martes, 18 de mayo de 2010

A Catulo

“Odi et amo. quare id faciam, fortasse requiris?
nescio, sed fieri sentio et excrucior.”
-Catulo-

Querías mamármela, gordo Braulio,
cuando era un adolescente.
Me seguías a todas partes,
cabestreado por tu deseo.
Codiciabas mi cuerpo,
y querías meterte mi pene
en la boca.
Me eras odioso, gordo Braulio,
¿acaso no te dabas cuenta que
en mi adolescencia, lo que más quería,
era estar en paz?
Tú no me dejabas tranquilo.
Eras rijoso, y me decías que yo era
el más bello de todos los adolescentes.
Yo tenía que estar huyendo de ti, gordo salaz.
Tú ya tenías más de veinte años
y los muchachos como yo te enloquecían.
Pero ya ha pasado el tiempo.
Ya soy un adulto y veo cómo
persigues a los adolescentes
para mamárselas, gordo maricón.
Deja en paz a los muchachos,
que dentro de sí ya tienen
muchos problemas que resolver.

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Tenía veinte años y había visto
a Sara, la mujer que amaba, besándose con otro.
La vi en una fiesta a la que ella no sabía que yo
iba a ir. Yo la vi, pero ella no me vio a mí.
Era de madrugada. Era Invierno. El Cielo
era oscuro y había neblina. Yo iba llorando
por la avenida que me conducía a mi casa.
Allí los travestis se apostaban durante toda la Noche.
Uno de ellos se me acercó y me propuso hacerme una mamada.
Yo iba muy borracho. Le dije al travesti que se marchara.
Él me seguía. Era alto, esbelto, zambo y tenía una barba de tres días.
Me tocó el pene y yo me excité. Mi carne adormecida despertó.
El travesti y yo entramos a un callejón
Él me bajó el pantalón y me la mamó.
Nadie me la había mamado tan bien.
Todo el rato pensé en Sara.
Poco antes de eyacular empujé al travesti y me aparté.
Me subí el pantalón y me sentí afligido.
El travesti me pidió que le diera por el culo.
Yo me marché.
Cuando ya estaba cerca de mi casa me di cuenta
que no llevaba mi reloj.
El travesti me lo había robado.
Me lo tengo bien merecido, pensé,
Y seguí llorando por lo que Sara me había hecho.

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Sara, qué ganas tenía yo de acostarme contigo.
Cuánto te amaba. Cómo adoraba tu alma.
Me enamoré de ti por designio de los dioses.
Quería tocar tus senos, pero tú no te dejabas.
Quería acariciar tus muslos, pero tú me hablabas
de castidad.
Creías en la pureza. Yo no.
Pero igual me amabas.
Qué ganas tenía de que nuestros cuerpos comulgaran.
Cuando estaba frente a ti se me revelaba algo divino.
Amaba tu alma. Pero tenía unas ganas terribles
de acostarme contigo.

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Sara me fue infiel. Y yo hablaba mal de ella
en todas partes. Ay de mí, insensato.
Si hablaba mal de ella era porque la recordaba.
Y si la recordaba era porque aún la amaba.
Me propuse olvidarla.
Ahora ya ni siquiera pronuncio su nombre.

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Tú, Justino, que te acuestas con tu madre y con tu hermana,
¿qué gozo quieres tener? ¿qué placer persigues?
Entre tu madre y tu hermana desnudas eres feliz.
Son ustedes una familia muy unida

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Me parece que es igual a los dioses,
incluso superior a ellos,
el hombre aquel que frente a ti se sienta
y sin cesar te mira y oye tu dulce risa
y, pobre de mí, eso está quitándome el sentido.
Apenas te miro, Sara, y no puedo decir ya palabra,
fuego sutil fluye por mi cuerpo,
zumban mis oídos
y mis ojos se me velan.
En tal estado me encuentro cada vez que te veo,
infeliz de mí.

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Clemente, te conocen como el Viejo de la Estación de Autobuses.
Ah Clemente, eres sinvergüenza e indecente.
Te pasas el día en el baño de la Estación
y cada vez que un joven va a orinar
tú te pones a su lado y le miras la verga.
A varios les ofreces dinero a cambio de una mamada.
Si acceden, se encierran en un retrete y allí pasan un rato agradable
para ambos.
Al terminar, sales contento, viejo maricón, con la boca llena de semen.

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Sara habla mal de mí.
Y yo estoy contento porque Sara me recuerda
Y, por lo tanto, me ama.

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Sara me traicionó.
¡Qué ganas de olvidarla para siempre!
Pero es imposible olvidar su canto y sus besos.

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Odio y amo. Todos me preguntan por qué.
No lo sé, pero es así. Y sufro.

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