba sola. ¿Y si estaban Gabriel y Ernesto?, me preguntó ella. Les decía que venía a buscarlos a ellos, le respondí. Ella sonrió y me dio un beso. A veces podía ser inmensamente tierna. A veces parecía que me quería. Entramos a su casa y subimos a la azotea. Entramos al antiguo taller de mi amigo Daniel que ahora era una habitación para huéspedes. Si alguien viene te puedes quedar escondido aquí, me dijo ella. Yo la abracé y la besé. Nos echamos en la cama. Dejamos en paz a nuestra carne, y terminamos haciendo el amor. Era su primera vez. Recuerdo que jadeó y gritó mucho. Incluso lloró. Tuvo un orgasmo casi divino. Me rasguñó, me mordió, me golpeó, gritó, lloró y tembló de dicha y de placer. Luego, al calmarse, se recostó en mi pecho, inofensiva, niña, inerme. Nos quedamos dormidos. Unas voces nos despertaron. Eran sus hermanos. Ella se levantó sobresaltada y me dijo Escóndete debajo de la cama y no salgas hasta que yo te diga. La obedecí. Ella se vistió, salió del cuarto y bajó. Pasé horas oculto bajo la cama. Al fin, ella llegó y me condujo sigilosamente a la salida.
Pensando en mi relación con Fabiola, me di cuenta que no había futuro para nosotros. Sus padres y sus hermanos no aprobarían la relación. Y ella misma no estaba muy segura. Morábamos en la incertidumbre. Hasta cuándo íbamos a seguir saliendo así, ocultos, temerosos, inseguros. Tal vez todo era una obsesión mía o un capricho suyo. Poco a poco comenzamos a hacernos daño. Nuestros cambios de humor eran insoportables, y ella parecía contrariada o aburrida de mí. Es mejor que no nos veamos tanto, me dijo ella una vez. ¿Por qué?, le pregunté. Porque nos pueden descubrir, nos pueden ver los vecinos, o peor aún, mis hermanos o mis papás. Yo comprendí que la relación era casi imposible. Teníamos que estar alerta, teníamos que andar con cuidado, con sigilo, con miedo. Eso no era lo que yo quería. ¿Y si hablo con tus papás y con tus hermanos?, le dije una vez.
¿Serías capaz?, me preguntó ella. Creo que sí, le respondí. Creo que no te escucharían, aseveró ella.
Una Noche, ella me dijo Te quiero. Yo quedé emocionado. Ella no solía revelar lo que sentía. La besé largamente. Esto me tiene muy tensa, me dijo ella. No sé qué va a ser de nosotros. No te preocupes, le dije, y volví a besarla. Después de esa noche, ella dejó de llamarme. Yo la llamé un par de veces para invitarla a salir, pero ella me dijo que tenía exámenes y que estaba estudiando. Desde aquel momento dejamos de llamarnos. Lo nuestro se acabó. Creo que sucumbimos a la tensión, al Remordimiento, a los cambios de ánimo, a nuestras mutuas enfermedades del espíritu. Nuestra relación, desde el principio, careció de futuro.
El Tiempo ha pasado. Ahora tengo treintaiun años y vivo en España. Me dedico a escribir relatos y poemas en diversas revistas. Fabiola sigue en Perú y estudia Educación. Sé poco de ella, pero aún la amo. Cada vez que quiero olvidar cosas como mi depresión-padezco de depresión-,mi adicción a los tranquilizantes, mi amor frustrado o mi adolescencia atormentada, imagino a la niña al pie del limonero, jugando y arrancando las hojas, y hablando sola.

2 comentarios:

  1. Muy interesante, dos espíritus enfermos que al encontrarse se curaban mutuamente.

    ResponderEliminar
  2. Buenota la historia.!! aunque hubiese preferido que divulguen su romance para no tener problemas. Pero Muy buena.

    ResponderEliminar