martes, 28 de julio de 2009

Un fin de semana

Desperté con la vaga esperanza de que lo que había sucedido el día anterior fuese un sueño. Lentamente, fui recomponiendo la realidad. Reconocí mi cuarto, vi cómo la luz macilenta del Otoño se filtraba por las cortinas, me fijé en los objetos que me hacían más familiar la habitación. Tuve plena conciencia del espacio. Sabía dónde estaba. Me pregunté qué hora era y qué día sería. Serían las nueve de la mañana de un día Domingo. Lo que me había pasado el día anterior podía ser un sueño. Sí, tal vez había soñado que me había roto el brazo izquierdo en una pelea de Judo. Quizá fuese un sueño... Pero no, el dolor estaba ahí. Además de tener conciencia del espacio y del tiempo también tenía conciencia del dolor. Sentía que mi brazo izquierdo latía dolorosamente. Oh no, pensé, no ha sido un sueño. Me miré el brazo enyesado y lamenté mi situación.Oí las voces de mis hermanos y de mi mamá. Se preparaban para salir de casa. También oía cómo mi papá se lavaba en el baño del primer piso. Cuatro semanas enyesado, pensé, no podré entrenar durante casi un mes. Yo tenía quince años y estaba enamorado del Judo. Entrenaba mucho para llegar a ser campeón. El día anterior, Sábado, había ido a entrenar a mi club. Los profesores y los alumnos de otro club nos hicieron una visita, y se realizó una competencia amistosa. Yo peleé contra un muchacho que tenía dos años más que yo, que me llevaba varios kilos y que tenía experiencia competitiva. Yo no había competido nunca. A los dos minutos de la pelea, me proyectaron y caí sobre mi brazo izquierdo. Éste dio una vuelta entera y se rompió. Yo sólo oí un crujido y me quedé tendido en el tatami. Al poco rato el dolor apareció y se fue incrementando con una velocidad inmisericorde. Grité con fuerza. Los profesores se acercaron y me jalaron el brazo, le dieron vueltas, lo subieron y lo bajaron, consiguiendo sólo aumentar mi dolor. Decidieron llevarme donde una huesera. Ésta me hizo llorar de dolor y al finalizar sus tejemanejes me dijo que ya todo estaba bien. Aun así, el brazo me siguió doliendo, así que por la tarde mi Mamá me llevó a una clínica y allí me revisaron el brazo, me lo movieron un poco y finalmente me lo enyesaron.
Mi mamá entró a mi cuarto. Hijito, tus hermanos y yo ya nos vamos a la casa de tu tía Doris, me dijo, ¿tú quieres ir con nosotros? No, mamá, gracias, yo me quedo a descansar, me duele mucho el brazo, le dije. Ah ya, hijo, está bien, en la refrigeradora hay comida del chifa que quedó de ayer, cuando te dé hambre come eso, y toma tus pastillas para el dolor y para la desinflamación. No te olvides. Después de decirme eso, mi mamá se acercó a mi cama, se inclinó y me dio varios besos en la frente. Mi hijito lindo de mi corazón, me dijo, ya verás cómo las cuatro semanas se pasan volando y vuelves a entrenar. Me dio otra serie de besos, luego se incorporó, dio media vuelta y se despidió Chao, hijito, ya nos vemos en la tarde. Chao, mamá, le dije yo, que les vaya bien. Mis dos hermanos menores también se acercaron a despedirse de mí con un beso en la mejilla y luego bajaron al jardín precipitadamente. Oí cómo mi mamá arrancaba el carro. También oí entrar a mi hermano menor al vehículo y cerrar la portezuela. Oí a mi hermano segundo abrir el portón del jardín, al carro dar marcha atrás, al portón cerrarse, y a mi hermano segundo entrar al vehículo y cerrrar la portezuela. Finalmente, oí al carro alejarse. Me levanté de la cama y fui al baño. Oriné, defequé, y me aseé. Con la piyama puesta, bajé al primer piso. Allí mi papá se arreglaba frente al espejo. ¿Vas a salir?, le pregunté. Sí, me respondió secamente. Mi papá y mi mamá eran separados, pero vivían en la misma casa. Dormían en cuartos diferentes, pero eso lo hacían desde hacía años, aun antes de separarse. En aquel tiempo, los dos salían los Domingos. Mi mamá se iba con mis hermanos a casa de la tía Doris y mi papá se iba no sé adónde. Salían en la mañana y volvían en la tarde o en la Noche. Yo solía quedarme solo en casa. Me gustaba quedarme solo, pero echaba de menos los ya lejanos Domingos en los que la familia entera se quedaba en casa, compartiendo el día. Mi papá y mi mamá no se hablaban. Lo que sí hacía cada uno era hablar mal del otro. Fui a la cocina. Me serví un vaso con agua y tomé dos pastillas. Mi papá entró y me preguntó ¿Te duele el brazo? Un poco, le respondí. Sólo tú tienes la culpa de lo que te ha pasado, me dijo con gravedad. Has sido un insensato. Cómo se te ocurre pelear con gente que te aventaja en todo. Tan joven y ya has fregado tu futuro, ya no podrás practicar Judo como antes, ese brazo te va a quedar mal. ¡Eres un tonto! Yo no decía nada, sólo escuchaba, cabizbajo. Mi papá, ya exaltado, continuó ¡Tú solo te has fregado! ¡No me imaginaba que eras tan tonto! ¡Tenías todo un porvenir