jueves, 30 de julio de 2009

Los grutescos

Era una tarde calurosa de Julio. Me sentía aburrido y algo deprimido. Había salido a caminar para distraerme un poco. Entré a un bar de la calle del Prior y me apoyé en la barra. Pedí un botellín de agua. Había poca gente en el lugar. Todos parecían aburridos. A mi lado, una mujer hablaba sola. Su voz era un suave susurro. La miré. Bebía una copa de vino. Era de estatura mediana, delgada, rubia, y llevaba puesto un corto y ligero vestido celeste. Tendría treintaitantos años. Sin que se diera cuenta, miré su frente amplia, sus ojos grises, su nariz larga, su boca pequeña. Llevaba el cabello atado.Sus senos eran medianos y tenía muy lindas piernas. Olía a perfume caro. Parecía absorta. Sus labios se movían mientras soliloquiaba. Me llevaron el botellín de agua que había pedido. Lo destapé y di un largo sorbo. Tenía sed. La mujer del vestido celeste se alejó de la barra y dio una vuelta por el bar, mascullando. Su mirada se hallaba perdida en el vacío, o en algo más allá del vacío. Volvió a apoyarse en la barra, más cerca de mí. Calló un rato. Bebió un poco de vino. Luego volvió a mover los labios. Yo agucé el oído. Escuché. "Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día" Recitaba silenciosamente un soneto de Quevedo. Qué extraña mujer, pensé, ¿habrá estado recitando poemas todo el tiempo? Me quedé escuchándola. Su voz era suave, tersa y celeste como su vestido. Cuando llegó al último terceto recité junto con ella "su cuerpo dejará, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado." Al terminar, ella volteó y me quedó mirando. Yo enfrenté su mirada perdida, etérea, interrogante. Recitabas a Quevedo, le dije, a mí también me gusta ese soneto. Ella siguió mirándome, sin decir nada. Bebió otro sorbo de vino y comenzó a recitar "Escrito está en mi alma vuestro gesto." Yo la acompañé durante todo el soneto, hasta terminar diciendo "por vos nací, por vos tengo la vida/ por vos he de morir y por vos muero." Me volvió a mirar. Perdona si te molesto, le dije. Después de un rato de silencio ella me dijo No me molesta, me sorprende. A mí también me sorprendió oírte recitar, le dije yo, ¿recitas todo el tiempo? No, no recito todo el tiempo, me contestó, pero casi todo el tiempo hablo sola. Es bueno hablar sola, o solo, afirmé, Machado decía que el que hablaba solo aspiraba a hablar con Dios un día. Sí, lo recuerdo, me dijo ella. ¿Aspiras a hablar con Dios?, bromeé. No, por el momento no, me respondió ella, ando tan confundida que no podría sostener una conversación con ese señor. Sonreí. Ella continuaba con su aire abstraído. Te invito a una copa, me dijo. No, muchas gracias, le dije, no bebo. Y le enseñé el botellín. Qué raro, casi todo el mundo bebe, aseveró ella, ¿no bebes por algún motivo en especial? Bueno, sí, es que tomo antidepresivos, le confesé. ¿Y por qué me lo dices como si te avergonzaras?, me preguntó. Porque en realidad me da un poco de verguenza decir que tomo antidepresivos, le respondí.
-No debes sentir verguenza, joder, los tomarás por algún motivo, ¿no?
-Sí, soy depresivo melancólico.
-Eso no te debe avergonzar.
-De acuerdo, te haré caso, no me avergonzaré.
-Te invito un agua entonces.
-Bueno.
Ella pidió un botellín de agua al camarero. Éste se lo dio enseguida. Ella me lo alcanzó. Yo lo destapé y bebí. Realmente tenía mucha sed. ¿Cómo te llamas?, le pregunté a ella.
-Alejandra, Alejandra Sierra.¿Y tú cómo te llamas?
-Alfonso, Alfonso Décimo.
-¿Y de dónde eres?
-De Lima, Perú. ¿Y tú?
-De aquí, de Salamanca, España.
-Pues me da mucho gusto haberte conocido, Alejandra.
-Salud.
Entrechocamos la copa y el botellín, y bebimos. Te invito a dar un paseo, me dijo Alejandra. De acuerdo, acepté yo. Salimos del bar y caminamos hasta la plaza de Monterrey. Allí doblamos a la izquierda y subimos por la calle la Compañía. Alejandra iba recitando "¿Adónde te escondiste,/ Amado, y me dejaste con gemido?" Yo la acompañé "Como el ciervo huiste,/ habiéndome herido;/ salí tras ti clamando y eras ido" Cuando llegamos a la Rúa antigua Alejandra calló de súbito. ¿Te gusta leer poesía?, me preguntó. Sí, y también me gusta escribirla, le respondí. ¿Eres poeta?, me preguntó. Creo que sí, le contesté. Bajamos por la calle Francisco de Vitoria, desembocamos en la plaza Anaya y seguimos hasta la Catedral. Eres poeta, con razón me inspiraste confianza, me dijo Alejandra, en realidad no suelo hablar con nadie. ¿Sueles ir a los bares a hablar sola?, le pregunté. Sí, me dijo, suelo ir a los bares y suelo caminar por la ciudad hablando sola. ¿Te gusta la ciudad? Me encanta, le dije, Salamanca es realmente bella. ¿Hace cuánto vives acá?, me preguntó. Hace tres años, le respondí. Yo he vivido aquí toda mi vida, me dijo, y cuando me he sentido aburrida sólo he tenido que dar un paseo para que ese aburrimiento se esfumara. Subimos al atrio de la Catedral. Entramos al recinto. Sentí el espacio frío y fresco. Alejandra fue hacia el quiosco donde se compraban los tickets para entrar a la Catedral vieja. La seguí. Sacó su cartera. No, yo pago, le dije. No, no, de ninguna manera, joder, yo te he invitado, me replicó ella. Bueno, está bien, pero déjame mostrar mi tarjeta de estudiante, así te cobran menos. De acuerdo.
