jueves, 3 de junio de 2010

Educación de la sensibilidad

Fui un niño citadino. Sin embargo, los fines de semana mi padre nos llevaba a mí y a mis hermanos al campo o a la playa. Cuando paseábamos por el Centro de Lima, mi padre nos decía que tuviéramos mucho cuidado con los rateros. A mí me gustaba mucho el Centro. Gris, sucio y amarillo tenía su encanto. Con mi padre íbamos a comprar revistas y libros. También íbamos al cine y a comer. Mi madre nos esperaba en casa con la cena lista. Íbamos al Centro cualquier día de la semana. Los fines de semana nos levantábamos temprano y nos íbamos a Chosica en el Volkswagen azul de mi padre. En Chosica siempre era Verano. El Cielo era claro y azul, el Sol coruscaba con fuerza y el campo verde parecía esperarnos con sus sauces, sus álamos y demás árboles. Pasábamos el día entero en el campo. Al atardecer, íbamos al pueblo de Chosica. Nos encantaba pasar por el puente, donde las vendedoras de pan con chancho nos ofrecían su mercancía. A veces íbamos al cine. Al volver a casa, mi madre nos esperaba con la comida lista, como siempre. Otros fines de semana nos íbamos a la playa. Solíamos ir a Cerro Azul. Siempre volvíamos a casa insolados. Infancia, álamos cuyo temblor parecía el de mi corazón, sauces en la orilla del río donde nos bañábamos desnudos, yerba encendida por el Sol. Mar de ronco vozarrón, olas que jugaban con nosotros, niños bendecidos por el Sol; Crepúsculo bermejo y lento que casi se llevaba nuestras almas. Éramos felices.
De niño, yo era muy libidinoso. Me tocaba y me daba placer. Me frotaba el pene y me metía lápices en el ano. Ese era mi secreto. No se lo decía a nadie. Y, oscuramente, sentía Remordimiento. Creía que era un niño malo que pecaba constantemente. Un niño no se debe tocar, me decían en el nido y en la casa de mis tías archicatólicas. Dejé de ser feliz. Me consideré un sucio pecador cuyo destino era el infierno. No había salvación posible para mí. Un día, mientras mi abuela me lavaba el culo, notó que mi ano estaba dilatado. Eso era porque me metía lápices con frecuencia y me los dejaba allí horas y horas. Mi abuela habló con mis padres y ellos me preguntaron cómo me había hecho eso. Yo tuve miedo y les dije que eso me lo había hecho un compañero del nido. Mis padres pensaron que me habían sodomizado. Al día siguiente del hallazgo anal, mi padre fue conmigo al nido. Me preguntó quién había sido el niño que me había hecho eso en el culo. Yo le señalé al que tenía peor apariencia. Mi padre se acercó a él conmigo y le dijo No vuelvas a hacerlo nunca más, ¿oíste? Nunca más. Después de decirle eso se fue. El compañero me preguntó a qué se refería mi padre. Yo le dije que no era nada. Desde aquel momento, mi Remordimiento aumentó. Mis padres no volvieron a hablar conmigo de lo sucedido, pero una tía que era médico me revisaba eventualmente. Dejé de darme placer con los lápices. Ya sólo me tocaba el pene.
Toda mi niñez trascurrió entre la ciudad, el campo y el Mar. Ciudad vieja, depresiva y maldita. Campo apacible, con río y con mosquitos. Mar inconstante, playa calurosa y celeste. Mis padres se separaron cuando yo era adolescente. Todo cambió. Mi madre ya no nos esperaba con la comida lista, ya no se quedaba conversando con mi papá hasta altas horas de la Noche, preguntándole cómo nos había ido. Llegué a maldecir mi vida. Sin embargo, ahora que los años han pasado, me doy cuenta que mi sensibilidad recibió una educación privilegiada. A pesar de mi Remordimiento.

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