viernes, 14 de mayo de 2010

Exploración de Lima

En Lima vagaba en paz. Era uno más de los tantos millones de desempleados, zánganos y don nadies de la ciudad. El Cielo de mi ciudad moldeó mi carácter, influyó en mi ánimo. Es por tanto mirar el Cielo gris de Lima que soy depresivo. Pero cuánto quiero a mi Lima, con su Cielo, su olor a meados y todo. Es verdad que siempre quise irme de mi ciudad, y también es verdad que hace años que vivo en Salamanca, España. No obstante, Lima está más adentro de mí que yo mismo, y la depresión que me infundió continúa desarrollándose en mí. En Lima uno también adquiere cierta locura simpática. La adquiere a causa del ritmo vital de la ciudad. Allá se vive con mucha prisa, con mucho estrés, con mucha inquietud. En Lima todos quieren ser ricos- y muchos lo logran-, y trabajan para ello. Por otro lado, estamos los vagos redomados, los que vivimos como privilegiados espectadores, sin trabajar, sin afanarse, sin desesperarse.
En Lima hay dos clases de personas: los huevones y los pendejos. Son estos últimos los que dominan la ciudad. En lo que respecta a los huevones, éstos viven tranquilos, perdiendo siempre las suculentas oportunidades de trabajo, de estudio, o de lo que fuere. Cuando yo quería profundizar en mi conocimiento de Lima, me iba a jironear. En el Jirón de la Unión la gente va y viene, rozándose, estorbándose mutuamente. Jóvenes inefables reparten propaganda de tiendas donde se hacen tatuajes y de sex shops. Hay otros jóvenes que ofrecen muy quedamente marihuana. Por cierto, se fuma muy buena marihuana en Lima. Cuando terminaba de jironear, iba a la Plaza Mayor, miraba la Catedral, la Municipalidad, el Cerro san Cristóbal, Palacio de Gobierno…Luego de esa distracción, me iba a sentar a las gradas de la Catedral, lugar exclusivo de los vagos de la ciudad. Después de tomar algo en “El Cordano”, volvía a jironear hasta desembocar en la Plaza san Martín. Desde allí me iba a jirón Camaná, a mirar libros y a visitar a mi amigo Ramón, que tiene su tienda de antigüedades en la cuadra nueve. Me gustaba mirar jirón Camaná con la iglesia de la Recoleta al fondo. Luego de la visita a mi amigo Ramón, al atardecer, salía a La Colmena y entraba al cine Le París. La sala solía estar llena de gente. Puros hombres, la mayoría de entre cuarenta y cincuenta años. En la pantalla podía verse un falo enorme entrando y saliendo de una húmeda vagina. Yo no soportaba estar mucho tiempo en el cine, me cansaba de tanto pene y tanta vagina. Al salir, la gente me miraba con cierto reproche. Yo podría haberles dicho que estaba tratando de llegar a la esencia limeña, pero hubiera sido en vano. Muchas veces también me iba a mirar el Rímac, mi sucio y sifilítico río. Y, sin darme cuenta, el Cielo seguía infundiéndome una bilis atrozmente negra.

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