Entramos a la Catedral vieja. Ya yo había estado allí más de una vez, pero no me disgustaba para nada estar una vez más. Alejandra se dirigió rápidamente al altar mayor. Se detuvo al lado izquierdo, justo frente al órgano del músico Francisco de Salinas. Intuí lo que iba a hacer y comencé con ella "El aire se serena/ y viste de hermosura y luz no usada, /Salinas, cuando suena/ la música extremada,/ por vuestra sabia mano gobernada" Cuando terminamos de recitar el poema de fray Luis, Alejandra me miró y sonrió brevemente. Era la primera sonrisa que esbozaba desde nuestro encuentro en el bar. Caminó hacia la derecha y quedó de pie frente al maravilloso retablo del altar mayor. Nos quedamos mirándolo. Al cabo de un rato, ella me dijo Aquí me casé. ¿Eres casada?, le pregunté. Soy viuda. Mi esposo murió hace un año, me contestó. Oh, lo siento, fue lo único que le dije. Abruptamente, ella se fue hacia el claustro. Parecía moverse por impulsos. Yo fui tras ella. Vaya mujer más rara, pensaba. Entramos al claustro. Ella caminaba decididamente sin entrar a ninguna capilla. Yo preferí no decirle nada. Había poca gente en el claustro. Alejandra entró a la capilla de Anaya. Yo entré detrás de ella. No había nadie en la capilla. Alejandra se dirigió directamente a la esquina derecha del recinto. Allí, bajo la plataforma de un viejo órgano,en un sepulcro, yacía una pareja. Sabía quiénes eran. Me acerqué a Alejandra, que contemplaba a los yacentes y le dije Don Gutierre de Monroy y Doña Constanza de Anaya. Sí, me dijo ella, son los yacentes más hermosos que he visto en mi vida. Sí, son bellos, asentí. Nos quedamos contemplando a los yacentes largo rato, en silencio. Parecían plácidamente dormidos, pacíficamente muertos. Su estado era envidiable. Me fijé en la frente de Don Gutierre, surcada por leves arrugas; me fijé también en el rostro dormido de Doña Constanza. Ambos tenían los ojos entrecerrados o entreabiertos, sin mirada. Sus manos efundían una paz imponderable. Mi esposo y yo veníamos a ver a estos yacentes por lo menos una vez al mes, me dijo Alejandra, ¡nos gustaban tanto! Él me decía que algún día dormiríamos así, juntos, en un estado que trascendería la vida y la muerte. Estos yacentes parecen dormir, le dije. Sí, él también decía eso, decía que estos yacentes estaban soñando que dormían juntos. Ahora, cuando vengo sola, anhelo ser Doña Constanza, y dormir así como ella, me dan ganas de estar muerta, tan suavemente muerta. Acarició los rostros de los yacentes. Pero qué hermosos son, dijo con la voz temblorosa.Y luego recitó "Ven, Muerte, tan escondida,/ que no te sienta venir, / porque el placer del morir/ no me vuelva a dar la vida." Nos quedamos mirando a los yacentes un largo rato más y salimos de la capilla.
