Cuando era niño, subí una alta montaña con mi padre y mis dos hermanos menores. Me quedé atrás y sentí la Soledad del lugar. Un águila pasó volando sobre mi diestra. Grité para escuchar el eco. Las piedras emitían un débil zumbido y el Sol reía a carcajadas. Supe que algún día tendría que pelear con Dios. Supe, en medio de toda aquella Soledad, que alguna vez tendría que matar a Dios. Esa idea se me clavó en la frente como un cuchillo de piedra. Surgieron interrogantes. ¿Cómo matar a Dios? El era muchísimo más fuerte que yo, y me vencería fácilmente. Pero yo no quería que el Creador me matase. Yo tendría que matarlo a él de alguna manera. Pasó el Tiempo. Después de muchas reflexiones, me di cuenta que para matar a Dios tendría que matarme a mí. Tendría que matar toda idea de Dios y de lo divino que habitara en mí. Tendría que negar lo que antes afirmaba. Me destruiría. Sería una dura pelea. O mejor debería decir, será una dura pelea.
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