por delante y lo has arruinado todo! ¡Ya no vas a poder entrenar , te vas a quedar con ese brazo malogrado para siempre! Mi papá me hablaba con una ira inconcebible. Yo no sabía que había obrado tan mal. Mi papá me hacía sentirme culpable y desgraciado. No sabía qué le pasaba, no sabía por qué estaba tan enojado, tan lleno de ira, tan fuera de sí. Parecía que me odiaba. ¡Insensato! ¡Eres un insensato! ¡Te has fregado solo!, continuaba. Por un momento, llegué a pensar que se había vuelto loco. ¡Tenías un futuro prometedor! ¡Ibas a ser campeón! ¡Y ahora lo has arruinado todo!, seguía. Salió de la cocina y entró a su cuarto. Yo me quedé todo apesarado. Al cabo de un rato, oí cómo mi papá salía de la casa. Estaba tan enojado que ni siquiera se había despedido de mí.
Mientras me preparaba un pan con mantequilla, sonó el timbre. Decidí terminar de prepararme el pan y después abrir. Ante mi demora, el timbre comenzó a sonar con insistencia. La persona que tocaba parecía estar nerviosa. Dejé el pan y salí a abrir.En el jardín, mi perro Franz, un labrador, me saludó dando saltos y vueltas a mi alrededor. Hola Franz, hola, cómo estás, le decía yo, acariciándolo. Al abrir la puerta, me llevé una gran sorpresa. Vi a una mujer de estatura mediana, flaca, de unos cuarentaitantos años frente a mí. Tenía los ojos verdes y desorbitados. ¿Sí?, le pregunté, ¿qué desea? Ella, muy alterada, me gritó ¡Tu madre es una puta! ¡Una maldita puta que destruye hogares! ¡Hace rato la vi salir de aquí, le hice una seña para que bajara de su carro y ella se escapó! ¡Es una puta! ¡Una maldita puta! Yo me quedé alelado. No sabía qué hacer. Lo primero que se me vino a la cabeza fue empujar y patear a esa loca. ¡Fuera de mi casa, loca hija de puta!, me dieron ganas de decirle. Pero ella continuó Yo soy la esposa del jefe de tu mamá. Ella está con él desde hace un tiempo, y mi hogar se ha destrozado. Mi hijo y mi hija sufren como no te lo imaginas, y eso a la puta de tu madre no le interesa. Más aun, es tan atrevida que dejó una foto tuya en el carro de mi esposo, sabiendo que yo también lo uso. Me mostró una foto tamaño carné. En ella aparecía yo. ¡Ella dejó esa foto para que yo la viera! ¡La dejó para provocarme! ¡Qué tipo de persona hace eso! ¡Qué tipo de persona deja la foto de su propio hijo para provocar a otra! Yo no dije nada. Se me cayeron las lágrimas. Yo sólo he venido para decirte quién es tu madre en realidad, dijo un poco más calmada. Esperaba encontrar también a tus hermanos. Felizmente no los encontraste, hija de puta, pensé, les hubieras hecho mucho daño. Mis hijos también sufren, como tú, así que fíjate todo el sufrimiento que está causando tu madre, concluyó. Las lágrimas se me salían a raudales, la mujer sólo me miraba. Finalmente, dio media vuelta y se fue. Yo cerré la puerta y me quedé parado un momento. Franz se acercó y se sentó frente a mí. Al cabo de un rato, crucé el jardín y entré a la casa.
Sentado en el sofá de la sala, pensaba en lo que me había dicho aquella mujer. Estaba pasmado. No podía acabar de creer todo lo que había escuchado. Lloraba lleno de rabia. Cuando me calmé, recordé que hacía un tiempo mi papá me había hablado de mi mamá y de su jefe. Tu mamá y su jefe están juntos, me había dicho, hace tiempo que están juntos, pero yo ya he hablado con la esposa de él para que venga un día a hablar contigo y con tus hermanos. Tiene que ser un fin de semana, cuando todos estemos aquí. Cuando me dijo eso, pensé que mi papá estaba loco. Nunca me imaginé que fuera capaz de invitar a la esposa del amante de mi mamá a la casa. Sin embargo, lo había hecho. Esa señora y sus hijos están sufriendo, me había dicho, yo me he visto obligado a hablar con ella para poner fin a la relación de tu mamá con su jefe. Rompí a llorar. Sentía rabia y tristeza.Pensaba en cuán hijo de puta era mi papá. Qué gran hijo de puta, qué maldito enfermo, pensaba. Yo no podía estar peor, con el brazo roto y con el corazón jodido. Me sentía un desgraciado. Me quedé en la sala varias horas. Cuando me dio hambre, fui a la cocina y me calenté la comida del chifa que había quedado del día anterior. Me la serví en un plato y subí al cuarto de mi mamá. Me senté en el borde de la cama y encendí el televisor, que estaba al lado, sobre una mesa de noche. Cambié de canales con el control remoto, y me detuve en "El Correcaminos." Comencé a comer, al mismo tiempo que veía el programa. El Coyote perseguía al Correcaminos y caía en sus propias trampas. El Coyote me caía bien, parecía ser tan desgraciado como yo. El Correcaminos me parecía sumamente odioso. Seguí comiendo y viendo la tele. El Coyote caía a un abismo. El Correcaminos se quedaba mirándolo. El Coyote hacía una señal de despedida con la mano mientras caía. Solté una risotada.

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