Una vez que estuvimos fuera de la Catedral, le pedí a Alejandra que me hablara de su esposo. Él se llamaba Roberto,empezó, nos conocimos en la Universidad, él estudiaba Arquitectura y yo Humanidades. A ambos nos gustaba mucho la poesía. Leíamos juntos a diversos poetas. A veces él me escribía poemas de amor. Fuimos novios durante cinco años, después nos casamos. Vivimos juntos siete años, hasta que él murió. ¿De qué murió?, le pregunté. Ni los médicos lo supieron, un día simplemente enfermó y comenzó a consumirse, me respondió Alejandra. No me gusta la vida, pero no quiero morirme, me decía durante su agonía. Se moría de rabia y de pena. No quería morir, no aceptaba su destino. Yo lo vi rasgar sus vestiduras, morder las sábanas tratando de rasgarlas; yo lo oí maldecir a Dios. Sencillamente no quería morirse. Yo sólo me mantenía a su lado, dándole mi compañía y tratando de consolarlo. Su muerte fue muy dolorosa para ambos. Lo debes extrañar mucho, le dije. Sí, como ni te lo imaginas, me dijo ella, pero a veces él aparece por un momento y me deja verlo. Viste el mismo traje que usó en nuestra boda y luce tan lozano como entonces. ¿Tu esposo se te aparece?, le pregunté, azorado. Sí, y a veces hasta me hace el amor, me dijo ella. Soltó una graciosa risita. Yo preferí quedarme callado. Fuimos por la calle Calderón de la Barca hasta Libreros. Allí doblamos a la derecha y avanzamos hasta el Patio de Escuelas Mayores. Nos quedamos un rato mirando la fachada de la universidad y luego fuimos al patio de Escuelas Menores. Allí entramos a ver "El cielo de Salamanca", de Fernando Gallego. Aquí me siento muy tranquila, me dijo Alejandra, aquí también venía con Roberto. Vamos a mirar el cielo, me decía él, y veníamos aquí. Mientras contemplaba tranquilamente el cielo, Alejandra me jaló de la manga de la camiseta y me dijo Vámonos de aquí.Rápido. Vámonos. Salimos del lugar y vi el rostro desencajado de Alejandra. ¿Qué pasa?, le pregunté. Los grutescos han empezado a fastidiarme, me respondió. Tenía la mirada extraviada. ¿Pero qué grutescos?, le pregunté.¿Nunca has visto un grutesco?, me preguntó. Sí, he visto muchos, pero no sabía que perseguían a las personas, le respondí. Sólo me persiguen a mí, me dijo ella, me torturan hablándome de la muerte de Roberto, de mi amor tan inútil ante la muerte, de mi soledad, me dicen cosas que no quiero escuchar.
-¿No tomas ninguna medicación?
-Mi familia quiere que vaya a un psiquiatra, incluso los he oído hablar de internarme en un sanatorio mental, pero yo no quiero, y no me dejaré llevar a ninguna parte.
-¿Le has hablado a tu familia de los grutescos?
-Sí
-¿Y qué dicen?
-Que estoy loca, que debo hacerme ver por un psiquiatra.
-Tal vez debas hacerte ver por uno, no digo que estés loca, para nada, pero la muerte de tu esposo puede haberte afectado demasiado.
-No me digas eso, por favor, no quiero estar loca.
-Está bien, tranquila, vamos a caminar para que te calmes.
- De acuerdo.
Salimos del patio de Escuelas Menores. Mientras caminábamos, Alejandra miraba constantemente hacia atrás. Recordé los grutescos que había visto en el sobreclaustro del convento de las Dueñas, y también los que había visto en las ménsulas del Palacio de la Salina. Eran horrendos. Eran monstruos de diverso aspecto. Criaturas realmente espantables. Seres salidos del infierno. Si Alejandra se imaginaba que la seguían y que le hablaban, debía pasarla muy mal. Sin duda estaba mal de la cabeza, pero ella no lo aceptaba. Me imaginé a una legión de grutescos persiguiéndome. Monstruos de toda especie yendo tras de mí y gritándome justo aquello que no quería escuchar. Debía ser horrible.
Íbamos por la Rúa Mayor. Ya atardecía. Mucha gente transitaba por la calle. ¿Sabes qué es lo peor de los grutescos?, me preguntó Alejandra, que aún lucía alterada. ¿Qué?, le pregunté. Que se suelen convertir en personas, me respondió. Ya olvida eso, le dije, no le hagas caso a los grutescos. ¡No! ¡No!, exclamó, ¡tengo que ahuyentarlos! Se sacó una sandalia y con ella comenzó a golpear el aire y el suelo. ¡Lárguense! ¡Lárguense! ¡Malditos! ¡Malditos!, gritaba. La gente se volteaba a mirarla. Algunas personas se detenían alrededor de ella. Yo la cogía del brazo y ella se desasía y volvía a golpear el aire y el suelo con su sandalia. Cuando se detuvo, miró a la gente y en su cara comenzó a formarse una expresión de terror. ¡Alfonso! ¡Alfonso!, me gritaba, ¡estas personas también son grutescos! ¡También lo son! Soltó un grito largo y agudo, lleno de horror. Yo me acerqué a ella. Me dio un golpe en la cabeza con la sandalia, sin reconocerme. Luego corrió espantada, abriéndose paso a sandaliazos entre la gente. Me imaginé lo mal que la estaría pasando, imaginando a monstruos que la acosaban por todas partes. Me dispuse a seguirla. Cuando estaba a punto de correr, alguien me jaló de la camiseta. Volteé y miré hacia abajo. Era un hombre chaparrito, de edad inefable, con la cara roja. No la sigas, muchacho, esa mujé está jodía. Muy jodía. Me quedé parado, viendo cómo Alejandra se alejaba. Sólo era una mujer sensible averiada por la vida, por la desgracia. Sentí mucha pena, era como si hubiera perdido a una buena amiga. Aún se oían sus gritos. La gente comentaba lo sucedido. Entre las voces, pude distinguir la del chaparrito, que decía Está jodía. Muy jodía.

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